Capítulo 16
Toprawa... y Mos Eisley

Han contempló la imagen holográfica curtida y llena de cicatrices de Bidlo Kwerve, el mayordomo corelliano de Jabba el Hutt. Detrás de Kwerve podía ver los muros color arena del palacio del desierto que el gran señor hutt tenía en Tatooine.

—Eh, Kwerve —dijo Han—. Déjame hablar con el jefe, por favor.

El feo matón corelliano tenía los cabellos de un negro azabache surcados por una franja cegadoramente blanca, y unos luminosos ojos verdes. Los labios de Kwerve se curvaron en una sonrisita muy poco agradable.

—Vaya, pero si es Han Solo —dijo—. Jabba te ha estado llamando. ¿Dónde te habías metido, Solo?

—Aquí y allá —dijo secamente Han, a quien no le gustaba que jugaran con él—. Tuve unos pequeños problemas con los imperiales.

—Bueno, pues sí que lo siento —dijo Kwerve—. Vamos a ver si puedo conseguir que Jabba hable contigo, ¿eh? La última vez que le vi, estaba bastante furioso porque llevas mucho retraso con ese cargamento. Jabba tiene algunos planes para esa especia.

Han clavó los ojos en el comunicador.

—Ponme en contacto con él y métete las bromas donde te quepan, Kwerve.

—Oh, oh... ¿Quién ha dicho que estuviese bromeando, Solo?

El rostro lleno de cicatrices del mayordomo corelliano fue engullido por un repentino estallido de estática, y durante un momento Han creyó que había cortado la transmisión. Ya había extendido el brazo para desactivar su unidad de comunicaciones cuando la estática desapareció, súbitamente sustituida por la enorme imagen holográfica de Jabba.

—Jabba! —balbuceó Han con una mezcla de alivio y preocupación—. Eh, oye... Tengo un pequeño problema.

Jabba no parecía estar de muy buen humor. Estaba fumando una sustancia marrón que hervía dentro de la combinación de pipa de agua y acuario de aperitivos que había heredado de Jiliac después de su muerte, y sus enormes pupilas estaban dilatadas a causa de la droga.

«Maravilloso —pensó Han—. ¿Por qué demonios se me ha ocurrido llamar justo después de que acabara de tomarse una dosis de especia?»

—Eh... Hola, Jabba —dijo—. Soy yo, Han.

Jabba parpadeó varias veces, y por fin acabó consiguiendo centrar la mirada.

—¡Han! —retumbó el líder del clan Desilijic—. ¿Dónde has estado? ¡Te esperaba la semana pasada!

—Bueno, Jabba, precisamente llamo para hablar de ello —dijo Han—. Escucha, no ha sido culpa mía, pero...

Jabba, que parecía estar medio adormilado, volvió a parpadear.

—Han, mi querido muchacho... ¿Qué estás diciendo? ¿Dónde está mi cargamento de brillestim?

El corelliano tragó saliva

—Ah, sí, ese cargamento... Verás, Jabba.. ¡Casi parecía como si me hubieran tendido una trampa! Los imperiales me estaban esperando y...

—¿Los funcionarios de aduanas tienen mi especia? —rugió Jabba, elevando la voz de una manera tan tremenda y repentina que Han no pudo evitar encogerse sobre sí mismo—. ¿Cómo has podido permitirlo, Solo?

—¡No! ¡No, no, Jabba! —exclamó Han—. ¡No consiguieron llevársela! ¡Te aseguro que no tienen absolutamente nada contra ti, nada! Pero... Para impedir que los tipos del servicio de aduanas se hicieran con ella, tuve que tirarla al espacio. Marqué su situación, pero tardaron lo suyo en dejarme marchar. Y cuando volví a por ella... Había desaparecido, Jabba.

—Mi especia ha desaparecido —murmuró Jabba en un tono de voz ominosamente bajo, los ojos entrecerrados clavados en Han.

—Eh... Pues sí. Pero no debes preocuparte, Jabba. Te prometo que encontraré alguna forma de compensarte. Yo y Chewie te pagaremos el valor perdido, no te preocupes... Ya sabes que somos unos magníficos contrabandistas, ¿no? Y además te aseguro que tengo el presentimiento de que todo fue una trampa, Jabba... Aparte de tú y de Moruth Doole, ¿cuántas personas sabían que iba a ir por esa ruta?

Jabba ignoró la pregunta de Han. Sus bulbosos ojos se abrieron y cerraron rápidamente mientras daba varias caladas al aspirador de su pipa. Después extendió un brazo, cogió un convulsero del interior de un globo lleno de líquido y se metió la temblorosa criatura en la boca.

—Han... Han, muchacho... Ya sabes que te quiero igual que a un hijo— dijo luego, hablando muy despacio y en un tono muy solemne—. Pero los negocios son los negocios, y has infringido mi regla principal. No puedo permitirme hacer excepciones meramente por el hecho de que me caigas bien. Ese cargamento me costó doce mil cuatrocientos créditos. Entrégame la especia o los créditos en un plazo máximo de diez días, o enfréntate a las consecuencias,

Han se humedeció los labios.

—Diez días... Pero Jabba...

La conexión fue cortada de repente. Han se hundió en su sillón de pilotaje, sintiéndose lleno de desesperación. «¿Qué voy a hacer?»

Seis días más tarde, después de haber intentado reunir los créditos recurriendo a uno de los tipos que le debían dinero, Han volvió a Nar Shaddaa. No le gustaba nada hacerlo, pero tendría que pedir prestados los créditos a sus amistades.

No tardó en descubrir que alguien involucrado en aquel viaje de pesadilla —algún oficial o soldado imperial— había hablado de lo que ocurrió. Sus compañeros de profesión le contemplaban con una mezcla de respeto temeroso y preocupación.

El respeto temeroso surgía de que hubiera conseguido establecer una nueva marca para la ruta de Kessel, y la preocupación de que la noticia ya se había esparcido por todas partes y todos sabían que Jabba estaba muy, muy disgustado con quien hasta entonces había sido su piloto favorito.

Han fue de un lado a otro, y consiguió reunir un par de miles de créditos en concepto de devolución de antiguos favores. Pero la noticia de lo que le había ocurrido a algunos de los capitanes en Ylesia también había circulado con gran rapidez, y varias personas se limitaron a mirar hacia otro lado en cuanto vieron venir a Han.

El corelliano acabó decidiendo ir a ver a Lando. No quería hacerlo, pero se le habían agotado las opciones.

Llamó a la puerta, y la voz adormilada del jugador respondió desde el otro lado del panel.

—¡Quién es?

—Soy Han, Lando —dijo Han.

El corelliano oyó ruido de pasos, y de repente Lando abrió la puerta de un salvaje tirón. Antes de que Han pudiera decir una sola palabra, el puño del jugador se movió en un temible arco que terminó en la mandíbula de Han e hizo que saliera despedido hacia atrás a través del pasillo. El corelliano chocó con la pared y después fue resbalando lentamente a lo largo de ella, aterrizando sobre su trasero.

Han se llevó las manos a la mandíbula, contempló durante unos momentos los puntitos de luz que bailoteaban delante de sus ojos y trató de hablar. Lando se inclinó sobre él.

—¿Cómo has sido capaz de venir aquí después de la jugarreta que nos hiciste en Ylesia? —chilló el jugador—. ¡Tienes mucha suerte de que no te haya pegado un tiro, condenado mentiroso y estafador!

—Lando... —consiguió graznar Han—. Te juro que no sabía lo que Bria planeaba hacer. Te juro que...

—Oh, claro —se burló Lando—. ¡Estoy seguro de que no lo sabías!

—¿Piensas que me habría presentado aquí de esta manera si no fuese inocente? —logró farfullar Han. Su mandíbula no estaba funcionando demasiado bien, y ya podía sentir cómo empezaba a hincharse—. Lando... Ella también me hizo lo mismo a mí. No saqué nada de ese viaje. ¡Nada!

—No te creo —dijo Lando con voz gélida—. ¡Pero si te creyera, diría que te estuvo bien empleado! ¡Os merecéis el uno al otro!

—Lando, he perdido un cargamento de especia que transportaba para Jabba —dijo Han—. Estoy desesperado, amigo. Necesito que alguien me preste...

—¿Qué? —Lando cerró las dos manos sobre la chaqueta de Han y levantó al piloto de un potente tirón. Después estrelló al corelliano contra la pared. El oscuro rostro del jugador quedó a un palmo escaso del de Han—. ¿Has venido aquí para pedirme que te preste dinero?

Han consiguió asentir.

—Te juro que te lo devolveré... De veras, Lando...

—Escúchame con mucha atención, Solo —gruñó Lando—. En el pasado fuimos amigos, así que no voy a hacer lo que tanto te mereces y permitiré que salgas de aquí con tu cabeza intacta encima de los hombros. ¡Pero no vuelvas a acercarte a mí jamás!

Lando soltó al corelliano después de haberlo estrellado una vez más contra la pared. Han fue resbalando lentamente pared abajo mientras Lando entraba en su apartamento. La puerta se cerró con un golpe seco, y Han oyó el chasquido de la cerradura.

Han logró levantarse, aunque tuvo que hacer un considerable esfuerzo para conseguirlo. La mandíbula le palpitaba dolorosamente, y podía sentir el sabor de la sangre dentro de su boca.

«Bueno, lo he intentado —pensó mientras contemplaba la puerta cerrada—. ¿Y ahora qué?»

—No vamos a salir de aquí, ¿verdad?

La comandante Bria Tharen ignoró la pregunta apenas audible mientras se inclinaba detrás del montón de escombros y sacaba la pila agotada de su desintegrador.., o intentaba hacerlo, porque la pila se había quedado atascada. Bria inspeccionó su arma y vio que el incesante disparar de los últimos minutos de batalla había fundido los conectores de energía, convirtiéndolos en una masa sólida que hacía imposible sacar la pila alimentadora.

Masculló una maldición ahogada, y se arrastró por encima del cuerpo caído junto a ella. Los rasgos de Jace Paol estaban congelados en una expresión de tensa ira concentrada. Había muerto luchando, de la forma en que le habría gustado hacerlo si hubiese podido elegir. Bria cogió el arma de su lugarteniente y la sacó de debajo del cuerpo de Paol, pero antes de acabar de sacarla del todo vio que el cañón estaba fundido. Aquel desintegrador era tan inútil como el suyo.

—Quien pueda hacerlo que me cubra —dijo, volviendo la mirada hacia los lamentables restos del Escuadrón de la Mano Roja—. He de encontrar algo con lo que pueda disparar.

Joaa'n asintió y levantó un pulgar.

—Listo, comandante. No veo nada moviéndose por ahí fuera en estos momentos.

—De acuerdo —dijo Bria.

La comandante rebelde arrojó el arma inútil a un lado, asomó cautelosamente la cabeza por encima del montón de escombros y después se fue deslizando hacia un lado hasta emerger de su refugio. No se molestó en levantarse, no estando muy segura de si su pierna herida sería capaz de sostener su peso. Lo que hizo fue avanzar sobre las manos y las rodillas, manteniendo el cuerpo bajo, a través del agujero de contornos irregulares abierto en el muro exterior del centro de comunicaciones imperial semidestruido dentro del que estaban ofreciendo su última resistencia.

A unos metros de distancia yacía un soldado imperial, con un orificio todavía humeando en la coraza pectoral.

Bria reptó rápidamente hacia él y despojó al muerto de su arma y sus pilas alimentadoras, observando con desilusión que el soldado debía de haber utilizado todas sus granadas antes de que lo abatieran. «Lástima... —se dijo—. Un par de granadas no me habrían ido nada mal.»

Durante unos momentos Bria pensó en quitarle la armadura, pero después de todo al soldado no le había servido de mucho. Allí, fuera de los restos del centro de comunicaciones imperial del mundo restringido de Toprawa, Bria podía oír mejor, y también podía respirar mejor. El hedor de la batalla acababa de ser sustituido por una fresca brisa nocturna. Bria se agazapó detrás de un bloque de permacrato caído, y se atrevió a quitarse el casco durante unos segundos para limpiarse el rostro lleno de suciedad. Después dejó escapar un suspiro de placer mientras sentía cómo la suave brisa iba refrescando sus sudorosos cabellos. La última vez que había sentido una brisa tan fresca y agradable como aquélla fue en Togoria...

«¿Dónde estás, Han? —se preguntó, como solía hacer—. ¿Qué estás haciendo en este momento?»

Se preguntó si Han llegaría a saber qué había sido de ella, y si le importaría en el caso de que llegara a saberlo. ¿La odiaba? Bria esperaba que no, pero nunca lo sabría.

Empezó a pensar en aquel día en Ylesia, y deseó que las cosas hubieran sido distintas. Y sin embargo... Si tuviera que volver a hacerlo, ¿habría obrado de manera distinta?

Sonrió con tristeza. «Probablemente no...»

Los créditos que obtuvo fueron de gran utilidad, y la habían llevado directamente a aquella misión. Torbul y los otros líderes rebeldes habían enviado unidades de inteligencia para que se infiltraran en Ralltiir, y los operativos descubrieron que el Imperio estaba transmitiendo planes vitales para su nueva arma secreta a su centro de registro de Toprawa.

Torbul se había mostrado muy franco con ella cuando hablaron de la misión, y había utilizado términos como «sacrificable» e «índice de recuperación»..

Bria ya sabía en qué clase de lío se estaba metiendo, pero aun así ofreció al Escuadrón de la Mano Roja. Sabía que necesitaban a los mejores para aquel trabajo, y confiaba en que su gente sería capaz de hacer lo que se esperaba de ellos.

Y lo habían hecho...

Aquélla era la ofensiva antiimperial más grande jamás emprendida por la Resistencia hasta el momento, una ofensiva coordinada que tenía como misión transmitir los planos de la última arma secreta imperial. Bria no conocía todos los detalles, pero su misión había consistido en tomar el centro de comunicaciones imperial de Toprawa y conservarlo en sus manos mientras los técnicos de comunicaciones transmitían los planos robados a una nave correo rebelde, una corbeta corelliana que atravesaría «accidentalmente» aquel sistema estelar de acceso tan altamente restringido.

Cuando Torbul le dijo a Bria que la Alianza Rebelde necesitaba voluntarios para que acompañaran al equipo de inteligencia a Toprawa, a fin de que mantuvieran a raya a los imperiales mientras los técnicos de comunicaciones hacían su trabajo, Bria no titubeó ni un segundo antes de ofrecerse voluntaria.

—El Escuadrón de la Mano Roja irá, señor —dijo—. Podemos hacerlo.

Bria recorrió la plaza con la mirada, viendo la masacre de la guerra tenuemente reflejada en las farolas de la calle, Cuerpos, vehículos de superficie volcados, deslizadores hechos pedazos... Había destrucción por todas partes.

Pensó en Ylesia, y se dijo que aquel sitio había conocido una destrucción todavía mayor..., y se sintió orgullosa de haber tenido una cierta responsabilidad en ello. Después alzó la mirada hacia el cielo y pensó en el Retribución. Habían perdido el contacto con la nave, y Bria se temía lo peor.

«Ya va siendo hora de volver al trabajo», pensó, y se arrastró hacia los restos del centro de comunicaciones.

Un instante después oyó el potente latir de varias unidades repulsoras de gran potencia detrás de ella, y echó una cautelosa ojeada. Cuando miró hacia arriba, vio el tenue destello luminoso del blindaje de un enorme objeto rectangular suspendido sobre el permacreto de la plaza. El blindado pesado imperial, una de las unidades de la clase «Fortaleza Flotante», fue descendiendo lentamente hasta ocupar una posición protegida detrás de los restos de la torre de sensores y comunicaciones, en lo que resultaba evidente eran los preparativos para lanzar otro ataque contra el Escuadrón de la Mano Roja..., o lo que quedaba de él.

Bria se apresuró a retroceder para advertir a los restos de sus tropas.

—Escuchad, gente —les dijo a los supervivientes (¡tan pocos!) que se habían refugiado detrás de la barricada, y empezó a repartir las pilas alimentadoras—. Ya vuelven a venir. Tendremos que hacerlo lo mejor posible y contenerlos todo el tiempo que podamos.

Sus tropas se limitaron a asentir sin decir nada, y se prepararon para hacer su trabajo. Bria estaba orgullosa de ellos. Todos eran unos auténticos profesionales.

“Ya no falta mucho”, pensó mientras encontraba un buen sitio en el que apostarse detrás de la barricada.

—¿Todo el mundo tiene su canción de cuna? —preguntó en voz alta.

Hubo un coro de murmullos de asentimiento mientras Bria inspeccionaba la suya. Había adherido la diminuta píldora al cuello de su uniforme, de tal manera que lo único que tendría que hacer sería volver la cabeza y sacar la lengua para acceder a ella. Después de todo, nunca sabías si tus brazos estarían en condiciones de funcionar.

“Vamos, imperiales... —pensó—. ¿No sabéis que es de muy mala educación hacernos esperar?”

Lo que los imperiales no sabían era que ya llegaban demasiado tarde. El Escuadrón de la Mano Roja había conseguido mantener inmovilizada a la fuerza de reacción imperial en el perímetro exterior mientras los técnicos de comunicaciones rebeldes transmitían los planos a la nave correo. Estuvieron a punto de no lograrlo, porque los imperiales habían partido la torre de sensores/comunicaciones por la mitad unos segundos después de que la transmisión hubiese llegado a su fin, pero Bria había podido ver con sus propios ojos el indicativo de «Transmisión completa» con que el Tantivo IV había acusado recibo del mensaje.

Antes de que los sensores dejaran de funcionar, también había podido ver la imagen de un Destructor Estelar imperial aproximándose al navío rebelde. Bria nunca sabría si el correo había conseguido escapar.

Se preguntó qué habían estado transmitiendo exactamente, pero sabía que tampoco llegaría a conocer la respuesta a aquella pregunta. De hecho, ella y su gente ya sabían demasiadas cosas..., y ésa era la razón por la que no podían permitirse correr el riesgo de que les capturasen con vida.

«Aunque de todas formas se diría que hoy los imperiales no parecen tener muchas ganas de hacer prisioneros...», pensó.

Mientras se inclinaba para inspeccionar el vendaje que envolvía su muslo, el soldado inmóvil junto a ella formuló la misma pregunta que Bria se había negado a responder antes.

—No vamos a salir de aquí..., ¿verdad?

Bria clavó los ojos en el pálido rostro de mirada desorbitada que la contemplaba desde debajo del casco lleno de abolladuras. Sk'kot era un buen soldado, tan leal a ella como a su causa. Pero era tan joven...

Aun así, se merecía una respuesta sincera.

—No, Sk'kot —replicó Bria—. Ya lo sabes, ¿verdad? Los imperiales han destruido nuestras naves, así que no habrá operación de rescate. Y aun suponiendo que no hubiéramos recibido órdenes de defender este centro de comunicaciones durante todo el tiempo posible, en este mundo no hay ningún sitio al que podamos ir. Aunque pudiéramos atravesar sus líneas, no disponemos de medios de transporte. —Trató de sonreír, y señaló su pierna herida—. Estaría realmente ridícula intentando huir de aquí a saltitos, ¿verdad?

El soldado asintió, y una mueca de angustia retorció su rostro. Bria siguió mirándole.

—Sk'kot... No podemos permitir que nos capturen. Lo entiendes, ¿verdad?

El soldado volvió a asentir, y después cogió su canción de cuna y la adhirió al cuello de su uniforme, de la misma manera en que lo había hecho Bria.

—Sí, comandante. Lo entiendo.

Le temblaba la voz, pero las manos que empuñaban el arma no se movieron en lo más mínimo.

—Comandante... —murmuró Sk'kot, inclinándose hacia ella para que los demás no le oyeran—. No... No quiero morir.

Admitirlo pareció dejarle sin fuerzas, y se echó a temblar.

—Échame una mano con este vendaje, Sk'kot —dijo Bria, indicándole que dejara más firmemente sujeto el recipiente médico encima de su pierna. Las manos del chico recobraron una parte de la seguridad perdida cuando empezó a tirar de las correas que lo unían a la herida de Bria—. ¡Con más fuerza! —dijo Bria, y Sk'kot se inclinó hacia atrás para poder utilizar su peso. Una punzada de dolor desgarró el cuerpo de Bria, abriéndose paso a través de la muralla de los sedantes que la permitían moverse a pesar de su herida—. Así está mejor.

El joven Sk'kot Burrid se sentó en el suelo junto a ella. Bria le rodeó los hombros con el brazo, tal como habría hecho con un hermano muy querido, y se inclinó hacia él.

—Yo tampoco quiero morir, Sk'kot. Pero te aseguro que no quiero que el Imperio se salga con la suya. No quiero ver a más inocentes masacrados, o vendidos como esclavos, o aplastados bajo los impuestos hasta que no puedan alimentar a sus familias o llevar una existencia decente..., o meramente asesinados por algún Moff que se ha despertado de mal humor esa mañana.

Sus últimas palabras hicieron que los labios de Sk'kot se curvaran en una tenue sonrisa.

—Y eso quiere decir que el que no vayamos a salir de aquí no debe preocuparnos, ¿verdad, Sk'kot? Vamos a morir haciendo nuestro trabajo porque ellos... —señaló a sus camaradas muertos con una inclinación del mentón—, también hicieron el suyo antes. No podemos fallarles, ¿verdad?

—No, comandante —dijo Sk'kot.

Bria le abrazó, sonriendo melancólicamente, y el joven le devolvió el abrazo. Ya había dejado de temblar.

—Se están moviendo —anunció Joaa'n, que había estado montando guardo.

Bria rodó sobre sí misma, empujando a Sk'kot hacia su posición. Después echó un rápido vistazo por entre dos cascotes, y empezó a dar órdenes sin apartar los ojos de la abertura.

—Al principio mantente a cubierto y prepara tu lanzador, Joaa'n. Después de que el resto de nosotros hayamos abierto fuego, intenta acabar con esa Fortaleza Flotante. ¿Lo has entendido?

—;Sí, comandante!

—Acordaos de que debéis cambiar de posición después de disparar, porque si no lo hacéis os liquidarán con los desintegradores de repetición. ¿Todo el mundo listo?

Un coro de murmullos afirmativos respondió a su pregunta. Bria alzó la carabina láser que había cogido prestada y comprobó su nivel de carga. Después alzó el arma, tomó puntería y pensó «Adiós, Han».

Algo se movió en la brecha del muro. Bria hizo una profunda inspiración de aire.

¡Abran fuego!

“Tatooine es un auténtico basurero —pensó Han mientras él y Chewie avanzaban por las calles entre las tinieblas de la noche—. Jalus Nebl tenía muchísima razón...”

Los dos contrabandistas sólo llevaban unas horas en Tatooine. Han había decidido que la única forma de conseguir que Jabba les diera un poco más de tiempo a fin de poder pagar el cargamento de especia que habían arrojado al espacio era hablar personalmente con él. Pero la situación no tenía un aspecto demasiado prometedor, ya que hasta el momento Han no había podido comunicarse con Jabba para solicitar una audiencia. Y en el Muelle de Atraque 94, donde se hallaba estacionado el Halcón, se había encontrado con Greedo, aquel idiota de rodiano, husmeando y dando vueltas de un lado a otro. El muy estúpido incluso intentó sacarle algo de dinero, dando a entender que Jabba había ofrecido una recompensa por el corelliano.

Como haciéndose eco de los pensamientos de Han, Chewbacca observó que se decía que Greedo, el rodiano, había sido visto en compañía de un tal Jabalí Goa, quien en el pasado había trabajado como cazador de recompensas.

Han soltó un bufido.

—Chewie, sabes tan bien como yo que al contratar a ese estúpido matón, Jabba se limita a enviarnos un mensaje. Si Jabba realmente quisiera verme muerto, contrataría a alguien competente para que hiciera el trabajo. Nuestro repugnante rodiano es tan estúpido que no sabría encontrarse el trasero con las dos manos ni aunque usara una linterna láser.

—Hrrrrrrrmnnn.... —dijo Chewbacca, que también tenía una pésima opinión del rodiano.

Han disponía de unos cuantos créditos, y decidió ir a echar un vistazo a los juegos de azar locales. Quizá conseguiría ganar los créditos suficientes para hacer un primer pago sustancial que dejara momentáneamente satisfecho a Jabba, y luego podría concentrarse en ir reuniendo el resto de los créditos.

Entraron en la Sala del Dragón Krayt y miraron a su alrededor. En una esquina, naturalmente, se estaba desarrollando una partida de sabacc.

Han y Chewie fueron hacia allí, y cuando estuvieron un poco más cerca el corelliano clavó la mirada en uno de los jugadores, un hombre delgado de cabellos rojizos y facciones regulares.

—¡Eh! —exclamó Han—. ¡El universo es un pañuelo! ¿Qué tal estás, Dash?

Dash Rendar alzó la mirada hacia ellos y obsequió al corelliano con una cautelosa sonrisa.

—;Eh, Solo! ¡Eh, Chewbacca! Cuánto tiempo sin veros... ¿Qué es eso que he oído contar de que ocurrieron cosas raras en Ylesia?

Han dejó escapar un gemido. Dash Rendar señaló un par de asientos vacíos, y Han y Chewie los ocuparon.

—Cuenten conmigo, caballeros —dijo Han, sacándose un puñado de créditos del bolsillo—. ¿Quieres jugar, Chewie?

El wookie meneó la cabeza y se fue al bar en busca de un poco de consuelo líquido. Han miró a Rendar.

—¿Dónde oíste hablar de la incursión de Ylesia, Dash?

Después de la forma en que le había tratado la gente en Nar Shaddaa, resultaba muy agradable encontrarse con un conocido que todavía estaba dispuesto a dirigirle la palabra.

—Oh, la semana pasada me tropecé con Zeen Afit y Katya M'Buele, y me lo contaron —dijo Rendar mientras empezaba a repartir fichas-cam—. Dijeron que su grupo de rebeldes cumplió con su parte del acuerdo, pero que aquellos a los que habías elegido engañaron a todo el mundo. ¿Es verdad?

Han asintió.

—Sí, es verdad. Y también me engañaron a mí, pero nadie quiere creerme. —Frunció el ceño—. Pero no estoy mintiendo cuando lo digo. Jabba está pensando en ofrecer una recompensa por mi cabeza porque no puedo pagarle lo que le debo.

Rendar se encogió de hombros.

—Qué mala suerte —dijo—. Personalmente, siempre he procurado mantenerme lo más alejado posible de todos esos grupos rebeldes.

—Bueno, ésa también había sido siempre mi política —dijo Han—. Pero parecía una ocasión tan buena de ganar montones de dinero que...

—Oh, sí. Katya y Zeen estaban encantados, y repartían los créditos a su alrededor con tanta despreocupación como si los billetes fueran pienso para banthas —admitió Rendar.

Sólo llevaban unos minutos jugando, y Han estaba perdiendo, cuando sintió un tirón en su manga. Bajó la mirada para ver a una diminuta chadra-fan inmóvil junto a él.

—Eh?

La chadra-fan emitió unos cuantos graznidos, y Han frunció el ceño. El lenguaje de los chadra-fans nunca se le había dado demasiado bien.

—Kabe dice que fuera hay alguien que quiere verte —tradujo Rendar.

« ¡Jabba! Jabba por fin ha recibido mis mensajes y quiere verme —pensó Han—. Ha enviado a alguien para que me lleve ante su presencia. Ahora podré hablar con él y tendré ocasión de resolver todo este malentendido...»

Han arrojó sus fichas-carta sobre la mesa y se levantó, haciendo una seña a Chewie para que terminara su bebida.

—Bien, no contéis conmigo para esta mano. Puede que vuelva dentro de un rato.

Con una mano sobre la culata de su desintegrador, Han y el wookie siguieron a la chadra-fan hasta la puerta de atrás y salieron al callejón. Una vez allí se quedaron inmóviles durante unos segundos y miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie.

Y de repente Chewie se volvió en redondo.

—¡Rrrrhhhhhh!

«¡Es una trampal», comprendió Han en el mismo momento.

La mano del corelliano descendió hacia su arma, pero antes de que pudiera desenfundar oyó una voz que le resultaba terriblemente familiar.

—Quieto, Solo. Tira el desintegrador. Y dile al wookie que si se mueve, los dos sois carne muerta. Me encantaría poder disponer de otro cuero cabelludo de wookie para mi colección.

—¡No te muevas, Chewie! —le ordenó secamente Han al wookie, que ya estaba empezando a gruñir.

Después sacó su desintegrador de la funda con gran lentitud y dejó que cayera al suelo polvoriento del callejón.

—Y ahora daros la vuelta muy despacio.

El corelliano y el wookie obedecieron.

Boba Fett estaba inmóvil entre la oscuridad que llenaba el extremo del callejón. Han enseguida supo que era hombre muerto. Jabba debía de haber decidido contratar a un auténtico cazador de recompensas para asegurarse de que el trabajo se hiciera correctamente. Han se tensó, pero Fett no disparó. En vez de un disparo, lo qué llegó hasta el corelliano fue su voz artificialmente filtrada.

—Relájate, Solo. No estoy aquí por una recompensa.

Han no se relajó, y lo único que consiguió fue mirarle con asombro. Fett le lanzó un crédito a Kabe. La chadra-fan saltó hacia adelante y lo pilló al vuelo y después desapareció entre la penumbra, dejando tras de sí un tenue canturreo de felicidad.

—¿No estás aquí por una recompensa? —preguntó Han.

—¿Hhhhhhhuuuuuhhhh? —coreó Chewie, tan asombrado como su amigo y socio.

—Jabba le contó a Greedo que habían ofrecido una recompensa por ti —dijo Fett—, pero en realidad sólo está utilizando a ese idiota para mantenerte en movimiento. Digamos que es una especie de recordatorio de que se ha tomado muy en serio eso de que debes pagar tu deuda. Si Jabba realmente quisiera verte muerto, ya sabes a quién contrataría.

—Sí, tienes razón —dijo Han, y después tardó unos momentos en seguir hablando—. Bien... Y entonces ¿por qué estás aquí?

—Llegué hace cosa de una hora —dijo Fett—. Le hice una promesa a alguien, y siempre cumplo mi palabra.

Han frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando, Fett?

—Le hice una promesa a una mujer, y ha muerto —dijo Boba Fett—. Hace algún tiempo le prometí que si moría, se lo diría a su padre para que no pasara el resto de su vida preguntándose qué había sido de ella. Pero nunca llegó a decirme cómo se llamaba su padre, así que he decidido decírtelo a ti para que puedas enviarle un mensaje a Tharen.

—¿Muerta? —susurró Han, teniendo que hacer un gran esfuerzo para mover los labios—. ¿Bria ha muerto?

—Sí.

Han sintió como si le acabaran de dar un puñetazo en el estómago.

Chewie dejó escapar un suave sonido lleno de simpatía, y puso una peluda mano sobre el hombro de su amigo. Han permaneció inmóvil durante un momento interminable, intentando asimilar todas las emociones encontradas que se agitaban dentro de él. La pena era la que ocupaba un lugar más importante, y luego venía el dolor.

—Muerta —repitió con un hilo de voz—. ¿Cómo lo has sabido?

—Tengo acceso a las redes de datos imperiales. Bria Tharen murió hace treinta y seis horas, y los imperiales disponen de una identificación confirmada de su cuerpo. Su escuadrón estaba desempeñando las funciones de retaguardia durante alguna clase de operación de inteligencia.

Han tragó saliva. «¡No me digas que Bria ha muerto por nada!» —Consiguieron alcanzar su objetivo?

—No lo sé —dijo la voz mecánica—. Alguien tiene que decírselo a su padre, Solo. Le di mi palabra a Bria Tharen..., y siempre cumplo mi palabra.

Han asintió.

—Yo se lo diré —murmuró—. Renn Tharen me conoce.

«Y el enterarse de que su hija ha muerto va a ser un golpe terrible para él, pensó. Después tragó saliva, y sintió una punzada de dolor en el pecho. Chewie dejó escapar un suave gemido.»

—Excelente —dijo Fett, y el cazador de recompensas dio un paso hacia atrás.

Un instante después, Han y Chewie estaban solos. El corelliano se inclinó lentamente y recuperó su desintegrador. Los recuerdos del tiempo que había pasado junto a Bria invadieren su mente.

«¿Pensaste en mí, cariño? —se preguntó—, Espero qua tuvieras una muerte lo más rápida e indolora posible...»

Han y Chewbacca giraron sobre sus talones y fueron hacia la entrada del callejón, y después salieron a la calle. Han pensó que tenía que encontrar a alguien que le dejara utilizar una unidad comunicadora..., porque tenía que enviar un mensaje muy importante.