(16)
El señor Sheringham diserta sobre el neoplatonismo
—Alec —exclamó en tono quejoso Roger—, como digas una palabra más sobre toros, vacas o cualquier otro animal de granja, me echaré a llorar. Te lo advierto —Otra vez iban andando por el camino blanco y polvoriento, pero sus pasos no tenían la misma ligereza y la excitación que a la ida. Una breve pero sustanciosa conversación con el anciano campesino, en su mayor parte a grito pelado, había revelado enseguida al alicaído Roger la verdadera naturaleza de la perdiz (¿o deberíamos decir el toro?), que habían estado mareando. Alec, dicho sea de paso, no estaba siendo precisamente compasivo—. ¡Parecía lo más evidente del mundo! —continuó quejándose Roger—. Mis razonamientos no podían ser más sólidos. Casi parece que la señora de William y ese estúpido del tabernero tratasen de confundirme a propósito. ¿Por qué no me dijeron que ese desagradable animal era un toro en lugar de andarse con tantas pamplinas?
—No creo que les dieses ocasión de hacerlo —observó Alec con una sonrisa apenas disimulada.
Roger le echó una mirada muy digna y volvió a sumirse en el silencio.
Pero no por mucho tiempo.
—Bueno, volvemos a estar justo donde estábamos antes de encontrar ese dichoso trozo de papel —prosiguió tristemente—. Una hora desperdiciada.
—Al menos has hecho un poco de ejercicio —señaló amablemente Alec—. Te sentará bien.
—La cuestión es ¿qué vamos a hacer ahora?
—Volver a tomar el té —respondió sin dudarlo Alec—. Y, hablando de desaprovechar un tiempo valioso, creo que eso es lo único que estamos haciendo con respecto a este asunto. Si una pista tan clara nos ha salido rana, por qué no iba a pasar lo mismo con todo lo demás. Visto lo visto, creo que no hubo ningún asesinato y que Stanworth se suicidó.
—Veamos —continuó Roger, pasando totalmente por alto aquella interrupción—, nos disponíamos a buscar al desconocido misterioso, ¿no? Bueno, pues por ahí tenemos que empezar. Lo que pude sonsacarles a esos dos no nos llevó a ninguna parte. Ahora iremos a la estación.
—¡De eso nada! —gruñó Alec—. ¡Iremos a tomar el té!
—¡A la estación! —replicó con firmeza Roger; y se encaminaron hacia allí.
Pero el viaje no resultó mucho más fructífero. Con la excusa de preguntar por un amigo, Roger se las arregló para sonsacarle, no sin grandes dificultades, a un mozo de cuerda muy bucólico la información de que allí solo paraban media docena de trenes al día (el lugar era poco más que un apeadero) y ninguno después de las siete de la tarde. El primero de la mañana llegaba poco después de las seis, y, que él supiera, no había subido ningún pasajero. No, ayer no había visto llegar a ningún desconocido, al menos él no había visto a ninguno.
—Después de todo, era de esperar —observó filosóficamente Roger mientras volvían por fin a casa—. Si ese tipo llegó en tren, lo más probable es que fuese a Elchester. Ya sabemos que no es ningún idiota.
Alec, ahora que la perspectiva del té y la sombra estaba más próxima, se mostró dispuesto a discutir el asunto de forma mucho más amistosa.
—Entonces, ¿estás seguro de que se trata de un forastero? —preguntó—. ¿Has descartado que pueda ser alguien que viva por los alrededores?
—Nada de eso —replicó Roger—. No estoy seguro de nada, salvo de que calza un número grande, es fuerte, no es un criminal corriente y se corresponde con la imagen mental que me había hecho del difunto y llorado señor John Prince. Puede que viva en los alrededores y puede que no. Sabemos que esta mañana todavía estaba por aquí, porque se las arregló para ponerse en contacto con los ocupantes de la casa. Pero no puedo decir nada más concreto, pues ignoro cuál pudo ser el móvil. Dios, ojalá pudiéramos averiguarlo. Reduciría inmensamente las posibilidades.
—Deja que te diga algo en lo que no hemos caído ninguno de los dos —observó de pronto Alec—. ¿Por qué no pudo tratarse de un ladrón vulgar, que se asustó tanto al ver que había matado al dueño de la casa que no tuvo valor para terminar lo que había ido a hacer y huyó? Me parece tan probable como cualquier otra cosa y encaja perfectamente con los hechos.
—Sí, ya pensamos al principio en la posibilidad de que se tratase de un ladrón, ¿no? ¿Te das cuenta de que fue hace solo cinco horas? Parece que hayan pasado cinco semanas. Pero eso fue antes de que nos llamara la atención el extraño comportamiento de todas esas personas.
—De que te llamara la atención a ti, querrás decir. Creo que estás exagerando ese detalle. Probablemente haya una explicación muy sencilla que desconocemos. Te refieres a Jefferson y a la señora Plant, ¿no?
—¡Y a lady Stanworth!
—Y a lady Stanworth. En fin, qué demonios, no esperarás que te abran su corazón, ¿verdad? Y ese es el único modo en que podría aclararse su participación en esto. Aunque tampoco creo que valga la pena aclararlo. No veo que tenga nada que ver con el asesinato. ¡Dios mío, si casi equivale a acusarles de haberlo cometido! Deja que te pregunte, amigo mío, ¿de verdad imaginas a la señora Plant o a lady Stanworth, dejemos aparte a Jefferson de momento, planeando el asesinato del bueno de Stanworth? Es absurdo. Deberías tener más sentido común.
—Este asunto concreto parece enfadarte mucho, Alexander —observó tímidamente Roger.
—Bueno, quiero decir que todo es completamente absurdo. No sé cómo puedes creerlo.
—Tal vez no lo crea. En todo caso, lo dejaremos de lado hasta que tengamos algo más definitivo. Las cosas ya están bastante enredadas para enredarlas aún más. Mira, tomémonos un descanso hasta que lleguemos a la casa. Así nos aclararemos un poco las ideas. En lugar de eso, te daré una pequeña conferencia sobre la influencia de la ética platónica en la filosofía hegeliana, con algunos detalles sobre el neoplatonismo. Y, a pesar de las airadas protestas de Alec, procedió a hacerlo.
De ese modo, el tiempo transcurrió de manera agradable e instructiva hasta que volvieron a cruzar la verja de la casa.
—Ya ves —concluyó encantado Roger— que, mientras que, en la filosofía medieval, este misticismo está poderosa y triunfalmente en contra del dogmatismo racionalista y su desdeñoso desprecio por la experiencia, la incipiente ciencia de los siglos quince y dieciséis era en sí misma el desarrollo lógico del neoplatonismo y dicha oposición al racionalismo más estéril.
—¿Ah, sí? —preguntó tristemente Alec sin expresar una secreta aunque no por eso menos ferviente plegaria para no volver a oír la palabra neoplatonismo en toda su vida—. Comprendo.
—¿De verdad? Bueno. En ese caso vayamos a buscar a nuestro amigo William y tengamos unas palabras con él.
—¿Vas a darle una breve charla sobre el racionalismo dogmático también a él? —preguntó cautamente Alec—. Porque, si es así, te espero en la casa.
—Temo que William no sabría aprovecharla —replicó Roger muy serio—. Tengo el convencimiento de que William es un dogmático irredento; y hablarle de la futilidad del dogma sería tan inútil como sermonear a un hipopótamo sobre cuestiones de etiqueta. No, tan solo quiero sondearle un poco. No es que crea que vaya a sernos de mucha ayuda, pero estoy dispuesto a mover cielo y tierra en este asunto.
Por fin encontraron a William en un enorme invernadero. Estaba tristemente subido a una escalera desvencijada y dedicado a atar una enredadera. Al ver a Roger se apresuró a descender a un terreno más firme. William no era partidario de correr riesgos.
—Buenas tardes, William —dijo muy animado Roger.
—Buenas tardes, señor —respondió con suspicacia William.
—Ahora mismo acabo de tener una charla con su mujer, William.
William emitió un gruñido nada comprometedor.
—Le he estado diciendo que un amigo a quien esperaba anoche no llegó a presentarse. Me preguntaba si ustedes lo habrían visto en la verja.
William dedicó toda su atención a una plantita.
—No he visto a nadie —observó con decisión.
—¿No? Bueno, no se preocupe. En realidad, no tiene importancia. Interesante trabajo se trae usted entre manos, William. Saca una planta de la maceta, olisquea las raíces y vuelve a meterla, ¿no? ¿Cómo se denomina esa operación en la ciencia de la horticultura?
William soltó a toda prisa la planta y miró con ojos iracundos a su interlocutor.
—Puede que haya quien no tenga nada que hacer —observó sombrío—, pero otros sí lo tienen.
—Se refiere usted a usted mismo, ¿no? —respondió con aprobación Roger—. De acuerdo. Trabaje. No hay nada mejor, ¿no cree? Así se mantiene uno alegre, despierto y satisfecho. El trabajo es una gran cosa, en eso coincido con usted.
Una chispa de interés pasó por el semblante de William.
—¿Por qué iba a pegarse un tiro el señor Stanworth? —preguntó de pronto.
—Para serle sincero, lo ignoro —replicó Roger, un poco sorprendido por lo inesperado de la pregunta—. ¿Por qué? ¿Tiene usted alguna idea?
—No me gusta —respondió William—. No me gusta el suicidio.
—Tiene usted toda la razón, William —replicó calurosamente Roger—. Si hubiese más gente como usted, habría… muchos menos suicidas, desde luego. Es, como mínimo, una costumbre muy indecorosa.
—No está bien —prosiguió con firmeza William—. No, señor, nada bien.
—Ha dado usted en el clavo, William: no lo está. De hecho no está nada bien. A propósito, no sé quién me ha dicho que ayer o anteayer vieron a un desconocido en la finca. ¿No lo habrá visto usted?
—¿Desconocido? ¿Qué clase de desconocido?
—¡Oh!, uno normal, con una cabeza y cinco pares de dedos, ya sabe. Este en concreto, según dicen, era un hombre bastante grande. ¿Ha visto últimamente a un hombre bastante grande que rondase por la casa?
William se sumió en sus pensamientos.
—Sí que lo he visto.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
William volvió a sumirse en sus pensamientos.
—A eso de las ocho y media de anoche —anunció por fin—. Sí, alrededor de las ocho y media. Yo estaba sentado enfrente de la casa y él entró tieso como una vara, me saludó con la cabeza y siguió por el camino.
Roger intercambió una mirada con Alec.
—¿De verdad, William? —dijo con suma amabilidad—. ¿Un hombre a quien no había visto nunca antes? ¿Un hombre grande?
—Muy grande —le corrigió meticuloso William.
—Muy grande. ¡Excelente! Continúe. ¿Qué es lo que pasó?
—Recuerdo que le dije a mi mujer: «¿Quién es ese que entra por el camino como Pedro por su casa?» —Se quedó recordando un instante—. «¡Como Pedro por su casa!» —repitió con firmeza.
—No me extraña que lo dijera usted. ¿Y luego?
—«¿Quién, ese?», respondió ella, «es el hermano de la cocinera. Me lo presentaron el otro día en Elchester. Al menos, ella dice que es su hermano» —Un extraño sonido rasposo procedente de la garganta de William pareció indicar que el asunto parecía divertirle—. «Al menos, ella dice que es su hermano» —repitió muy divertido.
—¡Ah! —exclamó Roger un poco perplejo—. ¿Eso dijo? ¿Y volvió usted a verle, William?
—Pues sí. Volvió un cuarto de hora más tarde, con la cocinera cogida del brazo de un modo que no me gustó —William volvió a ponerse muy serio—. No me gustan esas cosas, no señor —añadió aquel severo moralista—. Y menos a su edad, no señor —Su expresión se relajó al recordar—. «Al menos, ella dice que es su hermano» —añadió con un súbito carraspeo.
—Comprendo —dijo Roger—. Gracias, William. Bueno, supongo que no debemos interrumpirle a usted más. Vamos, Alec.
Lenta y tristemente emprendieron el camino de vuelta a la casa.
—William se ha salido con la suya sin saberlo —dijo Roger con una sonrisa sardónica—. Por un momento, pensé que íbamos a descubrir algo.
—Desde luego eres un optimista incurable, Roger —observó admirado Alec.
Sus pasos los llevaron más allá de la biblioteca y, al llegar al macizo de flores donde habían encontrado las huellas, Roger se detuvo de manera instintiva. Un momento después se adelantó y se quedó mirando al suelo con ojos incrédulos.
—¡Dios mío! —exclamó cogiendo a Alec por el brazo y señalando nervioso con el dedo—. ¡Mira! ¡Han desaparecido, las dos! ¡Las han borrado!
—Dios mío, ¡es cierto!
Los dos se miraron con los ojos abiertos como platos.
—¡Así que Jefferson oyó lo que estábamos hablando! —susurró Roger—. Tengo la impresión de que las cosas van a ponerse interesantes, después de todo.