(23)
La señora Plant habla
La instrucción, a pesar de la meticulosa deliberación exigida en todos los procesos legales, no duró más de hora y media. El asunto no planteaba la menor duda y el procedimiento fue más o menos rutinario. Por suerte, el juez de instrucción no era particularmente curioso y se contentó con los hechos tal y como se los expusieron; no perdió más tiempo del estrictamente necesario en preguntarse por los posibles motivos. Tan solo llamó a declarar al menor número posible de testigos, y, aunque Roger escuchó con la mayor atención, no salió a relucir ningún hecho novedoso.
La señora Plant prestó testimonio con voz clara y sin vacilar. La calma estatuaria de lady Stanworth continuó tan inmutable como siempre. Jefferson pasó más tiempo que nadie en el estrado y contó su versión con su habitual estilo brusco y directo.
—Viéndolo y oyéndole nadie diría que toda su historia no es más que un montón de mentiras, ¿verdad? —susurró Roger a Alec.
—No, nadie lo diría; y, lo que es más, no creo que lo sea —replicó dicho caballero tapándose la boca con la mano—. Estoy convencido de que dice la verdad.
Roger gruñó amablemente.
En cuanto a los testigos de menor importancia, llamaron a Graves, el mayordomo, y a Roger para corroborar la versión de Jefferson acerca de la rotura de la puerta; al primero le preguntaron por el hallazgo de la confesión, mientras que Roger confirmó que las ventanas estaban cerradas. Alec ni siquiera tuvo que declarar.
El veredicto, «Suicidio por enajenación mental transitoria», era inevitable.
Nada más salir del saloncito Roger cogió a Alec del brazo.
—Voy a tratar de abordar a la señora Plant ahora, antes del almuerzo —dijo en voz baja—. ¿Quieres estar presente, o no?
Alec dudó.
—¿Qué vas a hacer exactamente? —preguntó.
—Decirle que sé que Stanworth la estaba chantajeando e invitarla a decirme la verdad sobre lo que ocurrió anteanoche.
—En ese caso, no quiero estar presente —respondió con decisión Alec—. Me repugna este asunto.
Roger asintió con aprobación.
—Creo que será mejor así. Después te contaré lo ocurrido.
—Entonces, ¿cuándo nos vemos?
—Después del almuerzo. Charlaremos antes de que aborde a Jefferson.
Se apartó de Alec e interceptó a la señora Plant, que estaba a punto de subir por las escaleras. Jefferson y lady Stanworth seguían hablando con el juez de instrucción en el saloncito.
—Señora Plant —dijo en voz baja—, ¿podría concederme unos minutos? Quisiera tener unas palabras con usted.
La señora Plant lo miró fijamente.
—Pero iba a terminar de hacer las maletas —objetó.
—Lo que tengo que decirle es mucho más importante que las maletas —respondió solemne Roger arqueando inconscientemente las cejas.
La señora Plant soltó una risa nerviosa.
—Cielos, señor Sheringham, se ha puesto usted muy solemne. ¿De qué quiere hablarme?
—Si viene usted conmigo al jardín donde nadie pueda oírnos, se lo diré. Ella dudó un momento y lanzó una mirada anhelante a la escalera, como si quisiera escapar de algo particularmente desagradable. Luego, con un leve encogimiento de hombros, se volvió hacia el vestíbulo.
—Bueno —dijo con fingida frivolidad—, si insiste usted tanto…
Roger la acompañó hasta la puerta principal y cogió un par de sillas plegables de jardín al pasar por el vestíbulo.
La llevó a un rincón apartado de la rosaleda que no se veía desde la casa y colocó las sillas una enfrente de la otra.
—¿Quiere usted sentarse, señora Plant? —preguntó solemne.
Si había tratado de crear un ambiente que facilitara el desarrollo de lo que pensaba hacer, Roger parecía haberse salido con la suya. La señora Plant se sentó sin decir palabra y le echó una mirada aprensiva.
Roger se sentó con deliberada lentitud y se quedó mirándola en silencio un rato.
—He sabido que ayer no me dijo usted la verdad acerca de su visita a la biblioteca, señora Plant —dijo muy despacio.
La señora Plant dio un respingo.
—¡La verdad, señor Sheringham, no sé qué derecho cree tener para insultarme de un modo tan grosero! —exclamó roja de indignación al tiempo que se ponía apresuradamente en pie—. Es la segunda vez que trata usted de interrogarme y permita que le diga que considero su conducta de lo más presuntuosa e impertinente. Le agradecería que, en el futuro, dejase usted de convertirme en el blanco de su abominable falta de modales.
Roger la miró imperturbable.
—Estuvo usted allí —prosiguió en un tono impresionante— porque el señor Stanworth la estaba extorsionando.
La señora Plant se sentó tan de pronto que fue como si se le hubiesen doblado las rodillas. Se agarró a la silla con tanta fuerza que los nudillos se pusieron tan blancos como su cara.
—Mire, señora Plant —dijo Roger inclinándose hacia delante y hablando con rapidez—, aquí ha pasado algo muy raro, y tengo intención de llegar al fondo del asunto. Créame, no deseo hacerle a usted ningún daño. Estoy totalmente de su lado, si las cosas son como creo que son. Pero tengo que saber la verdad. De hecho, creo saberlo ya todo, pero quiero que usted misma me lo confirme. Necesito que me diga la pura y simple verdad de lo que ocurrió anteanoche en la biblioteca de Stanworth.
—¿Y si me niego? —susurró la señora Plant con los labios exangües.
Roger se encogió de hombros.
—No me dejaría usted alternativa. Tendría que contar lo que sé a la policía y dejar el resto en sus manos.
—¿A la policía?
—Sí. Y le aseguro que no estoy fanfarroneando. Como le he dicho, creo saber casi todo lo ocurrido. Sé, por ejemplo, que se sentó usted en el sofá y rogó al señor Stanworth que la dejara marchar; sé que echó a llorar cuando él se negó. Luego le explicó que no tenía dinero, ¿no es así? Y él le pidió a cambio las joyas. Después… ¡Oh!, ya ve que no finjo saber lo que no sé.
El disparo de Roger, hecho casi al azar, había acertado en el blanco. La señora Plant reconoció lo cierto de sus deducciones rompiendo a llorar con aire incrédulo.
—Pero ¿cómo lo sabe, señor Sheringham? ¿Cómo puede haberlo descubierto?
—Si no le importa, ahora no entraremos en eso —replicó complacido Roger—. Baste con saber que estoy enterado. Ahora quiero que me cuente con sus propias palabras la verdad sobre lo ocurrido esa noche. Por favor, no omita nada; debe entender que me daré cuenta si lo hace, y ¡si vuelve a engañarme…! —Hizo una pausa elocuente.
Por un instante la señora Plant se quedó inmóvil con la vista fija en su regazo. Luego alzó la cabeza y se secó los ojos.
—De acuerdo —dijo en voz baja—. Se lo contaré. ¿Comprende que, al hacerlo, estaré poniendo no solo mi felicidad, sino literalmente todo mi futuro en sus manos?
—Sí, señora Plant —respondió muy serio Roger—. Y le aseguro que no abusaré de su confianza, aunque ahora la esté forzando de este modo.
Los ojos de la señora Plant se posaron en un lecho de rosas que había cerca.
—¿Sabe que el tal señor Stanworth era un chantajista? —preguntó.
Roger asintió.
—Desde luego, y a gran escala.
—¿Ah, sí? No lo sabía, aunque no me sorprende lo más mínimo —le falló la voz—. Descubrió algo que ocurrió antes de que estuviera casada, yo…, yo…
—No tiene usted por qué entrar en tantos detalles, señora Plant —la interrumpió enseguida Roger—. Lo único que me interesa es que la estaba chantajeando a usted: no quiero saber por qué.
La señora Plant le lanzó una mirada agradecida.
—Gracias —dijo en voz baja—. En ese caso solo diré que estaba relacionado con un incidente ocurrido antes de que yo estuviera casada. Nunca se lo he contado a mi marido (era agua pasada antes de conocerlo a él) porque sabía que le partiría el corazón. Estamos muy enamorados —añadió con sencillez.
—Comprendo —murmuró indulgente Roger.
—¡Entonces ese demonio lo descubrió! Era un demonio, señor Sheringham —dijo la señora Plant, mirando a Roger con unos ojos muy abiertos en los que todavía quedaban trazas de horror—. Jamás habría imaginado que nadie pudiera ser tan completamente inhumano. ¡Oh! ¡Fue un infierno! —Se estremeció involuntariamente—. Me pidió dinero, claro —prosiguió al cabo de un minuto con la voz más tranquila—, y le pagué todo lo que pude. Comprenda que estaba dispuesta a afrontar cualquier sacrificio antes de que se lo contara a mi marido. La otra noche tuve que decirle que no me quedaba dinero. Mentí cuando le dije a usted a qué hora estuve en la biblioteca. Me abordó en el pasillo para decirme que quería verme allí a las doce y media. Cuando todo el mundo se hubiera acostado. El señor Stanworth siempre planeaba con mucho secreto esas reuniones.
—¿Y acudió usted a las doce y media? —apostilló complaciente Roger.
—Sí, y llevé mis joyas. Le dije que no tenía más dinero. No se enfadó. Nunca lo hacía. Tan solo se mostró frío, desdeñoso y horrible. Dijo que, de momento, se quedaría con las joyas, pero que debería entregarle el dinero que me pedía, doscientas cincuenta libras, al cabo de tres meses.
—Pero ¿cómo iba usted a hacerlo, si no lo tenía?
La señora Plant guardó silencio. Luego contempló las rosas, como si estuviese reviviendo aquella trágica entrevista y dijo en un tono curiosamente impersonal:
—Dijo que una mujer tan guapa como yo podría conseguir el dinero si fuese necesario. Afirmó que me presentaría a un hombre de quien podría… conseguirlo, si jugaba bien mis cartas. Dijo que, si no le entregaba las doscientas cincuenta libras al cabo de tres meses, le contaría todo a mi marido.
—¡Dios mío! —exclamó horrorizado Roger.
La señora Plant lo miró de pronto directamente a la cara.
—Ya ve qué clase de hombre era el señor Stanworth, a menos que ya lo supiera —dijo sin alzar la voz.
—No, no lo sabía —respondió Roger—. Esto explica muchas cosas —musitó para sus adentros—. Supongo que fue entonces cuando entró el comandante Jefferson.
—¿El comandante Jefferson? —repitió la señora Plant con inconfundible sorpresa.
—Sí. ¿No fue entonces cuando entró?
La señora Plant lo miró perpleja.
—¡Pero si el comandante Jefferson no entró en ningún momento! —exclamó—. ¿Qué le hace pensar eso?
Ahora fue Roger quien se quedó perplejo.
—¿Debo entender que Jefferson no entró en la biblioteca mientras estaba usted allí con Stanworth? —preguntó.
—¡Dios mío, no! —repitió sin dudarlo la señora Plant—. ¡Claro que no entró! ¿Por qué iba a hacerlo?
—No…, no lo sé —respondió torpemente Roger—. Creía que había entrado. Debo de haberme equivocado —A pesar de lo inesperado de su negativa, estaba convencido de que la señora Plant estaba diciendo la verdad: su sorpresa era demasiado real para ser fingida—. Bueno, ¿qué ocurrió después?
—Nada, le imploré que no fuese tan implacable, que se contentara con lo que le había pagado hasta entonces y me devolviera las pruebas que tenía contra mí, pero…
—A propósito, ¿dónde guardaba las pruebas? ¿En la caja fuerte?
—Sí. Siempre la llevaba consigo. Se suponía que era a prueba de robos.
—¿La abrió mientras estaba usted allí?
—La abrió para meter mis joyas antes de que me fuera.
—¿Y la dejó abierta, o volvió a cerrarla?
—La cerró antes de que saliera de la habitación.
—Comprendo. ¿Cuándo sería eso?
—¡Oh!, después de la una, diría yo. No me fijé mucho en la hora. Estaba demasiado disgustada.
—Es natural. ¿Y no ocurrió nada más entre su… ultimátum y el momento en que volvió usted al piso de arriba?
—No. Se negó a ceder un centímetro y por fin renuncié a tratar de convencerlo, luego me fui a la cama. Eso es todo.
—¿Y no entró nadie más? ¿No vio usted a nadie?
—No.
—¡Mmm! —dijo pensativo Roger. Aquello era muy decepcionante; pero le resultaba imposible no dar crédito la historia de la señora Plant. Jefferson debía de haber entrado después, al oír lo sucedido desde detrás de la puerta. En cualquier caso, daba la impresión de que la propia señora Plant no había tenido nada que ver con el asesinato, por mucho que la hubiesen afrentado. Decidió sondearla un poco más—. Por lo que me cuenta, señora Plant —observó en tono más desenfadado—, resulta de lo más extraordinario que el señor Stanworth se suicidara, ¿no cree? ¿Se le ocurre a usted alguna explicación?
—No, desde luego que no. Para mí es inexplicable. Pero, señor Sheringham, ¡no sabe lo agradecida que estoy de que lo hiciera! No me extraña que me desmayase cuando nos lo contó usted en el desayuno. Me sentí de pronto como si me hubiesen liberado de una prisión. ¡Oh, esa sensación tan terrible de estar en manos de aquel hombre! No imagina el enorme alivio que sentí al enterarme de su muerte.
—Claro que puedo, señora Plant —respondió compasivo Roger—. De hecho, lo que me extraña es que nadie lo matara antes.
—¿Cree usted que no se le ocurrió a nadie? —replicó emocionada la señora Plant—. Yo misma lo pensé. ¡Cientos de veces! Pero ¿de qué habría servido? ¿Sabe usted lo que hizo, en mi caso, y supongo que también en todos los demás? ¡Guardó los documentos que tenía contra mí en un sobre cerrado dirigido a mi marido! Sabía que, si sufría una muerte violenta, la policía abriría la caja, encontraría el sobre, y probablemente otros muchos similares, y los enviaría a sus destinatarios. ¡Imagíneselo! Es natural que nadie se atreviese a matarlo; solo habría empeorado las cosas. Siempre me lo decía. Además, siempre tenía un revólver cargado en la mano al abrir la caja, al menos en mi presencia. Se lo aseguro, no le gustaba correr riesgos. ¡Oh, señor Sheringham, ese hombre era un malvado! Desconozco qué pudo empujarle a quitarse la vida, ¡pero puede usted creer que daré gracias a Dios de rodillas cada noche de mi vida!
Se quedó allí mordiéndose el labio y jadeando a causa de la intensidad de sus sentimientos.
—Pero, si sabía usted que las pruebas estaban en la caja, ¿por qué no estaba asustada cuando la abrió el inspector? —preguntó con curiosidad Roger—. Recuerdo haberla mirado y, desde luego, no parecía usted nada preocupada.
—¡Ah!, pero eso fue después de recibir la carta —explicó la señora Plant—. Antes, como es lógico estaba asustadísima. Pero luego no, aunque me pareció demasiado bueno para ser cierto. ¡Vaya! ¿No es esa la campana del almuerzo? Será mejor que entremos, ¿no le parece? Creo que ya le he contado todo lo que necesita saber.
Se puso en pie y volvió hacia la casa.
Roger empezó a andar junto a ella.
—¿Carta? —preguntó con impaciencia—. ¿Qué carta?
La señora Plant lo miró sorprendida.
—¡Oh!, ¿no lo sabe? Pensé que lo sabría, ya que parecía tan enterado de todo. Sí, recibí una carta suya diciendo que, por motivos personales, había decidido quitarse la vida, y que antes de hacerlo quería informarme de que no tenía nada que temer, pues había quemado todas las pruebas que tenía contra mí. ¡Ya imaginará el alivio que sentí!
—¡Dioses! —exclamó perplejo Roger—. ¡Esto sí que es un golpe para mí!
—¿Cómo dice, señor Sheringham? —preguntó la señora Plant con curiosidad.
La respuesta perpleja y levemente incoherente de Roger no ha quedado registrada.