(19)
El señor Sheringham pierde y gana la misma apuesta

Se separaron en lo alto de la escalera, Alec fue a su habitación y Roger a la suya. Una vez allí, este no procedió a cambiarse enseguida, sino que se quedó un rato apoyado muy pensativo en el alféizar de la ventana que daba al jardín. Luego, como si hubiese tomado una decisión, atravesó a toda prisa el dormitorio y llamó al timbre.

Una joven alegre y rolliza acudió al oírlo y sonrió con aire inquisitivo. Roger siempre se llevaba bien con los criados, aunque no pudiera decirse lo mismo de los jardineros.

—¡Oh!, hola, Alice. Creo que he perdido mi pluma estilográfica. ¿No la habrá visto usted en algún sitio?

La chica negó con la cabeza.

—No, señor. Estoy segura de no haberla visto esta mañana cuando limpié la habitación.

—¡Vaya, qué fastidio! Debí de perderla anoche. Recuerdo haberla usado en la biblioteca poco antes de cenar. Tal vez la haya olvidado allí. ¿Limpia usted la biblioteca?

—¡Oh!, no, señor, solo los dormitorios. De las habitaciones de abajo se encarga Mary.

—Comprendo. ¿Podría hablar un momento con ella, si no está demasiado ocupada? ¿Le importaría a usted pedirle que venga?

—No, señor. Ahora mismo se lo digo.

—Gracias, Alice.

Al cabo de un momento, llegó Mary.

—Oiga, Mary —observó Roger en tono confidencial—, he perdido mi pluma estilográfica, y Alice dice que no la ha visto por aquí. La última vez que la utilicé fue ayer en la biblioteca, entre la hora del té y la cena; he ido a buscarla, pero no la he encontrado. No la habrá encontrado usted al limpiar la habitación, ¿verdad?

—Señor, anoche limpié la habitación mientras ustedes cenaban. Y mientras lo hacía, no se me ocurrió pensar lo que…

—Desde luego —la interrumpió tranquilamente Roger—. ¡Un asunto terrible! Pero ¿qué fue lo que limpió usted exactamente?, quiero decir que tal vez no la encontrase usted porque ordenó la habitación por encima. ¿Qué fue lo que ordenó?

—Bueno, señor, coloqué las sillas en su sitio, recogí las colillas de la chimenea y vacié los ceniceros.

—¿Y qué hay del sofá? Recuerdo haberme sentado en él con la pluma en la mano.

—Ahí no estaba, señor —respondió Mary con decisión—. Quité todos los almohadones y los ahuequé, y no vi nada. De haberla perdido usted ahí, la habría visto.

—Comprendo. Así que limpió usted el sofá a fondo. Le quitó el polvo y demás.

—Sí, señor. Siempre paso un cepillo por el sofá y los sillones por la tarde. Cogen mucho polvo con esas ventanas, y con ese reps negro se ve muchísimo.

—Muy bien, gracias, Mary. Debo de haberla dejado en alguna otra parte. A propósito, hoy no ha limpiado la biblioteca, ¿verdad?

—No, señor —replicó la criada con un pequeño escalofrío—. Y no me gustaría tener que hacerlo, al menos estando sola. Se me ponen los nervios de punta de pensar en el pobre señor, sentado ahí toda la noche como un…

—Sí, sí —respondió precipitadamente Roger—. ¡Es terrible! En fin, siento haberla hecho venir para nada, Mary. Haga usted el favor de avisarme si la encuentra.

—Desde luego, señor —respondió Mary con una agradable sonrisa—. Gracias, señor.

«¡Asunto resuelto!», murmuró Roger para sus adentros al cerrar la puerta.

Se cambió a toda prisa, corrió a la habitación de Alec y le contó lo que acababa de averiguar.

—Ya lo ves —concluyó—, esa mujer debió de estar en la biblioteca después de la cena. Ahora bien, ¿quién era? Bárbara estaba contigo en el jardín, por supuesto, eso la excluye. Nos quedan la señora Shannon, la señora Plant y lady Stanworth…, siempre y cuando se tratara de alguien de la casa —añadió pensativo—. No se me había ocurrido pensarlo.

Alec se interrumpió mientras se ataba el nudo de la corbata para mirarle con aire inquisitivo.

—Pero ¿adónde nos lleva todo esto? —preguntó—. ¿Hay alguna razón por la que una de esas tres mujeres no debiera haber estado anoche en la biblioteca?

—No, no exactamente. Aunque depende mucho de quién se trate. Si fue lady Stanworth, por ejemplo, no creo que pasara nada, a menos que negase haber estado allí. Por otro lado, si fue alguien ajeno a la casa, podría tener una importancia crucial. ¡Oh!, es todo demasiado vago para poder explicarlo, pero tengo la impresión de que la presencia de una mujer anoche en la biblioteca es un hecho nuevo. Una mujer que, además, no estaba allí de paso, sino sentada en el sofá. Por eso, como cualquier otro hecho en este caso, tenemos que investigarlo. Podría estar totalmente justificado, pero también podría no estarlo. Eso es todo.

—Desde luego, es vago —comentó Alec, ajustándose el chaleco—. ¿Y cuándo piensas identificar a la mujer?

—Probablemente al final de la cena. Olisquearé delicada y disimuladamente a lady Stanworth y a la señora Plant, y, si no es de ninguna de ellas, tal vez signifique que pertenece a la señora Shannon. En ese caso, la cosa no tendría mayor importancia, pero si no es de ninguna de ellas, no sé qué haré. No puedo recorrer el condado olisqueando a todas las desconocidas que encuentre en mi camino. Podría dar lugar a toda clase de malentendidos. Date prisa, Alexander, la campana sonó hace al menos cinco minutos.

—Ya estoy —respondió Alec contemplando con aprobación su bien alisado cabello en el espejo—. Tú primero.

Los demás estaban esperándoles cuando llegaron al salón, y el grupo enseguida entró en el comedor a cenar. Lady Stanworth estaba presente, aparentemente imperturbable e incluso más callada de lo habitual; y su presencia contribuyó a añadir más tirantez a la pequeña reunión.

Roger trató de animar la conversación, y tanto la señora Plant como Jefferson hicieron lo que pudieron para secundarle, pero por algún motivo Alec estuvo casi tan taciturno como la anfitriona. Al observar su gesto preocupado, Roger concluyó que el papel de detective aficionado no casaba nada bien con aquel joven tan sincero. Probablemente la cuestión de quién pudiera ser la propietaria del pañuelo había vuelto a incomodarlo.

—¿Se dio usted cuenta —observó como de pasada Roger dirigiéndose a Jefferson—, cuando el inspector nos interrogó esta mañana, de lo difícil que resulta recordar cosas que han ocurrido tan solo veinticuatro horas antes, si no fueron lo bastante importantes para que se grabaran en nuestra memoria?

—Sí, ya sé a qué se refiere —asintió Jefferson—. Lo he pensado muchas veces.

Roger lo miró con curiosidad. Aquella especie de cordialidad forzada que existía entre él y Jefferson era muy extraña. Si este había oído la conversación que habían tenido al lado de la ventana, debía de saber que Roger era su enemigo; y, en cualquier caso, la desaparición de las pisadas probaba que estaba sobre aviso. Sin embargo, su semblante no expresaba la menor preocupación. Su actitud con ellos era exactamente la misma que siempre, ni más ni menos. Roger no pudo sino admirar el temple de aquel hombre.

—Sobre todo en lo que se refiere a los movimientos de uno —prosiguió en tono despreocupado Roger—. A menudo me cuesta recordar dónde estaba exactamente en un momento dado. Anoche no fue tan difícil, porque estuve en el jardín desde que terminó la cena hasta que subí a acostarme. Pero fíjese usted, lady Stanworth. Estoy dispuesto a apostar una suma razonable a que no sabría usted decir, sin pararse a pensarlo, exactamente qué habitaciones visitó ayer por la noche desde que acabó la cena hasta que se acostó.

Con el rabillo del ojo, Roger reparó en que lady Stanworth y Jefferson intercambiaban rápidamente una mirada. Fue como si este le hubiese advertido de la posibilidad de que se tratase de una trampa.

—Pues mucho me temo que perdería usted su apuesta, señor Sheringham —replicó ella con calma, tras un momento de pausa—. Lo recuerdo a la perfección. Al salir del comedor fui al salón, donde estuve sentada una media hora. Luego pasé al otro saloncito a discutir ciertos asuntos con el comandante Jefferson, y después subí a mi habitación.

—¡Oh, era demasiado fácil! —se rio Roger—. No es juego limpio. Debería haber entrado en más habitaciones para que el juego hubiese tenido gracia. ¿Qué me dice usted, señora Plant? ¿Aceptaría usted la apuesta?

—Volvería usted a perder —replicó la señora Plant con una sonrisa—. Mi caso es aún peor, porque estuve solo en una habitación. Me quedé en el salón todo el rato hasta que me crucé con usted en el vestíbulo camino de mi habitación. ¡Ya lo ve! ¿Qué habíamos apostado?

—Tendré que pensarlo. Un pañuelo, diría yo, ¿no le parece? Sí, le debo un pañuelo.

—¡Pues vaya una apuesta! —se burló la señora Plant—. No la habría aceptado de haber sabido que era tan poca cosa.

—De acuerdo, añadiré también un frasco de perfume, ¿qué dice usted a eso?

—Así mejoraría un poco, sin duda.

—Será mejor que lo deje usted, Sheringham —intervino Jefferson—. Cuando quiera darse usted cuenta le habrá sacado también un par de guantes.

—¡Oh! Me planto en el perfume. A propósito, ¿cuál es su marca favorita, señora Plant?

Amour des Fleurs —respondió en el acto la señora Plant—. ¡Una guinea la botella!

—¡Caramba!, recuerde que no soy más que un pobre escritor.

—Bueno, usted me preguntó por mi favorito. Pero ese no es el que empleo habitualmente.

—Ahora empezamos a entendernos. Yo pensaba en algo que costase unos once peniques la botella.

—Me temo que tendrá que gastar un poco más. Parfum Jasmine, quince peniques. Le servirá de escarmiento.

—No volveré a apostar con usted, señora Plant —replicó Roger con fingida severidad—. Odio a la gente que me gana apostando. No es justo.

El resto de la cena Roger pareció un poco preocupado.

En cuanto las damas salieron de la habitación, se dirigió hacia los ventanales abiertos, que, como los de la biblioteca al otro lado, conducían al césped del jardín.

—Creo que me conviene fumar un poco al aire libre —observó despreocupadamente—. ¿Vienes, Alec? ¿Qué me dice usted, Jefferson?

—Me temo que no tengo tiempo —replicó Jefferson con una sonrisa—. Estoy hasta las cejas de trabajo.

—¿Organizando papeles?

—Eso intento, es un lío terrible.

—¿Finanzas?

—Eso y todo lo demás. Siempre administró personalmente sus asuntos y esta es la primera vez que veo sus libretas de depósitos y demás. Al parecer, tenía cuentas abiertas en nada menos, que cinco bancos, así que ya comprenderá los escollos que tengo que sortear.

La actitud de Jefferson era perfectamente cordial y abierta, casi franca.

—Qué curioso. Quisiera saber por qué lo haría. ¿Ha encontrado usted algún motivo que pudiera empujarle al suicidio?

—Ninguno —respondió ingenuamente Jefferson—. De hecho, este asunto me tiene perplejo. Es lo último que habría imaginado cualquiera que conociese al viejo Stanworth tan bien como yo.

—Lo conocía usted muy bien, claro —observó Roger, acercando la cerilla a su cigarrillo.

—Yo diría que sí. Llevaba con él tanto tiempo que ni me acuerdo —replicó Jefferson con una risita que sonó un tanto amarga en los suspicaces oídos de Roger.

—¿Qué clase de hombre era en realidad? A mí me pareció un buen tipo, pero es probable que solo viese una de sus facetas.

—Todo el mundo las tiene, ¿no cree? —contestó Jefferson sin pronunciarse—. No creo que Stanworth fuese distinto a los demás.

—¿Por qué contrató a un exboxeador como mayordomo? —preguntó de pronto Roger mirándole directamente a la cara.

Pero Jefferson no era fácil de sorprender con la guardia baja.

—Por capricho, diría yo —respondió sin alterarse—. Tenía muchos parecidos.

—Es raro encontrarse con un mayordomo llamado Graves en la vida real —observó Roger con una sonrisa—. Es como se llaman siempre en el teatro.

—¡Oh!, ese no es su verdadero nombre. Creo que en realidad se llama Bill Higgins. Al señor Stanworth no le gustaba lo de Higgins y decidió llamarle Graves.

—Es una lástima. Higgins es un nombre mucho más original para un mayordomo. Además, casa mejor con la pinta tosca de ese hombre. Bueno, ¿qué hay de esa bocanada de aire fresco que nos habíamos prometido, Alec? Después le veremos, Jefferson.

Jefferson asintió amistoso y los dos salieron al jardín. Empezaba a atardecer, pero todavía había bastante luz.

—He averiguado a quién pertenece el pañuelo, Alec —dijo en voz baja Roger.

—¿Ah, sí? ¿A quién?

—A la señora Plant. Estaba casi seguro cuando nos sentamos a cenar, pero lo que dijo acabó de convencerme. El pañuelo huele a jazmín.

—¿Y qué vas a hacer?

Roger dudó.

—En fin, ya oíste lo que dijo —replicó en tono de disculpa—. No lo negó, porque no se lo pregunté; pero tampoco quiso admitir que ayer estuvo en la biblioteca.

—Pero, sin duda, no tiene nada de malo que haya estado en la biblioteca —argumentó Alec—. Stanworth ni siquiera se encontraba allí. Estaba contigo en el jardín. ¿Por qué no iba a poder estar en la biblioteca?

—¿Y por qué no reconoce que estuvo allí? —replicó Roger.

—Tal vez lo haya olvidado. Eso no significa nada. Tú mismo estabas diciendo lo difícil que es recordar dónde ha estado uno.

—No insistas, Alec —respondió Roger con amabilidad—. Tenemos que aclarar esto. Puede que no tenga nada de malo, ¡ojalá sea así! Pero también es posible que averiguar exactamente por qué la señora Plant estaba en la biblioteca, y qué estaba haciendo allí, sea de crucial importancia para nosotros. Comprenderás que no podemos dejarlo correr.

—Pero ¿qué piensas hacer? ¿Interrogarla?

—Sí. Le voy a preguntar directamente si estuvo anoche en la biblioteca y veré lo que dice.

—¿Y si lo niega?

Roger se encogió de hombros.

—Eso está por ver —respondió lacónico.

—No me gusta —observó Alec con el ceño fruncido—. De hecho, odio esta maldita situación. Mira, Roger —dijo poniéndose muy serio—, ¡olvidemos el asunto! Supongamos, como hace la policía, que el viejo Stanworth se suicidó y dejémoslo ahí. ¿Te parece bien?

—¡Desde luego que no! —observó obstinado Roger—. No pienso dejar una cosa a medias, y menos algo tan interesante como esto. Si quieres, puedes volverte atrás; no tienes por qué implicarte si no quieres. Pero estoy decidido a continuar.

—¡Oh, si tú sigues, yo también! —replicó Alec malhumorado—. Pero preferiría mil veces que olvidásemos el asunto.

—Eso está descartado —respondió Roger—. Ni se me pasaría por la cabeza. Bueno, si piensas seguir conmigo, será mejor que estés presente en mi conversación con la señora Plant. Vayamos al salón y busquemos una excusa para hablar con ella a solas.

—De acuerdo —asintió de mala gana Alec—. Si crees que es necesario.

Tuvieron suerte. La señora Plant estaba sola en el salón. Roger acercó una silla para sentarse junto a ella y preguntó como de pasada por la ausencia de lady Stanworth. Alec les dio la espalda y miró enfurruñado por la ventana, como si se lavara las manos de aquel asunto.

—¿Lady Stanworth? —repitió la señora Plant—. ¡Oh!, creo que ha ido a ayudar al comandante Jefferson. Están en el saloncito.

Roger la miró fijamente.

—Señora Plant —dijo en voz baja—, está usted segura de haber ganado la apuesta de la cena, ¿verdad?

—¿Segura? —preguntó inquieta la señora Plant—. Desde luego que lo estoy. ¿Por qué?

—¿No habrá olvidado por casualidad ninguna habitación en la que estuviese ayer por la noche? —prosiguió implacable Roger—. El saloncito, el cuarto trastero o…, por ejemplo, la biblioteca.

La señora Plant lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué insinúa usted, señor Sheringham? —preguntó levantando un poco la voz—. Pues claro que no lo he olvidado.

—Entonces, ¿no estuvo en ninguna de esas habitaciones?

—¡Desde luego que no!

—¡Hum! La apuesta consistía en un frasco de perfume y un pañuelo, ¿verdad? —observó pensativo Roger mientras se hurgaba en el bolsillo—. Bueno, pues aquí tiene el pañuelo. Lo encontré donde usted lo olvidó: ¡en el sofá de la biblioteca!