(4)
El comandante Jefferson se muestra reticente

El inspector Mansfield, de la policía de Elchester, era una persona metódica. Sabía con exactitud lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Y poseía solo la imaginación necesaria para llevar a cabo su trabajo, ni una pizca más. Tener demasiada imaginación puede ser una grave desventaja para un policía meticuloso, por mucho que digan las novelas de detectives.

Cuando el inspector entró con Jefferson en la biblioteca, procedente del vestíbulo, Roger, que los había oído llegar y estaba decidido a perderse lo menos posible de aquella interesante situación, se plantó delante de los ventanales con el fiel Alec todavía tras sus talones.

—Buenos días, inspector —dijo alegremente.

Jefferson frunció un poco el ceño; tal vez estuviese recordando las últimas palabras que le había dicho a Roger.

—Son el señor Sheringham y el señor Grierson, inspector —explicó con cierta brusquedad—. Ambos estaban presentes cuando forzamos la puerta.

El inspector asintió con la cabeza.

—Buenos días, caballeros. Es un triste asunto. Muy triste —Echó un rápido vistazo a la biblioteca—. ¡Ah!, ahí está el cadáver. Disculpe, comandante.

Cruzó rápidamente la habitación, se inclinó sobre la figura de la silla y la examinó atentamente. Luego se arrodilló y observó con atención la mano que sostenía el revólver.

—No debemos tocar nada hasta que lo vea el médico —explicó brevemente volviendo a ponerse en pie y sacudiéndose el polvo de pantalones—. ¿Puedo ver el documento del que me habló, señor?

—Desde luego, inspector. Está sobre la mesa.

Jefferson le indicó dónde estaba el papel y el inspector lo cogió. Roger se adentró más en la habitación. Nadie había discutido su presencia ni tampoco la de Alec y quería establecer su derecho a estar allí. Además, tenía mucha curiosidad por oír lo que opinaba el inspector sobre el notable documento que estaba observando.

El inspector alzó la mirada.

—¡Ejem! —observó sin pronunciarse y volviendo a dejar el papel en la mesa—. Directo al grano, no hay duda. ¿Tenía el señor Stanworth costumbre de utilizar la máquina de escribir en lugar de la pluma?

—Eso mismo pregunté yo, inspector —le interrumpió Roger.

—¿Ah, sí? —respondió educadamente el inspector. Luego se volvió hacia Jefferson—. ¿Lo sabe usted, comandante Jefferson?

—Creo que sí —repuso pensativo Jefferson—. Desde luego escribía todas sus cartas a máquina. Supongo que la utilizaba mucho.

—Pero ¡sentarse a escribir una cosa así! —exclamó Roger—. No sé por qué, pero parece un tanto innecesario.

—Entonces, ¿cómo lo interpreta usted, señor Sheringham? —preguntó el inspector con un interés tolerante.

—Yo diría que demuestra una premeditación y una sangre fría que prueban que el señor Stanworth era un hombre excepcional —replicó enseguida Roger.

El inspector esbozó una vaga sonrisa.

—Veo que está más acostumbrado a considerar la personalidad de la gente que sus actos —respondió—. Ahora yo debería decir que una explicación más sencilla podría ser que el señor Stanworth tuviese que escribir algo a máquina y, ya puestos, metiese otra hoja de papel.

—¡Oh! —observó Roger un poco confundido—. Sí, no se me había ocurrido.

—Es sorprendente las cosas tan sencillas que pasamos por alto a veces —dijo el inspector con aire astuto.

—Pero, en ese caso —observó pensativo Roger—, ¿no sería lógico encontrar el otro documento que estuviera escribiendo? No puede haber salido de la habitación.

—Es imposible decirlo —dijo el inspector, como quien da por zanjada una cuestión—. No tenemos ni idea de lo que hizo anoche el señor Stanworth. Puede que saliera y echara al correo una carta o dos antes de dispararse; y, a menos que alguien lo viera, tal vez no lleguemos a saberlo nunca. ¿Debo entender entonces, caballero —añadió volviéndose hacia el comandante Jefferson—, que el señor Stanworth era un hombre brusco y decidido?

Jefferson se quedó pensativo.

—Desde luego era un hombre decidido. Pero no sé si lo llamaría exactamente brusco. ¿Por qué?

—El modo en que está redactada esta declaración. Es un poco…, en fin, fuera de lo común, ¿no les parece?

—Es típico de él —respondió lacónico Jefferson.

—¿Ah, sí? A eso me refería. ¿Sabe usted cuáles pueden ser esos motivos a los que alude?

—Ni mucho menos. No tengo ni la más remota idea.

—¡Ah! Bueno, tal vez lady Stanworth pueda ofrecer alguna luz sobre eso más tarde. —Fue hacia la puerta y empezó a examinar la cerradura.

Roger se llevó a Alec a un lado.

—¿Sabes que este asunto es muy interesante? —murmuró—. Nunca había visto trabajar a la policía. Pero las novelas se equivocan. Este hombre no es ni muchísimo menos idiota. Me pilló con lo de la máquina de escribir, y con mucha razón. Ahora me parece evidente y no sé cómo no se me ocurrió. Eso es lo malo de las ideas fijas, que uno no ve más allá y tampoco en torno a ellas. Vaya, ahora ha ido a comprobar las ventanas.

El inspector había cruzado la habitación y estaba observando el cierre de los grandes ventanales.

—¿Y dice que, cuando entraron, estaban todas cerradas al igual que la puerta? —preguntó dirigiéndose a Jefferson.

—Sí, pero el señor Sheringham podrá decírselo mejor que yo. Fue él quien las abrió.

El inspector le echó un rápido vistazo a Roger.

—¿Y estaban bien cerradas?

—Desde luego —respondió Roger con convicción—. Recuerdo haberlo comentado al abrirlas.

—¿Y por qué las abrió?

—Para que entrase un poco de aire. Olía a muerte, si sabe lo que quiero decir.

El inspector movió la cabeza, satisfecho con la explicación y en ese momento sonó el timbre de la puerta principal.

—Debe de ser el médico —observó Jefferson, dirigiéndose a la puerta—. Iré a ver.

«Ese hombre es un manojo de nervios», musitó Roger para sus adentros. Luego aprovechó la oportunidad para comentar en voz alta:

—Me atrevería a decir que encontrará unos documentos privados en la caja fuerte que tal vez arrojen algo de luz sobre el asunto.

Estaba deseando saber lo que había en el interior de la caja. ¡Y también lo que no había!

—¿Caja fuerte? —preguntó secamente el inspector—. ¿Qué caja fuerte?

Roger señaló el lugar donde se encontraba.

—Tengo entendido que el señor Stanworth siempre la llevaba consigo —observó como de pasada—. Yo diría que eso apunta a que dentro quizá haya algo que pueda sernos útil.

El inspector miró a su alrededor.

—Con los suicidas nunca se sabe —dijo en tono confidencial—. A veces sus razones son evidentes, pero a menudo no parece haber motivo alguno. O bien lo han guardado en secreto, o pierden de pronto la cabeza. La «locura transitoria» es mucho más frecuente de lo que imagina. Ataques de melancolía y cosas así. En eso tal vez pueda sernos de ayuda el médico.

—Helo aquí, si no me equivoco —observó Roger cuando llegó a sus oídos el sonido de unas voces que se acercaban.

Momentos después, volvió a aparecer Jefferson en compañía de un hombre alto y delgado que llevaba un maletín en la mano.

—Es el doctor Matthewson —dijo.

El médico y el inspector se saludaron con la cabeza.

—Ahí tiene el cadáver, doctor —observó el último, señalando con la mano hacia la silla—. No hay nada de particular en el caso, pero ya imagina que el juez de instrucción querrá un informe detallado.

El doctor Matthewson volvió a inclinar la cabeza, dejó el maletín en la mesa, se inclinó sobre la figura inmóvil de la silla y empezó a examinarlo.

No tardó mucho.

—Lleva muerto unas ocho horas —le dijo brevemente al inspector al incorporarse—. Veamos. Ahora son las diez y media, ¿no? Yo diría que murió en torno a las dos de la mañana. El revólver debía de estar a unos cuantos centímetros de la frente cuando disparó. La bala debe de encontrarse… —Palpó con cuidado la nuca del muerto y, sacando un bisturí del bolsillo, hizo una incisión en el cráneo—. Aquí la tenemos —añadió sacando un pequeño objeto metálico de debajo de la piel—. Alojada justo debajo del cuero cabelludo.

El inspector apuntó unas breves notas en su cuaderno.

—Evidentemente, la herida se la infligió él mismo, ¿no?

El médico alzó la mano colgante y observó con atención los dedos que sujetaban el revólver.

—Sí. Para cogerlo así tuvo que empuñarlo estando con vida.

Con un esfuerzo, soltó los dedos muertos y le alcanzó el arma al inspector, que estaba al otro lado de la mesa.

El otro hizo girar el tambor con aire pensativo antes de abrirlo.

—No está cargado del todo y solo han disparado una bala —anunció y volvió a apuntar algo.

—Los bordes de la herida están ennegrecidos y hay restos de pólvora en la piel —añadió el médico.

El inspector extrajo el casquillo vacío y encajó cuidadosamente la bala en él, luego la comparó con las balas de los cartuchos que no habían disparado.

—¿Para qué hace eso? —preguntó Roger con interés—. Usted sabe que la bala tuvo que dispararse con ese revólver.

—Mi trabajo consiste en no dar nada por sentado, señor —repuso el inspector con cierta hosquedad—, sino en reunir pruebas.

—¡Oh!, no pretendía insinuar que no estuviera haciendo usted lo correcto —respondió enseguida Roger—. Pero nunca había visto nada parecido y me preguntaba por qué se tomaba usted tantas molestias en recoger pruebas cuando la causa de la muerte es tan evidente.

—Bueno, señor, mi trabajo tampoco es determinar la causa de la muerte —explicó el inspector incorporándose ligeramente ante el obvio interés del otro—. Eso es cosa del juez de instrucción. Lo único que hago es reunir todas las pruebas disponibles, por muy nimias que puedan parecer. Luego las expongo ante él, que a su vez informa al jurado. Ese es el procedimiento correcto.

Roger se echó atrás.

—Ya te dije antes que ese hombre no se chupaba el dedo —le murmuró a Alec, que llevaba un rato callado, pero seguía con interés todo lo que hacía—. Es la tercera vez que me moja la oreja.

—Y, a propósito, señor —estaba diciéndole el inspector al doctor Matthewson—, deduzco del hecho de que lady Stanworth le mandara llamar que ya había venido usted otras veces.

—Está usted en lo cierto, inspector —reconoció el médico—. Me llamó el propio señor Stanworth. Sufrió un leve ataque de alergia.

—¡Ajá! —observó interesado el inspector—. Y supongo que debió de reconocerlo usted por encima.

El médico esbozó una vaga sonrisa. Estaba recordando la fatigosa media hora que había pasado con su paciente en aquella misma habitación.

—De hecho, le hice un chequeo completo. Él me lo pidió, claro. Dijo que llevaba quince años sin ver a un médico y quiso que, ya que estábamos, lo examinara.

—¿Y cómo lo encontró usted? —preguntó el inspector con interés—. ¿Sufría alguna dolencia? ¿El corazón o algo parecido…?

—¿Ves adónde quiere llegar? —le susurró Roger a Alec—. Trata de averiguar si sufría alguna enfermedad incurable que pudiera haberle empujado al suicidio.

—Estaba perfectamente —respondió tajante el médico—. Tan sano como la famosa manzana del dicho popular. De hecho, para tratarse de un hombre de su edad, me pareció que gozaba de una salud ciertamente excelente.

—¡Oh! —Era evidente que el inspector estaba un poco decepcionado—. En fin, ¿y qué hay de esa caja fuerte?

—¿La caja fuerte? —repitió perplejo el comandante Jefferson.

—Sí, señor, creo que tendré que echar un vistazo a su contenido, si no le importa. Podría arrojar luz sobre el asunto.

—Pero…, pero… —El comandante Jefferson dudó y Roger creyó notar que en su rostro habitualmente impasible había auténticos indicios de alarma—. Pero ¿es necesario? —preguntó con más calma—. Ahí dentro puede haber documentos privados de carácter totalmente confidencial. Aunque no tengo ni idea de si es así —añadió con cierta precipitación—, pero el señor Stanworth siempre se mostró muy reservado acerca de su contenido.

—Razón de más para abrirla, señor mío —respondió secamente el inspector—. En cuanto a si encontramos algo confidencial, no necesito decirle que no saldrá de estas cuatro paredes. A menos que haya motivos para lo contrario, claro —añadió con aire torvo.

Aun así Jefferson dudó.

—Por supuesto, si insiste —replicó muy despacio—, no hay más que hablar. De todos modos debo insistir en que me parece de lo más innecesario.

—Eso, señor, me corresponde a mí decidirlo —replicó lacónicamente el inspector—. ¿Puede usted indicarme dónde está la llave y cuál es la combinación?

—Creo que el señor Stanworth acostumbraba a guardar su llavero en el bolsillo derecho del chaleco —respondió impasible Jefferson, como si el asunto hubiera dejado de interesarle—. En cuanto a la combinación, no tengo ni la menor idea de cuál pudiera ser. No disfrutaba de la confianza del señor Stanworth hasta ese punto —añadió con una levísima amargura.

El inspector estaba hurgando en el bolsillo citado.

—Pues aquí no están —dijo. Registró los demás bolsillos con movimientos rápidos y diestros—. ¡Ah! Están aquí. En el de arriba. Debió de meterlas ahí por equivocación. ¿Y dice usted que no sabe la combinación? Quisiera saber cómo vamos a averiguarla. —Sopesó pensativo el llavero.

Roger había cruzado la habitación con aire despreocupado. Si iban a abrir la caja, quería ver bien su contenido. Se detuvo al lado de la chimenea.

—¡Vaya! —observó de pronto—. Alguien ha estado quemando algo aquí —Se inclinó y miró hacia la chimenea—. ¡Papel! No me sorprendería si esas cenizas fuesen todo lo que queda de sus pruebas, inspector.

El inspector atravesó la habitación a toda prisa y se reunió con él.

—¡Creo que tiene usted razón, señor Sheringham! —dijo con decepción—. Tendría que haberme dado cuenta yo mismo. Gracias. De todos modos, debemos abrir la caja fuerte cuanto antes.

Roger volvió con Alec.

—Un tanto a mi favor —sonrió—. Aunque, si hubiese sido uno de esos inspectores de novela, se habría enfadado conmigo por descubrir algo que se le había pasado por alto. Me gusta este hombre.

El inspector guardó su cuaderno.

—En fin, doctor —dijo con energía—, no creo que ni usted ni yo podamos hacer nada más aquí, ¿no cree?

—Desde luego no puedo hacer nada —replicó el doctor Matthewson—. Si no le hago falta, me gustaría marcharme. Hoy estoy muy ocupado. Le haré llegar mi informe cuanto antes.

—Gracias. No, no le necesito más. Le avisaré cuando se realice la investigación judicial. Probablemente mañana —Luego se volvió hacia Jefferson—. Y ahora, señor, si me permite utilizar el teléfono, llamaré al juez de instrucción para notificárselo. Y después, si puedo disponer de otra habitación, me gustaría interrogar a estos caballeros y también a usted y a los demás miembros de la familia. Tal vez podamos averiguar cuáles son esos motivos a los que aludió aquí el señor Stanworth.

Plegó el documento en cuestión y se lo metió con cuidado en el bolsillo.

—Entonces, ¿ya no necesita utilizar esta habitación? —preguntó Jefferson.

—De momento no. Pero le pediré al oficial que ha venido conmigo que se quede vigilándola.

—¡Oh!

Roger miró con curiosidad al que acababa de hablar. Luego se volvió hacia Alec.

—¿Estoy con la mosca tras la oreja —preguntó en voz baja mientras acompañaban a los demás fuera de la habitación— o a ti también te ha parecido que Jefferson se ha llevado una decepción?

—Vete a saber —susurró Alec—. No sé qué pensar de ninguno de ellos. ¡Y de ti tampoco!

—Espera a que estemos solos. Te voy a poner la cabeza como un bombo de tanto hablar —prometió Roger.

El inspector estaba dando instrucciones a un robusto campesino disfrazado de policía que había estado esperando pacientemente en el vestíbulo todo ese tiempo. Mientras Jefferson los llevaba hasta el salón, el otro se dirigió a paso lento hacia la biblioteca. Era la primera vez que se ocupaba de un caso tan relevante, aunque fuese de forma temporal, y se daba mucha importancia.

Al llegar a la escena de la tragedia, frunció el ceño, miró con severidad el cadáver un momento y luego olisqueó solemnemente el tintero. En cierta ocasión había leído una novelucha sobre un caso de suicidio que al final resultaba ser un asesinato cometido con tinta envenenada y no quería correr riesgos.