(6)
Cuatro personas se comportan de forma notable
Alec dio un respingo y su cara ancha y alegre empalideció un poco.
—¡Dios mío! —soltó en tono asustado—. ¿Qué demonios quieres decir?
—Solo lo que estoy diciendo —repuso Roger—. ¿Por qué iba Stanworth a tomarse la molestia de suicidarse de un modo tan difícil? ¿No ves a lo que me refiero? No es natural.
Alec estaba contemplando el camino.
—¿Tú crees? Pero lo hizo él, ¿no?
—¡Oh!, claro que lo hizo él —dijo Roger con una voz que sonaba muy poco convencida—. Lo que no acabo de entender es por qué, pudiendo hacerlo tan fácilmente, recurrió a un modo tan retorcido. Quiero decir que un revólver no es fácil de manejar, y en la postura que empleó tuvo que torcer la muñeca de un modo muy incómodo. Intenta apuntarte con el dedo índice al centro de la frente y verás a lo que me refiero.
Acompañó sus palabras con la acción y no quedó la menor duda de lo forzado de la postura. Alec le observó atentamente.
—Sí, es cierto que resulta raro —observó.
—Sí. Rarísimo. Y ya viste de dónde sacó la bala el médico. Casi de la nuca. Eso significa que el revólver debió estar en línea recta. Inténtalo y verás lo difícil que es. Casi es necesario dislocarse el codo.
Alec lo imitó.
—Tienes razón —dijo con interés—. Es incómodo.
—Yo diría más. Es una postura tan artificial que resulta ciertamente improbable. Pero los hechos son los hechos.
—Supongo que no hay manera de escapar a los hechos —observó sabiamente Alec.
—No, pero es posible explicarlos. Y que me parta un rayo si se me ocurre alguna explicación para este.
—Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? —preguntó con curiosidad Alec—. Estás siendo muy misterioso.
—¿Yo?, esta sí que es buena. No soy yo el misterioso, sino todo lo demás: los hechos, la gente… ¿Sabes?, será mejor que no entremos, de momento. Busquemos un sitio donde sentarnos y tratemos de entender las cosas. Ya no sé a qué atenerme y no me gusta.
Lo llevó hasta un sitio donde había varias sillas de jardín esparcidas debajo de un enorme cedro en un rincón del césped y se desplomó en una de ellas. Alec siguió su ejemplo con más precaución. Era un hombre muy grande y se había sentado antes en sillas de jardín.
—Sigue —dijo buscando su pipa—. Estoy extrañamente interesado.
Nada reticente, Roger reanudó su relato.
—Bien, en primer lugar, consideremos el aspecto humano de las cosas. ¿No te ha llamado la atención que haya cuatro personas distintas cuyo comportamiento en las últimas horas haya sido como mínimo notable?
—No —respondió con ingenuidad Alec—. Que yo sepa hay dos. ¿Quiénes son las otras dos?
—Uno es el mayordomo. No pareció impresionarse mucho por la muerte de Stanworth, ¿no crees? Es verdad que uno no espera que un grandullón como ese exhiba muchas emociones, pero sí alguna.
—No parecía muy afectado —admitió Alec.
—Y luego está lo de su empleo en la casa. ¿Por qué iba un exboxeador a meterse a mayordomo? No sé por qué pero ambas profesiones no terminan de encajar. Y, lo que es lo mismo, ¿por qué iba Stanworth a contratar a un exboxeador como mayordomo? No es propio de él. Siempre me pareció muy meticuloso en cuestiones de etiqueta. No diría que era exactamente un esnob: era demasiado afable y agradable para eso. Pero le gustaba que lo tomaran por un caballero. Y los caballeros no contratan a exboxeadores.
—Nunca he oído que lo hagan —concedió cautamente Alec.
—Exacto. Eso es justo lo que quería decir. Alec, esta mañana estás muy agudo.
—Gracias —gruñó Alec encendiendo la pipa—. Aunque al parecer no lo bastante para saber quién es, según tú, el cuarto sospechoso. Continúa.
—Termina de encender la pipa. ¿No te pareció que hubo otra persona que se tomó la noticia de la muerte de Stanworth con notable entereza? Y eso que se lo comunicaron con una frialdad que rozaba lo brutal.
Alec se detuvo antes de aplicar una segunda cerilla a la cazoleta de la pipa.
—¡Dios mío! ¿Te refieres a lady Stanworth?
—Desde luego —dijo complacido Roger.
—Sí que lo noté —observó Alec mirando a su compañero por encima de la pipa—. Pero no creo que esos dos se tuvieran mucho aprecio.
—Tienes razón. Incluso no dudaría en añadir que ella detestaba al viejo Stanworth. Lo noté varias veces estos tres días y me llamó la atención. Ahora… —Se interrumpió y dio dos o tres chupadas a la pipa—. Ahora me llama la atención aún más —concluyó tranquilamente, casi como si hablara para sus adentros.
—Continúa —le animó interesado Alec.
—Bueno, eso hace cuatro: dos cuyo comportamiento no ha sido el que era de esperar dadas las circunstancias, y dos que son lisa y llanamente sospechosos. En todo caso, cuatro personas curiosas —Alec asintió en silencio. Estaba pensando en una quinta persona cuya conducta esa mañana había sido mucho más que curiosa. Haciendo un esfuerzo la apartó de su pensamiento. De todos modos, Roger no iba a enterarse de eso—. Y ahora llegamos a los hechos, y Dios sabe que también son muy curiosos. En primer lugar, tenemos el lugar de la herida y lo improbable (si no lo hubiésemos visto) de que alguien cometa suicidio disparándose de ese modo tan extraño. De eso no diré nada más de momento. Aunque hay otras cosas de las que me gustaría hablar.
—Tratándose de ti, no me cabe duda —murmuró con irreverencia Alec.
—Espera y verás. Esto es muy serio. Según aseguran, anoche todos se fueron a dormir bastante pronto. La señora Plant, después de encontrarse con Stanworth en el vestíbulo; Bárbara y su madre poco después de que tú volvieras del jardín; y Jefferson y tú después de terminar la partida de billar.
—Exacto —asintió Alec—. En torno a las once y media.
—Pues bien —exclamó triunfante Roger—. ¡Alguien miente! Estuve trabajando en mi cuarto hasta tarde y oí pisadas en el pasillo, no una sino dos o tres veces entre la medianoche y la una…, ¡la última vez cuando estaba a punto de quedarme dormido! Por supuesto, en ese momento no hice mucho caso, pero ahora sé que no me equivoco. Si todos afirman que estaban en sus habitaciones a las once y media (todos excepto Stanworth, que, supuestamente, se había encerrado en la biblioteca), entonces, ¡alguien miente! ¿Qué me dices a eso?
—Dios sabe —respondió perplejo Alec dando vigorosas chupadas a la pipa—. ¿Qué dices tú?
—Aparte de que alguien miente, nada…, todavía. Pero con eso basta de momento. Luego hay otra cosa. ¿Recuerdas dónde estaban las llaves? En un bolsillo del chaleco distinto del que siempre utilizaba. El inspector dijo que debía de haberse equivocado al guardarlas. ¿A ti te parece probable?
—Podría ser. No veo que sea tan raro.
—No, no lo es. Pero sí bastante curioso. Por ejemplo, ¿a ti te ha ocurrido alguna vez?
—¿Que haya metido una cosa en el bolsillo equivocado? Dios mío, sí; cientos de veces.
—No, idiota. No en cualquier bolsillo. En el bolsillo de arriba y no en el de abajo.
Alec lo consideró un instante.
—No lo sé. Es posible.
—Probablemente no. Una vez más, se trata de un error poco natural. Los bolsillos superiores del chaleco apenas se emplean. Es difícil acceder a ellos. Pero piensa esto: si quisieras meter algo en el bolsillo inferior de un chaleco que cuelga de una silla es facilísimo meterlo en el de arriba por equivocación. A mí mismo me ha pasado cientos de veces.
Alec silbó suavemente.
—Ya veo adónde quieres ir a parar. Te refieres a que…
—¡Desde luego! Un chaleco que lleva puesto otra persona entra en la misma categoría que un chaleco que cuelga de una silla. Si consideramos las probabilidades, lo más probable es que alguien distinto de Stanworth metiera las llaves en el bolsillo.
—Pero ¿quién demonios crees que lo hizo? ¿Jefferson?
—¡Jefferson! —repitió Roger con desdén—. ¡Pues claro que no fue Jefferson! Esa es la clave de todo. Jefferson estaba buscando las llaves, y, como estaban en un bolsillo equivocado y él no lo sabía, no las encontró. Está clarísimo.
—¡Lo siento! —se disculpó Alec.
—En fin, es un auténtico embrollo. ¿No ves que complica aún más las cosas? Ahora tenemos que añadir una misteriosa quinta persona a nuestra lista de sospechosos.
—Entonces, ¿no crees que fuese la señora Plant? —preguntó inseguro Alec.
—Sé que no fue la señora Plant. La encontramos toqueteando las ruedas de la caja; no tenía las llaves, y, aunque las hubiera tenido, no pudo volver a dejarlas en su sitio. No, tenemos que buscar en otra parte. Veamos, ¿cuándo se quedó vacía la biblioteca? —Hizo una pausa para reflexionar—. Jefferson estuvo allí solo mientras yo estaba en el comedor (dicho sea de paso, me gustaría saber por qué se desmayó la señora Plant, pero para eso tendremos que esperar a que abran la caja); sin embargo, no encontró las llaves. Luego ambos salimos al jardín. Después me encontré contigo y sorprendimos a la señora Plant casi inmediatamente después. ¿Cuánto tiempo pasé con Jefferson? No más de unos diez minutos. Así que las llaves debieron de cogerlas en esos diez minutos antes de que la señora Plant entrara en la biblioteca (después no hubo ocasión, recordarás que nos quedamos vigilándola hasta que llegó la policía). O bien fue entonces o… —Dudó y guardó silencio.
—¿Y bien? —preguntó Alec con curiosidad—. ¿O cuándo?
—¡No tiene importancia! En fin, todo esto da que pensar, ¿no te parece?
—Sí, desde luego —concedió Alec aspirando el humo de la pipa.
—¡Ah!, y luego hay una cosa más que tal vez carezca de importancia. Había un ligero arañazo en la muñeca derecha de Stanworth.
—¡Los rosales! —replicó Alec enseguida—. Siempre estaba toqueteándolos.
—Sí —replicó dubitativo Roger—, a mí también se me ocurrió esa posibilidad. Pero por alguna razón no creo que fuese un rasguño de una rosa. Para empezar era más ancho, no una línea fina y profunda como hacen las espinas de las rosas. De todos modos no tiene mayor importancia, probablemente no tenga nada que ver. En fin, eso es todo. Bueno…, ¿qué conclusiones sacas tú?
—Si quieres mi modesta opinión —respondió cautamente Alec tras una pequeña pausa—, creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena. En otras palabras, concedes demasiada importancia a nimiedades. Después de todo, si se piensa bien, no hay nada tan raro en ninguna de las cosas que has dicho. Y nunca se sabe, es posible que haya una explicación totalmente inocente tanto para la conducta de Jefferson como para la de la señora Plant.
Roger fumó meditabundo uno o dos minutos.
—Es posible, desde luego —dijo por fin—, de hecho, espero que la haya. En cuanto a lo demás, estoy de acuerdo contigo en que son solo granos de arena en sí mismos, pero no olvides que, si amontonas suficientes granos de arena uno encima del otro, llegas a formar una montaña. Y eso es lo que creo que ocurre aquí. Por separado esos hechos no son nada, pero juntos resultan muy extraños.
Alec se encogió de hombros.
—La curiosidad mató al gato —observó con agudeza.
—Es posible —rio Roger—. Pero no soy ningún gato y me va muy bien así. En todo caso estoy decidido. Pienso seguir husmeando por ahí y comprobaré si hay algo más que averiguar. Me caía bien el viejo Stanworth y mientras tenga la impresión de que hay una mínima posibilidad de que lo hayan… —Se contuvo de pronto—. De que las cosas no son como debieran —prosiguió tras una breve pausa—. En fin, estoy decidido a investigarlo. Lo que necesito saber es ¿estás dispuesto a ayudarme?
Alec miró en silencio a su amigo un minuto o dos con la mano cerrada en torno a la pipa.
—Sí —anunció por fin—, pero con una condición. Que, descubras lo que descubras, no darás ningún paso de importancia sin decírmelo. Verás, no estoy muy seguro de que estemos obrando como es debido y quiero…
—Puedes estar tranquilo —sonrió Roger—, si nos metemos en esto lo haremos juntos y no solo no haré nada sin decírtelo, sino tampoco sin tu consentimiento. Me parece justo.
—¿Y me tendrás al tanto de lo que vayas averiguando? —preguntó con suspicacia Alec—. ¿No te guardarás nada en la manga, como hacía Holmes con el bueno de Watson?
—¡Pues claro que no, muchacho! De hecho, no creo que pudiera hacerlo aunque quisiera. Necesito alguien en quien confiar.
—Serás un pésimo detective, Roger —dijo Alec con una sonrisa—. Hablas demasiado. Los mejores detectives son tipos de rasgos marcados y labios sellados que pululan por ahí sin decir nada a nadie.
—Eso es en las novelas. Te apuesto lo que quieras a que en la vida real no son así. Seguro que se lo cuentan todo a sus ayudantes. Es una gran ayuda. Holmes habría desperdiciado muchas oportunidades si no hubiese podido hablar con Watson. En primer lugar, el mero hecho de hablar ayuda a aclarar las ideas y sugiere otras nuevas.
—Pues tus ideas deben de estar clarísimas —dijo groseramente Alec.
—Y además —prosiguió imperturbable Roger—. Te apostaría cualquier cosa a que Watson le era de gran ayuda a Holmes. Esas ridículas teorías del pobre hombre, que Holmes ridiculizaba de forma tan implacable (ojalá Watson hubiese podido acertar al menos una vez, se habría puesto tan contento…), no me sorprendería que sirvieran para sugerirle la idea correcta a Holmes una y otra vez; aunque por supuesto él nunca lo habría reconocido. De todos modos, la moraleja es que digas todo lo que tengas que decir y yo haré lo mismo. Y, si no logramos averiguar algo entre los dos, puedes llámame burro. ¡Y yo a ti, Alexander!