Capítulo 5
“De un lado de esta galaxia al otro”
Durante los cinco meses siguientes, Han Solo y su copiloto wookie consiguieron llegar a la cima de la jerarquía del contrabando. De forma francamente milagrosa, Han logró conservar una parte del dinero que habían ganado durante el tiempo suficiente para pagar la mayor parte de las modificaciones que siempre había soñado con introducir en el Halcón.
Shug Ninx, su jefe de técnicos y mecánico de naves estelares medio alienígena, le permitió guardar el Halcón en su Granero Espacial. El Granero Espacial de Shug casi había llegado a ser una leyenda en la sección corelliana de Nar Shaddaa. Dentro de su cavernoso interior, los comerciantes, piratas y contrabandistas trabajaban en sus naves, modificándolas incesantemente en una obsesiva decisión de obtener de ellas hasta la última brizna de velocidad y potencia de fuego que fueran capaces de generar sus sistemas. Después de todo, cuanto más deprisa pudiera entregar un cargamento la nave de un contrabandista, más deprisa podría volver a despegar transportando otro cargamento. En la vida de un contrabandista, el tiempo equivalía a créditos.
Han, Jarik y Chewbacca llevaron a cabo la mayor parte del trabajo personalmente, con alguna ayuda ocasional de Salla, quien también era una técnico muy experto, y de Shug, el genio y experto indiscutible.
En cuanto el corelliano hubo conseguido que el blindaje de la nave quedara tal como quería ¡ningún disparo imperial guiado por la buena suerte iba a acabar con el Halcón de la forma en que había sido destruida la nave anterior de Han, el Bria!—, empezó a trabajar en los motores y el armamento. Añadió un cañón láser ligero debajo de la proa, y después desplazó las baterías láser cuádruples para que el Halcón pudiera contar con torretas dorsales y ventrales tanto arriba como abajo. A continuación, Han y Salla instalaron dos tubos lanzadores de cohetes de demolición entre las mandíbulas delanteras.
Y mientras instalaban nuevo armamento y mejores blindajes, Han, Shug y Chewie siguieron trabajando en los motores y demás sistemas del Halcón. El Halcón ya contaba con un hiperimpulsor de categoría militar. Han y Shug mejoraron tanto los motores sublumínicos como el hiperimpulsor hasta volverlos todavía más potentes, y eso permitió que el Halcón siguiera mejorando sus tiempos en los viajes de contrabando de Han.
También instalaron nuevos sensores y sistemas generadores de interferencias. Pero los resultados de la primera prueba del nuevo sistema de interferencias no fueron nada prometedores. Cuando Han lo activó, la oleada de energía generada fue tan potente que afectó incluso a las comunicaciones internas de la nave, interfiriendo las señales que la cabina enviaba a los sistemas del Halcón. El incidente tuvo lugar en el peor momento posible, porque se produjo justo cuando el Halcón se estaba introduciendo en el pozo gravitatorio de un planeta para tratar de quitarse de encima a una fragata imperial. Mientras su nave descendía a toda velocidad, rozando los estratos superiores de la atmósfera en un picado totalmente incontrolable, Han y Chewbacca clavaron la mirada en sus instrumentos con los ojos llenos de consternación. Lo único que les salvó de acabar siendo incinerados por la atmósfera del planeta fue el hecho de que el sistema generador de interferencias era tan potente que se consumió a sí mismo.
Por fin llegó un día en el que Han pudo contemplar el Halcón con franca satisfacción y deslizar un brazo sobre los hombros de Shug Ninx.
—Eres el mecánico más genial de todo el universo, viejo amigo —dijo—. Creo que en toda la galaxia no hay nadie que tenga mejor mano para los hiperimpulsores. Mi pequeña ronronea igual que una gatita togoriana, y su promedio de velocidad ha aumentado en otro dos por ciento.
El mecánico dirigió una sonrisa a su amigo, pero meneó la cabeza.
—Gracias, Han, pero no puedo reclamar ese título. He oído decir que en el Sector Corporativo hay un tipo llamado «Doc» que es capaz de conseguir que un hiperimpulsor cante ópera con una mano atada detrás de la espalda. Si quieres que el Halcón vaya todavía más deprisa, tendrás que ir en su busca.
Han le escuchó con una cierta sorpresa, pero archivó la información dentro de su mente en el apartado de ‘potencialmente útil’. Siempre había deseado conocer el Sector Corporativo, y por fin tenía una razón para ir allí.
—Gracias, Shug —dijo—. Si alguna vez voy por ahí, tendré que pensar en ponerme en contacto con ese mecánico.
—Por lo que he oído contar sobre Doc, nadie se pone en contacto con él. Doc se pondrá en contacto contigo..., eso suponiendo que decida que es una buena idea hacerlo. Pídele información sobre él a Arly Bron. Ha pasado bastante tiempo en el Sector Corporativo, y tal vez sepa cómo puedes localizar a Doc.
—Gracias por la ayuda —dijo Han.
Conocía a Arly Bron, igual que le conocían la mayoría de los contrabandistas que frecuentaban el sector corelliano de Nar Shaddaa. Bron era un contrabandista robusto y ya bastante mayor de lengua muy afilada y expresión afable. Le encantaba burlarse de los idiotas, pero era lo suficientemente rápido a la hora de desenfundar para seguir entre los vivos, lo cual decía mucho en favor de su rapidez y puntería. Bron pilotaba un viejo carguero bastante maltrecho llamado Doble Eco.
Disponer del veloz y (relativamente) fiable Halcón Milenario hizo que Han pudiera enfrentarse a las misiones más complicadas. Seguía trabajando principalmente para Jabba, quien básicamente se había hecho cargo de la dirección del clan Desilijic, pero también aceptaba trabajos para otros patronos. El corelliano y su copiloto wookie casi se convirtieron en una leyenda en Nar Shaddaa a medida que iban rompiendo récords de velocidad en el trayecto de Kessel y trazaban círculos alrededor de los patrulleros imperiales.
Han nunca había sido más feliz. Tenía una nave muy rápida, amigos en las personas de Chewie, Jarik y Lando, una deliciosa y atractiva amiga en Salla, y créditos en el bolsillo. El dinero siempre se le acababa escurriendo de entre los dedos por mucho que intentara conservarlo, desde luego, pero eso no preocupaba excesivamente a Han. Después de todo, ¿qué había de malo en que le gustara vivir a lo grande, jugar y disfrutar de las cosas caras? ¡Siempre podía ganar más dinero!
Pero aunque la vida personal de Han iba espléndidamente, el horizonte estaba empezando a llenarse de oscuros nubarrones. El Emperador seguía reforzando su implacable presa, y últimamente su poder se estaba extendiendo incluso al Borde Exterior. Hubo una masacre en Mantooine, en el sector de Atrivis, y los rebeldes que habían conseguido capturar una base imperial fueron aniquilados prácticamente hasta el último defensor.
También hubo otras masacres dirigidas a servir de lección a los mundos imperiales interiores. Los contrabandistas de armamento habían tenido que volverse cada vez más veloces y cautelosos para poder entregar sus cargamentos. Cuando Han había empezado a hacerla travesía de Kessel, captar una sola nave imperial en los sensores era algo francamente inusual..., pero de repente lo inusual era no detectar ninguna. Para poder mantener en funcionamiento sus ejércitos y flotas, Palpatine exigía unos tributos tan elevados que hacían que los ciudadanos del Imperio gimieran bajo la aplastante carga financiera. El ciudadano corriente del Imperio empezaba a tener que hacer grandes esfuerzos meramente para poder poner un poco de comida decente encima de la mesa.
(Han y sus amigos no pagaban impuestos, naturalmente. Ningún recaudador de impuestos hacía acto de presencia en la Luna de los Contrabandistas, ya que el obtener impuestos de la abigarrada colección de habitantes de Nar Shaddaa era una tarea tan terriblemente difícil que la luna era sencillamente “pasada por alto” cada vez que llegaba el momento de exigir el pago de los impuestos.)
En el pasado, Han había prestado muy poca atención a los noticiarios que hablaban de los enfrentamientos producidos entre los imperiales y los grupos clandestinos rebeldes. Pero de repente el saber que Bria quizá estuviera involucrada en esas acciones hizo que el corelliano se encontrara escuchando los programas holográficos con toda su atención. .Palpatine tiene que estar loco —se sorprendió pensando en más de una ocasión—. Esas tácticas suyas están pidiendo una rebelión a gran escala... Matanzas, asesinatos, ciudadanos sacados por la fuerza de sus hogares en plena noche que nunca vuelven a ser vistos... Si le haces la vida imposible a la gente durante el tiempo suficiente, estás pidiendo una revuelta.
La oposición dentro del Senado Imperial también estaba creciendo por momentos. Mon Mothma, una de las senadoras más prominentes, se había visto obligada a huir hacía no mucho tiempo después de que el Emperador ordenase su arresto acusada de traición. Mon Mothma era una miembro muy prestigiosa del Senado y el atrevimiento de Palpatine provocó varias manifestaciones en Chandrilla, su planeta natal..., manifestaciones que dieron como resultado otra matanza implacable de ciudadanos imperiales.
Los ataques contra la libertad personal y el bienestar financiero iniciados por el Emperador también tuvieron otro efecto, que Han encontró particularmente inquietante. Un número cada vez mayor de personas repentinamente pisoteadas y hundidas en la pobreza estaba abandonando sus antiguas existencias y ponía rumbo hacia Ylesia para convertirse en peregrinos..., o, como sabía muy bien Han, en esclavos.
Muchos de los nuevos peregrinos procedían de Sullusta, Bothuwui y Corellia, mundos que habían sufrido recientemente represalias como castigo a los disturbios civiles y las manifestaciones contra los nuevos impuestos. Un día Han volvió a casa después de haber entregado un cargamento de contrabando para descubrir que, por primera vez, los t'landa Tils habían celebrado una reunión religiosa en Nar Shaddaa. Como resultado, cieno número de corellianos del sector corelliano de Nar Shadda había hecho el equipaje y estaba esperando el momento de subir a una nave que partiría, entre otros lugares, hacia Ylesia.
Cuando se enteró de eso, Han cogió una cápsula para ir al punto de desembarco y fue corriendo hacia la hilera de corellianos de aspecto exhausto y ojos apáticos que estaban esperando para subir al transporte.
—¿Qué creéis estar haciendo? —gritó—. ¡Ylesia es una trampa! ¿Es que no habéis oído las historias que cuentan sobre ese sitio? ¡Os engañan para que vayáis allí, y luego os convierten en esclavos! ¡Acabaréis muriendo en la minas de Kessel! ¡No vayáis!
Una anciana le lanzó una mirada llena de suspicacia.
—Cállate, jovencito —dijo después—. Vamos a un sitio mejor. Los sacerdotes ylesianos han prometido que cuidarán de nosotros, y que tendremos una vida mejor..., una vida bendita. Estoy harta de morirme de hambre en este sitio. El maldito Imperio está haciendo que resulte demasiado difícil ganarse la vida deshonestamente.
Los demás murmuraron imprecaciones similares dirigidas contra él mientras Han recorría la cola e intentaba convencer a los candidatos a peregrinos de que le hicieran caso. Han acabó quedándose inmóvil, queriendo aullar de pura rabia igual que un wooltie. Chewie, por su parte, llegó a dejar escapar un alarido de frustración.
—Dejando aparte el ajustar mi desintegrados en la potencia aturdidora y disparar contra todos ellos, no hay forma de detenerlos —observó amargamente el corelliano.
—Hrrrrrrnnnnnn —asintió Chewie, visiblemente entristecido.
En un último y desesperado esfuerzo, Han intentó hablar con algunos de los más jóvenes, e incluso llegó al extremo de ofrecerle trabajo a un par de ellos. Ninguno quiso escucharle y Han, harto y asqueado, acabó dándose por vencido. Aquello ya le había ocurrido en una ocasión anteriormente, en Aefao, un mundo remoto situado en el extremo opuesto de la galaxia con relación a Nar Shaddaa. Los ylesianos acababan de organizar uno de sus actos, y Han había intentado advertir a aquellos que se dirigían hacia las naves, pero enseguida descubrió que no podía competir con los recuerdos de la Exultación que desorbitaban los ojos de los candidatos a peregrinos. Sólo unos pocos de los pequeños humanoides aefanos de piel anaranjada le escucharon, y más de un centenar acabaron subiendo a la nave de los misioneros ylesianos.
Han contempló cómo la hilera de corellianos iba avanzando lentamente hacia el transpone que la aguardaba y terminó meneando la cabeza.
—Algunas personas son demasiado imbéciles para seguir con vida, Chewie —dijo.
O están demasiado desesperadas para vivir, replicó el wookie.
—Sí, quizá... Bien, esto ha vuelto a recordarme que exponer tu cuello es una buena forma de conseguir que te acaben cortando la cabeza —dijo Han con expresión de disgusto mientras daba la espalda a los corellianos condenados y empezaba a alejarse—. La próxima vez que se me ocurra volver a hacerlo, amigo, quiero que me administres una de esas cariñosas palmadas de wookie tuyas y que lo hagas con la fuerza suficiente para dejarme sentado en el suelo. Cualquiera pensaría que después de todos estos años ya habría aprendido la lección...
Chewie le prometió que así lo haría, y los dos compañeros se alejaron.
A pesar del hecho de que sus manecitas estaban enormemente ocupadas dirigiendo el clan Besadii, Durga el Hutt se negaba a renunciar a su búsqueda del asesino de su padre. Seis miembros del personal de la casa habían muerto bajo los efectos de los rigurosísimos interrogatorios, pero a pesar de ello seguía sin haber absolutamente ninguna indicación de que alguno de ellos hubiese estado involucrado en el asesinato.
Si el personal doméstico era inocente, ¿cómo había sido envenenado Aruk? Durga mantuvo otra conversación con Myk Bidlo, quien esta vez le confirmó que se habían encontrado restos de X–1 en el sistema digestivo de Aruk. Su progenitor había ingerido la sustancia letal.
Durga cortó la comunicación y partió para una prolongada ondulación, decidido a vagar por los pasillos de su palacio mientras pensaba. Su expresión era tan sombría e impresionante que su personal —ya altamente nervioso, lo cual era muy comprensible— huyó ante su aproximación tan deprisa como si Durga fuese un espíritu maléfico surgido de la Oscuridad Exterior.
El joven noble del clan Besadii se dedicó a repasar mentalmente los tres últimos meses de la vida de su padre, y fue examinando cada momento de cada día. Todo lo que Aruk había comido procedía de sus propias cocinas, donde había sido preparado por los cocineros..., incluidos los fallecidos. (Durga hizo una anotación mental para acordarse de que debía contratar dos nuevos cocineros...)
Durga había hecho examinar toda la cocina y las habitaciones de los sirvientes en busca de algún rastro de X–1. Nada. El único sitio en el que se habían encontrado vestigios de la sustancia fue el suelo del despacho de Aruk, no lejos del punto en el que aparcaba habitualmente su trineo repulsor, y además las cantidades detectadas habían sido casi imperceptibles.
Durga frunció el ceño, retorciendo sus rasgos manchados por la marca de nacimiento hasta convertirlos en una especie de máscara demoníaca. Algo estaba asestando agudos pinchazos a su cerebro. ¿Un recuerdo? ¡Sí, eso era! Pinchazos..., convulsiones..., retorcimientos...
«¡Retorciéndose..., retorciéndose! ¡Las ranas de los árboles nala!»
Y de repente el recuerdo estaba allí, nítido y preciso: Aruk, eructando mientras alargaba la mano hacia otra rana viva. Hasta aquel momento Durga jamás había llegado a tomar en consideración la posibilidad de que el veneno pudiera haber sido administrado mediante un ser vivo. Después de todo, parecía lógico pensar que la criatura moriría a causa del veneno mucho antes de que pudiera ser ingerida.
Pero ¿y si las ranas de los árboles nala eran inmunes a los efectos del X–1? ¿Y si sus tejidos se habían ido llenando de las crecientes cantidades de X–1 sin que éstas llegaran a afectarlas?
Aruk adoraba sus ranas de los árboles nala. Las comía cada día, y en ocasiones llegaba a comerse hasta una docena al día.
—¡Osman! —aulló Durga—. ¡Tráeme el sensor! ¡Llévalo directamente al despacho de Aruk!
El cheviniano apareció ante él durante unos segundos, aceptó la orden con una rápida inclinación de cabeza y desapareció al instante. Los sonidos de sus pies lanzados a la carrera se desvanecieron en la lejanía Durga empezó a ondular hacia el refugio particular de su padre, deslizándose sobre el suelo todo lo deprisa que era capaz.
Cuando llegó allí, sólo le llevaba unos segundos de ventaja al jadeante sirviente, quien ya estaba trayendo el aparato detector. Durga se lo quitó de las manos y después entró corriendo en el despacho. «¿Dónde está?», pensó, mirando desesperadamente a su alrededor.
«¡Sí, allí!», comprendió un instante después, y fue hacia el rincón. Ocupando aquella esquina de la habitación, y totalmente olvidado, se alzaba el antiguo acuario de aperitivos de Aruk. Su padre lo usaba para conservar viva la comida fresca, ¡y durante los últimos meses de su vida esos manjares especiales habían consistido básicamente en ranas de los árboles nata!
Durga introdujo la punta localizadora del sensor en el acuario de aperitivos y activó el instrumento. Unos instantes después ya tenía su respuesta. ¡Los depósitos minerales de las láminas de cristalita del globo contenían considerables cantidades de X–1!
El joven hutt dejó escapar un aullido de rabia que hizo temblar todo el mobiliario y después, perdiendo el control de sí mismo, destrozó el acuario de aperitivos con un devastador golpe de su cola mientras lanzaba su masa contra los muebles, aplastando y destruyendo cuanto se hallaba en su camino. Finalmente, jadeando y con la voz enronquecida, Durga se quedó inmóvil entre las ruinas del despacho de Durga.
«Teroenza... Teroenza envió las ranas.»
El primer impulso de Durga fue ir a Ylesia y aplastar personalmente al t'landa Til hasta dejarlo reducido a una masa de pulpa ensangrentada pero, pasados unos instantes de reflexión, comprendió que ensuciarse las manos y la cola con una criatura tan inferior sólo serviría para rebajar su dignidad. Además, no podía limitarse a eliminar al Gran Sacerdote. El líder del clan Besadii era incómodamente consciente de que si ponía fin a la existencia de Teroenza, los t'landa Tils de Ylesia muy bien podían negarse a continuar desempeñando su mascarada como sacerdotes en la Exultación. Teroenza era muy apreciado por aquellos que obedecían sus órdenes, y también era un excelente administrador que había proporcionado unos beneficios cada vez mayores a Besadii a través de las factorías de especia.
«Antes de poder actuar contra él necesitaré disponer de un sustituto bien adiestrado que pueda sustituirlo», pensó Durga.
Y además tampoco podía pasar por alto el hecho de que las evidencias contra el Gran Sacerdote eran puramente circunstanciales.
Durga había sometido a una estrecha vigilancia los gastos de Teroenza, y ninguna gran cantidad de créditos había salido de sus cuentas. El t'landa Til no podía haber comprado el veneno a menos que lo hiciese de una forma altamente clandestina..., y no disponía de las sumas de dinero necesarias para adquirir grandes cantidades de X–1.
«A menos que haya vendido su maldita colección de objetos de arte...», pensó Durga, pero sabía que eso no había ocurrido. También había mantenido una estrecha vigilancia sobre todos los listados de los cargamentos que entraban y salían de Ylesia y, de hecho, durante los últimos nueve meses Teroenza había estado incrementando su colección.
El joven líder del clan Besadii decidió empezar a adiestrar a un nuevo t'landa Til aquella misma semana. Seguiría con sus investigaciones y cuando el nuevo Gran Sacerdote estuviera preparado, contrataría a un cazador de recompensas para que le trajese el cuerno de Teroenza. Durga ya podía imaginarse el cuerno, colocado en la pared de su despacho junto al retrato holográfico de Aruk.
Y Teroenza quizá no fuese el único que merecía morir en Ylesia. Alguien había tenido que capturar las ranas de los árboles nala, introducirlas en los recipientes de transporte y cargarlos en naves. Durga decidió investigar la situación desde todos los ángulos posibles antes de ofrecer su recompensa.
El verdadero asesino era el individuo que había adquirido el X–1 y organizado toda la operación. Jiliac era su principal sospechoso. La hutt disponía de los créditos necesarios, y también contaba con la motivación.
Durga ya había empezado a buscar las conexiones entre Jiliac y los envenenadores malkitas. A partir de aquel momento, también buscaría posibles conexiones entre la líder del clan Desilijic y Teroenza.
Seguramente encontraría algo, alguna clase de registro. Listados de cargamentos, depósitos de créditos, retiradas, anotaciones de compras... En algún lugar tenía que haber una evidencia que relacionase a Teroenza y Jiliac con la muerte de Aruk, y Durga daría con aquellas pruebas.
Sabía que la investigación exigiría tanto tiempo como créditos y que, por desgracia, esos créditos tendrían que salir de entre los de su propiedad personal. Durga no se atrevía a poner en peligro su precaria posición como líder del clan Besadii gastando inmensas cantidades del dinero del kajidic en lo que sin lugar a dudas sería considerado como una mera venganza personal.
Zier y sus otros detractores ya le estaban observando atentamente, listos para caer sobre él ante cualquier gasto no justificado.
No, Durga tendría que correr con ese gasto..., y el hacerlo supondría una dura prueba para sus recursos personales.
Durga pensó durante unos momentos en el Sol Negro. Una palabra al príncipe Xizor, y podría disponer de todos los impresionantes recursos del Sol Negro. Pero eso supondría abrir la puerta a la toma de control del clan Besadii —y, posiblemente, de todo Nal Hutta— por el Sol Negro.
Durga meneó la cabeza. No podía correr ese riesgo. No quería acabar convertido en uno de los vasallos de Xizor. Era un hutt libre e independiente, y ningún príncipe falleen iba a estar en situación de darle órdenes. Durga salió del despacho medio destrozado de Aruk y fue al suyo, sabiendo que tenía por delante una larga sesión de trabajo con su cuaderno de datos. No podía permitir que sus responsabilidades para con Besadii quedaran pospuestas, por lo que la mayor parte de su investigación tendría que llevarse a cabo durante la noche, mientras la inmensa mayoría de los hutts estaban durmiendo.
Durga extendió la mano con expresión sombría hacia su cuaderno de datos y empezó a teclear una solicitud de información.
Estaba seguro de que por fin había descubierto la identidad de los asesinos de su padre. Conocía el cómo y el porqué. Ya sólo le faltaba obtener la prueba que le permitiría encararse con Jiliac y exigir satisfacción personal por una deuda de sangre.
Los diminutos dedos de Durga empezaron a deslizarse vertiginosamente por encima de su cuaderno de datos, y la punta verdosa de su lengua asomó por una comisura de sus labios mientras se concentraba...
Teroenza avanzó lentamente por el pasillo que llevaba al Centro Administrativo ylesiano para reunirse con Kibbick. El ‘gran señor hutt’ había solicitado su presencia hacía casi veinte minutos, pero Teroenza estaba muy ocupado por aquel entonces. En los viejos tiempos jamás se habría atrevido a hacer esperar a un hutt tan importante, pero las cosas —de manera lenta pero inexorable— estaban cambiando en Ylesia.
Él, Teroenza, estaba asumiendo el control de todo. En cuanto a Kibbick, sencillamente era demasiado estúpido para darse cuenta de ello.
A cada día que pasaba Teroenza estaba haciendo nuevos planes, atrayéndose a los guardias adicionales autorizados por Durga y fortificando el planeta. En vez de limitarse a contratar guardias gamorreanos, fuertes pero todavía más idiotas que Kibbick —¡lo cual ya era decir mucho!—, Teroenza estaba eligiendo cuidadosamente a mercenarios endurecidos en el combate. Salían más caros, pero compensarían sobradamente ese gasto en una batalla,
Y Teroenza sabía que iba a haber una batalla. Llegaría el día en que tendría que declarar abiertamente su ruptura con Nal Hutta. El clan Besadii jamás se quedaría cruzado de brazos ante semejante declaración de independencia, pero Teroenza planeaba estar preparado. ¡¡Dirigiría a sus tropas en la batalla, y la victoria sería suya!
El Gran Sacerdote ya estaba haciendo los arreglos necesarios para traer a las compañeras de los sacerdotes t'landa Tils a Ylesia. Tilenna, su compañera, sería una de las primeras en llegar. Kibbick era tan imbécil que probablemente ni siquiera se enteraría de su presencia hasta que hubiera transcurrido cierto tiempo. Las diferencias entre el macho y la hembra de la especie saltaban a la vista para los t'landa Tils, pero a los ojos de la inmensa mayoría de razas inteligentes, y salvo por el cuerno de los machos, los dos sexos resultaban virtualmente idénticos.
Teroenza también planeaba incrementar las defensas incluso si para conseguirlo tenía que llegar a vender una parte de su colección. Se había informado sobre lo que costaba un turboláser de plataforma terrestre y quedó horrorizado, pero quizá Jiliac le ayudaría a reunir los créditos que necesitaba. Después de todo, Teroenza era el único que podía implicarla en el asesinato de Aruk y, a la vista de eso, parecía lógico suponer que la líder hutt querría que Teroenza le estuviese lo más agradecido posible.
Cuando Teroenza llegó a la sala de audiencias de Kibbick, titubeó durante unos instantes delante de la entrada, haciendo un esfuerzo consciente para adoptar un aire lo más servil posible. No quería que Kibbick se percatara de su desprecio..., o por lo menos todavía no.
Pero muy pronto...
«Ya falta poco —pensó Teroenza, consolándose a sí mismo—. Interpreta tu papel. Escucha sus balbuceos, di que sí a todo y síguele la corriente. Pronto dejarás de tener que hacerlo. Unos cuantos meses más y esta tontería habrá terminado para siempre...»
Una de las primeras cosas que hizo Han Solo después de haber conseguido el Halcón Milenario fue desafiar a su amiga Salla Zend a echar una carrera. Con el Bria, que era bastante más pequeño y mucho menos fiable, nunca habría tenido la más mínima esperanza de derrotar a la veloz Viajera del Borde de Salla, pero ahora...
Cada vez que el azar hacía que los dos tuvieran que entregar un cargamento en la zona de Kessel, Han y Salla se dedicaban a echar carreras por esa peligrosa región del espacio. Solían llevar especia y otros artículos de contrabando al sistema de Stenness, y la ruta de Kessel era el camino más rápido para llegar hasta allá.
La victoria tan pronto sonreía a Han como a Salla, porque las dos naves estaban casi igualadas. A ninguno de los dos contrabandistas le gustaba perder, y sus competiciones amistosas se fueron volviendo cada vez más encarnizadas. Empezaron a correr riesgos cada vez más peligrosos, especialmente Salla. Era una gran piloto y volaba en solitario, y se enorgullecía de su capacidad para exprimir hasta el último átomo de propulsión a los motores de su nave.
Una mañana Han y Salla salieron del apartamento de ella, se dieron un beso de despedida y prometieron volver a reunirse en Kamsul, uno de los siete mundos habitados del sistema de Stenness. Han miró a Salla y le sonrió.
—Quien pierda la carrera paga la cena, ¿de acuerdo?
Salla le devolvió la sonrisa.
—Voy a pedir el plato más caro que haya en la carta para darte una buena lección, Han.
Han se rió y la saludó con la mano, y después se separaron para ir a sus respectivas naves.
El trayecto hasta Kessel transcurrió sin incidentes dignos de mención. Han consiguió sacarle casi quince minutos de ventaja a Salla, pero uno de los androides de carga asignados a su nave empezó a tener problemas de funcionamiento, y eso hizo que el proceso de carga durase más de lo previsto. La Viajera del Borde descendió como una exhalación sobre la pista cuando Han todavía estaba cargando sus bodegas, y el corelliano a duras penas si consiguió despegar cinco minutos antes que ella.
Estaba volando con Chewie como copiloto y llevaba a Jarik en la torreta anilles superior. Durante los últimos tiempos las patrullas imperiales se estaban mostrando cada vez más activas en la región de Kessel.
Han activó su intercomunicador un instante después de que entraran en el Pasillo.
—Mantén los ojos bien abiertos, chico —le dijo a Jarik—. No quiero que ninguna patrulla imperial nos pille por sorpresa.
—Muy bien, Han. Sigue vigilando esos sensores reforzados tuyos y yo los haré pedazos antes de que sepan qué les ha caído encima.
El primer obstáculo con el que tuvieron que enfrentarse en cuanto salieron de Kessel fue el de las Fauces, una traicionera región del espacio de forma más o menos esférica que contenía agujeros negros, unas cuantas estrellas de neutrones y varias estrellas dispersas de la secuencia principal. Vistas desde lejos, las Fauces creaban una masa redondeada de luminosidad muy parecida a una nebulosa en el cielo nocturno de Kessel. Pero a medida que una nave se aproximaba a ellas, la forma esférica se iba volviendo cada vez más clara. Las Fauces brillaban con la luz de los soles que contenían, y las franjas de gases ionizados y las estelas de polvo serpenteaban a través de ellas creando bandas de color. Los discos de acumulación de los agujeros negros parecían devolverle la mirada a Han desde las profundidades de las Fauces.
Los discos de acumulación semejaban blancos ojos acechantes suspendidos sobre las regiones más oscuras de las Fauces. Dependiendo del ángulo relativo con el Halcón, aquellos ojos quedaban rasgados, se entrecerraban o se abrían de par en par. En el centro de cada "ojo" había el aguijonazo de una «pupila» negra que indicaba la situación de cada uno de los agujeros negros que estaban absorbiendo las franjas de sustancia estelar.
«Casi parece la jungla en una noche ylesiana —pensó Han—. Noches negras repletas de ojos de depredadores que te observan....»
Recorrer el perímetro de las Fauces a velocidades sublumínicas normales era bastante arriesgado, y avanzar a toda potencia suponía buscar la catástrofe. Han echó una rápida mirada a sus sensores, y vio que Salla estaba cada vez más cerca de ellos. El corelliano incrementó la velocidad, exprimiendo sus propulsores hasta que se encontró yendo más deprisa de lo que había ido jamás en una travesía de aquella zona.
—Ahora ya no nos alcanzará —le dijo a Chewie—. Voy a mantener esta delantera hasta que hayamos llegado al Pozo, y entonces ya le llevaremos la ventaja suficiente para poder saltar al hiperespacio por lo menos veinte minutos antes que ella.
«El Pozo» era un peligroso campo de asteroides rodeado por los tenues gases rarificados del brazo de una nebulosa cercana. Juntos, las Fauces y el Pozo hacían que la travesía de Kessel fuera la ruta llena de peligros que era. Apenas oyó la fanfarronada de Han, Chewie dejó escapar un gemido lleno de infelicidad e hizo una sugerencia.
—¿Qué quieres decir con eso de que debería permitir que Salla nos ganara? —preguntó Han con indignación mientras sus dedos enguantados revoloteaban sobre los controles en el mismo instante en que dejaban atrás el primer grupo de agujeros negros. Los gases y el polvo de las estrellas más cercanas estaban siendo atraídos hacia los discos de acumulación bajo la forma de largos surcos de colores rosados y blanquiazulados—. ¿Te has vuelto loco? ¡No pienso pagar la cena! ¡Voy a ganarme un bistec de nerf acompañado por una guarnición de cola de ladnek hervida, y me lo voy a ganar limpiamente!
Chewie dirigió una nerviosa mirada al indicador de velocidad del Halcón e hizo otra sugerencia.
—¿Me estás diciendo que si reduzco la velocidad vas a invitarnos a cenar? —Han lanzó una mirada llena de incredulidad a su copiloto—. Eh, amigo, me parece que el matrimonio te debe de estar ablandando...
Puedo hacer esto con los ojos cerrados, y el Halcón también. ¡Vamos a ganar esta carrera!
Apenas había acabado de hablar cuando sus instrumentos registraron una extraña firma sensora procedente de la nave de Salta, que seguía acelerando temerariamente. Han, los ojos desorbitados, se inclinó sobre su tablero.
—Oh, no... —murmuró—. ¿Estás loca, Salla? ¡No lo hagas!
Unos momentos después la esbelta silueta en forma de mynock de la nave de Salla se alargó de repente y abandonó el espacio real. Chewie aulló.
—¡Salla! —gritó Han, aun sabiendo que el hacerlo no serviría de nada—. ¡Condenada loca! ¡Tratar de dar un microsalto estando tan cerca de las Fauces es la forma más segura de tener problemas!
Chewie empezó a removerse nerviosamente mientras Han incrementaba todavía más la velocidad y echaba un vistazo a sus sensores para tratar de localizar a la Viajera del Borde.
—¿Dónde se ha metido? ¡Maldita chiflada! ¿Dónde diablos se ha metido esa mujer?
Transcurrieron diez minutos, y luego quince, mientras el Halcón seguía avanzando a toda velocidad sin apartarse del perímetro de las Fauces. Han llegó a pensar en tratar de dar un microsalto, pero no tenía forma alguna de descubrir qué curso había seguido Salla. Lo único de lo que podía estar seguro era de que nunca trataría de saltar directamente de un extremo de las Fauces al otro. Si lo hubiese hecho, los profundos pozos gravitatorios de los agujeros negros y las estrellas de neutrones no habrían tardado en sacarla del hiperespacio..., y probablemente la habrían arrastrado hacia el horizonte eventual de un agujero negro, llevándola al punto más allá del cual no era posible regresar.
No, Salta tenía que haber saltado a lo largo del perímetro, quizá tratando de conseguir un vector directo hacia el Pozo.
Chewie gimoteó y señaló los sensores con un dedo peludo.
—!Es ella! —exclamó Han, estudiando las lecturas de la Viajera del Borde.
Enseguida vio que la nave de Salla seguía moviéndose, pero no se dirigía hacia el Pozo. Salla estaba...
—Oh, no... —susurró Han, sintiéndose invadido por una oleada de horror—. Algo tiene que haber ido mal, Chewie. No está yendo en la dirección correcta... —Volvió a inspeccionar sus instrumentos—. ¡Ha salido del hiperespacio dentro del campo magnético de esa estrella de neutrones que está justo delante de ella!
La Viajera de! Borde continuaba moviéndose, pero ya no seguía una trayectoria recta, sino que había iniciado una órbita elevada y se encontraba a menos de mil kilómetros de una estrella de neutrones. Los sensores de Han le mostraron chorros de plasma mortífero surgiendo de ambos lados del disco de acumulación aplanado que indicaba la situación de la estrella.
—El pozo gravitatorio o el campo magnético tienen que haber afectado al ordenador de navegación de la Viajera de! Borde, y ha salido del microsalto en el sitio equivocado —jadeó Han, sintiendo como si su pecho estuviera siendo aplastado por una gigantesca mano invisible—. Oh, Chewie... Vamos a perderla...
Dentro de unos minutos la Viajera de! Borde llegaría al apastrón, el punto más elevado y lento de su órbita alrededor de la estrella agonizante. Luego, pocos minutos después, la órbita de la Viajera del Borde volvería a llevarla hacia el mismo punto y la obligaría a atravesar la periferia del chorro de plasma. Los mortíferos niveles de radiación que había en esa zona freirían a Salla en cuestión de segundos.
Cien recuerdos de Salla desfilaron a toda velocidad por la mente de Han en el espacio de tiempo que su corazón necesitó para latir dos veces. Salla, sonriéndole por la mañana. Salla, llevando un vestido magnífico y disponiéndose a pasar una noche en los casinos con él. Salla, el rostro lleno de grasa, reparando un hiperimpulsor con tanta facilidad como la mayoría de personas prepararían el desayuno..., con la única peculiaridad de que Salla jamás había aprendido a cocinar.
—Debemos tratar de salvarla, Chewie —murmuró con voz enronquecida.
Chewbacca le contempló en silencio durante unos momentos, y después señaló los sensores con un dedo peludo y dejó escapar un gruñido.
—Ya lo sé, ya lo sé. Salla se encuentra espantosamente cerca de ese chorro de plasma —dijo Han—. Y si nos acercamos, correremos el riesgo de que nuestra nave acabe siguiendo el destino de la suya. Pero aun así... Tenemos que intentarlo, Chewie.
La determinación entrecerró los ojos azules del wookie, y un instante después Chewie expresó su acuerdo con un potente rugido. Salla era una amiga, y eso quería decir que no podían abandonarla.
Han abrió una frecuencia en el comunicador del Halcón al mismo tiempo que empezaba a ordenar frenéticamente a su ordenador de navegación que llevara a cabo ciertos cálculos.
—¿Salla? ¿Salla? Aquí Han. ¿Estás ahí, cariño? Vamos a intentar llegar hasta ti..., pero tendrás que hacer todo lo que te diga. ¿Salla? ¡Adelante, Salla! Cambio.
Han hizo dos intentos más mientras el ordenador de navegación empezaba a escupir posibles vectores de aproximación. El corelliano ya sabía que los campos magnéticos, gases ionizados y estelas de plasma interferirían las comunicaciones, pero aun así albergaba la esperanza de que los potentes sensores y transmisores del Halcón serían capaces de abrirse paso a través de las interferencias.
—Dile a Jarik que se ponga un traje de vacío y que esté preparado junto a la compuerta con la agarradera magnética y el torno, Chewie. Voy a pedirle a Salla que se eyecte de la Viajera del Borde, y después igualaremos su trayectoria y la recogeremos.
Chewie le lanzó una mirada llena de escepticismo.
—¡No me mires así! —replicó secamente Han—. ¡Ya sé que no va a resultar nada fácil! He conseguido que el ordenador de navegación empiece a trabajar en un vector de aproximación que nos mantendrá fuera del campo magnético del surtidor. ¡No te quedes ahí explicándome todas las cosas que pueden salir mal, y muévete de una vez!
Chewie se apresuró a salir de la cabina.
Han volvió a probar suerte con la unidad de comunicación. —Salla... Salla, aquí el Halcón. Adelante, Salla.
Se preguntó si la brusca vuelta al espacio real de Salla habría hecho que saliera despedida contra los controles. Salla podía estar derrumbada encima de ellos, inconsciente... o muerta.
—Eh, niña, contesta de una vez. Adelante, Salla...
Han siguió hablando por el comunicador mientras aceleraba hacia las coordenadas del apastrón. El campo magnético de la estrella de
neutrones era tan poderoso que debía de haber cortocircuitado todos los sistemas activos de la nave de Salta en cuanto ésta emergió del hiperespacio. Eso incluiría casi con toda certeza el único módulo salvavidas de la Viajera del Borde, ya que normalmente ese sistema era mantenido «en activación» a fin de que estuviera listo para la eyección de emergencia inmediata.
Salla seguía moviéndose, avanzando a la misma velocidad que cuando saltó al hiperespacio, pero con la diferencia de que ya no podía frenar o alterar su dirección. Lo más importante de todo era que la Viajera del Borde ya no disponía de la potencia necesaria para escapar del pozo gravitatorio. Salla iría siendo atraída cada vez más y más cerca de él en una órbita crecientemente cerrada hasta que su nave se encontrara con el borde del disco de acumulación, y entonces... ¡Bum!
Pero cuando eso ocurriera, Salla ya llevaría cinco minutos muerta porque su nave habría atravesado aquel chorro de partículas de plasma.
«No si puedo evitarlo», pensó Han con creciente desesperación. —¿Salla? ¿Salla? ¿Puedes oírme? ¡Contesta, Salla!
Y finalmente escuchó un chisporroteo de estática seguido por una réplica casi inaudible.
—Han... Los motores no funcionan... Me he quedado sin energía... Las baterías están a punto de dejar de funcionar... No puedo... Estoy acabada, cariño... No te acerques...
Han dejó escapar un ruidoso juramento.
—¡No! —chilló por el comunicados—. ¡Escúchame y haz exactamente lo que te diga, Salla! ¡Tu nave está perdida, desde luego, pero tú no! Vas a tener que abandonarla Viajera del Borde, y sólo dispones de unos cuantos minutos para hacerlo. ¿Tenías activado tu módulo salvavidas cuando sufriste el primer impacto?
—Afirmativo, Han... El módulo está inutilizado... No hay forma de iniciar la eyección...
Eso era justo lo que había pensado Han. El módulo salvavidas no podía ser utilizado, y los sistemas electrónicos de la nave de Salla habían quedado totalmente destruidos.
El corelliano se humedeció los labios.
—¡Puedes eyectarte, Salla! ¡Vamos a ir a recogerte! ¡Ve corriendo a tu compuerta posterior y ponte un traje de vacío! Coge las dos mochilas propulsoras del traje, ¿me has oído? Cuando se te acabe la primera, activa la segunda. ¡Ponla a máxima potencia! ¡Voy a tratar de igualar tu trayectoria, pero quiero que te alejes todo lo posible de tu nave y de ese chorro de plasma!
—No dará resultado... ¿Saltar?
—¡Sí, maldita sea! ¡Tienes que saltar al espacio! —Han efectuó un ajuste en el curso—. Puedo estar allí en cuestión de ocho minutos. Quiero que te alejes de la Viajera del Borde lo más deprisa posible siguiendo estas coordenadas... —Echó un vistazo a su ordenador de navegación y recitó una serie de números—. ¿Los has recibido?
—Pero mi nave... —fue la débil réplica de Salla.
—¡Al diablo con tu nave! —gritó Han—. ¡La Viajera del Borde sólo es una nave, y siempre puedes conseguir otra! ¡Hazlo de una vez, Salla! ¡Esto ya va a resultar bastante difícil para que encima tenga que discutir contigo! ¡Dispones de tres minutos para meterte dentro de ese traje, así que empieza a moverte!
Han sintonizó su comunicador con la frecuencia del traje espacial de Jarik.
—Estás preparado con esa agarradera magnética y ese cabestrante, ¿chico?
—Afirmativo, Han —dijo Jarik—. Pero tendrás que advertirme de en qué momento puedo establecer contacto visual. Este casco apenas me deja ver.
—Te avisaré, chico —replicó Han con voz tensa—. Éstas son tus coordenadas para la agarradera —añadió, y las repitió—. El tiempo va a ser un factor de importancia decisiva, así que no pierdas ni un segundo. La más mínima deriva hará que rocemos la periferia del campo magnético, y si eso ocurre nos encontraremos metidos en el mismo lío que la nave de Salla. Básicamente, sólo tenemos una posibilidad de llegar allí y ponerla a salvo. ¿Me has entendido?
—Te he entendido, Han —confirmó Jarik, empleando el mismo tono lleno de tensión.
Mientras pilotaba el Halcón hacia las coordenadas de rescate, Han empezó a preocuparse y a temer que las mochilas de propulsión de Salla no dispusieran de la potencia necesaria para alejarla lo suficiente de su nave condenada a la destrucción. El corelliano no quería correr el riesgo de chocar con la Viajera del Borde. El Halcón era un carguero, y no había sido diseñado para aquella clase de maniobras complejas de alta precisión. Han era prácticamente capaz de conseguir que su nave hiciera el pino, cierto, pero recoger a un diminuto humano metido en un traje espacial al mismo tiempo que intentaba permanecer fuera del campo magnético generado por el chorro de partículas ya iba a resultar lo suficientemente arriesgado por sí solo para que complican todavía más la situación añadiéndole la posibilidad de que la nave de Salla chocara con ellos.
Han comprobó meticulosamente su curso, revisándolo una y otra vez. Tenía que conseguirlo al primer intento, y con la máxima precisión posible. Tenía que llegar hasta Salla antes de que entrase en la zona de influencia de aquel plasma mortífero. Han tuvo una breve y horrible visión de lo que supondría subir a bordo un cadáver calcinado por las radiaciones, y se obligó a concentrarse en el pilotaje. Aquella maniobra probablemente fuese la más complicada que había intentado jamás en toda su existencia de piloto.
Unos minutos después Han, sudando a chorros, empezó a introducir las correcciones de curso que los llevarían al punto de intersección. Redujo la velocidad de su nave..., y luego volvió a reducirla..., y después la redujo una vez más. No se atrevía a quedarse totalmente inmóvil, porque temía que eso acabara arrastrándolo hacia el campo magnético.
Han mantuvo los ojos clavados en los sensores. La Viajera del Borde ya estaba a sólo cincuenta kilómetros de distancia, e iba creciendo rápidamente en sus pantallas.
—Tengo contacto visual con la Viajera del Borde, Jarik. Mantente a la escucha.
—Te recibo, Han. Me mantendré a la escucha.
¿Habría conseguido Salla eyectarse a tiempo? Han intentó establecer comunicación con ella. No consiguió obtener respuesta, pero había bastantes probabilidades de que el comunicador de su traje no tuviera la potencia suficiente para captar su transmisión a través de todas aquellas interferencias.
El carguero condenado fue creciendo en sus pantallas y en su visor. Han redujo un poco más la velocidad, apenas atreviéndose a parpadear. «¿Dónde está Salla? ¿Habrá tenido el valor de saltar?»
Han sabía que Salla no andaba escasa de coraje. Pero tener que saltar al espacio, con nada entre ti y un vacío altamente mortífero, era una proposición capaz de asustar a cualquiera. Han se mordió el labio, imaginándose a Salla alejándose de la compuerta de la Viajera del Borde con un empujón y activando el primer disparo de impulsión de su mochila propulsora. El corelliano ya había pasado bastantes horas metido dentro de un traje espacial, pero aun así estar suspendido en el vacío con nada entre su persona y la infinidad que se extendía en todas direcciones seguía sin gustarle nada..,, y además nunca había tenido que tratar de atravesar kilómetros de espacio disponiendo de un traje espacial como única protección. Han no estaba muy seguro de si tenía el valor suficiente para llegar a hacer lo que le había pedido que hiciera a Salla.
Antes de convertirse en una contrabandista, Salla había pasado mucho tiempo trabajando como técnico a bordo de un transporte corporativo. Han esperaba que no hubiera perdido sus habilidades con el traje espacial.
Examinó el diagrama que mostraban sus tableros de navegación. Allí estaba la estrella de neutrones, con la órbita de descenso proyectada de la nave de Salla claramente indicada. El punto que indicaba la posición del Halcón se estaba aproximando rápidamente. Treinta kilómetros...
Y allí, indicado por un virulento estallido de verde, estaba el chorro mortífero del plasma, rodeado por el halo violeta del campo magnético.
Han tragó saliva. «Tan cerca..»
Ya sólo faltaban unos veinte kilómetros. Alzó la mirada, y pudo distinguir la esbelta silueta en forma de mynock de la Viajera del Borde a través del visor.
«¿Dónde está Salla? —se preguntó mientras volvía a echar un vistazo a los diagramas—. ¿Dónde demonios se ha metido...?»
—¡La tengo! —gritó de repente—. ¡Veo su contacto en la pantalla, Jarik! ¡Todavía no dispongo de una lectura visual, pero estate preparado!
Han introdujo unas cuantas pequeñas correcciones en el curso para igualarla trayectoria de Salla con la mayor exactitud posible. Salla estaba avanzando hacia él a una velocidad bastante elevada, moviéndose lo suficientemente deprisa para mantenerse en línea recta pero no lo bastante para correr el riesgo de perder el control y empezar a describir una loca serie de giros. Han tuvo que admirar su sorprendente habilidad en el manejo del traje.
—Estoy listo, Han —dijo el joven, y después masculló algo ininteligible.
Han se preguntó si habría sido una plegaria, pero estaba demasiado ocupado para averiguarlo y se conformó con activar el intercomunicador de su nave.
—¿Estás preparado con ese equipo médico, Chewie? —¡Hrnnnnnnnnngggggghhhhhh!
Han alternó vigilar el contacto con las miradas hacia el visor, y de repente...
—¡La tengo! ¡Contacto visual! Dispara la agarradera magnética en cuanto te lo ordene, Jarik.
Han fue contando los segundos dentro de su cabeza. “Tres... Dos... Uno...aa”
—¡Activación!
Un segundo lleno de tensión...
—¡La tengo! ¡Voy a activar el cabrestante!
—¿Puedes oírla, Chewie?
Chewbacca respondió con un rugido. No, no podía oírla, pero informaría a Han en el momento en que pudiera hacerlo.
—Jarik! ¿Cómo está Salla? ¿Se encuentra bien, Jarik?
—¡Está moviendo la mano, Han! ¡Bueno, Han, ya está dentro! —añadió un momento después—. ¡Voy a cerrar la compuerta!
El rugido de Chewbacca surgió del intercomunicador pasados unos instantes.
—¡De acuerdo! —exclamó Han—. ¡Vamos a salir de aquí!
Alteró el curso e incrementó la velocidad, emergiendo rápidamente del pozo gravitatorio de la estrella de neutrones. Después echó un vistazo al diagrama y vio que la Viajera del Borde estaba atravesando el chorro de plasma y empezaba a acelerar en su órbita. «¡Por los pelos...!», pensó.
—¿Qué tal se encuentra Salla? —preguntó por el intercomunicador—. ¡Habladme, chicos!
Un instante después oyó la voz de Salla, enronquecida pero reconocible.
—Estoy bien, Han. Sólo tengo un corte en la cabeza. Chewie me lo está curando.
—Sube aquí y toma los controles, Jarik —ordenó Han—. Quiero ver a Salla. No te olvides de comprobar su exposición a las radiaciones, Chewie...
—¡Arrrrnnnnnnnnngggghhhhhh! —respondió Chewie con un rugido lleno de exasperación.
—!Estupendo!
—Salta va a subir, Han —dijo Jarik—. No te muevas de donde estás.
Un minuto después, los tres se reunieron con Han en la cabina. El corelliano se levantó del asiento de pilotaje, y Chewie y Jarik ocuparon los sillones del piloto y el copiloto. Salla, el ceño fruncido, tomó asiento en el sillón de pasaje. Había una venda en su frente, medio cubierta por su abundante melena de cabellos negros. Han se inclinó solícitamente sobre ella
—Eh... Cariño...
Salla se echó hacia atrás para apartarse de él, y durante un segundo Han pensó que iba a golpearle. Los ojos de Salta ardieron con un destello de ira dirigido contra el universo en general. Han, captando la indirecta, se apresuró a dar un paso hacia atrás.
—Han... Ese contacto... —dijo Salta, señalando con un dedo—. ¿Es mi nave?
Han se volvió y contempló primero el diagrama y luego el visor. La Viajera del Borde seguía dentro del chorro de plasma, visible únicamente bajo la forma de un resplandor anaranjado.
—Sí —dijo por fin—. Está adquiriendo muchísima velocidad...
El silencio reinó en la cabina mientras los cuatro contemplaban cómo el puntito que era el orgullo y la alegría de Salta atravesaba las últimas corrientes de plasma, acelerando cada vez más y dirigiéndose hacia el disco de acumulación mientras la gravedad de la estrella de neutrones iba atrayendo al carguero hacia una órbita todavía más cerrada y cercana.
Unos minutos después, una diminuta flor de luz se expandió durante un segundo sobre el borde del disco de acumulación. Salla se puso en pie.
—Bueno, se acabó —dijo secamente—. Si tienen la bondad de excusarme, caballeros, necesito utilizar el cubículo sanitario.
Han se hizo a un lado mientras Salla iba hacia el interior del Halcón. Pensó en cómo se sentiría él si fuera su nave la que acababa de quedar destruida, y pudo entender sin ninguna dificultad la terrible intensidad de la ira que Salla a duras penas conseguía mantener bajo control.
Unos minutos después oyó golpes y gritos ahogados procedentes de la pequeña sala de la nave. Han lanzó una rápida mirada a sus amigos.
—Voy a ver qué ocurre.
Cuando entró en la sala, encontró a Salla de pie y con la espalda pegada al tablero de juegos holográficos golpeando ferozmente los mamparos del Halcón con los puños mientras profería un incesante torrente de maldiciones y juramentos.
—Salla... —dijo Han.
Salla giró sobre sus talones para encararse con él y le contempló. Sus ojos ambarinos echaban chispas.
—Por qué no me dejaste morir, Han?
Durante un segundo el corelliano pensó que le iba a dar un puñetazo, y se preparó para esquivarlo. Pero Salla consiguió controlarse, aunque al precio de un visible esfuerzo de voluntad.
—¿Por qué, Han?
—Ya sabes que no podía hacer eso, Salla —dijo Han, alzando las manos ante él en un gesto tranquilizador.
Salla empezó a ir y venir por la sala del Halcón, obviamente a punto de estallar.
—¡No puedo creer que fuera capaz de tratar de dar ese microsalto! ¡No puedo creer que mi nave haya desaparecido! ¿Cómo he podido llegar a ser tan estúpida?
—Ya hemos hecho carreras antes, Salla —dijo Han—. Esta vez tuviste... mala suene.
Salla estrelló un puño contra un mamparo, volvió a maldecir y después se quedó inmóvil, acariciándose la mano maltratada.
—¡Esa nave era mi vida! —exclamó de repente—. ¡La Viajera del Borde era mi única forma de ganarme la vida! ¡Y ahora... ha desaparecido! —añadió, haciendo chasquearlos dedos intactos.
—Lo sé dijo Han—. Lo sé.
—¿Qué voy a hacer ahora? No puedo ganarme la vida. ¡Tuve que hacer tantos esfuerzos para conseguir esa nave!
—Puedes viajar conmigo y con Chewie —dijo Han—. Siempre hay sitio para un par de manos extra. Eres un piloto magnífico, Salla. Encontrarás trabajo. Los buenos pilotos siempre están muy solicitados.
—¿Viajar contigo? —replicó Salla, frunciendo el ceño—. No necesito caridad ni de ti ni de nadie, Han.
—¡Eh! —exclamó Han, visiblemente ofendido—. No me dedico a hacer caridad, Salla. Ya me conoces, ¿verdad? Es sólo que... Bueno, yo... Eh, necesito la ayuda.
Salla le observó en silencio durante unos momentos antes de volver a hablar.
—¿Me...? ¿Me necesitas?
Han se encogió de hombros.
—Pues... Pues claro que sí. No podía salir adelante sin ti, cariño. No soy el tipo de persona que arriesga su vida, o su nave, por cualquiera. Ya lo sabes, ¿no?
—Es cierto —murmuró Salla, mirándole fijamente.
Han se preguntó qué estaría pasando por su mente, pero decidió que no era el momento más adecuado para preguntárselo. Fue cautelosamente hacia ella, preguntándose si Salla volvería a apartarle de un empujón, pero esta vez no lo hizo.
Han la rodeó con los brazos, atrayendo su esbelto cuerpo hacia él, y le besó la mejilla.
—Sé cómo te debes de estar sintiendo, Salla. Supongo que no habrás olvidado que yo también perdí una nave hace poco tiempo, ¿eh?
—Lo recuerdo —murmuró Salla—. Eh, Han... No me he acordado de darte las gracias.
—¿Por qué?
—Por salvarme la vida. ¿Por qué iba a ser si no?
Han soltó una risita.
—Tú también me has salvado el pellejo un par de veces cuando me había metido en situaciones apuradas, Salla. Te acuerdas de cuando los nessies intentaron gastarnos una jugarreta? Si no te hubieras dado cuenta de que esas tarjetas de datos eran falsas, habría perdido un montón de dinero.
Salla empezó a estremecerse violentamente, temblando de manera tan incontrolable que le castañetearon los dientes.
—No in-intentes ser b-bueno conmigo, H-Han —logró decir—. ¿Qué es-está ocurriendo?
Han le acarició los cabellos.
—Son los efectos secundarios de un exceso de adrenalina, Salla. Es algo que ocurre continuamente después de las batallas. Te entran los temblores y te sientes como un idiota, porque cuando te empieza a ocurrir eso ya no estás corriendo ningún peligro.
Salla consiguió asentir.
—Soy t-tan idiota...
—Pero eres una idiota viva —le recordó Han—. Ésa es la mejor variedad de idiota existente.
Salla replicó con una carcajada temblorosa.