(15)
El señor Sheringham divierte a un anciano campesino

Después del sol abrasador y del polvo, el fresco bar de la anticuada taberna del pueblo, con el suelo cubierto de serrín y los adornos de latón brillando a la suave luz del crepúsculo, resultaba de lo más acogedor.

Roger enterró la nariz agradecido en su vaso de cerveza antes de volver a lo que les ocupaba.

—¡Qué buena está! —le dijo con sinceridad al tabernero mientras dejaba el vaso casi vacío sobre el mostrador—. No hay nada como la cerveza para la sed, ¿no le parece?

—Cierto, señor —replicó el dueño con cordialidad, tanto porque era bueno para el negocio como porque lo creía sinceramente—. Y, con el día que hace, no se cansa uno de beber —añadió pensando en la primera consideración.

Roger miró a su alrededor con aire apreciativo.

—Un sitio muy agradable.

—No está mal, señor. No lo hay mejor en quince kilómetros a la redonda, aunque esté mal que yo lo diga. ¿Vienen ustedes de muy lejos?

—De Elchester —respondió brevemente Roger. No quería revelar que se alojaba en Layton Court, pues no tenía tiempo de responder la catarata de preguntas que resultaría inevitablemente de revelar aquella información.

—Entonces estarán ustedes muertos de sed —observó con aprobación el dueño.

—Desde luego —admitió Roger apurando el contenido de su vaso—, tanto que puede usted volver a llenarnos los vasos.

El tabernero volvió a llenar los vasos y se inclinó sobre el mostrador con aire confidencial.

—¿Se han enterado de la noticia? Esta mañana por aquí no se habla de otra cosa. En Layton Court. Lo han dejado ustedes a la izquierda al venir de Elchester, a un par de kilómetros de aquí. Dicen que un caballero se ha suicidado. A mí me lo contó el chófer. Vino a tomar un vaso de cerveza, igual que ustedes, y me lo contó todo. Estaba muy enfadado. Mañana quería pedir el día libre y ahora tendrá que llevar a todo el mundo de aquí para allá y no podrá tenerlo.

Roger borró rápidamente la sonrisa que había acudido a sus labios al oír el peculiar punto de vista que tenía Albert sobre la tragedia. Habría sido un sorprendente epitafio, pensó: «Dedicado a la memoria de John Brown, recordado con pesar por todo el mundo, sobre todo por su chófer, que quería pedir el día libre».

—Sí, algo había oído —replicó con desinterés—. Un asunto terrible. ¿Y qué tal va el negocio por aquí?

—Supongo que no puedo quejarme —respondió el tabernero poniéndose a la defensiva—, es el único pub del pueblo y la gente de por aquí es muy bebedora —añadió con entusiasmo.

—Eso está bien. Me gusta la gente que disfruta tomando una cerveza cuando puede. Y, de vez en cuando, también vendrá por aquí algún forastero, ¿no?

—No muchos —dijo lamentándose el dueño—. Esto está un poco apartado. En ocasiones, entra algún caballero que viene dando un paseo, como ustedes, pero poca cosa.

—Sí, supongo que vendrá gente de paseo —replicó vagamente Roger, preguntándose si sabría distinguir a un caballero que llegaba dando un paseo de otro que llegaba huyendo—. ¿Con que frecuencia?

—Bueno, señor, eso depende —replicó cautamente el tabernero, evidentemente decidido a no pillarse los dedos con una afirmación apresurada—. Sí, depende.

—¿Ah, sí? Bueno, coja un día concreto. ¿Cuántos desconocidos vinieron ayer, por ejemplo?

—Caramba, caballero, no vienen tan a menudo. Y menos en un día. En un mes, diría yo. Vaya, no creo que haya entrado en este bar ningún forastero antes de ustedes desde hace casi una semana.

—¡No me diga!

—Desde luego, señor —replicó muy serio el dueño—. Puede usted creerme.

—Vaya, yo habría dicho que vendrían muchos más a un sitio tan acogedor como este. En cualquier caso, esté usted seguro de que recomendaré a mis amigos que vengan a hacerle una visita si pasan por los alrededores. Es la mejor cerveza que he probado nunca.

—No está mal —admitió casi a regañadientes el tabernero—. Muy agradecido, señor. Y cualquier cosa que pueda hacer por usted y sus amigos, no tiene más que decirlo.

—Bueno, la verdad es que sí puede hacer algo —prosiguió con desinterés Roger—. Hemos venido desde Elchester a visitar a Prince…, John Prince. En Hillcrest Farm.

El dueño asintió.

—Sí, lo conozco.

—Si pudiera usted indicarnos el camino, le quedaríamos muy agradecidos.

—Giren a la izquierda cuando salgan y sigan recto, señor —respondió servicial el tabernero—. No tiene pérdida. Es la primera granja a la derecha…, justo después del cruce.

—Muchas gracias. Disculpe usted, en realidad, nunca he visto a Prince, pero tengo entendido que es fácil de reconocer. Es muy corpulento, ¿no?

—Desde luego. Debe de medir más de un metro ochenta, cuando lleva la cabeza alta.

—¡Ah!, va un poco encorvado, ¿no?

—Bueno, podría decirse así, señor. Inclina mucho la cabeza, no sé si sabe a lo que me refiero.

—Sí, claro. También es muy fuerte, ¿no?

—Vaya si lo es. Si se pusiera violento, harían falta seis hombres para sujetarlo.

—Por lo general es muy reservado, ¿no?

—¡Oh, sí!, bastante reservado.

—Pero me han dicho que tampoco es ningún idiota. Quiero decir, que es bastante inteligente, ¿no?

El tabernero soltó una risotada.

—Dios mío, no. Prince no es ningún idiota. Es más listo que un demonio. Astuto, podría decirse.

—¡Ah!, ¿en qué sentido?

—En casi todos —respondió vagamente el tabernero—. Pero es una lástima que hayan tenido que darse esta caminata. Prince estuvo en Elchester ayer mismo.

—¡Ajá! —observó en voz baja Roger mirando a Alec de reojo—. ¿Así que estuvo en Elchester?

—Sí, en la feria agrícola.

—¡Ah! ¿Y qué hacía allí?

—De exhibición.

—¿Ah, sí?

—Sí, eso es. Y ganó un premio.

—Qué pena no haberlo sabido; nos habría ahorrado venir hasta aquí. A propósito, no sabrá usted a qué hora volvió, ¿verdad? ¿Fue también el señor Wetherby?

—El señor Wetherby también fue, pero Prince no regresó con él. Vi pasar el señor Wetherby en su yegua poco después de las siete. Prince no volvió hasta mucho más tarde. Pero le informarán mejor en la granja.

—Bueno, en realidad no tiene tanta importancia, con tal de que podamos verle hoy.

—Ahora mismo está allí, señor. Pregunte a cualquiera de los peones y ellos le indicarán.

Roger apuró su cerveza y dejó el vaso en la mesa con aire muy profesional.

—Bueno, Alec —dijo con energía—. Más nos vale ponernos en camino, si queremos volver a tiempo a Elchester.

—Desde luego eres increíble, Roger —observó Alec cuando llegaron otra vez a la carretera.

—Lo sé —respondió ingenuamente Roger—. Pero ¿por qué lo dices?

—Por cómo has llevado la conversación con el tabernero. Yo no habría sabido hacerlo tan bien aunque mi vida hubiese dependido de ello. Me habría quedado sin saber qué decir.

—Supongo que me sale de forma natural —replicó complacido Roger—. Soy, como dicen nuestros primos norteamericanos, muy sociable. De hecho, me encanta charlar con la gente, con William por ejemplo. Y siempre resulta útil, para añadir un poco de color local y demás. Pero ¿qué opinas de lo que he podido sonsacarle?

—Sí, ahora tenemos más detalles.

—Y de gran importancia, además. ¿Qué opinas de que el tal Prince vaya a exhibirse a Elchester por su cuenta? Eso demuestra que goza de cierta independencia. Y no regresó hasta muy tarde. Todo encaja.

—Sí, esta vez parece que hemos dado con la pista correcta.

—Pues claro. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Las pruebas son abrumadoras. De hecho —añadió pensativo Roger—. Creo que podemos hacernos una idea bastante aproximada de lo que sucedió anoche.

—¡Ah! ¿Y qué fue?

—Pues bien, Prince tomaría algunas copas con los amigos que hubiese hecho allí para celebrar lo del premio y debió de beber más de la cuenta. De regreso, pasa por Layton Court y encuentra la puerta lateral abierta, entra y descubre que los ventanales también están abiertos. Stanworth, que, por lo que sabemos, le tiene un miedo de muerte, se sobresalta mucho al verlo y le amenaza con un revólver. Tras un forcejeo, Stanworth recibe un disparo, sea de forma accidental o premeditada. Eso hace que a Prince se le pase la borrachera, y con la astucia que sabemos que posee, dispone la escena para que la encontremos a la mañana siguiente. ¿Qué te parece?

—Es bastante probable —admitió Alec—. Pero lo que quiero saber es ¿cómo vamos a vérnoslas ahora con Prince?

—Esperemos a ver qué ocurre. Entablaré conversación con él y trataré de hacer que nos dé cuenta de sus movimientos de la noche pasada. Si se pone hecho una furia, tendremos que noquearlo. Y, a propósito, eso corre de tu cuenta.

—¡Hum! —observó Alec.

—En cualquier caso —concluyó entusiasmado Roger—, va a ser muy emocionante. Puedes creerme.

Hillcrest Farm era inconfundible. Se encontraba en lo alto de una brusca elevación, como les había dicho el tabernero. Los dos aminoraron de forma instintiva el paso al acercarse, como si estudiaran inconscientemente el campo de batalla.

—No quiero implicar todavía a Wetherby —murmuró Roger—. Creo que deberíamos tratar de interrogarlo nosotros. Y, en todo caso, no quiero alarmarlo ni despertar sospechas. Por eso no le he hecho más preguntas al tabernero. ¿Qué opinas?

—¡Oh!, estoy de acuerdo. ¿Por qué no le preguntamos a aquel hombre si sabe dónde está Prince?

—Sí, buena idea —Roger se dirigió hacia el lugar donde un anciano campesino recortaba uno de los setos de Wetherby—. Quisiera hablar con el señor Prince —le preguntó al viejo—. ¿Podría decirme dónde encontrarlo?

—¿Cómo dice? —preguntó el otro ahuecando una manaza callosa en torno a una oreja no menos grande y callosa.

—Quiero hablar con el señor Prince —repitió Roger en voz alta—. ¿Dónde está?

El viejo no se movió.

—¿Cómo dice? —observó impasible.

—¡Prince! —rugió Roger—. ¿Dónde?

—¡Ah!, Prince. Está en ese campo de ahí. Al otro lado. No hace ni cinco minutos que lo he visto.

La mano callosa dejó de funcionar como trompetilla y se convirtió en receptáculo del chelín que le dio Roger; los otros dos siguieron su camino. A un lado del campo siguiente había una puerta bastante sólida. Roger la saltó ágilmente con un brillo belicoso en la mirada. Alec siguió su ejemplo y ambos avanzaron hasta el centro del campo.

—Yo no veo a nadie, ¿y tú? —observó Roger después de recorrer una corta distancia—. Tal vez se haya ido.

—Ahí solo hay una vaca. ¿Hay alguna otra salida? No ha pasado por la puerta. Lo habríamos visto.

Roger se detuvo y miró con cuidado a su alrededor.

—Sí, hay un…, ¡vaya! ¿Qué le ocurre a esa vaca? Parece muy interesada en nosotros.

La vaca, un animal enorme y de aspecto poderoso, había abandonado su rincón y estaba avanzando decidida hacia ellos. Movía la cabeza de un lado al otro de forma muy peculiar y emitía un sonido como la sirena de un barco de vapor.

—¡Dios mío! —gritó de pronto Alec—. Eso no es una vaca; ¡es un toro! ¡Corre tanto como puedas!

Roger no necesitó que se lo repitieran dos veces; echó a correr a toda velocidad tras los pasos de Alec. El toro, al reparar en tan decepcionante actitud, les embistió. Fue una carrera muy emocionante. El resultado, unos seis segundos después, fue el siguiente:

  • El señor A. Grierson.
  • El señor R. Sheringham.
  • El toro.

Distancia entre el primero y el segundo, diez metros; entre el segundo y el tercero, una puerta con cinco barrotes (salvada por el segundo de un salto).

—¡Demonios! —observó Roger con emoción, y cayó en una zanja.

Un sonido áspero y desagradable les hizo alzar la mirada. Se trataba del viejo. Estaba riéndose.

—Casi les pilla, caballeros —graznó muy divertido—. No le había visto embestir a nadie así desde que estuvo a punto de coger al señor Stanforth, o como se llame, ese que vive en Layton Court. Debería haberles advertido. Hay que tener cuidado con Prince John.