(9)
El señor Sheringham ve visiones
Entraron en la casa por la puerta principal, que siempre estaba abierta cuando tenían invitados. Aunque ninguno de los dos lo dijese abiertamente ambos prefirieron no pasar por la biblioteca. Alec subió enseguida al piso de arriba. Roger, al ver que el mayordomo estaba clasificando el correo y ordenándolo sobre la mesa del vestíbulo se quedó a esperar si había alguna carta para él.
El mayordomo al verle movió la cabeza.
—No hay nada para usted, señor. De hecho, hoy hemos recibido muy poco correo —Miró por encima las cartas que tenía todavía en la mano—. El comandante Jefferson, la señorita Shannon, la señora Plant. No, señor, no hay más.
—Gracias, Graves —dijo Roger, y siguió los pasos de Alec.
La comida fue muy silenciosa y el ambiente parecía tenso. Nadie quería aludir al asunto en el que todos estaban pensando, y hablar de cualquier otra cosa parecía fuera de lugar. La escasa conversación giró en torno al equipaje y el horario de los trenes. La señora Plant, que llegó un poco tarde, aunque parecía haber recobrado la serenidad después de su extraño comportamiento de la mañana, iba a partir poco después de las cinco. Eso le daría tiempo, explicó, de esperar a que abriesen la caja para que pudiera recuperar sus joyas. Roger, tras meditar largo y tendido sobre el tono de indiferencia con que pronunció aquellas palabras y tratar de reconciliarlo con las conclusiones que se había formado sobre ella, tuvo que admitir que volvía a estar completamente perplejo, al menos en lo que a ella se refería.
Y eso no fue lo único que le desconcertó. El comandante Jefferson, que parecía tan deprimido al empezar la mañana, ahora exhibía una expresión de plácida satisfacción que a Roger le parecía muy difícil de explicar. Dando por sentado que lo que había preocupado a Jefferson era que la policía no fuese la primera en abrir la caja —y esa era la única conclusión que Roger podía sacar de lo sucedido hasta el momento—, ¿qué podía haberlo animado de ese modo? Imágenes de llaves duplicadas y de oportunidades que él debería haber evitado en la biblioteca vacía pasaron en rápida sucesión por su pensamiento. Sin embargo, el único momento en que no había estado en la biblioteca o vigilándola de cerca habían sido los escasos minutos en que había subido a lavarse las manos antes de comer; y no parecía probable que Jefferson hubiese tenido la sangre fría de emplearlos para llevar a cabo un robo y correr el riesgo de que le sorprendieran. Era cierto que había llegado muy tarde a comer (varios minutos después de la señora Plant), pero Roger no creía que esa teoría fuese nada probable.
Sin embargo, el hecho era que las dos personas que más se habían interesado por la caja y su misterioso contenido ahora no solo daban la impresión de afrontar con indiferencia su apertura oficial, sino de hacerlo incluso con una alegría sosegada. O al menos eso fue lo que le pareció al desconcertado Roger. Bien mirado, Roger no lamentó que la comida fuese tan silenciosa. Descubrió que tenía muchas cosas en las que pensar.
Lo cierto es que seguía con la cabeza ocupada cuando terminó la comida. Alec desapareció inmediatamente después, y como Bárbara desapareció casi al mismo tiempo, a Roger le alegró comprobar que había al menos un misterio que no se resistía a sus dotes deductivas. Lo resolvió con cierta satisfacción y, tras mirar su reloj, llegó a la conclusión de que dispondría al menos de media hora hasta que su ayudante se reuniese con él para seguir con sus investigaciones. Pensativo, volvió una vez más a la sombra del acogedor cedro y encendió la pipa antes de embarcarse en la más difícil serie de deducciones que había hecho en su vida.
La verdad era que, a pesar de la seguridad con que le había hablado a Alec, Roger estaba tanteando en la oscuridad. La idea del asesinato, que había sugerido con tanta certidumbre, le parecía en realidad muy poco convincente, y si la había propuesto había sido sobre todo por una incontrolable necesidad de sacar al imperturbable Alec de su complacencia. Roger había estado varias veces al borde de la exasperación esa mañana por su culpa. Normalmente, Alec no era tan lento, casi obtuso, a la hora de entender las cosas, pero en esta ocasión, cuando Roger estaba secretamente tan descontento consigo mismo, lo único que había hecho había sido echarle jarros de agua fría. No dejaba de ser un freno necesario a su exuberancia, pero a Roger le habría gustado que su público, necesariamente reducido, hubiese sido un poco más apreciativo.
Sus pensamientos volvieron al asunto del asesinato. ¿Acaso era tan improbable, después de todo? Había albergado vagas sospechas, incluso antes de descubrir lo del jarrón roto y el misterioso segundo disparo. Ahora tenía aún más. Era cierto que se trataba solo de meras sospechas, todavía no tenía pruebas. Pero ya no eran tan vagas.
Trató de imaginar la escena que podía haber ocurrido en la biblioteca. El viejo Stanworth sentado en su escritorio, probablemente con los ventanales abiertos, se habría visto sorprendido por la entrada de un visitante inesperado, que debió de pedirle dinero o atacarle sin más. Stanworth saca un revólver del cajón y dispara sin acertarle al intruso y rompe el jarrón. Y luego… ¿qué?
Probablemente los dos se enzarzaran y pelearan en silencio. Pero no habían encontrado indicios de lucha cuando forzaron la puerta, nada salvo aquella figura inmóvil que yacía en la silla. No obstante, ¿tenía eso tanta importancia? Si el desconocido fue capaz de recoger tan cuidadosamente los fragmentos del jarrón para ocultar cualquier rastro de su presencia, lo más probable es que también pudiera ocultar cualquier indicio de lucha. Pero antes de eso había que resolver otra cuestión: ¿cómo terminó la pelea?
Roger cerró los ojos y dio rienda suelta a su imaginación. Vio a Stanworth, revólver en mano, debatiéndose con su adversario. Vio a este último (un hombre grande y fuerte, tal como lo imaginaba) aferrar a Stanworth por la muñeca para evitar que le apuntara con el revólver. Recordó que el muerto tenía un arañazo en la muñeca, ¿sería así como se lo había hecho? Vio la mano del intruso buscando su propio revólver en el bolsillo. ¡Y luego…!
Entusiasmado, Roger se dio una palmada en el muslo. ¡Luego, claro, el desconocido había aplicado su propio revólver a la frente de Stanworth y apretado el gatillo!
Se recostó en el asiento y fumó con furia. Sí, si se hubiese cometido un asesinato, así era como debía haberse cometido. Y eso explicaba, al menos, tres de las circunstancias más desconcertantes: el lugar de la herida; el hecho de que solo hubiese aparecido un casquillo en el revólver de Stanworth, a pesar de que esa noche se hubieran producido dos disparos; y el hecho de que el muerto hubiese empuñado en vida el revólver. Todo era una pura conjetura, claro, pero parecía muy convincente.
Sin embargo, ¿no la contradecían los hechos restantes? Que las ventanas y la puerta estuviesen cerradas, como lo estaban, parecía probar de forma incontrovertible que el visitante nocturno había abandonado la biblioteca cuando el señor Stanworth seguía con vida. La confesión firmada por su propia mano apuntaba igualmente al suicidio. ¿Habría otra forma de explicar esos hechos junto con los demás? De lo contrario, esa brillante teoría se vendría abajo.
Dejando de lado de momento la salida del visitante, Roger empezó a darle vueltas a la lacónica confesión.
El siguiente cuarto de hora, el propio Roger habría sido un enigma para un observador agudo, si es que hubiese habido alguno cerca, no muy difícil de resolver, pero no por eso carente de interés. Fumar furiosamente, con la pipa echando humo sin cesar, es un considerable indicio de agitación intelectual; sentarse como una estatua y dejar que la pipa se apague en la boca, es indicio de un gran dominio de uno mismo; pero ¿qué decir de un hombre que, tras pasar por esas etapas sucesivas, siguiera dándole chupadas a una pipa apagada bajo la evidente impresión de que continuaba encendida como antes? Y eso es lo que estuvo haciendo Roger varios minutos antes de ponerse en pie de un salto y volver corriendo a su coto de caza favorito, es decir, la biblioteca.
Allí lo encontró Alec veinte minutos después, cuando el coche había partido para la estación. Un Alec mucho más alegre que el de la mañana, podríamos decir de pasada, y que no parecía lo más mínimo un joven que se hubiese despedido de su novia hasta dentro de un mes. Era razonable suponer que Alec no había malgastado aquella media hora.
—¿Todavía con esas? —sonrió desde el umbral—. Tenía la sensación de que te encontraría aquí.
Roger temblaba de excitación. Se incorporó al lado de la papelera, donde había estado arrodillado examinando su contenido, y exhibió un trozo de papel delante de las narices del otro.
—¡Estoy en la pista! —exclamó—. Estoy en la pista, Alexander, a pesar de todos tus desdenes. No hay moros en la costa, ¿verdad?
Alec movió la cabeza.
—¿Y bien? ¿Qué has descubierto ahora? —preguntó con tolerancia.
Roger lo cogió del brazo y lo llevó hasta el escritorio. Señaló el papel secante con dedos temblorosos.
—¿Has visto eso? —preguntó.
Alec se inclinó y observó con atención el secante. Justo enfrente del dedo de Roger había varias líneas de poco más de dos centímetros. Las de la izquierda eran apenas rayas en la superficie sin nada de tinta; las del medio tenían unos pocos restos de tinta; y en las de la derecha abundaba la tinta y las líneas eran gruesas y decididas. Más allá había unas cuantas manchas de tinta circulares. Aparte de esas manchas, la hoja de papel secante, claramente utilizada uno o dos días antes, apenas había sido usada.
—¿Y bien? —dijo Roger en tono triunfal—. ¿Sacas alguna conclusión?
—Nada en particular —admitió Alec incorporándose—. Diría que alguien lo ha utilizado para limpiar la pluma.
—En ese caso —repuso complacido Roger—, sería mi penoso deber informarte de que estás completamente equivocado.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—Pues vuelve a mirar. Si hubiese limpiado la pluma, Alexander Watson, la tinta se habría gastado de izquierda a derecha, ¿no te parece? Y no justo al revés.
—¿Ah, sí? Podría haberla movido al revés.
—No es natural. Además, mira estas marcas. Se curvan ligeramente a la derecha. Lo que demuestra que se hicieron de izquierda a derecha. Inténtalo otra vez.
—Bueno, probemos al revés —dijo Alec con ironía y un tanto picado—. No estaba limpiando la pluma sino ensuciándola.
—¿Quieres decir que la había mojado en la tinta para probarla? Ahora te has acercado más. Pero echa otro vistazo, sobre todo al extremo de la izquierda. ¿No ves dónde se ha roto el cálamo por el centro para hacer esos dos surcos paralelos? Pues bien, fíjate no solo en lo separados que están los surcos, sino también en el hecho de que, aunque son muy profundos, no han rasgado el papel. Veamos, ¿qué nos indica eso? Solo hay un tipo de pluma capaz de hacer esas marcas, y la respuesta te dirá de qué son las marcas.
Alec meditó obediente.
—¡Una pluma estilográfica! Estaba tratando de hacerla funcionar.
—¡Excelente!, Alec, veo que vas a serme de gran ayuda en este pequeño asunto.
—Bueno, no veo por qué hay que armar tanto revuelo. Aunque se hiciesen con una pluma estilográfica, eso no nos lleva a ninguna parte.
—¿Ah, no? —Roger tenía un estupendo, aunque irritante sentido de la teatralidad. Hizo una impresionante pausa.
—¿Y bien? —preguntó impaciente Alec—. Te guardas algo en la manga, lo sé. Y estás deseando soltarlo. Oigámoslo. ¿Qué deduces de esas marcas tan increíbles?
—Sencillamente que la confesión está falsificada —replicó encantado Roger—. Y ahora salgamos al jardín.
Giró sobre sus talones y se dirigió rápidamente al soleado césped. Hay que admitir que Roger tenía momentos exasperantes.
Justamente impacientado, Alec trotó tras él.
—¡Y luego dices de Sherlock Holmes! —gruñó al alcanzarlo—. Eres tan desesperante como él. ¿Por qué no me dices sin más si de verdad has descubierto algo, en lugar de andarte con tantos rodeos?
—Pero si te lo he dicho, Alexander —dijo Roger con fingida inocencia—. Esa confesión es falsa.
—Pero ¿por qué?
Roger cogió del brazo al otro y lo llevó en dirección a la rosaleda.
—Quiero quedarme por aquí —explicó—, para ver llegar al inspector. No me perdería la apertura de la caja por nada del mundo.
—¿Por qué crees que la confesión es falsa? —repitió obstinadamente Alec.
—Eso está mejor, Alec —comentó Roger con aprobación—. Por fin demuestras un poco de interés por mis descubrimientos. Hasta ahora no has sido un Watson demasiado bueno. Tu obligación es emocionarte cada vez que anuncio un nuevo hallazgo. Nada te impresiona, Alec.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de Alec.
—Ya te impresionas tú por los dos. Además, el bueno de Holmes iba mucho más despacio. No sacaba conclusiones cada minuto, y dudo que estuviese tan pagado de sí mismo como lo estás tú.
—No seas tan duro conmigo, Alec —murmuró Roger.
—Admito que hasta ahora no lo has hecho del todo mal —prosiguió ingenuamente Alec—, aunque, si hemos de ser sinceros, casi todo son conjeturas. Pero, si me arrastrase ante ti y me pasara el rato diciéndote lo brillante que eres, probablemente ya habrías arrestado a Jefferson y a la señora Plant y habrías acusado a lady Stanworth de desacato, o algo parecido —Hizo una pausa y recapacitó—. De hecho, lo que a ti te hace falta —concluyó tajantemente— es un freno, no un puñetero acelerador.
—Lo siento —respondió Roger con humildad—. Lo tendré presente en el futuro. Pero, ya que no vas a alabarme, deja que te alabe yo a ti. Eres un freno estupendo.
—Y ahora, detective Sheringham, tal vez tenga la bondad de explicarme cómo ha deducido que la confesión es falsa del hecho de que la pluma del viejo Stanworth no funcionara.
Roger cambió de actitud y su expresión se volvió mucho más seria.
—Sí, eso es muy importante. Confirma lo del asesinato, que antes dije casi a ciegas. Aquí tienes la prueba.
Sacó del bolsillo el trozo de papel que le había mostrado a Alec en la biblioteca y, desplegándolo con cuidado, se lo entregó. Alec lo miró atentamente. Tenía muchos pliegues irregulares, como si lo hubiesen arrugado mucho, y en el centro, un poco borrosas, estaban las palabras «Victor St…» y una enorme mancha. La escritura era de trazo grueso. El lado derecho del papel estaba cubierto de una auténtica lluvia de manchas, más allá de la cual no había nada en toda su superficie.
—¡Bah! —observó Alec, devolviéndoselo—. ¿Qué conclusión sacas de esto?
—Creo que es muy sencillo —respondió Roger doblando el papel y volviendo a guardarlo con cuidado—. Stanworth acababa de recargar la pluma, o no funcionaba, o algo por el estilo. Ya sabes lo que se hace cuando una estilográfica no funciona. Se hacen rayas en el papel más próximo y en cuanto empieza a fluir la tinta…
—¡Uno firma con su nombre! —le interrumpió Alec, con la mayor muestra de emoción que había dado hasta entonces.
—¡Exacto! En el secante tenemos las primeras rayas para hacer que fluya la tinta. ¿Qué ocurre a continuación en nueve de cada diez casos? Que fluye demasiada tinta y el papel se mancha. Este trozo de papel demuestra que en esta ocasión también ocurrió. Stanworth era un hombre impaciente, ¿no te parece?
—Supongo que sí. Bastante.
—Bueno, es fácil reconstruir la escena. Prueba la pluma en el secante. En cuanto empieza a escribir, coge una hoja de ese mazo que hay sobre su escritorio (a propósito, ¿te habías fijado en él?), y firma con su nombre. Luego sale demasiada tinta, sacude la pluma violentamente, arruga el papel, lo tira a la papelera y coge otro. Esta vez, la pluma, tras perder mucha tinta en forma de manchas, escribe débilmente al principio, por lo que solo llega a la ce de Víctor antes de volver a empezar, justo debajo del otro intento. Entonces escribe bien por fin y escribe su nombre con la rúbrica acostumbrada. Coge el trozo de papel, lo arruga ligeramente, pero no tan violentamente como antes, y lo tira a la papelera. ¿Qué te parece?
—Es bastante factible. ¿Y luego qué?
—Pues que al asesino, al ordenar la habitación, se le ocurre echar un vistazo en la papelera. Y lo primero que encuentra es ese trozo de papel. «¡Ajá!», piensa, «¡Justo lo que necesito para darle el toque final al asunto!». Lo alisa cuidadosamente, lo mete en la máquina de escribir y mecanografía esas escuetas palabras encima de la firma. ¿Qué podría ser más simple?
—¡Dios mío!, ¡me dejas de una pieza! Es muy ingenioso.
A Roger le centelleaban los ojos.
—¿Ingenioso? Sí, pero por su simplicidad. ¡Oh!, eso es lo que pasó, seguro. Hay muchas cosas que lo demuestran, si te paras a pensarlo. El modo en que está escrito justo en la parte superior del papel. No es natural. Debería estar en el centro, con la firma a unos dos tercios por debajo. ¿Y por qué no lo está? Porque la firma estaba ya en el centro y el tipo tuvo que escribir por encima.
—Creo que estás en lo cierto —dijo Alec despacio.
—Vamos, no seas tan refunfuñón. ¡Claro que lo estoy! De hecho, las marcas en el papel secante me sugirieron la idea en cuanto las vi. Llevaba un tiempo tratando de explicarme lo de la confesión. Pero cuando encontré la segunda hoja de papel en la papelera, lo vi tan claro como el agua. Por cierto, que cometió un error al no revisar todo el contenido de la papelera.
—Sí —coincidió muy serio Alec—. Si el inspector lo hubiese encontrado. Le habría dado mucho que pensar.
—Tal vez sí y tal vez no. Por supuesto, desde el punto de vista del inspector, no hay nada que justifique imaginar otra cosa que no sea el suicidio; salvo la ausencia de motivo, claro, y eso, después de todo, carece de importancia. En su caso, no ha habido nada que haya despertado más o menos por casualidad sus sospechas, como nos ha ocurrido a nosotros.
—Cierto, hemos tenido suerte —observó Alec, probablemente en su función de freno.
—Sin duda, aunque tampoco hemos pasado ningún detalle por alto —dijo complacido Roger—. De hecho, creo que lo hemos hecho muy bien hasta ahora —añadió ingenuamente—. No creo que hubiésemos podido hacerlo mejor, ¿no te parece?
—No, que me aspen si opino lo contrario —respondió con decisión Alec.
—Pero aún falta una cosa por hacer para ponerle el broche de oro.
—¡Oh! ¿Cuál?
—Encontrar al asesino —replicó con calma Roger.