(17)
El señor Grierson se acalora
Sin embargo, por mucho que Jefferson pudiera sospechar de sus actividades, nada en su actitud pareció demostrarlo cuando Roger y Alec entraron en el salón, con veinte minutos de retraso, para tomar el té. Los saludó con su habitual estilo seco y un tanto brusco, y preguntó, como de pasada, si lo habían pasado bien. Lady Stanworth no estaba presente mientras que la señora Plant ocupaba un sitio detrás de la bandeja del té.
—¡Oh!, fuimos a pasear por el pueblo, pero hacía demasiado calor para que fuese agradable. Gracias, señora Plant. Sí, leche y azúcar. Dos terrones. ¿Arregló usted esos asuntos que tenía en Elchester? Le vi a usted cuando se marchaba.
—Sí. Se me hizo muy tarde. Tuve que darme prisa. De todos modos, pude solucionarlo todo.
—A propósito, ¿han fijado ya la fecha del procedimiento judicial? —preguntó de pronto Alec.
—Sí. Mañana por la mañana a las once. Aquí mismo.
—¡Ah!, ¿van a hacerlo aquí? —preguntó Roger—. ¿Dónde los instalará? ¿En la biblioteca?
—No, creo que el saloncito es mejor.
—Sí, yo también lo creo.
—¡Ay, ojalá hubiese terminado ya! —observó la señora Plant con un involuntario suspiro.
—No parece que le apetezca mucho pasar por esa prueba —replicó Roger con una leve sonrisa.
—Odio tener que testificar —replicó, casi con apasionamiento, la señora Plant—. ¡Es horrible!
—¡Oh, vamos! No es para tanto. No se trata de un caso penal. No habrá careos ni nada por el estilo. Será una vista puramente formal, ¿no es así, Jefferson?
—Desde luego —respondió Jefferson encendiendo tranquilamente un cigarrillo—. No creo que dure más de veinte minutos.
—Ya ve usted que no va a ser tan terrible, señora Plant. ¿Podría servirme otra taza de té, por favor?
—Bueno, aun así me gustaría que hubiese terminado ya —dijo la señora Plant con una risita nerviosa. Roger notó que la mano que sostenía la taza temblaba ligeramente.
Jefferson se puso en pie.
—Temo que tendré que volver a dejarles solos —observó de pronto—. Lady Stanworth espera que estén ustedes cómodos. Siento parecer tan poco hospitalario, pero ya saben cómo son las cosas en una situación como esta.
Salió de la habitación.
Roger decidió tantear un poco el ambiente.
—No parece que Jefferson esté muy disgustado, ¿no cree? —le dijo a la señora Plant—. Sin embargo, debe de ser una auténtica conmoción perder a su patrón, después de tantos años, de un modo tan trágico.
La señora Plant lo miró como cuestionando el buen gusto de aquella observación.
—No creo que el comandante Jefferson sea de los que muestran sus sentimientos en presencia de desconocidos, ¿usted sí, señor Sheringham? —replicó con cierto envaramiento.
—Probablemente no —respondió desenfadado Roger—. Pero parece muy poco afectado.
—Supongo que es una persona bastante imperturbable.
Roger cambió de estrategia.
—¿Hace mucho que conocía usted al señor Stanworth, señora Plant? —preguntó en tono familiar, recostándose en el asiento y sacando la pipa del bolsillo—. ¿Le importa si fumo?
—Hágalo, por favor. ¡Oh, no, no mucho! Mi…, mi marido era conocido suyo.
—Comprendo. Es curiosa esa manía suya de invitar a personas relativa o, al menos en mi caso, totalmente desconocidas a estas reuniones, ¿no le parece?
—Creo que el señor Stanworth era un hombre muy hospitalario —replicó con voz neutra la señora Plant.
—¡Mucho! Un hombre excelente en todos los sentidos —observó Roger con entusiasmo.
—Sí —dijo la señora Plant en un tono curiosamente indiferente.
Roger la miró con aire astuto.
—¿No está usted de acuerdo conmigo, señora Plant? —preguntó de pronto.
—¿Yo? —respondió atropellada—. Pues claro que sí. El señor Stanworth me parecía un… hombre muy agradable. ¡Encantador! Pues claro que estoy de acuerdo con usted.
—¡Oh, disculpe! Por un momento, tuve la impresión de que hablaba usted sin mucho entusiasmo de él. Aunque tampoco tenía por qué hacerlo, claro. Todo el mundo tiene sus simpatías.
La señora Plant contempló un instante a Roger y luego miró por la ventana.
—Es solo que estaba pensando en… lo trágico que ha sido todo —dijo en voz baja.
Se hizo un breve silencio.
—No obstante, lady Stanworth no parecía llevarse muy bien con él —observó con despreocupación Roger, ahuecando el tabaco de la pipa con una cerilla.
—¿Usted cree? —preguntó poniéndose a la defensiva la señora Plant.
—Desde luego, es la impresión que me dio. De hecho, debería haber ido aún más allá y haber dicho que era evidente que le disgustaba.
La señora Plant contempló a su interlocutor con disgusto.
—Supongo que todas las familias tienen secretos —dijo lacónica—. ¿No le parece un poco impertinente que unos desconocidos traten de entrometerse? Sobre todo en estas circunstancias.
—Lo dice usted por mí —sonrió sin amilanarse Roger—. Sí, supongo que tiene usted razón, señora Plant. Lo malo es que no puedo evitarlo. Soy la persona más curiosa del mundo. Todo me interesa, sobre todo las cuestiones humanas, y tengo que llegar al fondo del asunto. Admitirá usted que las relaciones entre nada menos que lady Stanworth y, ¿cómo decirlo?, el más plebeyo señor Stanworth son muy interesantes para un novelista.
—¿Se refiere a que, para usted, todo es material para sus novelas? —replicó la señora Plant, aunque con menos dureza—. Bueno, supongo que, visto así, no le falta a usted razón, aunque no acabo de entenderlo. Sí, creo que lady Stanworth no se llevaba muy bien con su cuñado. Después de todo, era de esperar, ¿no cree?
—¿Sí? —preguntó enseguida Roger—. ¿Por qué?
—Bueno, debido a las circunstancias de… —La señora Plant se interrumpió bruscamente y se mordió el labio—. Por eso del agua y el aceite. Eran opuestos en todos los sentidos.
—Eso no es lo que iba a decir. ¿Qué estaba pensando cuando se corrigió?
La señora Plant se ruborizó levemente.
—La verdad, señor Sheringham, yo…
Alec se levantó de pronto de su asiento.
—Caramba, qué calor hace en este cuarto —observó—. Ven a tomar un poco de aire al jardín, Roger, estoy seguro de que la señora Plant sabrá disculparnos.
La señora Plant le lanzó una mirada de agradecimiento.
—Desde luego —respondió un poco agitada—. Creo… que iré arriba a acostarme un rato. Me duele un poco la cabeza.
Los dos hombres la observaron salir de la habitación en silencio. Luego Alec se volvió hacia Roger.
—Oye —dijo muy acalorado—, no pienso permitir que acoses así a esa pobre mujer. Te estás pasando de la raya. Se te han metido en la cabeza un montón de ideas absurdas acerca de ella y tratas de intimidarla para que te las confirme. No pienso tolerarlo.
Roger movió la cabeza fingiendo desesperación.
—La verdad, Alexander —respondió en tono trágico—, eres una persona muy difícil. Extraordinariamente difícil.
—No tiene ninguna gracia —replicó un poco más calmado Alec, aunque su rostro seguía encendido de ira—. Podemos hacer lo que queremos sin acosar a las mujeres.
—¡Justo cuando todo iba tan bien! —se quejó Roger—. Eres un pésimo Watson, Alec. No sé cómo se me ocurrió asignarte ese papel.
—Suerte tienes de haberlo hecho —respondió muy serio Alec—. En todo caso, sé muy bien lo que es jugar limpio. Y tratar de engañar a una mujer que no tiene nada que ver con el asunto para que admita un montón de estupideces no lo es.
Roger cogió al otro por el brazo y lo condujo amablemente al jardín.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo en el tono que uno emplea para calmar a un niño irritado—. Emplearemos otras tácticas, si tanto te molesta. En cualquier caso, no hay por qué irritarse. Lo que pasa es que te has equivocado de siglo, Alec. Deberías haber vivido hace cuatrocientos o quinientos años. Como peso pesado y protector de señoritas atribuladas, habrías podido enfrentarte lanza en ristre a cualquier peligro. ¡Vamos, vamos!
—Eres muy gracioso —replicó el levemente aplacado Alec—, pero tengo razón y lo sabes perfectamente. Si vamos a seguir con esto, no será empleando tus condenados trucos de detective de tres al cuarto. Si se te da tan bien, ¿por qué no tratas de sonsacarle algo a Jefferson?
—Por la sencilla razón de que el bueno de Jefferson no soltará prenda, mi querido Alec; mientras que siempre hay una posibilidad de que una mujer sí lo haga. Pero ¡basta! Nos limitaremos a los hechos y dejaremos fuera el factor humano, o al menos la parte femenina. ¡Aun así —añadió con pesar Roger—, me gustaría saber qué se traen esos tres entre manos!
—¡Bah! —gruñó Alec con desaprobación.
Estuvieron andando un rato arriba y abajo en silencio por la franja de césped que corría paralela a la parte de atrás de la casa.
Roger discurría a toda velocidad. La desaparición de las huellas le había hecho cambiar drásticamente de idea. Ahora no le quedaba la menor duda de que Jefferson no solo sabía lo del crimen, sino que, con toda probabilidad, había participado en él. Si su papel había sido activo y había estado presente en la biblioteca todo el tiempo, era imposible decirlo: probablemente no, se inclinaba a pensar Roger, aunque que hubiera ayudado a planearlo y ahora estuviese dedicado a destruir activamente todas las pruebas parecía algo indiscutible. Eso significaba que tenía al menos un cómplice en el interior de la casa. Pero lo que preocupaba a Roger, aún más que la participación de Jefferson en aquel asunto, era la posible implicación de las dos mujeres que, al parecer, también estaban complicadas en el asunto.
A simple vista, como Alec afirmaba con tanta vehemencia, resultaba casi increíble que lady Stanworth o la señora Plant pudieran haber participado en un asesinato. Pero los hechos eran indiscutibles. Roger estaba tan convencido de que había alguna clase de entendimiento entre Jefferson y lady Stanworth como de que en aquella casa se había producido un asesinato y no un suicidio. Y todavía le parecía más probable que existiera un entendimiento similar entre Jefferson y la señora Plant. A todo lo cual se añadía su extraño comportamiento de aquella mañana en la biblioteca; pues, a pesar del hecho de que las joyas hubiesen aparecido en la caja, Roger seguía firmemente convencido de que su excusa para justificar su presencia en la biblioteca era una mentira. Y lo que es más, también lo estaba de que la señora Plant sabía más acerca de Stanworth y su relación con su secretario y su cuñada de lo que estaba dispuesta a admitir; era una pena que se hubiese contenido justo a tiempo después del té, cuando parecía a punto de bajar la guardia y dejar que se le escapara algo de verdadera importancia.
Sí, aunque era tan reacio a creerlo como el propio Alec, Roger no veía otra explicación que suponer que tanto lady Stanworth como la señora Plant estaban tan implicadas como el propio Jefferson. Era un fastidio que Alec tuviese tantos prejuicios, esas cuestiones requerían una discusión imparcial. Roger miró de reojo a su compañero y soltó un leve suspiro.
La parte trasera de la casa no seguía una línea recta. Entre la biblioteca y el comedor había un cuartito que se empleaba para guardar trastos y maletas, y la pared formaba una especie de hueco donde crecían unos laureles. Al pasar al lado de los arbustos, un pequeño objeto azulado que había en el suelo reflejó los rayos del sol y su brillo atrajo la atención de Roger. Casi inconscientemente, se dirigió hacia allí.
Luego, algo en aquel tono de azul despertó un recuerdo en su memoria y se quedó mirándolo fijamente.
—¿Qué es eso que hay junto a la raíz de los laureles, Alec? —preguntó frunciendo el ceño—. Me resulta vagamente familiar —Cruzó el sendero y lo recogió, era un trozo de porcelana azul—. ¡Vaya! —dijo con entusiasmo, sosteniéndolo para que Alec pudiera verlo—. ¿Te das cuenta de lo que es?
Alec se reunió con él en el sendero y miró el trozo de porcelana sin demasiado interés.
—Sí, es un trozo de algún plato roto o algo parecido.
—¡De eso nada! ¿No reconoces el color? Es un trozo del jarrón desaparecido, muchacho. Dios, quisiera saber si el resto está aquí —Se puso a cuatro patas y escudriñó entre los arbustos—. Sí, me parece ver otros trozos. Lo comprobaré, si tienes la bondad de tener los ojos abiertos para asegurarte de que no viene nadie.
Y se internó laboriosamente entre los matorrales.
Momentos después salió por el mismo camino. En la mano llevaba otros pedazos del jarrón.
—Está todo ahí —anunció triunfal—. Junto a la pared. ¿Ves lo que debe de haber ocurrido?
—El asesino lo tiró ahí —respondió astutamente Alec.
—Exacto. Supongo que se guardó los trozos en el bolsillo después de recogerlos, para deshacerse de ellos en cuanto saliera de allí. Un tipo metódico, ¿no te parece?
—Sí —coincidió Alec mirando sorprendido a Roger—. Pareces muy emocionado.
—¡Lo estoy! —respondió Roger con entusiasmo.
—¿Por qué? Es justo lo que esperábamos. Más o menos. Quiero decir, que, si el jarrón estaba roto y los trozos desaparecidos, parece razonable suponer que los arrojó en alguna parte.
A Roger le centelleaban los ojos.
—¡Oh, claro! Pero la clave radica en el lugar que escogió para deshacerse de ellos. ¿No se te ha ocurrido pensar, Alec, que este lugar no está en la ruta más rápida de huida entre la ventana y la salida? ¿No se te ocurre también que si quisiera arrojarlos donde nadie pudiera encontrarlos, el mejor sitio sería los arbustos que crecen a ambos lados del camino, sobre todo porque pasaría por allí al salir? ¿No te parece muy significativo?
—Bueno, tal vez sea un poco raro, ahora que lo dices.
—¡Un poco raro! —repitió asqueado Roger—. Mi querido amigo, es una de las cosas más significativas con que me he topado en mi vida. ¿Qué podemos deducir? No digo que sea cierto, dicho sea de paso. Pero ¿qué podemos deducir?
Alec meditó.
—¿Que tenía mucha prisa?
—¡Bobadas! Si hubiese tenido prisa habría ido directo al camino. ¡No! Lo que podemos deducir, en mi opinión, es que no pasó por el camino.
—¡Ah! ¿Y dónde fue entonces?
—¡A la casa! Alec, empiezo a tener la impresión de que nuestro misterioso desconocido va a acabar igual que el señor John Prince.