(28)
Lo que ocurrió en realidad
Alec contempló un momento la punta de sus zapatos. Luego, alzó de pronto la vista.
—¿Sabes?, no fue exactamente un asesinato —dijo con brusquedad.
—Desde luego —asintió Roger—. Se trató de una ejecución bien merecida.
—No, no me refiero a eso. Quiero decir que, si no hubiese matado a Stanworth, es probable que él me hubiera matado a mí. En parte fue en defensa propia. Te lo contaré todo en un minuto.
—Sí, me gustaría oír lo que ocurrió en realidad. Es decir, si te sientes con ánimos de contármelo, claro. No quisiera obligarte a contarme ninguna confidencia sobre…, bueno, la segunda dama implicada en el caso.
—¿Sobre Bárbara? ¡Oh!, no hay nada que la incrimine, y creo que deberías saber la verdad. Pensaba contártelo si llegabas a averiguar que el culpable era yo, o si hubieses querido informar a la policía o tratado de que arrestaran a Jefferson. Por eso te hice prometer que me informarías antes de dar un paso así.
—Cierto —asintió Roger moviendo la cabeza con aire comprensivo—. Ahora entiendo muchas cosas. Por qué te hacías el remolón y parecías tan falto de entusiasmo, por qué me echabas jarros de agua fría constantemente y fingías ser tan estúpido y te negabas a admitir que se había cometido un asesinato por mucho que te lo demostrara sin dejar siquiera una sombra de duda.
—Traté de apartarte de la pista correcta todo el tiempo. Nunca creí que fueses a descubrirlo.
—Tal vez no lo hubiera hecho, si no hubiese caído finalmente en la importancia de aquel cabello. Después todo pareció llegar en una sucesión de destellos. E, incluso en ese caso, puede que no hubiese averiguado la verdad con tanta certeza de no ser por dos imágenes concretas que cobraron forma en mi memoria.
—Cuéntame tu versión y luego te contaré la mía.
—De acuerdo. Como te he dicho, ese cabello fue la clave de todo. Cuando estuve en el jardín lo saqué del bolsillo sin saber muy bien por qué, y de pronto reparé en que no podía ser de la señora Plant. Te aseguro que me quedé mirándolo fijamente, y lo segundo que se me ocurrió fue que se parecía mucho al de Bárbara. Luego recordé la primera imagen. Era Graves clasificando el correo justo antes de comer. Había solo tres cartas y eran todas exactamente iguales: los tres sobres tenían la misma forma y la dirección escrita a máquina. Uno era para la señora Plant, otro para Jefferson y otro para Bárbara. Los dos primeros ya sabía lo que eran, entonces comprendí lo que era el tercero. Añádele a eso el mal disimulado nerviosismo de Bárbara a la mañana siguiente y el hecho de que, sin causa aparente, rompiera su compromiso contigo, y todo me pareció clarísimo: Bárbara también se encontraba en la biblioteca esa noche, y, por uno u otro motivo, la pobre chica había caído en las garras de Stanworth.
—No —lo interrumpió Alec—. Fue…
—Tranquilo, Alec; ya me lo contarás todo a su debido tiempo. Deja que termine primero mi historia. En fin, como es natural, llegado a ese punto me pregunté: ¿Qué luz arroja todo esto en la muerte de Stanworth? ¿Señala con claridad a alguna persona? La respuesta era evidente: ¡al señor Alexander Grierson! Te aseguro que al principio me quedé atónito, pero, cuando me hice un poco más a la idea, lo comprendí todo. En primer lugar, tus reticencias empezaron a ser muy significativas. Además, tu fuerza y tu altura encajaban a la perfección, y supe que en tu casa de Worcestershire, donde debiste de pasar la mayor parte de tu infancia, debía de haber muchas ventanas de celosía, por lo que estarías familiarizado con todos los trucos de su uso. Todo encajaba.
—Pero ¿y la pisada? Pensaba haberlo resuelto limpiamente. Dios, recuerdo el susto que me llevé cuando la descubriste y averiguaste el modo en que salí esa noche de la biblioteca. Creía que sería totalmente imposible hacerlo.
—Sí, eso me dejó perplejo un par de minutos, ¡hasta que recordé que habías ido corriendo a buscar tu pipa mientras yo hablaba con el chófer! Y ahí fue cuando recordé la segunda imagen. Acudió a mi memoria la escena en aquel lecho de flores, justo después de que volvieras al camino, cuando tratábamos de averiguar quién había estado en el biblioteca y antes de que borrases las huellas que tú habías hecho. Las antiguas eran idénticas a las nuevas. Supongo que debí de notarlo inconscientemente todo el tiempo, sin reparar en su importancia.
—Me di cuenta en el acto —dijo tristemente Alec—. Me hizo pasar un mal rato.
—Después se me ocurrieron muchas cosas —prosiguió Roger—. Empecé a comprobar todos los hechos que había reunido, y en cada caso la explicación era evidente. Las cartas, por ejemplo. Supe que debían haberlas echado al correo entre las cinco y las ocho y media de la mañana; y hete aquí que recordé haberte visto volviendo del pueblo a las ocho ¡y además reconociste haber ido a echar una carta al correo!
—Así de pronto, no se me ocurrió otra explicación. —Alec sonrió desconsolado.
—Sí, y resulta curioso que ya entonces pusiera en duda lo del corredor de apuestas, ¿no crees? Luego estaba lo de tu ansiedad por impedir que considerase cómplice a la señora Plant. Supongo que sabías lo de ella y Stanworth, ¿no?
Alec asintió.
—Estuve presente en su entrevista con él —dijo lacónico.
—¡No me digas! —exclamó sorprendido Roger—. No lo sabía. Ella no me lo dijo.
—Porque no lo sabía. Ahora te lo explicaré. ¿Algo más por tu parte?
Roger meditó un momento.
—No, no lo creo. Deduje que te habías enterado de que Stanworth estaba chantajeando a Bárbara y apareciste y le pegaste un tiro, igual que habría hecho cualquier otra persona decente en tu lugar. Eso es, en esencia, todo.
—Bueno —dijo despacio Alec—, en realidad es un poco más complicado. Lo mejor será que empiece por el principio. Como sabes, Bárbara y yo nos habíamos prometido esa misma tarde. Pues bien, ya imaginarás que algo así le pone a uno un poco nervioso. El caso es que, cuando me fui a dormir esa noche, no pude conciliar el sueño. Lo intenté un rato, y luego me cansé y eché un vistazo a la habitación en busca de un libro. No había nada que me apeteciera leer, así que se me ocurrió bajar a la biblioteca a coger uno. Por supuesto, no imaginaba que pudiera haber alguien levantado, así que no me molesté en ponerme el batín y bajé tal como estaba, en pijama. No había luz en el rellano ni en el vestíbulo, pero, para mi sorpresa, encontré todas las luces de la biblioteca encendidas. No obstante, no había nadie dentro y la puerta estaba abierta, así que entré y eché un vistazo a los estantes. Luego oí unos pasos inconfundiblemente femeninos que se acercaban y, como no quería que me sorprendieran vestido de esa guisa, me oculté detrás de las gruesas cortinas que hay delante de la ventana de guillotina y me senté en el alféizar a esperar a que quienquiera que fuese aquella persona se marchase. Pensé que sería alguien que había bajado como yo a buscar un libro, probablemente tan poco vestida como yo. En realidad no es que lo pensara mucho, pero no quería verme envuelto en una situación embarazosa.
—Nada más natural —murmuró Roger—. ¿Y bien?
—A través de una rendija entre las cortinas vi que se trataba de la señora Plant. Todavía llevaba puesto su vestido de noche, y enseguida noté que parecía preocupada. De hecho muy preocupada. Empezó a deambular sin objeto por la habitación retorciendo su pañuelo y daba la impresión de haber estado llorando. Luego llegó Stanworth.
—¡Ah!
Alec dudó.
—No quiero exagerar ni ponerme demasiado sentimental —prosiguió un poco cortado—, pero pido a Dios no tener que volver a presenciar una escena parecida. Roger, ¡fue casi insoportable! No sé cómo aguanté detrás de las cortinas sin saltarle al cuello, pero tuve el sentido común de comprender que solo serviría para empeorar las cosas. ¿Has visto alguna vez a una mujer angustiada? Dios mío, fue totalmente conmovedor. Jamás imaginé que alguien pudiera ser tan cruel —Hizo una pausa temblando levemente, y Roger lo observó compasivo. Estaba empezando a vislumbrar lo terrible que debía de haber sido aquella escena, si había conmovido de ese modo al estoico Alec—. Sabes más o menos lo que ocurrió —prosiguió Alec más sosegado—. Así que no necesito entrar en detalles. La pobre mujer lloró y le rogó, pero causó tanto efecto en Stanworth como si hubiese sido una estatua de piedra. Siguió sonriendo con esa cínica e infernal sonrisa suya y le pidió que no se acalorase más de lo necesario. Luego le sugirió lo que me has contado antes, y por un momento estuve a punto de perder el dominio de mí mismo. En cuanto a ella, quedó completamente deshecha. Se desplomó en el sofá y no dijo una palabra más. Pocos minutos después, se puso en pie y se marchó tambaleándose de la habitación. Entonces salí de mi escondite.
—Bien hecho —murmuró Roger.
—Bueno, como es natural, ahora sabía el terreno que pisaba. Sabía lo que era Stanworth y dónde guardaba las pruebas contra toda esa gente. No sabía lo que iba a hacer, pero estaba seguro de que debía hacer algo. En fin, al principio se quedó un poco sorprendido, pero se recobró como por arte de magia y se puso cínico y sarcástico. Le dije que no pensaba tolerar lo que acababa de ver y que, a menos que interrumpiera sus actividades y me dejase quemar las pruebas de las que había hablado, iría directo a la policía y se lo contaría todo. Eso pareció divertirle mucho, y señaló que, si lo hacía, saldría a relucir todo lo que aquella gente quería que siguiese oculto aunque para eso tuviesen que pagarle, y estarían mucho peor que antes. No se me había ocurrido y me quedé un poco abatido, luego le dije que en ese caso abriría yo mismo la caja, aunque tuviera que tumbarlo de un golpe para quitarle las llaves. Se rio y las puso sobre la mesa. «Esas son las de la caja», dijo, «no sé cómo va usted a abrirla, si no conoce la combinación, pero sin duda habrá previsto esa contingencia». Por supuesto, volvió a cogerme desprevenido, pero, antes de que pudiera decir nada, oí a alguien que bajaba por las escaleras. «¡Ah! Olvidaba que tengo otra visita», observó, «Pero, ya que parece haberse inmiscuido en mis asuntos, lo menos que puedo hacer es invitarle a presenciar también esta entrevista. Vuelva a meterse detrás de las cortinas, y le prometo que pasará un cuarto de hora interesante». Al principio dudé, mientras los pasos se acercaban por el vestíbulo, luego él me cogió del brazo y me espetó: «Métase detrás de las cortinas, idiota. ¿Es que no ve que las cosas serán mucho peor para ella?». —Incluso entonces no vi qué se refería, aunque comprendí que era mejor hacerle caso, y me las arreglé para ocultarme detrás de la cortina justo a tiempo. Ya imaginarás cómo me sentí cuando se abrió la puerta y vi entrar a Bárbara en la habitación.
—¡Horrible! —exclamó emocionado Roger.
—¡Horrible! Eso es poco. En fin, no te contaré todos los detalles de lo que ocurrió, porque no hay por qué y además solo serviría para poner a otras personas en evidencia innecesariamente. Baste con decir que Stanworth se había hecho con cierta información acerca de…, bueno, de la señora Shannon. Ni siquiera sé de qué se trata. Sacó un revólver del escritorio, abrió la caja y le mostró tres o cuatro hojas de papel, sosteniéndolas para que pudiera leerlas sin tocarlas. Luego le pidió que se sentara en el sofá a discutir las cosas, y dejó el revólver sobre el escritorio todo el tiempo. El caso es que Bárbara se sentó muy pálida y asustada, pobrecilla, pero sin saber adónde quería ir a parar el otro. No tardó en enterarse. Stanworth se reclinó en el asiento y la informó sin inmutarse lo más mínimo de que, si no cumplía sus deseos, haría pública la información que acababa de mostrarle, luego procedió a indicarle tranquilamente sus condiciones.
»Dios mío, Roger, no sabes lo mucho que me costó contenerme. ¿Qué imaginas que quería? Le dijo sin más que solo quería dinero y que sabía muy bien que ella no tenía suficiente para él. Por lo tanto tendría que casarse conmigo al cabo de un mes para así poder pagarle las pequeñas cantidades que él le iría pidiendo de vez en cuando. Podía contármelo o no, eso a él le traía sin cuidado. Si se negaba, mucho se temía que ella y su madre tendrían que afrontar las consecuencias.
»Por supuesto, ya comprenderás adónde quería ir a parar. ¡A mí! Me estaba diciendo que, si no me casaba con ella y accedía a su chantaje, la deshonraría y arruinaría a la madre de la joven a quien amo. Una trampa perfecta. De paso, y también para que yo lo oyera, añadió que de nada serviría tratar de hacerle el menor daño, porque solo serviría para empeorar las cosas, y jamás abría la caja sin tener a mano un revólver cargado que no dudaría un segundo en utilizar si era necesario.
»En fin, Bárbara demostró tener una honradez a toda prueba. De hecho, le dijo en pocas palabras que se fuera al diablo; ni por un momento se le pasó por la cabeza involucrarme en aquel asunto, y en cuanto a ella y a su madre, tendrían que afrontar lo que fuese, si él decidía comportarse así. ¡Dios mío, fue maravillosa! Prácticamente le desafió a hacer lo que quisiera, y dijo que rompería su compromiso conmigo esa misma mañana. Luego salió de la habitación con la cabeza bien alta dejándolo allí sentado. Ni lágrimas, ni ruegos, solo un olímpico desprecio. Roger, ¡estuvo maravillosa!
—Te creo —respondió sin más Roger—. ¿Qué ocurrió después?
—Volví a salir. Creo que pensé en matar a Stanworth si tenía oportunidad de hacerlo sin complicar las cosas. Ten presente que ya sabía hasta qué extremo estaba dispuesto a presionar a una mujer cuando la tenía entre sus garras, y, aunque sabía que Bárbara no cedería ni un centímetro, no podía estar tan seguro de la señora Shannon. En fin, la caja estaba abierta y Stanworth se encontraba sentado en su escritorio revólver en mano. Me miró con una sonrisa y observó que esperaba que no me hubiese aburrido. Fui directo a él sin decir palabra (apenas era capaz de articular alguna), y supongo que leyó en mi expresión lo que pensaba hacer. En cualquier caso, cuando estuve a pocos metros de él, me apuntó con el revólver y disparó. Por suerte falló el tiro y oí cómo el jarrón se hacía pedazos a mi espalda. Me abalancé sobre él, lo agarré por la muñeca y empleé todas mis fuerzas para retorcérsela hasta que el cañón le apuntó a él. Luego apreté el dedo sobre el suyo en el gatillo y le disparé.
»No me paré a pensar lo que estaba haciendo, ni nada parecido; creo que en ese momento habría sido incapaz de pensar en nada. Solo sabía que tenía que matar a Stanworth, igual que uno sabe que hay que matar a un perro rabioso, una rata o cualquier otra alimaña. De hecho, cuando murió apenas le presté atención. Era algo sucio que había que eliminar, y ya está. No sentí, ni he sentido, el menor arrepentimiento desde entonces. Supongo que resulta un poco raro.
—De lo contrario habrías sido un idiota sentimental —dijo con decisión Roger.
—Supongo que no lo soy —replicó Alec con una leve sonrisa—, pues te aseguro que no lo he hecho. En fin, nada más matar a ese tipo, me volví tan frío como el hielo. Supe exactamente, y casi sin pensarlo, lo que tenía que hacer. Antes de nada, era necesario destruir las pruebas de la caja, por si alguien me interrumpía, y luego tenía que escapar de allí. Tardé muy poco tiempo en quemar los documentos. Había un estante lleno, todos en sobres con distintas direcciones, unos dieciséis o diecisiete, diría yo. Los quemé en la chimenea sin abrirlos, y revisé el contenido de los otros estantes para asegurarme de que no había olvidado nada.
»Ten en cuenta que, hasta entonces, no se me había ocurrido que nadie pudiese pensar que no se trataba de un asesinato; y, si llegaban a descubrirme, solo tendría que decir que lo había matado en defensa propia, después de que me disparase. De no ser porque eso hubiese equivalido a desvelar lo del chantaje, que, por supuesto, era esencial silenciar, habría ido directo a la policía y lo habría contado todo. Luego miré a la silla donde yacía y pensé que daba la impresión de que se hubiese suicidado, así que empecé a considerar si no sería posible hacer que pareciese un suicidio.
—Ya sabía yo que no podías ser tan estúpido como has fingido ser estas últimas cuarenta y ocho horas… —exclamó Roger—. ¿Y bien?
—Bueno, el efecto final no se me ocurrió enseguida. Empecé por cerrar la caja y meter las llaves en el bolsillo de su chaleco, y por lo visto me equivoqué de bolsillo. Luego limpié los trozos de jarrón y me los guardé de momento en el bolsillo, examiné el revólver que tenía Stanworth en la mano. Con gran alegría, descubrí que era posible acceder al tambor y extraer el primer casquillo sin hacerle soltar el arma, cosa que hice. Tenías razón respecto a mi conocimiento de las ventanas de celosías. Sabía lo del truco del asa desde que era pequeño y me congratulé de saber cómo salir de la habitación y dejar todo cerrado a mi espalda. ¡Dios, nunca pensé que nadie pudiera descubrirlo!
—No contabas con que yo seguiría tu pista, amigo mío —dijo Roger con modesto orgullo.
—Desde luego, me llevé un buen susto, cuando lo averiguaste. Veamos, ¿qué fue lo que hice después? ¡Ah, sí!, las cartas. Sabía que toda esa gente se llevaría un susto de muerte al enterarse de que Stanworth se había suicidado, pues, aunque consiguiesen hacerse con las llaves, nadie podría abrirla sin la combinación; y pensé que con el nerviosismo del momento, la señora Plant o algún otro podrían delatarse. Así que me senté a aporrear la máquina y escribí las tres cartas, pues sabía, por lo que había visto en la caja fuerte, que Jefferson y lady Stanworth también estaban implicados. Ya sabes lo que les dije en ellas. En fin, luego eché un vistazo y, por pura casualidad, se me ocurrió mirar en la papelera. Lo primero que encontré fue una hoja de papel levemente arrugada con la firma de Stanworth. En el acto pensé: ¿Por qué no escribir una nota de suicidio para terminar de redondear las cosas? Y escribí una encima de la firma.
»Por supuesto, tardé un buen rato en hacerlo todo. De hecho, eran ya casi las cuatro de la madrugada. Había sido frío como el hielo las dos horas anteriores, pero empezaba a estar cansado y cometí uno o dos errores. No terminé de registrar la papelera, por ejemplo, y dejé el otro trozo de papel con la firma, para que tú lo encontraras; y olvidé borrar la huella del lecho de flores. ¡No sabes cómo maldije cuando la encontraste! Y supongo que tampoco debería haber arrojado los trozos de jarrón en los arbustos que hay entre la biblioteca y el comedor.
—Pero ¿cómo volviste a la casa? —preguntó Roger.
—¡Ah!, antes de cerrar la biblioteca salí a abrir la ventana del comedor. Luego salí por la ventana de celosía y entré por la del comedor, cerré la puerta y subí a acostarme. Y ya está.
—Has calculado muy bien el tiempo —observó Roger mirando por la ventanilla—. En cinco minutos, llegaremos a la estación Victoria. En fin, muchas gracias por contármelo, Alec. Y, ahora, olvidémoslo cuanto antes, ¿te parece bien?
—Hay una cosa que me preocupa bastante —dijo en voz baja Alec—. ¿Crees que debería contárselo a Bárbara?
—¡Por el amor del cielo, no! —gritó Roger observando abatido a su compañero—. ¿Por qué demonios ibas a contárselo? Saber que estás enterado de los deslices de su madre solo serviría para avergonzarla, y enterarse de que has matado a un hombre en parte por su causa haría que se sintiera muy desgraciada. ¡Pues claro que no debes contárselo, idiota!
—Tal vez tengas razón —respondió Alec mirando por la ventanilla.
El tren empezó a reducir su velocidad, y los largos y serpenteantes andenes de la estación Victoria aparecieron a la vista. Roger se incorporó y se dispuso a bajar la maleta del portaequipajes.
—Deberíamos pasar la noche en la ciudad y salir a cenar y al teatro, ¿no te parece? —dijo con alegría—. Necesito relajarme después de los agotadores esfuerzos mentales de estos dos últimos días.
Algo parecía preocupar a Alec.
—¿Sabes? —dijo cohibido—, no puedo parar de darle vueltas. ¿De verdad estás seguro de que no sería mejor ir a contárselo todo a la policía? Quiero decir, que no me acusarían de asesinato; a lo sumo de homicidio. Y supongo que me libraría alegando defensa propia. ¿Estás seguro de que no es lo mejor?
Roger contempló a su amigo con desaprobación.
—Por el amor de Dios, Alec, trata de no ser tan repugnantemente convencional de vez en cuando —dijo con desdén.
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