(24)
El señor Sheringham se desconcierta

Roger pasó la primera parte del almuerzo en una especie de trance leve. No recobró la capacidad de pensar con coherencia hasta que la necesidad de dar cuenta de un enorme plato de ciruelas y pudin de tapioca, las dos cosas aparte de los judíos que más odiaba en el mundo, empezó a imponerse en su conciencia. La confesión de la señora Plant parecía haber nublado temporalmente su cerebro. Lo único que seguía recordando con claridad era que, si Stanworth había escrito una carta anunciando su inminente suicidio, era imposible que hubiese muerto asesinado, y por lo tanto la imponente estructura que él había erigido se desplomaba sobre los frágiles cimientos en que había sido edificada. Era una reflexión inquietante para alguien tan seguro de sí mismo como Roger.

Una vez terminado el desayuno y concluida la conversación acerca de los horarios de los trenes y otras cosas parecidas, llevó apresuradamente a Alec a su dormitorio en el piso de arriba para discutir otra vez la cuestión. La verdad es que a Roger le costaba admitir que se había tomado tantas molestias por desvelar algo que había resultado ser un fiasco; pero, al fin y al cabo, Alec acabaría enterándose más tarde o más temprano, y en ese momento lo más crucial, desde el punto de vista de Roger, era hablar. De hecho, la conversación reprimida en su pecho casi le había producido un dolor físico en aquellos últimos minutos.

—¡Alexander! —exclamó dramáticamente en cuanto la puerta estuvo cerrada—. ¡Todo ha terminado!

—¿Qué quieres decir? —preguntó sorprendido Alec—. ¿Es que se ha enterado la policía?

—Peor que eso. ¡Mucho peor! ¡Por lo visto el viejo Stanworth no murió asesinado! Se suicidó, después de todo.

Alec se desplomó pesadamente en una silla que había cerca.

—¡Dios mío! —exclamó sin fuerzas—. Pero ¿qué demonios te hace pensar eso? Creía que estabas convencido de que había sido un asesinato.

—Y lo estaba —respondió Roger apoyándose en una mesita—. Eso es lo más extraordinario, porque muy pocas veces me equivoco. Lo digo con toda modestia, pero es un hecho indiscutible. Según todas las leyes de la probabilidad, Stanworth debería haber muerto asesinado. Realmente es inexplicable.

—Pero ¿cómo sabes que no fue así? —preguntó Alec—. ¿Qué ha ocurrido, desde la última vez que te vi, que te ha hecho cambiar de opinión?

—El hecho de que la señora Plant recibiera una nota del viejo Stanworth advirtiéndole de que iba a quitarse la vida por motivos personales o algo parecido.

—¡Oh!

—Te aseguro que me quedé de una pieza. No se me habría ocurrido nada más inesperado. Y lo peor es que no deja lugar a dudas. Una nota así no es lo mismo que la otra confesión.

—¿Sabes? La verdad es que no me sorprende tanto —dijo muy despacio Alec—. Nunca estuve tan convencido como tú de lo del asesinato. Después de todo, si se consideran bien los hechos del caso, y aunque pareciesen respaldar la teoría del asesinato, también concuerdan con un suicidio, ¿no crees?

—Eso parece —respondió abatido Roger.

—Lo que ocurre es que se te había metido entre ceja y ceja lo del asesinato…, supongo que porque es más novelesco, e hiciste lo imposible por conseguir que todo encajara.

—Supongo que sí.

—De hecho, se convirtió en una especie de idee fixe —concluyó sabiamente Alec—, lo demás carecía de importancia para ti. ¿No es cierto?

—Alec, vas a hacer que me avergüence —murmuró Roger.

—Bueno, en cualquier caso, eso prueba lo que ocurre cuando uno se entromete en los asuntos ajenos —señaló Alec con severidad—. Ha sido una suerte que averiguases la verdad antes de ponerte aún más en ridículo.

—Lo tengo bien merecido —dijo Roger contemplando contrito su cepillo del pelo.

Ahora era el turno de Alec de estar pagado de sí mismo, y lo estaba aprovechando. Repantigado en su sillón y fumando plácidamente era la imagen perfecta del «¡te lo dije!». Roger lo miró en apesadumbrado silencio.

—Y no obstante… —murmuró con timidez tras un momento de silencio.

Alec le señaló con la pipa con aire admonitorio.

—¡No empieces otra vez…!

Roger estalló de pronto.

—¡Di lo que quieras, Alec —le espetó—, pero todo esto es muy extraño! No me lo negarás. Después de todo, nuestras pesquisas no han sido del todo inútiles. Establecimos el hecho de que Stanworth era un chantajista. A propósito, olvidé decírtelo. Estábamos en lo cierto, el muy canalla había estado extorsionando a la señora Plant por las malas. Y, dicho sea de paso, ella no cree que pueda tratarse más que de un suicidio y afirma que Jefferson no entró en la biblioteca, por lo visto me equivoqué en ese pequeño detalle. Estoy seguro de que decía la verdad. Pero en cuanto a lo demás…, ¡que me parta un rayo si sé qué pensar! Cuanto más lo pienso, más difícil me resulta creer que se tratara de un suicidio y que todos los demás detalles sean puras coincidencias. No parece razonable.

—Sí, todo eso está muy bien —respondió tan sagaz como siempre Alec—. Pero cuando un tipo se toma la molestia de escribir una carta diciendo que va a…

—¡Dios mío, Alec! —le interrumpió muy animado Roger—. Acabas de darme una idea. ¿Estamos seguros de que la escribió él?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que es posible que la mecanografiaran. Todavía no he visto la carta, y cuando ella me lo dijo no se me ocurrió pensar que pudiera no ser manuscrita. Si la mecanografiaron, todavía hay una posibilidad.

Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó sorprendido Alec.

—A ver si puedo echarle un vistazo a la dichosa carta —dijo Roger con la mano en el picaporte—. La habitación de la señora Plant está al fondo del pasillo, ¿no?

Tras echar un vistazo al pasillo, Roger corrió al dormitorio de la señora Plant y llamó a la puerta.

—Pase —respondió una voz.

—Soy yo, señora Plant —replicó en voz baja—, el señor Sheringham. ¿Podría hablar con usted un minuto?

Se oyeron unas pisadas apresuradas y la señora Plant asomó la cabeza por la puerta.

—¿Sí? —preguntó con cierta aprensión—. ¿De qué se trata, señor Sheringham?

—¿Recuerda la carta de la que me habló esta mañana? La del señor Stanworth. ¿La conserva usted todavía por casualidad? ¿O la ha destruido?

Ella contuvo el aliento antes de responder.

—No. Por supuesto la destruí de inmediato. ¿Por qué?

—¡Oh!, solo quería comprobar una cosa. Veamos —Estaba pensando a toda velocidad—. Supongo que la pasarían por debajo de la puerta, ¿no?

—¡No! Llegó por correo.

—¿Ah, sí? —respondió muy animado Roger—. No se fijaría usted en el matasellos, ¿verdad?

—Pues sí. Me pareció raro que se hubiese tomado la molestia de llevarla al correo. La envió desde el pueblo con el correo de las ocho y media de la mañana.

—Desde el pueblo, ¿eh? ¡Ah! ¿Y estaba escrita a máquina?

—Sí.

Roger contuvo otra vez el aliento.

—¿Y la firma estaba mecanografiada o escrita a mano?

La señora Plant hizo memoria.

—A máquina, que yo recuerde.

—¿Está usted segura? —preguntó con vehemencia Roger.

—Sí, creo que sí. ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo. Estaba toda escrita a máquina, incluida la firma.

—Muchas gracias, señora Plant —dijo Roger—. Es todo lo que necesitaba saber.

Regresó corriendo a su cuarto.

—¡Alexander! —exclamó teatralmente en cuanto estuvo dentro—: ¡Alexander, esto no ha acabado todavía!

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Alec con el ceño levemente fruncido.

—La carta parece una falsificación, igual que la confesión. Estaba escrita a máquina, incluso la firma, y la enviaron desde el pueblo. ¿Imaginas a un hombre en sus cabales yendo hasta el pueblo para enviar una carta, cuando solo tenía que deslizaría por debajo de la puerta?

—Tal vez tuviese que enviar otras —aventuró Alec soltando una bocanada de humo—. ¿Sería la señora Plant la única?

—¡Hum! No se me había ocurrido. Sí, es posible. Pero aun así me parece muy improbable que enviara también la suya. A propósito, fue esa misma carta la que explica su cambio de actitud antes de la comida. Entonces ya sabía que no tenía nada que temer de la apertura de la caja.

—Bueno, ¿y cómo están ahora las cosas?

—Exactamente igual que antes. No veo que esto las afecte lo más mínimo. Es solo un ejemplo más de la astucia del asesino. La señora Plant, y posiblemente, como tú dices, uno o dos más, podrían hacerse preguntas sobre la repentina muerte de Stanworth, así que había que calmar sus aprensiones. En lo que a nosotros respecta, esto no hace sino confirmar que el asesino debía de conocer muy bien los asuntos de Stanworth. Por supuesto, demuestra que la caja se abrió esa noche, y vuelve a traer a colación a nuestras viejas amigas, las cenizas de la chimenea, pues con toda probabilidad sean los restos de las pruebas que guardaba el chantajista. Es curioso que mi primera intuición haya resultado estar tan cerca de la verdad, ¿no te parece?

—¿Y qué hay de Jefferson? —preguntó sin inmutarse Alec.

—¡Ah, sí!, Jefferson. Bueno, supongo que ese asunto de la carta y el hecho de que no interrumpiera a la señora Plant y a Stanworth en la biblioteca y por lo tanto no recibiese la ayuda de dicha dama nos obliga a concederle más inteligencia de la que le había supuesto al principio; pero, de lo contrario, no veo que su situación haya cambiado.

—¿Quieres decir que sigues creyendo que mató a Stanworth?

—Si no fue él, ¿puedes decirme quién?

Alec se encogió de hombros.

—Ya te he dicho que estoy convencido de que te equivocas de hombre. De nada sirve repetirlo.

—Desde luego —respondió alegremente Roger.

—Entonces, ¿qué piensas hacer?

—Exactamente lo mismo que iba a hacer antes. Tener una pequeña conversación con él.

—Un asunto un poco delicado, ¿no? Sobre todo cuando uno tiene que pisar un terreno tan inseguro.

—Probablemente, pero también lo era en el caso de la señora Plant. Creo que sabré vérmelas con el amigo Jefferson. Me haré el ingenuo, y estoy dispuesto a apostar una pequeña suma a que dentro de media hora estaré de vuelta con su confesión en el bolsillo.

—¡Bah! —observó con escepticismo Alec—. ¿Vas a acusarle sin más del crimen?

—¡Mi querido Alec! Nada de eso. Ni siquiera le insinuaré que sé que se ha cometido un asesinato. Solo le haré unas cuantas preguntas muy agudas y pertinentes. Sin duda, se dará cuenta de lo que pretendo, ya hemos comprobado que el amigo Jefferson no es ningún tonto. Luego podremos ir al fondo del asunto.

—Por lo que más quieras, no olvides que existe la posibilidad (no insistiré más en eso) de que Jefferson no matara a Stanworth, y actúa con tacto.

—Confía en mí —replicó Roger pagado de sí mismo—. A propósito, ¿te he dicho que la señora Plant recibió la carta justo antes de ir a comer? Llegó del pueblo con el correo de las ocho y media.

—¿Ah, sí? —preguntó Alec sin mucho interés.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto Roger—. ¡Menudo idiota estoy hecho! Eso es una prueba concluyente de que Stanworth no pudo enviarla él mismo. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.

—¿Qué es lo que no se te ha ocurrido?

—Pues que el primer envío del pueblo es a las cinco. La carta debió de enviarse entre las cinco y las ocho y media…, ¡cuatro horas o más después de que muriese Stanworth!