(25)
Finalmente, el misterio se niega a aceptar la solución del señor
Sheringham
Roger no tenía tiempo que perder. La señora Plant, Alec y él mismo iban a coger el tren poco después de las cinco; el coche estaría listo para llevarlos a Elchester a las cuatro y media. A las cuatro habían quedado para tomar el té y ya eran casi las tres. Disponía de una hora para desenredar los cabos sueltos que quedaban. Se detuvo un instante al lado de la puerta del saloncito y pensó que, a pesar de aquel margen tan estrecho, aún le sobraba media hora.
Jefferson, todavía ocupado entre la pila de papeles, miró abstraído a Roger cuando entró y luego esbozó una leve sonrisa.
—¿Otra vez quiere echarme una mano? —preguntó—. Es muy amable por su parte, aunque mucho me temo que esta vez no tengo nada que darle.
Roger acercó una silla al otro lado de la mesa y se sentó con mucha premeditación.
—De hecho, no venía para eso —dijo despacio—. Quería hacerle una o dos preguntas, Jefferson, si tiene usted la bondad de contestarlas.
Jefferson pareció un poco sorprendido.
—¿Preguntas? De acuerdo, dispare. ¿Qué quiere que le diga?
—Bueno, lo primero que quiero preguntarle —le soltó Roger—, es dónde estaba usted a la hora en que murió Stanworth.
El rostro de Jefferson adoptó una expresión de sorpresa inexpresiva, seguida de un rubor iracundo.
—¿Y eso qué más le da a usted?
—Olvide de momento mis motivos —replicó Roger con el pulso un poco más acelerado de lo normal—. El caso es que necesito que responda a esa pregunta.
Jefferson se puso en pie muy despacio con un brillo amenazador en los ojos.
—¿Es que quiere que lo saque a patadas de la habitación? —preguntó en un tono extrañamente tranquilo.
Roger se recostó en el asiento y lo observó sin inmutarse.
—¿Debo entender que se niega usted a responder? —dijo sin alzar la voz—. ¿Rehúsa usted decirme dónde se encontraba entre, digamos, la una y las tres de la madrugada la noche que murió Stanworth?
—Desde luego que sí. Y exijo saber por qué demonios cree que es de su incumbencia.
—Puede que lo sea y puede que no —dijo Roger muy tranquilo—. Pero le aconsejo que responda, si no por su propio bien, al menos por el de la señora.
Si lo dijo al azar, desde luego dio en el blanco. El rostro de Jefferson adoptó un tono más subido y abrió furioso los ojos. Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos y amenazadores.
—Maldito sea, Sheringham, ¡se está pasando usted de la raya! —murmuró avanzando hacia él—. No sé a qué demonios cree usted estar jugando, pero…
De pronto, a Roger se le ocurrió un farol. Después de todo, ¿qué hacía un hombre como Jefferson trabajando como secretario para un hombre como Stanworth? Decidió arriesgarse.
—Antes de que haga usted algo de lo que pueda arrepentirse, Jefferson —dijo apresuradamente—, me gustaría hacerle otra pregunta. ¿Por qué le estaba chantajeando Stanworth? —Hay ocasiones en que los faroles salen rentables. Esta fue una de ellas. Jefferson se detuvo, bajó las manos y se quedó boquiabierto. Fue como si hubiese recibido inesperadamente un balazo—. Sentémonos y hablemos las cosas con calma —le aconsejó Roger, y Jefferson volvió a sentarse sin decir palabra. Roger repasó la situación rápidamente en su imaginación—. Verá —dijo como si tal cosa—, sé bastante de lo que ha estado ocurriendo aquí y, en estas circunstancias, no me queda otro remedio que averiguar lo demás. Admito que eso me coloca en una situación muy incómoda, pero no veo posible hacerlo de otro modo. Lo que le propongo, Jefferson, es que ambos pongamos las cartas sobre la mesa y hablemos del asunto como dos hombres de mundo. ¿Le parece a usted bien?
Jefferson frunció el ceño.
—No parece dejarme usted otra posibilidad. Aunque que me cuelguen si entiendo qué puede importarle a usted.
Roger estuvo a punto de responder que probablemente lo colgaran si no lo hacía, pero por suerte pudo contenerse.
—Yo habría dicho que era evidente —dijo en voz baja—. No puedo dejar las cosas tal como están ¿no cree? Aun así, olvidémoslo de momento. El caso es que sé que Stanworth era un chantajista, y no cabe duda de que eso afecta mucho la situación.
—¿Qué situación? —preguntó perplejo Jefferson.
Roger lo miró astutamente.
—Esta situación —dijo con firmeza—. Creo que los dos sabemos a qué me refiero.
—Que me aspen si es así —replicó Jefferson.
—¡Claro que, si adopta usted esa actitud…! —dijo tímidamente Roger—. De todos modos, tal vez sea un poco pronto para ir al directamente al grano —añadió tras un momento de pausa—. Ciñámonos un momento a los otros aspectos, ¿le parece? Veamos, doy por supuesto que Stanworth tenía algo contra usted. ¿Le importaría decirme exactamente qué?
—¿Es necesario? —preguntó lacónico Jefferson—. Es un asunto privado, ¿sabe? ¿Por qué diablos iba a interesarle a usted?
—Jefferson, le ruego que no me hable usted así. Comprenda lo que tendré que hacer si persiste en esa actitud.
—¡Mal rayo me parta si lo comprendo! ¿Qué es lo que hará?
—Poner el asunto en manos de la policía, claro.
Jefferson dio un violento respingo.
—¡Dios mío, no irá usted a hacer eso, Sheringham!
—No quiero hacerlo, claro. Pero debe ser usted franco conmigo. Cuénteme lo de su relación con Stanworth. Para ahorrarle el esfuerzo, puedo decirle que ya estoy enterado de los hechos respecto a…, bueno, la dama del caso.
—¡Que está usted enterado! —exclamó Jefferson con nada disimulada sorpresa—. Bueno, supongo que no tengo más remedio que contárselo. Aunque no sé qué… ¡En fin! —Se recostó en el asiento y empezó a toquetear abstraído los papeles que tenía delante—. La cosa ocurrió así. Mi regimiento estaba en la India. Uno de mis camaradas y yo estábamos enamorados de la misma chica. No es que hubiera mala sangre entre nosotros ni nada por el estilo. Nos llevábamos bien. La conquistó él. Quiso casarse enseguida, pero andaba mal de fondos, claro. Todos lo estábamos. Además tenía muchas deudas. El muy idiota extendió un cheque a nombre de otro. Lo falsificó, si lo prefiere. Una cosa absurda que acabaría por descubrirse tarde o temprano. Se organizó un buen revuelo, pero nos las arreglamos para silenciarlo. El tipo fue a verme y lo confesó todo, me preguntó qué podía hacer. Todavía no habían descubierto quién había sido, pero cuando lo descubriesen estaría acabado. Perdería a la chica y todo lo demás; ella lo quería, pero era muy estricta. No habría soportado la deshonra. En fin, ¿qué podía hacer yo? No iba quedarme de brazos cruzados. Fui a ver al coronel y le dije que había sido yo. Era la única posibilidad.
—¡Caramba es usted todo un caballero! —exclamó sin querer Roger.
—¡Al demonio con la caballerosidad! No lo hice por él solo. Fue pensando en la chica.
—¿Y qué ocurrió?
—¡Oh!, echaron tierra sobre el asunto. Tuve que presentar mi renuncia, claro, pero el tipo se negó a procesarme. Luego ese gusano de Stanworth se enteró de la historia y se las arregló para hacerse con el cheque, que nadie había destruido. Para él fue como dinero llovido del cielo, claro. Me dio a elegir entre aceptar este empleo o contárselo todo a la policía. No tuve alternativa. Me vi obligado a aceptar.
—Pero ¿por qué demonios iba a quererlo a usted como secretario? Eso es lo que no comprendo.
—Muy sencillo. Quería abrirse camino entre la clase de gente a quien yo conocía. Fui una especie de patrocinador social. Además, cuando acepté el empleo, yo todavía no sabía nada de él. Pensé que no era más que un nuevo rico y que yo era su única víctima. No tardé en descubrir que me equivocaba, claro, pero entonces ya no podía volverme atrás. Eso es todo, ¿satisfecho?
—Totalmente. Siento haber tenido que preguntarle, pero no tenía otro remedio. En fin, no puedo culparle. Yo habría hecho lo mismo. Pero me gustaría oírlo de sus propios labios.
—Acabo de contárselo.
—No, me refiero a lo otro.
—¿A lo otro?
—¡Oh!, déjese de rodeos. Sabe perfectamente a lo que me refiero. Volveré a preguntárselo, si quiere. ¿Dónde estaba usted la noche en que murió Stanworth?
Jefferson volvió a encenderse de rabia.
—Mire, señor Sheringham, esto es demasiado. Le he contado cosas que jamás imaginé contarle a nadie, y no pienso tolerar que siga entrometiéndose en mis asuntos. No le diré nada más.
Roger se puso en pie.
—Lamento que se lo tome usted así, Jefferson —dijo muy tranquilo—. No me deja usted alternativa.
—¿Qué piensa hacer?
—Contárselo todo a la policía.
—¿Es que se ha vuelto usted loco, Sheringham? —exclamó furioso Jefferson.
—No, pero creo que usted sí lo está, por no confiar en mí —replicó Roger no menos enfadado—. ¿No creerá que quiero delatarle, verdad? Es usted quien me obliga a hacerlo.
—¿Cómo? ¿Al negarme a contarle lo que…, lo que estaba haciendo esa noche?
—Pues claro.
Se hizo una breve pausa y ambos se miraron con aire iracundo.
—Volveré en quince minutos —dijo de pronto Jefferson—. Lo pensaré. Antes tengo que consultarlo con ella, claro.
Roger asintió para acceder a su petición y salió a toda prisa de la habitación. Exultante, corrió a buscar a Alec.
—Te lo dije, Alexander —gritó en tono triunfal nada más entrar en la habitación—. Jefferson está a punto de confesar.
—¡No me digas! —exclamó incrédulo Alec.
—Sí. Y hay algo más. Le he hecho creer que sé mucho más de lo que sé en realidad, y me va a contar otras muchas cosas. Ya ha cometido un desliz. La señora Plant está implicada, después de todo.
—¡Tonterías! —replicó Alec con decisión—. Eso está descartado. Sé que es imposible.
—No seas tan absurdo, Alexander —replicó Roger un poco picado—, ¿cómo vas a saberlo?
—En cualquier caso, estoy seguro —insistió obstinadamente Alec.
—Pero, mi querido amigo, Jefferson acaba de salir para consultarle si debe contarme o no toda la historia. Le amenacé con ir a la policía si no lo hacía.
—Supongo que le acusarías de asesinato, ¿no?
—No, Alexander, no lo hice —respondió cansado Roger—. La palabra asesinato ni siquiera llegó a pronunciarse. Simplemente le dije que quería saber qué estaba haciendo la noche en que murió Stanworth.
—¿Y no quiso decírtelo? —preguntó Alec un tanto sorprendido.
—Desde luego que no. Pero me dijo otras muchas cosas. Stanworth estaba chantajeándolo. No he tenido tiempo de contártelo, pero tenía motivos para asesinarlo, incluso sin la intervención de la señora Plant. ¡Oh!, está todo más claro que el agua. No entiendo por qué eres tan escéptico.
—Tal vez yo sea mejor detective que tú, Roger —rio Alec un poco forzado.
—Es posible —respondió Roger sin mucha convicción. Miró su reloj—. Bueno, será mejor que me vaya. ¡Quisiera saber si me creerás cuando te traiga la confesión de Jefferson por escrito! ¿Lo harás?
—Lo dudo mucho —sonrió Alec.
Jefferson no estaba solo en el saloncito, cuando volvió Roger. Para su sorpresa, lady Stanworth también se encontraba allí. Se hallaba de espaldas a la ventana y no se volvió al entrar él. Roger cerró con cuidado la puerta a su espalda y miró a Jefferson con aire interrogante.
Dicho caballero no se anduvo por las ramas.
—Lo hemos hablado —dijo secamente— y hemos decidido contarle lo que quiere saber.
Roger apenas pudo contener una exclamación de sorpresa.
¿Por qué habría involucrado Jefferson a lady Stanworth en el asunto? Era evidente que estaba implicada, y mucho. ¿La habría empleado como confidente respecto a la señora Plant? Y, en tal caso, ¿qué era lo que sabía? Probablemente, todo. Roger tuvo el pálpito de que la situación iba a complicarse mucho.
—Me alegro —murmuró casi en tono de disculpa.
Jefferson se estaba comportando muy bien. No solo no parecía asustado, sino que su actitud ni siquiera era desafiante y parecía más bien de una digna condescendencia.
—Pero antes de responderle, Sheringham —dijo envarado—, me gustaría decirle, tanto en nombre de esta dama como en el mío, que consideramos…
Lady Stanworth se volvió hacia él.
—¡Por favor! —dijo en voz baja—. No creo necesario hablar de eso. Si el señor Sheringham es incapaz de comprender la situación en que nos ha puesto, de nada sirve insistir.
—Desde luego, desde luego —murmuró Roger, todavía en tono de disculpa y sintiéndose claramente humillado. Lady Stanworth era la única persona en el mundo capaz de causar ese efecto en él.
—De acuerdo —concedió Jefferson con una inclinación de cabeza y volviéndose hacia Roger—. ¿Sigue queriendo saber dónde me encontraba la noche en que Stanworth se suicidó?
—La noche que murió Stanworth —le corrigió Roger con una imperceptible sonrisa.
—La noche que murió Stanworth —repitió con impaciencia Jefferson—. Es lo mismo. Como le dije antes, no comprendo por qué ha de interesarle a usted, pero, dadas las circunstancias, hemos decidido contárselo. Al fin y al cabo, no tardará en saberse. Estaba con mi mujer.
—¿Con su mujer? —repitió Roger, incapaz de dar crédito a sus oídos.
—Eso he dicho —replicó con frialdad Jefferson—. Lady Stanworth y yo nos casamos en secreto hace casi seis meses.