Capítulo 13
... Y fuego
Durga activó su sistema de comunicaciones e introdujo los códigos que su padre le había proporcionado hacía años. Se preguntó si aún serían los correctos. Aquella llamada era muy importante...
La conexión tardó varios minutos en establecerse, y además resultó no ser demasiado buena. Su grupo debía de estar a considerable distancia del Borde Exterior.
La imagen acabó adquiriendo cohesión. La efigie holográfica del cazador de recompensas más famoso de la galaxia apareció ante Durga, temblando y con los bordes francamente borrosos. Pero Durga podía oír con toda claridad los tonos mecánicamente filtrados de Fett.
—Soy Durga, líder del clan Besadii —dijo el hutt—. Saludos, Boba Fett.
—Noble Durga... —La voz, gélidamente seca y desprovista de inflexiones, no contenía la más leve sombra de interés, sorpresa o ansiedad. De hecho, estaba totalmente desprovista de emociones—. Me encuentro muy lejos del Borde Exterior. ¿Qué sucede?
—Deseo que aceptes una recompensa de Prioridad —dijo Durga—.
La situación es muy delicada, y se ha vuelto potencialmente volátil. Por eso te necesito. Sé que eres capaz de hacer exactamente todo lo que dices. Se trata de un caso en el que no puede haber errores, y eso quiere decir que necesito al mejor.
Boba Fett inclinó la cabeza.
—Está dispuesto a pagarla tarifa extra de una recompensa de Prioridad? Debo ser adecuadamente compensado por desviar mi atención de otros encargos y concentrarme únicamente en el suyo.
—Sí, estoy dispuesto a pagarla —dijo Durga—. El objetivo de la recompensa es Teroenza, el Gran Sacerdote de Ylesia. Estoy dispuesto a pagar la suma de doscientos mil créditos.
—No es suficiente. Trescientos mil —dijo Boba Fett—. Y luego volveré inmediatamente al Borde Exterior.
Durga titubeó durante unos momentos, y acabó asintiendo.
—Muy bien, El tiempo es crucial. Deseo que me traigas el cuerno de Teroenza como prueba de su muerte. Pero deberás esperar hasta que yo haya salido de Nal Hutta y me falten cinco horas para llegar a Ylesia, y además deberás matar a Teroenza de tal forma que ningún e-/anda Til se entere de su muerte hasta que hayan transcurrido unas cuantas horas. De lo contrario, si los otros sacerdotes descubren que su líder ha sido asesinado podrían tratar de organizar una revuelta. ¿Ha quedado entendido?
—Afirmativo. Estableceré contacto y confirmaré el momento antes de eliminar al objetivo. Me aseguraré de que los otros t'landa Tils no se enteren de que Teroenza ha muerto.
—Correcto.
Después Durga recitó los códigos de identificación de su nave, y Fett le aseguró que los había recibido.
—Me gustaría recordarle los términos concernientes a una recompensa de Prioridad —dijo Fett—. Me concentraré en acceder al objetivo que ha especificado, y no aceptaré ninguna otra misión hasta haberle entregado el cuerno del Gran Sacerdote. Además, la recompensa de Prioridad por Teroenza es de trescientos mil créditos.
—Correcto —confirmó Durga.
—Aquí Fett, cortando la conexión.
La temblorosa imagen holográfica del cazador de recompensas en vuelto en su armadura se desvaneció después de haber sufrido una última ondulación.
A continuación Durga activó su comunicador en la gama de las frecuencias locales para poder hablar con Zier. Su lugarteniente hutt le había asegurado que su búsqueda del sucesor de Teroenza ya se hallaba reducida a tres t'landa Tils. Durga los entrevistaría personalmente, y seleccionaría al nuevo Gran Sacerdote de Ylesia.
Durga pensó en lo agradable que sería poder sostener el cuerno ensangrentado del Gran Sacerdote en sus delicadas manecitas. Quizá lo haría incrustar en una placa que luego colgaría de su pared...
Durante los dos días siguientes, Bria Tharen y Han Solo recorrieron Nar Shaddaa juntos, reclutando contrabandistas y corsarios para que sirvieran como guías a los pilotos y —en el caso de los corsarios— como apoyo potencial para la operación ylesiana. Los dos pusieron el máximo énfasis posible en las ganancias fáciles a obtener en Ylesia, y en las grandes cantidades de especia acumuladas por el clan Besadii.
Tanto Bria como Han se aseguraron de mantenerse fieles a su acuerdo de «sólo es un negocio», pero Bria empezó a percibir una creciente tensión en Han, y enseguida supo que reflejaba los sentimientos que también estaba experimentando ella.
Han le contó lo que había estado haciendo durante los últimos diez años, y a su vez Bria le contó ciertas partes de su vida en el movimiento de resistencia. Le explicó que después de haberle dejado en Coruscant había vagado de un mundo a otro, librando un incesante combate contra su anhelo de la Exultación.
—En dos ocasiones llegué a comprar un billete y me puse en una cola para subir a una nave que iba a Ylesia —dijo—. Las dos veces fui sencillamente incapaz de seguir adelante cuando llegó el momento decisivo: me salí de la cola, me fui y me derrumbé.
Finalmente, en Corellia encontró un grupo que la había ayudado a superar su adicción, ayudándola a comprender por qué se sentía tan vacía y obsesionada.
—Necesité meses de investigarme a mí misma para poder entender por qué quería hacerme daño de esa manera tan terrible— dijo—. Acabé logrando autoconvencerme de que el mero hecho de que mi madre me odiara y me despreciara por no ser aquello que ella quería que fuese, no significaba que yo también tuviera que odiarme a mí misma. No tenía que destruirme a mí misma en una especie de perverso intento de complacerla.
Han, acordándose de la madre de Bria, le lanzó una mirada llena de simpatía.
—Pues yo tenía la sensación de que el que nunca pudiera llegar a conocer a mis padres era algo así como una injusticia o una estafa personal. Eso es lo que sentía.. hasta que conocí a tu madre, Bria —dijo—. Hay cosas peores que ser huérfano.
Bria dejó escapar una temblorosa carcajada.
—Tienes razón, Han.
Muchos contrabandistas y corsarios se sintieron francamente interesados por la proposición de Bria, y decidieron unirse a la operación. El que Jabba estuviera apoyándola y tratara de convencer a quienes pilotaban naves para él de que tomaran parte en el ataque también estaba siendo de gran ayuda. Muchos de los pilotos que desempeñaban alguna clase de trabajo para él ya habían accedido a actuar como guías durante el descenso.
Y mientras tanto, la Alianza Rebelde estaba reuniendo naves en el espacio para que los capitanes y comandantes de superficie pudieran ir siendo adiestrados en el plan de batalla. Después de que Bria y Han hubieran reclutado a un número de capitanes contrabandistas lo suficientemente elevado para que pudiese haber por lo menos un contrabandista en cada grupo de navíos de asalto rebeldes, fueron en el Halcón hasta la base rebelde del espacio profundo, situada en unas coordenadas que se encontraban bastante lejos de las rutas comerciales habituales pero que quedaban lo suficientemente cerca de Ylesia para que se pudiera llegar al objetivo mediante un solo salto hiperespacial.
Bria quedó fascinada por el Halcón, y se mostró adecuadamente impresionada por su velocidad y su armamento. Han lo pasó en grande enseñándole su nave y todas sus modificaciones especiales. Como preparación para el ataque de superficie, por fin había conseguido que Shug y Chewie le ayudaran a instalar el cañón ventral con el que llevaba tanto tiempo queriendo contar. Dado que iba a tratarse de un ataque de superficie, había muchas probabilidades de que resultara útil.
Bria sonrió a Han mientras el Halcón seguía un vector de aproximación para su cita con el Retribución.
—Me has enseñado tu nave, así que ahora vas a dejar que yo te enseñe la mía— dijo.
Han se echó a reír, y los dos disfrutaron del momento más relajado y agradable que habían tenido desde su encuentro.
—Hermosa nave —dijo, admirando la esbelta y elegante silueta de la corbeta suspendida sobre el campo estelar.
Al desembarcar fueron recibidos por Tedris Bjalin, el capitán del Retribución. Han puso cara de asombro.
—¡Tedris! —exclamó, contemplando al hombre alto y ya un poco calvo vestido con el uniforme rebelde—. ¿Cómo demonios has acabado aquí?
Los ojos de Bria fueron del uno al otro.
—¿Os conocéis?
—Desde luego —dijo Han, estrechándole la mano a Tedris mientras intercambiaban palmadas en la espalda—. Tedris y yo nos graduamos en la misma clase en la Academia.
—Es una historia muy larga —dijo Bjalin—. Después de lo que me dijiste aquella vez a bordo del Destino, no pude evitar empezar a pensar en que el servicio se estaba volviendo tan corrupto como el Imperio. Y entonces... —Una mueca retorció sus huesudas facciones—. ¿Recuerdas que nací en Tyshapahl, Han?
Han lo había olvidado. Miró fijamente a su viejo amigo, y la comprensión fue abriéndose paso gradualmente por su cerebro.
—Oh... Tedris... Lo siento. ¿Tu familia?
El corelliano había conocido a la familia de Tedris durante la graduación.
—Los mataron durante la masacre —confirmó Tedris—. Después de eso decidí que no podía seguir aguantándolo. Tenía que enfrentarme a ellos de cualquier manera que estuviese a mi alcance.
Han asintió.
Bria le enseñó su nave. Han estaba viendo otra faceta más de ella y, al ser un ex militar, quedó impresionado por la disciplina y entusiasmo de las tropas de Bria. Resultaba obvio que los integrantes del Escuadrón de la Mano Roja reverenciaban a su comandante. Han descubrió que muchos de ellos eran ex esclavos, personas dispuestas a dedicar sus vidas a la misión de liberar a quienes seguían viviendo en el cautiverio.
Bria llevó a Han a reuniones con otros comandantes rebeldes, y asistieron a varias sesiones de planificación para la incursión. Los bothanos se encargaban de proporcionar los servicios de seguridad, y los sullustanos habían enviado diez naves y casi doscientos soldados. En los años transcurridos desde que Han y Bria se fueron de Ylesia, los sullustanos habían perdido a muchos ciudadanos que habían ido a Ylesia para convertirse en peregrinos.
Además de muchas naves de la resistencia corelliana, había tropas de Alderaan (aunque una gran parte del apoyo alderaaniano había asumido la forma de personal médico, pilotos de transpone y otros no combatientes) y de Chandrila.
—Convencer a la Alianza de que esta operación era factible ha resultado bastante difícil —le confesó Bria a Han—. Pero ha acabado volviéndose brutalmente obvio que nuestras tropas necesitan adquirir experiencia de combate. Finalmente conseguí convencer al cuartel general de que esta incursión ayudaría a las tropas a adquirir la confianza necesaria para que puedan empezar a enfrentarse con los imperiales.
Todas las naves rebeldes del Borde Exterior habían sido asignadas a la incursión. Han contempló la flota que se estaba reuniendo ante él, y al final admitió que tal vez tuvieran una posibilidad. A continuación acabó dando unas cuantas clases prácticas a los pilotos rebeldes que dirigirían las lanzaderas de asalto durante su descenso a través de la atmósfera ylesiana.
Durante la primera de esas clases, Han se tropezó con otro viejo amigo.
—¡Jalus! —exclamó cuando el diminuto sullustano de fláccidas mejillas entró en el área de adiestramiento del Retribución—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Jalus Nebl señaló su uniforme rebelde.
—¿Qué te parece que estoy haciendo? —graznó con su chillona voz—. El Sueño Ylesiano se ha convertido en el Sueño de Libertad, y ya lleva varios años prestando excelentes servicios a la Rebelión.
Han le presentó a Bria al sullustano, y Bria se alegró de poder conocer por fin al valiente piloto que los había salvado del navío de los esclavistas. Los tres dedicaron un rato a recordar el pasado, y su osada huida de Ylesia. Tanto Jalus Nebl como Han se sintieron muy impresionados al enterarse de que el grupo de Bria había capturado la nave de los traficantes de esclavos, que había pasado a llamarse Retribución.
El Retribución, ya reacondicionado, sería utilizado por el movimiento de resistencia en aquel ataque para transportar lanzaderas de asalto y tropas de apoyo bajo el mando de otro comandante rebelde.
Ver cómo Han se iba relacionando con los comandantes rebeldes y demás personal de la misión hizo que Bria se diese cuenta de que nunca había sido más feliz. Han parecía estar disfrutando enormemente aquella ocasión de volver al viejo estilo de vida militar, comer el rancho en la cantina, bromear y hablar con los soldados a las órdenes de Bria. Todos mostraron un gran respeto ante sus conocimientos y su antiguo historial militar como oficial imperial, especialmente después de que Tedris Bjalin les contara algunas de las aventuras más osadas protagonizadas por «Astuto» Han durante sus días de la Academia.
Bria se sorprendió albergando la esperanza de que Han acabaría comprendiendo que el movimiento de resistencia era el sitio en el que debía estar, y que acabaría decidiendo estar con el movimiento y con ella. Se dijo que cada momento que pasaban juntos era como volver al hogar, aunque se aseguró de seguir manteniendo la distancia implícita en su acuerdo de que aquello «sólo era un negocio».
Y mientras lo hacía, no dejaba de preguntarse qué estaría pensando Han de ella.
Hacia el final de su segundo día con la flota rebelde que se estaba congregando en el punto de cita del espacio profundo, Bria recibió un mensaje informándola de que debía reunirse con ciertos aliados potenciales de la Resistencia en Ord Mantell. Han se ofreció a llevarla hasta allí en el Halcón, sintiéndose muy orgulloso de aquella ocasión de poder exhibir la rapidez de su nave..., aunque cuando hizo su primer intento de saltar al hiperespacio, el siempre caprichoso Halcón se negó a cooperar. Después de que dos codazos no lograran dar resultado, Han tuvo que pasar varios minutos sudorosos y un tanto embarazosos manejando una llave hidráulica para conseguir que su nave acabara cooperando.
Cuando por fin estuvieron en el hiperespacio, Bria se dedicó a contemplar a Han desde el sillón del copiloto, admirando la eficiente seguridad con que pilotaba.
—Es una nave maravillosa, Han-dijo—. Vi cómo la ganabas, ¿sabes? Han se volvió hacia ella, muy sorprendido.
—¿Qué? ¿Estabas allí?
Bria le explicó que había ido a Bespin durante el gran torneo de sabacc.
—Te estaba animando en silencio —murmuró—. Cuando ganaste, quise... —se interrumpió, se puso roja y no dijo nada más.
—¿Qué era lo que querías hacer? —preguntó Han con los ojos clavados en su rostro.
—Oh... Me hubiese gustado poder prescindir del secreto para felicitarte —dijo Bria—. Por cierto, ¿qué le hiciste a esa barabel para que se enfadara de aquella manera?
Han la miró, y después sus labios temblaron y se echó a reír. —¿Conociste a Shallamar?
—No de manera formal —dijo Bria en un tono bastante seco—, pero acabé pasando un rato junto a ella después de que la hubieran eliminado del torneo. Esa reptiloide estaba un poco loca, créeme...
Han soltó una risita, y después le explicó que él y Shallamar habían tenido un pequeño encuentro en Devarón hacía cinco años.
—Me aseguró que me iba a arrancarla cabeza de un mordisco —dijo Han—. X lo hubiera hecho, de no haber sido por Chewie.
—¿Devarón? Oh, sí, ya me acuerdo... —dijo Bria, y después volvió a callarse al ver la forma en que la estaba mirando Han y acabó mordiéndose el labio bajo la intensidad de su mirada.
—Así que estabas en ese acto religioso ylesiano —dijo Han—. Creí que estaba teniendo visiones, ¿sabes? Después de ese día pasé meses enteros sin beber ni una copa.
Bria asintió.
—Sí, Han estaba allí... Pero no podía permitir que echaras a perder mi tapadera, ¿comprendes? Me encontraba entre esa multitud porque tenía una misión.
—¿Y en qué consistía esa misión?
Bria alzó la cabeza y le sostuvo la mirada.
—En asesinar a un t'landa Til llamado Veratil. Pero tú lo echaste todo a perder. Por lo que sé, Veratil todavía vive..., aunque probablemente no seguirá viviendo durante mucho tiempo.
Han la contempló en silencio durante un segundo interminable antes de hablar.
—Realmente has hecho casi cualquier cosa por la Resistencia, ¿verdad?
Su forma de mirarla puso un tanto nerviosa a Bria.
—¡No me mires así, Han! —exclamó—. ¡Son unos seres malvados! ¡Merecen morir!
Han asintió lentamente.
—Sí, supongo que sí —dijo—. Pero... Resulta un tanto inquietante, ¿sabes?
—A veces consigo darme miedo a mí misma —replicó Bria con una sonrisa temblorosa.
Cuando llegaron a Ord Mantell, Bria se reunió con los líderes de la Resistencia de la zona para explicarles la misión y su importancia. Después de su reunión, se sintió llena de júbilo cuando la Resistencia prometió enviar inmediatamente tres naves y cien soldados, más el personal médico y de apoyo adecuado.
Mientras Han y Bria se preparaban para subir al Halcón e iniciar el viaje de regreso al punto de cita rebelde en el espacio profundo, uno de los suboficiales fue hacia Bria con una hoja de plastipapel en la mano. Bria la leyó rápidamente, y luego alzó los ojos hacia Han y le sonrió.
—El cuartel general acaba de recibir un mensaje de Togoria —dijo—. Un pequeño contingente de togorianos se ha ofrecido voluntario para tomar parte en la operación. Quieren que los recojamos durante el trayecto de vuelta.
Han le devolvió la sonrisa.
—¿Muuurgh y Mrrov? —supuso.
—El mensaje no lo dice, pero podríamos apostar a que forman parte del grupo —replicó Bria—. ¿No te lo parece?
—Claro —dijo Han, evitando mirarla a los ojos—. Togoria es un mundo muy hermoso. No me importaría volver a verlo.
Bria también desvió la mirada. Ella y Han se habían sentido realmente cerca el uno del otro por primera vez en una playa togoriana. Togoria era un mundo precioso, y estaba lleno de recuerdos para ambos.
Durante el viaje no hablaron mucho. Bria descubrió que se había puesto lo suficientemente nerviosa para que su estómago se transformara en un nudo de tensión, y se preguntó cómo se sentiría Han.
Han posó el Halcón sobre la pista de descenso que se extendía junto a Caross, la ciudad de mayor tamaño de Togoria. Después de haber terminado sus comprobaciones finales y haber puesto al día su bitácora de vuelo, él y Bria fueron hacia la rampa de descenso. Un grupo de togorianos ya estaba avanzando hacia la pista, y Han creyó reconocer a un enorme macho de pelaje negro que tenía el pecho y los bigotes blancos. Junto a él había una hembra de pelaje blanco y anaranjado y silueta menos corpulenta.
Bria sonrió con repentina excitación.
—¡Muuurgh y Mrrov!
Los humanos bajaron corriendo por la rampa y llegaron al suelo justo a tiempo para ser abrazados tan violentamente que sus pies dejaron de estar en contacto con la superficie de Togoria.
—¡Muuurgh! —gritó Han, sintiéndose tan alegre de ver a su viejo amigo que acabó golpeando el pecho del enorme felinoide con los puños mientras sus pies colgaban en el aire—. ¿Qué tal estás, compañero?
—Han... —Muuurgh casi había enmudecido de pura emoción. Los togorianos eran unas criaturas muy emocionales, especialmente los machos—. Han Solo... Muuurgh es muy feliz de ver a Han Solo de nuevo. ¡Demasiado tiempo había pasado sin verle!
«Me parece que ha vuelto a descuidar sus prácticas de básico», pensó Han con diversión. El básico de Muuurgh siempre había sido un tanto espasmódico, pero después de todo aquel tiempo incluso parecía haber empeorado un poco.
—¡Eh, Muuurgh! MMrrov! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de volver a veros!
Después de que hubieran terminado con los saludos, Mrrov le explicó que había un contingente de togorianos que habían tenido ciertos problemas con Ylesia a lo largo de los años y que querían formar parte del ataque.
—Seis de los nuestros fueron esclavizados o estuvieron a punto de serlo allí, Han —dijo Mrrov—. Queremos tomar parte en esta operación para asegurar que ningún otro togoriano volverá a ser atrapado por ese horrible lugar.
Han asintió.
—Bueno, pues podemos empezar cuando queráis —dijo.
Muuurgh meneó la cabeza.
—No podrá ser hasta mañana, Han. Un liphon de grandes dimensiones atacó al mosgoth de Sarrah en pleno vuelo, y la montura tiene un ala rota. Sarrah ha pedido prestado un mosgoth y nos ha enviado un mensaje diciendo que estará aquí mañana. Esta noche Han y Bria son nuestros invitados de honor, ¿eh?
Han miró a Bria y se encogió de hombros.
—Eh... Claro —dijo.
—Estupendo... —murmuró Bria, evitando mirarle a los ojos.
Han y Bria dedicaron la tarde a recuperar diez años de historia perdida con sus amigos. Muuurgh y Mrrov parecían una pareja muy feliz aunque, fieles a las antiguas tradiciones togorianas, sólo pasaban un mes juntos al año. Tenían dos cachorros, ambos hembras, y Han y Bria los conocieron. Uno de ellos todavía era muy pequeño, y resultaba extraordinariamente encantador y gracioso. Bria y Han pasaron un par de horas jugando con ellos en los hermosos jardines.
Esa noche los humanos fueron obsequiados con los mejores alimentos y bebidas togorianos. Varios narradores togorianos les deleitaron con historias de las arriesgadas escapatorias que ellos mismos habían vivido hacía diez años, cuando huyeron de Ylesia. Han apenas se reconoció a sí mismo: resultaba obvio que los relatos habían sido «embellecidos» a lo largo de los años, hasta el extremo de que lo habían convertido en una figura tan heroica que resultaba casi risible.
Han se aseguró de que no abusaba del potente licor togoriano, y se dio cuenta de que Bria sólo bebía agua.
—No puedo beber —dijo ella cuando Han le preguntó al respecto—. Temo que pueda llegar a gustarme demasiado. He de tener mucho cuidado, ¿sabes? Cuando has sido adicta a una cosa, puedes volver a ser adicta a otras cosas.
Han encontró admirable su fuerza de voluntad, y así se lo dijo.
Después de que las celebraciones hubieran terminado, Muuurgh y Mrrov llevaron a sus invitados al más lujoso de sus apartamentos para huéspedes, les desearon que pasaran una buena noche y se fueron.
Han y Bria se quedaron inmóviles en extremos opuestos de la sala de estar y se contemplaron el uno al otro en silencio durante un momento que se fue prolongando de manera muy incómoda. Han acabó volviendo la mirada hacia la puerta que llevaba al único dormitorio existente.
—Eh... Me parece que Muuurgh y Mrrov siguen creyendo que somos una pareja —dijo por fin.
—Supongo que sí —murmuró Bria, incapaz de sostenerle la mirada.
—Bueno, pues entonces me imagino que me ha tocado el catre —dijo Han.
—Eh, soy un soldado —protestó Bria—. Ya he dormido en muchas trincheras sin tener ni una manta para taparme. No es necesario que me trates igual que a una dama, Han. —Sonrió y sacó un decicrédito de su bolsillo—. Te diré lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Echaremos a suertes a quién le toca la cama.
Han le dirigió su sonrisa más encantadora.
—De acuerdo, pequeña. Por mí estupendo.
Bria le miró, y sus ojos se encontraron con los de Han.
—Oh, cielos —murmuró, y su voz sonó tan débil como si acabara de correr cuatro o cinco kilómetros.
Han también estaba teniendo ciertas dificultades con el aliento.
—¿«Oh cielos» qué? —preguntó, dando un paso hacia ella. Bria intentó sonreír.
—La galaxia se ha convertido en un sitio muy peligroso para las hembras de todas las especies humanoides —dijo—. Por fin has descubierto lo que eres capaz de hacer con esa sonrisa torcida tuya, ¿verdad?
De hecho, Han tenía cierta idea de los efectos que podía llegar a producir su sonrisa..., y también la tenían unas cuantas mujeres cuyos nombres hubiese podido recitar. Dio dos pasos más hacia Bria y soltó una risita de auténtica diversión.
—Eh... Bueno, pues sí —dijo—. A veces es más eficiente que mi des integrador.
Bria estaba tan tensa que Han se preguntó si iba a salir huyendo, pero permaneció inmóvil mientras daba otro paso hacia ella. Han bajó la mirada y vio que le temblaba la mano.
—¿No vas a lanzar esa moneda? —preguntó en voz baja y suave. Bria asintió e hizo una profunda inspiración de aire, y los temblores de su mano se volvieron un poco menos pronunciados.
—Claro. Pide lo que quieras.
—¿Estás segura de que no es una moneda trucada? —preguntó Han, dando otro paso hacia ella.
—¡Eh! —protestó Bria—. ¡Es un decicrédito auténtico!
Bria le mostró el disco con fingida indignación, y lo hizo girar para demostrarle que se trataba de una moneda de curso legal. El reverso estaba estampado con el símbolo del Imperio, y el anverso contenía la cabeza del Emperador.
Han dio otro paso. Ya estaba tan cerca de Bria que hubiese podido extender el brazo y tocarle el hombro.
—De acuerdo, de acuerdo. Entonces... escojo cara —dijo.
Bria tragó saliva y lanzó la moneda al aire, pero no consiguió pillarla al vuelo porque le volvía a temblar la mano. Han, sin embargo, no falló. Atrapó la moneda y la sostuvo sin mirarla.
—Cara, compartimos la cama... —susurró—. Cruz..., compartimos el suelo.
—Pero... acordamos que... —Bria estaba balbuceando, y todo su cuerpo había empezado a temblar—. Dijimos que sólo eran... negocios.
Han arrojó la moneda por encima de su hombro y rodeó a Bria con los brazos. Después la besó con toda la pasión acumulada de los últimos días..., y de todos aquellos años perdidos. Besó su boca, su frente, su cabello, sus orejas..., y luego volvió a su boca. Finalmente, cuando alzó la cabeza, volvió a hablar con un hilo de voz.
—Pues yo digo que al cuerno con los negocios, ¿de acuerdo?
—De acuerdo... —murmuró Bria y después le tocó el turno a ella de besarlo y así lo hizo, rodeándole el cuello con los brazos y estrechándolo tan apasionadamente como lo había hecho él.
Detrás de ellos, completamente olvidado, el decicrédito caído sobre las esteras de gruesas fibras entretejidas que cubrían el suelo brillaba tenuemente en la penumbra.
A la mañana siguiente Han despertó con una sonrisa en los labios. Se levantó y salió al pequeño balcón desde el que se podía contemplar el hermoso jardín togoriano. Respiró hondo, oyó el suave trino de los diminutos lagartos voladores y se acordó de cómo uno se había posado en el dedo de Bria hacía tantos años, aquella primera vez en la playa.
Han deseó que tuvieran tiempo para poder volver a esa playa.
«Eh —pensó—, cuando este asunto de Ylesia haya terminado, dispondremos de todo el tiempo del mundo..., y de todos los créditos que podamos desear. Volveremos aquí. Después quizá vayamos al Sector Corporativo para hacer algunos negocios. Con el Halcón podemos ir a cualquier sitio y hacer cualquier cosa...»
Se preguntó si Bria llegaría a dejar la Resistencia por él. Después de lo que habían compartido la noche anterior, le parecía imposible que no fuera a hacerlo. Habían nacido el uno para el otro, y se sentían tan bien estando juntos que a partir de aquel momento ya no podrían volver a vivir separados.
Han oyó un paso detrás de él, pero no se volvió y siguió contemplando el jardín, inhalando los exóticos aromas de las flores de los árboles togorianos. Un par de brazos se deslizó alrededor de su cintura, y Han sintió el roce de los cabellos de Bria en su espalda mientras se apoyaba en él.
—Eh... —murmuró Bria—. Buenos días.
—No cabe duda de que son buenos —respondió Han en voz baja y suave—. Los mejores en mucho tiempo... Para ser exactos, me parece que en diez años.
—¿Te dije anoche que te amo? —murmuró Bria, besándole la nuca—. Necesitas un corte de pelo.
—Necesito varios cortes de pelo —replicó Han—. Pero si quieres, puedes repetirlo.
—Te amo...
—Suena muy bien —dijo Han—. Pero me parece que necesitas un poco más de práctica. Vuelve a intentarlo.
Bria se rió.
—Estás empezando a creerte un poco demasiado irresistible, Han.
Han soltó una risita y giró sobre sus talones para abrazarla.
—¿Sabes una cosa, Bria? Cuando vayamos hacia las coordenadas de cita, el Halcón estará tan lleno de enormes togorianos que quizá tengas que sentarte en mi regazo.
—No me importaría tener que hacerlo —dijo Bria.
Sarrah resultó ser extremadamente bajo para lo habitual entre los togorianos, ya que sólo medía dos metros de altura. Pero se hallaba en una excelente forma física, y sus músculos se deslizaban bajo su lustroso pelaje negro como cables aceitados.
Durante el trayecto de vuelta a la cita en el espacio profundo, Han hizo una parada en Nar Shaddaa para recoger a Jarik y Chewbacca. El corelliano se había estado preguntando qué tal se llevarían Chewie y Muuurgh. Cuando se encargó de presentarlos, Han pudo disfrutar del nada usual espectáculo de ver cómo Chewie tenía que alzar la mirada hacia otra criatura. Muuurgh contempló al wookie en silencio durante unos momentos antes de hablar.
—Saludo al amigo de Han Solo —dijo después—. Me ha dicho que eres su hermano en el pelaje.
Chewie dejó escapar un suave rugido, y Han se encargó de traducirlo.
—Chewbacca devuelve sus saludos a Muuurgh —dijo—. Se siente muy honrado de poder conocer al cazador Muuurgh, un hermano en el pelaje del pasado.
Las dos enormes criaturas se contemplaron solemnemente la una a la otra, y después ambas se volvieron hacia Han. El corelliano alzó los ojos hacia ellas, y enseguida pudo ver que se habían caído bien.
—Tenéis mucho en común, chicos —dijo.
Desde luego, dijo Chewie. Tenían a Han.
—Cualquier amigo de Han Solo es un amigo de Muuurgh —anunció el togoriano.
Han oyó zumbar la señal de la puerta de su apartamento, y la abrió para encontrarse a Lando al otro lado del umbral. Por una vez el jugador no iba vestido a la última moda, sino con una sencilla especie de uniforme militar, y calzaba gruesas botas. Lando iba armado con una pistola y un rifle desintegradores.
—¡Eh! —exclamó Han—. ¿Qué ocurre? ¿Vas a alguna guerra?
—Acabo de enterarme del pequeño viaje que estáis planeando hacer a Ylesia —dijo Lando—. Quiero tomar parte. ¿Puedo acompañaros a bordo del Halcón?
Han, muy sorprendido, miró a su amigo.
—Esto no es tu clase de diversión, muchacho —dijo—. No esperamos que esos guardias gamorreanos de Ylesia ofrezcan una gran resistencia, pero habrá algunos tiroteos.
Lando asintió.
—Tengo buena puntería —dijo—. Ya casi he ahorrado los créditos suficientes para comprar una nave nueva, Han. Le he echado el ojo a un yatecito que es una auténtica belleza, y creo que una parte de esa especia que hay en los almacenes bien se merece que mi precioso pellejo sufra algunos riesgos. Diez mil créditos más, y esa preciosidad será mía...
Han se encogió de hombros.
—Por mí encantado —dijo—. Puedes unirte a la fiesta, chico. El viaje de vuelta a las coordenadas de cita rebeldes estuvo muy concurrido, pero fue misericordiosamente corto.
La flota rebelde ya estaba casi totalmente reunida, junto con la mayoría de los navíos de los contrabandistas. Bria y los otros comandantes rebeldes celebraron las últimas reuniones de información para que todos los contrabandistas y grupos de asalto rebeldes conocieran con exactitud el papel que interpretarían en el ataque. Cada grupo de lanzaderas de asalto rebeldes contaba con un mínimo de tres o cuatro naves de contrabandistas para que las guiaran en el descenso a través de la atmósfera. Ya había nueve colonias en Ylesia y por esa razón había nueve fuerzas de ataque, cada una de ellas mandada por un comandante rebelde del nivel de Bria.
Bria había elegido la Colonia Uno, que constituía el objetivo más difícil. Tenía los almacenes más grandes, el mayor número de peregrinos y las mejores defensas. Pero Bria estaba segura de que el Escuadrón de la Mano Roja sería capaz de conquistarla.
Especialmente con Han volando junto a ella. A esas alturas Han ya se había familiarizado con Jace Paol, Daino Hyx y sus otros oficiales, y se preguntó si alguno de ellos se había dado cuenta de que él y su comandante se habían convertido en una pareja.
Los asesinatos empezarían a tener lugar en Ylesia en cualquier momento, y el ataque principal había sido fijado para la mañana del día siguiente (hora estándar de nave, que no tenía nada que ver con el día o la noche de Ylesia), el momento en que los peregrinos estarían anhelando desesperadamente la Exultación y habría más probabilidades de que aceptaran órdenes de cualquiera que se la prometiese.
Mientras Han y Bria estaban cenando aquella noche en la cantina del Retribución, la atención de Han fue atraída de repente hacia la unidad de observación exterior que mostraba las masas de naves que se estaban congregando. Una silueta familiar que había conocido desde la infancia estaba entrando en el campo visual de los monitores.
Han dejó de masticar, tragó a toda prisa y señaló con un dedo.
—!Bria! ¡De dónde habéis sacado ese viejo transporte de la clase Liberador?
Bria le miró y sonrió.
—Te resulta un poco familiar, ¡verdad?
Han asintió.
—Juraría que es la Suerte del Comerciante, la nave a bordo de la que crecí!
Bria asintió.
—Y lo es. Te lo estaba reservando como una última sorpresa. La resistencia corelliana la compró hace un par de años a precio de chatarra, y la hemos convertido en un transporte de tropas. Ahora es el Liberador.
Han había oído decir que la vieja nave fue abandonada después de la muerte de Garris Alcaudón. Clavó los ojos en ella, y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Le alegraba saber que el Liberador disfrutaba de una nueva vida.
—Vais a usarla para llevar a los peregrinos a un lugar seguro, ¡verdad?
—A muchos de ellos —le confirmó Bria—. Tu antiguo hogar los llevará a una nueva existencia, Han.
Han asintió y acabó de comer, sin que sus ojos se apartaran prácticamente en ningún momento de la enorme y vieja nave. Los recuerdos invadieron su mente, la mayoría de ellos referentes a Dewlanna.
El Halcón sólo disponía de unos cuantos catres y literas, por lo que Han decidió pasar la noche en el camarote de Bria. Los dos se rodearon con los brazos, agudamente conscientes de que mañana iban a tomar parte en una batalla.
Y en las batallas... la gente moría.
—Después de mañana siempre estaremos juntos —le susurró Han entre la oscuridad—. Prométemelo, Bria.
—Te lo prometo —dijo ella.
Han suspiró y se relajó.
—Estupendo —dijo—. Y... Y una cosa más, Bria.
—¿Sí?
—Ten mucho cuidado mañana, cariño.
Un instante después el sonido de su voz le indicó que Bria estaba sonriendo.
—Lo haré. Y tú también, ¿de acuerdo?
—Claro.
Unas horas después, el suave tintineo del intercomunicador de su camarote sacó a Bria de un inquieto sopor. Recobró el conocimiento al instante y, poniéndose un albornoz, fue al despacho contiguo. El oficial de comunicaciones de guardia le explicó que tenía un mensaje.
—Envíemelo aquí —dijo Bria, apartándose los cabellos de la cara.
Unos momentos después Bria estaba viendo a su oficial superior, Pianat Torbul.
—¿Señor? —preguntó, irguiéndose ante él.
—Sólo quería desearle suerte mañana, Bria —dijo Torbul—. Y también quería decirle que... —se interrumpió, pareciendo titubear. —¿Sí? ¿Qué quería decirme? —le animó Bria.
—No puedo ser excesivamente claro, pero nuestros informes de inteligencia afirman que el Imperio está preparando algo realmente muy grande. Al parecer se trata de algo que podría aplastar a toda la Alianza Rebelde en sólo uno o dos enfrentamientos.
Bria le miró fijamente, no dando crédito a sus oídos.
—Alguna clase de flota secreta? —preguntó.
—No puedo decírselo —le recordó Torbul—, pero es algo más grande que eso.
Bria se sentía incapaz de imaginarse de qué estaba hablando, pero ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado al sistema del «necesito saberlo».
—De acuerdo. ¿Y qué tiene que ver todo eso con la incursión de mañana?
—Enfrentarnos a esto requerirá todo aquello de que disponemos, todos los recursos que podemos reunir y hasta el último crédito del que podemos echar mano —dijo Torbul—. Antes su misión ya era importante..., pero ahora ha pasado a ser vital. Llévese todo lo que pueda, Bria. Armamento, especia... Todo.
—Ése es mi objetivo, señor —dijo Bria, sintiendo que su corazón empezaba a latir más deprisa.
—Ya lo sé. Es sólo que... Bueno, pensé que debía saberlo. Vamos a enviar varios equipos de inteligencia a Ralltiir para tratar de averiguar algo más sobre el asunto. Necesitarán disponer de créditos para los sobornos, el equipo de vigilancia... Ya conoce esa clase de situaciones, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Bria—. No le fallaré, señor.
—Sé que no lo hará —dijo Torbul—. Quizá no hubiese debido ponerme en contacto con usted... Ya estaba soportando una presión lo suficientemente elevada, ¿verdad? Pero pensé que debía saberlo.
—Le agradezco que me lo haya dicho, señor. Muchas gracias.
Torbul se despidió con un rápido saludo y cortó la conexión. Bria siguió sentada en su despacho, y se preguntó si debía volver a la cama o limitarse a empezar el día un poco más pronto de lo habitual.
Unos instantes después oyó la voz de Han, un poco enronquecida por el sueño, hablándole desde la otra habitación.
—¿Va todo bien?
—Todo va estupendamente, Han —replicó—. Enseguida vuelvo.
Se levantó y empezó a pasear lentamente por el despacho mientras se acordaba de lo que Han le había dicho hacía unas horas. Estarían juntos..., siempre. «Sí —pensó—. Estaremos juntos. Nos cubriremos la espalda el uno al otro, y lucharemos juntos y venceremos al Imperio. Y si debemos sacrificar algunas cosas para alcanzar esa meta..., entonces las sacrificaremos».
Sabía que Han entendería lo del tesoro y los créditos. Han fingía ser todo un mercenario, pero Bria sabía que en lo más profundo de su corazón no lo era.
Con la mente nuevamente en paz y la decisión reforzada, Bria volvió a la cama.
Crepúsculo en la Colonia Cinco ylesiana. Los rayos rojizos del sol poniente, que se abrían paso a través de cien brechas en las masas de nubes, quedaban proyectados a lo largo del cielo como lanzas de suaves colores rosados. Los peregrinos vestidos con túnicas congregados en la playa junto a las agitadas aguas del mar de la Esperanza proyectaban largas sombras sobre la arena.
Pohtarza, primer sacredot de la colonia, alzó su fea cabeza de t'—landa Til y recorrió a la multitud con la mirada, meciendo lentamente el cuerno hacia atrás y hacia adelante mientras lo hacía. Sus bulbosos ojos relucían como dos esferas de sangre que intentaran salir disparadas de su carne grisácea y arrugada. Pasados unos momentos, Pohtarza alzó sus diminutos brazos y la ceremonia empezó.
—El Uno es Todo —canturreó en el lenguaje pesadamente nasal de los t'landa Tils. Quinientas voces repitieron la frase.
«El Uno es Todo...»
En ese mismo instante, la Colonia Cuatro acababa de dejar atrás la medianoche al otro lado del planeta. Oscuras nubes se deslizaban por el cielo nocturno carente de luna, extinguiendo la luz de las estrellas y haciendo que la noche se volviera todavía más negra. Un suave crujido quitinoso se agitó sobre la pared de los aposentos de los sacerdotes, y las pequeñas alimañanas ylesianas se apresuraron a dispersarse frenéticamente en todas direcciones.
Noy Waglla, pequeña y de aspecto un tanto insectil, ascendió por la lisa superficie de permacreto y, deteniéndose apenas unos momentos para abrir un agujero en la rejilla con los dientes, entró por la ventana. Después se detuvo, agazapada sobre el alféizar.
Debajo de ella podía oír los suaves ruidos de los sacerdotes que había venido a matar, y que estaban durmiendo entre la oscuridad. Jabba pagaría muy bien por aquello, lo suficiente para que algún día Noy quizá pudiera volver con su propia especie. Las enormes criaturas suspendidas en sus arneses de sueño llenaban la pequeña sala, e impregnaban el aire con olores almizclados. La hyallp trepó por la áspera textura del arnés más próximo y se detuvo debajo de la enorme cabeza. El t'landa Til se removió ligeramente y Noy retrocedió, alarmada, pero los ronquidos del sacerdote se reanudaron pasados unos momentos. Noy se acercó un poco más.
«Esto va a resultar muy fácil...» Noy tomó el recipiente sujeto a su espalda con sus formidables mandíbulas y extrajo el tapón con sus palpos. Jabba había probado la sustancia personalmente. Una gota del veneno llamado srejptan colocada sobre el labio inferior del sacredot mataría incluso al f landa Til más enorme en cuestión de segundos, silenciosamente y sin provocar ninguna convulsión. Retrayendo varias de sus patas, Noy empezó a subir hacia la boca del sacerdote.
—El Todo es Uno —canturreó Pohtarza. «El Todo es Uno...»
Aiaks Fwa, asesino y cazador de recompensas wífido, aguardaba en el pasillo que llevaba a los baños de barro subterráneos de la Colonia Siete. Las últimas semanas habían sido bastante tediosas, ya que le habían obligado a vivir como un peregrino, intentando mezclarse con los demás y con el ambiente general cuando todos sus instintos le pedían a gritos que acabara de una vez con aquello, eliminara a los repugnantes mufridas y escapara. Pero el Hinchado había especificado que aquella noche era el momento adecuado, y Fwa quería cobrar todos sus honorarios.
Un sonido de voces de t'landa Tils ascendía hasta sus oídos desde la penumbra que se extendía debajo de él, y un instante después Fwa oyó su característico caminar lento y pesado. El asesino inspeccionó los dos pequeños desintegradores que había logrado introducir clandestinamente en el recinto. Los indicadores mostraban carga máxima, por supuesto.
Se envaró, y pensó que los créditos a los que estaba a punto de tener derecho no eran tanto la recompensa legítima por una cacería, sino una especie de regalo. Los sistemas de seguridad de la Colonia Siete eran increíblemente poco eficientes.
Fwa ya podía ver las siluetas que se iban acercando, y se escondió en un hueco de la pared llena de desigualdades. Tal como había esperado eran sus objetivos, los tres sacredots. También podía olerlos, y sus sensibles fosas nasales reconocieron el hedor de los machos.
Se estaban aproximando, y se encontraban cada vez más y más cerca...
Fwa surgió de su escondite con un salto y un feroz rugido, los desintegradores levantados. «¡Apunta a sus ojos!», pensó, y disparó su primera salva.
—Al servir al Todo, cada uno conoce la Exultación... «... cada uno conoce la Exultación.»
Tuga SalPivo, vagabundo espacial corelliano no demasiado afortunado, se detuvo durante un instante en el inicio de la jungla ylesiana y miró hacia atrás. La Colonia Ocho era un manchón grisáceo bajo la primera claridad del día. Todavía faltaba una hora para la salida del sol. SalPivo sonrió y se limpió el sudor de la cara con un rápido vaivén de la mano, y luego percibió una vaharada del olor avinagrado del residuo de los polvos vomm que había quedado adherido a sus dedos. Ardía en deseos de ver la explosión.
Todo estaba terriblemente silencioso. Incluso los roces y crujidos de la jungla ylesiana habían desaparecido. No soplaba ni la más leve ráfaga de viento.
SalPivo se obligó a no parpadear mientras esperaba. Cuando la cegadora llama anaranjada brotó de los dormitorios de los t'landa Tils, el sonido tardó unos momentos en llegar hasta él, y SalPivo pensó que la llamarada no parecía real.
Y entonces el estampido se deslizó sobre él con una repentina violencia que estuvo a punto de derribarle, y fue seguido por los gritos y gemidos de los moradores restantes. «Un trabajo bien hecho —se dijo SalPivo, riendo para sus adentros—. Estaré de vuelta en Poytta antes de que hayan apagado el incendio...»
—Nos sacrificamos para obtener el Todo. Servimos al Uno... ... servirnos al Uno.»
El rodiano llamado Sniquux olisqueó el aire con expresión pensativa, y su hocico acuático tembló suavemente. Los rayos de sol de mediados de la tarde caían sobre el gran patio, y los granos de polvo parecían flotar en la atmósfera recalentada. Moviéndose con infinita cautela, Sniquux extendió la última hebra de monofilamento a través de la abertura del pasaje que llevaba al recinto de la factoría. La Colonia Nueve todavía no estaba terminada, pero los edificios principales y los dormitorios no tardarían en poder iniciar sus actividades. Había casi trescientos peregrinos en la zona, la mayoría de ellos empleados en las labores de construcción. Sniquux había llegado con el último contingente, y su experiencia como artesano del permacreto había resultado muy útil.
«!Aquí vienen!» El rodiano se apartó del cable invisible, se inclinó para pasar por debajo de él y lo dejó atrás, asegurándose de no acercarse a la sustancia letal. Una vez en el pasillo, fue rápidamente hasta el balcón del primer nivel, desde el que se dominaba el patio. Los seis t'landa Tils, tres machos y tres hembras, ya estaban volviendo de su paseo de después de la siesta, y avanzaban lentamente hacia el comedor y su cena. Un pelotón de guardias gamorreanos se desplegó a su alrededor, con sus cabezas en forma de hacha reluciendo bajo los rayos del sol. Sniquux sacó el mando a distancia del proyector sónico de su pequeña faltriquera, sostuvo el aparato entre sus dedos y percibió la lisa suavidad de sus contornos.
«Ni siquiera he de acercarme a ellos —pensó con gran satisfacción—. Me encanta esta misión... No he de arriesgar mi delicado cuellecito.» Un temblor expectante hizo vibrar sus orejas mientras colocaba el dial en la posición de máxima potencia y presionaba el activador.
Un gimoteo espantosamente estridente surgió de repente del otro extremo del patio, llenándolo de sonidos tan agudos que Sniquux no pudo reprimir un estremecimiento. Era una vieja grabación del chota salvaje, el principal depredador al cual habían tenido que enfrentarse los dando. Tils en Varl, su largamente perdido mundo natal.
Los t'landa Tils se quedaron inmóviles durante unos segundos, y sus protuberantes ojos se volvieron en todas direcciones mientras intentaban localizar la fuente de los alaridos. Tarrz, el líder del grupo de sacredots, se irguió sobre sus patas traseras y giró de un lado a otro mientras llamaba a los demás, pero no sirvió de nada. Las enormes criaturas se dispersaron en una frenética estampida, pisoteando a los guardias gamorreanos mientras corrían hacia las aberturas del muro del patio que Sniquux había llenado con sus trampas. Finalmente incluso Tarrz sucumbió al pánico y echó a correr hacia la salida más cercana.
El rodiano, que disfrutaba enormemente con el derramamiento de sangre, chasqueó sus labios prensiles mientras veía cómo los sacredots quedaban hechos pedazos y el monofilamento hendía sus cuerpos, abriéndose paso a través de ellos más limpiamente que cualquier hoja. Tarrz logró atravesar la mitad de la abertura antes de que la parte superior de su torso quedara arrancada, revelando el marrón oscuro del interior, el amontonamiento de los órganos internos y los chorros de sangre que empezaron a brotar de su cuerpo cuando Tarrz cayó para completar la disección. En cuestión de segundos todos estaban muertos, con enormes charcos de sangre color rojo vino extendiéndose lentamente alrededor de los cadáveres descuartizados, y sólo unos cuantos gamorreanos aturdidos y perplejos quedaban con vida para tratar de entender qué había ocurrido.
«Puede que esto me proporcione un ascenso —se dijo Sniquux—. Me parece que le he caído bastante bien a Jabba, y ahora lo único que he de hacer es seguir siéndole útil...»
—¡Preparaos para recibir la bendición de la Exultación!
Pohtarza dio un paso hacia adelante y percibió cómo los sacerdotes le imitaban a ambos lados. Los peregrinos se pusieron en movimiento, empujándose y cayendo los unos sobre los otros mientras dejaban escapar suaves gemidos de nerviosa expectación. Pohtarza empezó a hinchar la bolsa de su cuello y recorrió los rostros impacientes con la mirada, y entonces algo atrajo su atención. Había un peregrino humanoide que avanzaba hacia ellos. Eso no tenía nada de inusual, pero en vez de la gorra de un peregrino lo que había encima de su cabeza era un capuchón de tela oscura.
Pohtarza lo contempló con fascinación. El capuchón estaba vacío. La criatura ya se encontraba muy cerca, de eso estaba totalmente seguro. De repente el capuchón cayó hacia atrás y el ser sin cabeza extrajo un arma de entre los pliegues de su túnica. Un terror innombrable se adueñó del t'landa Til, obligándole a retroceder unos cuantos pasos y haciendo que tropezara con uno de sus hermanos. La túnica cayó al suelo, y el sacredot se encontró contemplando el cañón de un desintegrador que parecía flotar en el aire. Sus pensamientos se volvieron extrañamente confusos y faltos de forma, pero aun así una idea emergió de entre ellos con cristalina claridad, «Oh. Un aar'aa. No es más que un aar'aa...»
Y un instante después un diluvio de resplandor cayó del cielo...
En la Colonia Uno, la más antigua y espaciosa de las instalaciones ylesianas, sólo unos momentos después el mediodía ya estaba muy cerca. Teroenza se hallaba sentado en el pequeño estanque de barro caliente y pegajoso como un balladón embarrancado, los ojos cerrados y el cuerpo prácticamente inmóvil. Los acontecimientos producidos durante el último día eran increíblemente ominosos.
Durga, maldito fuese, se había decidido a actuar. Teroenza abrió los ojos y contempló el deprimente espectáculo que se extendía ante él: más allá de Veratil, Tilenna y los otros t'landa Tils que estaban disfrutando del fango, las esbeltas naves de la Fuerza Nova habían invadido la pista de descenso, y los pequeños grupos de soldados fuertemente armados y vestidos con los uniformes de la unidad de mercenarios estaban por todas partes.
¿Cómo podía haber llegado a enterarse Durga de lo que planeaba? El joven hutt quizá fuera más listo de lo que se imaginaba Teroenza. Tras haber estado pensando en ello durante unos momentos, Teroenza acabó decidiendo que matar a Kibbick de una forma tan descarada probablemente había sido una mala idea después de todo.
Pero lo peor de todo era que Teroenza seguía sin estar seguro de cuánto sabía exactamente Durga. Las tropas de la Fuerza Nova quizá fueran la respuesta de Durga a las peticiones de reforzar las defensas ylesianas que le había presentado el Gran Sacerdote. Durga quizá no sospechaba que había habido juego sucio por parte de Tercena en la muerte de Kibbick.
Esa idea le gustaba bastante. De ser así, el t'landa Til sólo tendría que aguardar y aferrarse a la esperanza de que aquella situación fuese temporal y de que, pasado un tiempo, el clan Besadii acabaría hartándose de tener que pagar a la Fuerza Nova para que permaneciese allí. «Esperar... Puedo esperar un poco más. En cualquier caso, es lo único que puedo hacer...»
El comandante de la Fuerza Nova, un humano robusto y achaparrado llamado Willum Kamaran que procedía de un mundo de elevada gravedad, estaba avanzando hacia el inicio de los barrizales, caminando con gran cautela porque no quería ensuciarse sus relucientes botas negras. Kamaran acabó dirigiendo una mirada llena de disgusto a Teroenza e indicó al t'landa Til que fuera a reunirse con él. El Gran Sacerdote decidió que por lo menos fingiría cooperar hasta que hubiera averiguado algo más sobre la auténtica naturaleza de la situación. Poniéndose en pie, Teroenza empezó a avanzar hacia el hombre.
Y entonces una oleada de energía hizo hervir el barro delante de él, cubriéndole con un pequeño diluvio de partículas eyectadas. El Gran Sacerdote se detuvo, sintiéndose muy confuso. «¿Qué...?»
Teroenza se volvió para ver salir corriendo de la jungla a tres criaturas vestidas con uniformes de camuflaje que empuñaban rifles desintegradores de cuyos cañones surgían haces destructores. Los gamorreanos que los habían estado vigilando ya estaban muertos.
Ptchoo. Ptchoo. Ptchoo.
El sonido de los haces desintegradores estaba por todas partes. Teroenza intentó echar a correr y trató de cambiar de dirección, pero resbaló en el barro y cayó de rodillas.
«¿Es un ataque lanzado por la Fuerza Nova? ¿Les habrá ordenado Durga que nos ejecuten ahora mismo?», pensó Teroenza, al borde de sucumbir a la histeria. Vio que Kamaran también había empezado a disparar, pero no estaba abriendo fuego sobre él sino contra los intrusos. Otros soldados de la Fuerza Nova acababan de aparecer detrás de él, y también estaban disparando. «¡Por Varl! Están intentando protegernos...»
No había refugio posible. Teroenza estaba paralizado por el pánico. Pudo ver que Veratil yacía inmóvil sobre el barro, con un agujero humeante allí donde antes había un ojo. Tilenna se había internado en el barrizal, pero no conseguía llegar a sumergirse del todo y estaba manoteando frenéticamente en un estado de completo terror. De repente Teroenza comprendió que sólo era cuestión de tiempo. Haciendo una profunda inspiración de aire para calmar la erupción de miedo que estaba teniendo lugar dentro de su corazón, se dejó caer sobre el barro y se quedó totalmente inmóvil, fingiéndose muerto.
El violento tiroteo cesó de repente, y Teroenza abrió los ojos. ¡Había dado resultado! Los intrusos yacían en el suelo, muertos. El Gran Sacerdote se atrevió a incorporarse para examinar la escena.
¡Tilenna!
Estaba medio cubierta de barro y agua, y tenía la cabeza sumergida. «No puede respirar...» Antes de llegar al cuerpo, Teroenza ya era consciente de la terrible verdad. Sostuvo la enorme cabeza lo mejor que podía hacerlo con sus débiles brazos e intentó encontrar una chispa de vida en su compañera, pero Tilenna había muerto.
Kamaran había recibido un impacto en el brazo, y su uniforme marrón estaba cubierto de manchas oscuras. Y allí estaba Ganar Tos, el mayordomo de Teroenza, abriéndose paso por entre los grupos de soldados, deteniéndose durante unos momentos en el inicio del barrizal para seguir avanzando después.
—Teroenza, mi señor... —exclamó, y su vieja y débil voz de humano apenas llegaba a ser un graznido—. Es terrible. ¡Hay asesinos por todo el planeta, y están matando a nuestros sacerdotes! Hemos recibido informes de las Colonias Dos, Tres, Cinco y Nueve. Las comunicaciones exteriores se han interrumpido. ¡Oh, mi señor! El noble Veratil... ¡y Tilenna! ¿Qué podemos hacer, mi señor? —Ganar Tos se retorció las manos, visiblemente afectado—. Esto es el fin, mi señor. No podrá haber más Exultaciones. ¿Qué vamos a hacer?
Teroenza dejó escapar un potente resoplido y trató de pensar. ¿Sería obra de Durga? No, era imposible: las empresas del clan Besadii dependían de los t'landa Tils. ¿Quién podía ser el responsable de todo aquello? ¿Y qué debía hacer ahora?