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Un desayuno interrumpido

Victor Stanworth, el anfitrión del pequeño grupo ahora reunido en Layton Court era, según decían sus amigos, que eran muy numerosos y variopintos, una persona excelente. Lo que opinaban de él sus enemigos —es decir, suponiendo que tuviera alguno— no se conoce. En cualquier caso, todo parecía indicar que la existencia de estos últimos podía considerarse dudosa. Los caballeros cordiales en torno a los sesenta años, más bien adinerados, que tienen una bodega excelente, cigarros no menos excelentes y reciben a sus amigos con una afabilidad que roza la generosidad, no acostumbran a tener enemigos. Y eso es lo que era Víctor Stanworth; eso, y tal vez alguna cosa más.

De tener alguna debilidad —tan leve que apenas podría considerárselo un defecto—, tal vez pudiera ser su excesivo interés por la gente cuya fotografía aparece publicada en los semanarios ilustrados. No es que el señor Stanworth fuese un esnob ni nada parecido; bromeaba por igual con un basurero que con un duque, aunque es posible que prefiriese un millonario a cualquiera de los otros dos. Pero no había tratado de ocultar su satisfacción cuando su hermano menor, que llevaba muerto diez años o más, había logrado casarse (contra todo pronóstico y contra el deseo expreso de la familia de la dama) con lady Cynthia Anglemere, la hija mayor del conde de Grassingham. De hecho, había llegado a expresar su aprobación mediante el más que satisfactorio procedimiento de conceder una pensión de mil libras al año a la dama en cuestión mientras siguiera llevando el nombre de Stanworth. Es notable, no obstante, que una condición del acuerdo fuese que continuara haciendo uso también de su título. Las malas lenguas, por supuesto, insinuaron que aquel interés se debía al hecho de que los orígenes de la familia Stanworth no fuesen todo lo nobles que podían ser; pero, fuese cierto o no, lo que estaba fuera de toda duda es que, independientemente de cuáles fueran esos orígenes, ahora estaban tan enterrados en un grueso sudario de dorada oscuridad que nadie había tenido nunca la intención ni la paciencia de sacarlos a relucir.

El señor Stanworth era soltero, y por lo general se daba por sentado que era hombre de cierta importancia en esa misteriosa Meca de las finanzas que es la City londinense. No se especificaba más, pues cualquier definición más detallada se consideraba innecesaria. Pero, si se sentían inclinados a hacerlo, los curiosos podían encontrar el nombre del señor Stanworth en la junta directiva de varias empresas pequeñas, aunque florecientes y muy respetables, cuyas oficinas estaban dispersas en torno a un radio de poco menos de un kilómetro de Mansión House. En todo caso, no parecían robar tanto tiempo al señor Stanworth como para impedir que se dedicara a otras ocupaciones más agradables de la vida. Dos o tres días a la semana en Londres en invierno, y a veces uno cada dos semanas en verano, daban la impresión de bastar, no solo para conservar su reputación financiera entre sus amigos, sino para mantener la gran y saneada fuente de unos ingresos que proporcionaban tantos placeres inocentes a tanta gente.

Hemos dicho ya que el señor Stanworth tenía costumbre de recibir con generosidad y amplitud de miras, y es la pura verdad. Le gustaba reunir en torno a él a un grupo selecto de personas alegres y divertidas, sobre todo jóvenes. Y cada verano alquilaba un sitio distinto para hacerlo; y cuanto más grande y más antiguo fuese, y cuantas más reminiscencias aristocráticas tuviese, mejor. Los meses de invierno los pasaba en el extranjero o en su cómodo piso de soltero en la calle Saint James.

Este año, su elección de la residencia de verano había recaído en Layton Court, con sus hastiales jacobitas, sus ventanas con celosías y sus habitaciones forradas de roble. El señor Stanworth estaba bastante satisfecho con Layton Court. Llevaba instalado allí poco más de un mes, y el grupo al que había invitado ahora era el segundo del verano. Su cuñada, lady Stanworth, siempre actuaba como anfitriona en esas ocasiones.

Ni Roger ni Alec habían coincidido antes con su anfitrión y su inclusión en el grupo se debía a una cadena de circunstancias. Primero habían invitado a la señora Shannon, una antigua amiga de lady Stanworth, y con ella a Bárbara. Luego el señor Stanworth le había guiñado alegremente un ojo a su cuñada y había observado que Bárbara se estaba poniendo muy guapa y preguntado si no le gustaría ver a alguien en particular en Layton Court, ¿eh? Lady Stanworth había admitido que, en su opinión, a Bárbara no le importaría encontrarse allí con cierto señor Alexander Grierson; tras lo cual el señor Stanworth averiguó con una serie de preguntas muy breves que el señor Alexander Grierson era un joven de considerables posesiones terrenales (cosa que le interesó mucho), que había jugado tres años al criquet en el equipo de Oxford (cosa que le interesó aún más), y era al parecer una persona de carácter y moral irreprochable (cosa que no le interesó lo más mínimo), y dio ciertas órdenes; con el resultado de que dos días después Alexander Grierson había recibido una notita encantadora, a la que se apresuró a contestar muy satisfecho. En cuanto a Roger, de un modo u otro había llegado a oídos del señor Stanworth (como, de hecho, ocurría habitualmente), que era amigo íntimo de Alec; y siempre había sitio en cualquier casa donde viviese el señor Stanworth para una persona de la reputación y los méritos de Roger Sheringham. Una segunda notita encantadora había seguido la estela de la segunda.

A Roger le había encantado el señor Stanworth. Le cayó simpático aquel alegre y anciano caballero que tenía la interesante costumbre de ofrecer cigarros de media corona y whisky de antes de la guerra a todas las horas del día, desde la diez de la mañana en adelante; cuyo rostro rubicundo y cordial siempre estaba a punto de estallar en una ruidosa y franca carcajada, si es que no lo estaba haciendo; que lanzaba agudas pullas a su digna y aristocrática cuñada, y poseía un levísimo rastro de una remota vulgaridad que en su caso parecía añadir una nota más íntima y casi más genuina a su trato con los demás. Sí, a Roger el anciano señor Stanworth le había parecido un personaje digno de estudio. En los tres días transcurridos desde que se habían conocido, su relación había evolucionado hasta algo que se parecía mucho a una amistad.

He ahí el señor Victor Stanworth, por el momento radicado en Layton Court, en el condado de Hertfordshire. Un hombre, cualquiera diría (y así lo afirmaría el propio Roger con sorprendida perplejidad menos de una hora después), sin una sola preocupación en el mundo.

Pero hace ya diez minutos que ha sonado el gong del desayuno; y, si queremos ver por nosotros mismos qué clase de gente ha reunido en torno a él el señor Stanworth, va siendo hora de que pasemos al comedor.

Alec y Bárbara ya estaban allí: el primero con una expresión dolida y turbada, que mostraba bien a las claras el inexplicable desastre que se había abatido sobre su noviazgo; la segunda con un aire tan decididamente natural que casi parecía artificial. Roger, que había entrado justo después, había reparado en su silencio y sus miradas tensas, y estaba dispuesto a suavizar cualquier disputa de enamorados con una incesante sucesión de sinsentidos. Roger era muy consciente del valor del sinsentido, cuando se aplica juiciosamente.

—Buenos días, Bárbara —dijo muy alegre. Tenía la costumbre de llamar por su nombre de pila a todas las mujeres solteras de menos de treinta años al día o dos de conocerlas; eso casaba bien con su reputación de bohemio y le ahorraba complicaciones—. Creo que va a hacer un día precioso. ¿Te corto un poco de jamón, o te sientes más inclinada por el huevo duro? ¿Sí? Es un curioso motivo por el que inclinarse, ¿no crees?

Bárbara esbozó una vaga sonrisa.

—Gracias, señor Sheringham —dijo levantando los cubreteteras de una vajilla de plata que había a un extremo de la mesa—. ¿Le sirvo té o café?

—Café, por favor. El té en el desayuno es como interpretar a Stravinski a la armónica. No parece apropiado. En fin ¿qué programa tenemos hoy? Tenis de las once a la una; de las dos a las cuatro, tenis; entre las cinco y las siete, un poco de tenis; y después una charla de sobremesa sobre tenis. ¿He acertado?

—¿No le gusta a usted el tenis, señor Sheringham? —preguntó inocentemente Bárbara.

—¿Gustarme? Lo adoro. Uno de estos días le pediré a alguien que me enseñe a jugar. Por ejemplo, ¿qué vas a hacer esta mañana, Alec?

—Te diré lo que no voy a hacer —respondió Alec con una sonrisa—, y es jugar al tenis contigo.

—¿Y por qué no, canalla desagradecido, después de todo lo que he hecho por ti? —preguntó indignado Roger.

—Porque siempre termino jugando al criquet —replicó Alec—. Y luego hay que ir a recoger las pelotas. Así nos ahorramos un montón de esfuerzos.

Roger se volvió hacia Bárbara.

—¿Has oído, Bárbara? Apelo a ti. Mi tenis tal vez sea un poco aburrido pero… ¡Oh!, hola, comandante. Estábamos pensando en jugar un partido de dobles. ¿Se apunta usted?

El recién llegado, un hombre alto, cetrino y taciturno, hizo una leve reverencia a Bárbara.

—Buenos días, señorita Shannon. ¿Al tenis, Sheringham? No, lo siento, pero esta mañana estoy muy ocupado.

Se acercó al aparador, inspeccionó muy serio los platos y se sirvió un poco de pescado. Acababa de sentarse cuando la puerta volvió a abrirse y entró el mayordomo.

—¿Puedo hablar con usted un momento, señor? —preguntó en voz baja.

El comandante alzó la mirada.

—¿Conmigo, Graves? Desde luego.

Se levantó de la silla y lo acompañó fuera del comedor.

—¡Pobre comandante Jefferson! —observó Bárbara.

—Sí —dijo Roger con mucho sentimiento—. Me alegro de no estar en su pellejo. El bueno de Stanworth es un anfitrión excelente, pero no creo que me gustase tenerlo de jefe. ¿Verdad, Alec?

—Jefferson parece muy ocupado. Es una pena, porque es un gran jugador de tenis. A propósito, ¿cómo lo denominarías exactamente? ¿Secretario privado?

—Algo por el estilo, supongo —respondió Roger—. Y sabe Dios qué cosas más. El chico para todo del viejo. Un mal oficio.

—¿No les parece raro que un militar ocupe ese puesto? —preguntó Bárbara, más por decir algo que por otra cosa; el ambiente seguía un poco tenso—. Yo creía que, al retirarse del ejército, uno cobraba una pensión.

—Y así es —respondió Roger—. Pero las pensiones no dan para mucho. Además, tengo para mí que Stanworth prefiere a una persona de cierto estatus social para ese puesto. ¡Oh, sí!, no me cabe duda de que Jefferson le resulta de lo más útil.

—Parece un tipo bastante huraño, ¿no? —observó Alec—. ¿Puedo tomar otra taza de café, Bárbara?

—¡Oh!, no está mal —opinó Roger—. Pero no me gustaría encontrármelos a él y a ese mayordomo en una noche oscura.

—Es el mayordomo más raro que he visto nunca —dijo Bárbara muy decidida mientras manipulaba la cafetera—. A veces me da escalofríos. Parece más un boxeador que un mayordomo. ¿Qué opina usted, señor Sheringham?

—De hecho, has dado en el clavo, Bárbara —intervino Alec—. Jefferson me contó que es un antiguo boxeador. Stanworth lo contrató hace unos años para no sé qué y ha estado con él desde entonces.

—Me gustaría ver un combate entre él y tú, Alec —murmuró Roger sediento de sangre—. No sabría por quién apostar.

—Gracias —rio Alec—. Prefiero dejarlo para otro día. No quiero probar la lona. Debe de pesar diez kilos más que yo.

—Y eso que no eres ningún cobarde. En fin, si cambias de idea, dímelo. Me encargaré de organizar las apuestas.

—Hablemos de otra cosa —dijo Bárbara con un leve escalofrío—. ¡Oh!, buenos días, señora Plant. ¡Hola, mamá! ¿Has dormido bien?

La señora Shannon, rubia y menuda como su hija, era tan diferente de ella como se pueda imaginar. En contraste con la carita decidida de la joven, los rasgos de la señora Shannon eran insípidos como los de una muñeca. Era bastante guapa, en un sentido rollizo y negativo. La actitud de Bárbara con ella era de paciente protección. Al verlas juntas, cualquiera habría pensado que, dejando aparte la edad, Bárbara era la madre y la señora Shannon la hija.

—¿Que si he dormido bien? —repitió con voz quejumbrosa—. Hija mía, ¿cuántas veces tengo que decirte que me resulta imposible conciliar el sueño en este dichoso lugar? Cuando no son los pájaros, son los perros; y, cuando no son los perros, es…

—Sí, mamá —la interrumpió Bárbara en tono conciliador—. ¿Qué te apetece comer?

—¡Oh!, deja que te ayude —exclamó Alec, levantándose de un salto—. Y usted, señora Plant, ¿qué quiere tomar?

La señora Plant, una señora morena y elegante de unos veintiséis años cuyo marido era funcionario colonial en Sudán le indicó sus preferencias por el jamón; la señora Shannon se dejó consolar con un lenguado frito. La conversación se animó.

El comandante Jefferson volvió a asomarse e inspeccionó el comedor con aire preocupado.

—Nadie ha visto al señor Stanworth esta mañana, ¿verdad? —preguntó al grupo en general, y, al no recibir respuesta, se marchó.

Bárbara y Roger se enfrascaron en una discusión sobre los méritos relativos del tenis y el golf, deporte este último que le había valido a Roger una medalla en Oxford. Mientras daba cuenta de su segundo lenguado, la señora Shannon le explicó a Alec con cierto detalle por qué ya no podía comer tanto como antes en el desayuno. Mary Plant acudió en ayuda de Bárbara para demostrar que el golf era un juego para ancianos y lisiados y el tenis la única ocupación veraniega posible para los jóvenes y enérgicos. El comedor bullía muy animado.

La entrada de lady Stanworth hizo que la conversación se interrumpiera de pronto. Normalmente, desayunaba en su cuarto. Era una mujer alta y majestuosa, cuyo cabello empezaba ahora a encanecer, y siempre se comportaba con frialdad y dignidad; sin embargo esa mañana su semblante parecía más serio de lo normal. Por un momento, se quedó en el umbral contemplando el comedor, igual que había hecho unos minutos antes el comandante Jefferson.

Luego dijo muy despacio:

—Buenos días a todos. Señor Sheringham, señor Grierson, ¿podría hablar con ustedes un momento?

En un profundo silencio Roger y Alec apartaron las sillas y se incorporaron. Era evidente que había sucedido algo fuera de lo normal, pero nadie quiso preguntar. De cualquier modo, la actitud de lady Stanworth no animaba a la curiosidad. Esperó a que llegasen a la puerta y les indicó por gestos que pasaran delante. Luego cerró la puerta con cuidado a su espalda.

—¿Qué sucede, lady Stanworth? —preguntó Roger bruscamente, en cuanto se quedaron solos.

Lady Stanworth se mordió el labio y dudó como si le costara tomar una decisión.

—Espero que nada —dijo, tras una breve pausa—. Pero nadie ha visto a mi cuñado esta mañana, su cama está sin deshacer, y la puerta y las ventanas de la biblioteca están cerradas por dentro. El comandante Jefferson ha venido a buscarme y hemos decidido forzar la puerta. Sugirió que sería mejor que usted y el señor Grierson estuviesen presentes en caso…, en caso de que sea necesario algún testigo ajeno a la casa. ¿Quieren acompañarme?

Los condujo hasta la biblioteca y ellos la siguieron.

—Supongo que le habrán llamado, ¿no?

—Sí. Tanto el comandante Jefferson como Graves le han llamado desde aquí y desde las ventanas de la biblioteca.

—Es posible que haya sufrido un desvanecimiento —dijo Roger en tono tranquilizador y con mucha más convicción de la que sentía en realidad—. O tal vez sea un ataque. ¿Padece del corazón?

—No que yo sepa, señor Sheringham.

A la puerta de la biblioteca esperaban el comandante Jefferson y el mayordomo; el primero tan impasible como siempre, el segundo claramente intranquilo.

—¡Ah!, ya están aquí —exclamó el comandante—. Siento molestarles así, pero ya comprenderán. Veamos, Grierson, usted, Graves y yo somos los más robustos; si empujamos con el hombro al mismo tiempo, creo que podemos forzarla, aunque parece bastante sólida. Póngase junto al picaporte, Graves, y usted ahí, Grierson. Eso es. Vamos allá, una…, dos…, tres…, ¡empujen!

Al tercer intento, se oyó el ruido de la madera al romperse y la puerta quedó colgando sobre las bisagras. El comandante Jefferson atravesó a toda prisa el umbral. Los otros se apartaron. Al cabo de un momento regresó, con el rostro cetrino levísimamente más pálido.

—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada lady Stanworth—. ¿Está Victor ahí?

—Creo que será mejor que no entre usted todavía, lady Stanworth —dijo lentamente el comandante Jefferson, interponiéndose en su camino—. Temo que el señor Stanworth se haya pegado un tiro.