23
En el Concorde que nos lleva a Nueva York, Brad me dice que es el destino. El destino. Se ha tomado cuatro cervezas.
Tú has ganado el Roland Garros masculino, dice. ¿Y quién ha tenido que ganar el Roland Garros femenino? ¿Quién? Dímelo tú.
Yo sonrío. Steffi Graf. El destino dicta que tenéis que acabar juntos. Solo dos personas en la historia de la humanidad habéis ganado los cuatro torneos del Grand Slam y una medalla de oro: tú y Steffi. Estáis destinados a casaros.
De hecho, añade, ahí va mi predicción. Saca la revista promocional de la compañía aérea metida en el bolsillo del asiento delantero, la abre y anota algo en una de sus páginas: «2001: Steffi Agassi».
¿Qué significa eso?
Que os casaréis en 2001. Y que tendréis vuestro primer hijo en 2002.
Brad, tiene novio. ¿Ya no te acuerdas?
Después de las dos semanas que acabas de vivir, ¿vas a decirme que hay algo imposible?
Bueno, lo que puedo decirte es esto: ahora que he ganado el Roland Garros me siento ligeramente más… no sé cómo decirlo. ¿Digno?
Eso es. Así me gusta.
Yo no creo que la gente esté predestinada a ganar torneos de tenis. Predestinada a unirse en la vida, tal vez, pero no predestinada a ganar más puntos, a colocar más aces que su oponente. Aun así, me cuesta poner en duda cualquier cosa que diga Brad. Así que, por si acaso, y porque me gusta cómo se ve, arranco ese trocito de papel de la revista del Concorde en el que ha escrito su última profecía, y me lo guardo en el bolsillo.
Pasamos los cinco días siguientes en Fisher Island, recuperándonos y celebrando el triunfo. Sobre todo celebrando. La fiesta no para de crecer. Llega Kimmie, la mujer de Brad. También J. P. y Joni cogen un vuelo para estar con nosotros. De noche, ya tarde, ponemos a todo volumen la canción That’s Life, de Frank Sinatra, y Kimmie y Joni bailan como gogós encima de la mesa y de la cama.
Después practico en las pistas de hierba del hotel. Me paso varios días peloteando con Brad, antes de montarnos en el avión que nos llevará a Londres. Cuando sobrevolamos el Atlántico, caigo en la cuenta de que vamos a aterrizar el día del cumpleaños de Steffi. ¿Qué posibilidades tengo? ¿Y si me la encuentro por casualidad? Estaría bien tener algo que regalarle.
Miro a Brad, que duerme. Sé que querrá ir directamente desde el aeropuerto hasta las pistas de prácticas de Wimbledon, por lo que no habrá tiempo de parar en ninguna papelería. Debería preparar algo así como una tarjeta de felicitación ahora que dispongo de tiempo. Pero ¿con qué?
Veo que la carta con el menú de primera clase del avión es bastante bonita, en realidad. En la cubierta aparece una iglesia rural bajo un gajo de luna. Combino dos cubiertas para formar una tarjeta y, en el interior, escribo: «Querida Steffi: quería aprovechar esta oportunidad para desearte un feliz cumpleaños. Debes sentirte muy orgullosa. Felicidades en lo que sé que es solo un gajo de todo lo que te espera en la vida».
Hago unos agujeros en las dos cartas. Ahora ya solo me falta algo para atarlas. Le pregunto a una azafata si tiene alguna cinta, alguna cuerda. ¿Algún hilo metálico? Me da un trozo de rafia que encuentra enroscado al cuello de una botella de champán. Yo paso con cuidado la rafia por los agujeros. Tengo la sensación de estar tensando el cordaje de una raqueta.
Cuando la tarjeta está terminada, despierto a Brad y le muestro mi trabajo manual.
Artesanía del Viejo Mundo, le digo.
Él se frota los ojos y asiente con la cabeza, dando su aprobación. Lo que te hace falta es una mirada. Una ocasión.
Me meto la tarjeta en la bolsa de tenis y espero.
En Aorangi Park, la zona de entrenamiento de Wimbledon, hay tres niveles de pistas de prácticas. Se trata de un monte aplanado, de una especie de templo azteca en el que se extienden las pistas de tenis. Brad y yo peloteamos en el nivel intermedio, durante media hora. Al terminar, recojo mis cosas y las guardo en mi bolsa, pausadamente, como siempre. Cuesta reorganizarlo todo después de un vuelo transatlántico, así que me dedico a organizar y a reorganizar. Estoy metiendo mi camiseta húmeda en una bolsa de plástico cuando Brad empieza a darme golpecitos en el hombro.
Está viniendo, tío, está viniendo.
Levanto la vista al momento, como un setter irlandés. Si tuviera cola, empezaría a agitarla. Está a treinta pasos de mí. Lleva unos pantalones azules ajustados de calentamiento. Me fijo por primera vez en que, como yo, tiene los pies ligeramente cavos. Lleva el pelo rubio recogido en una coleta, y el sol se lo ilumina, también hoy, y parece que la acompañara una aureola.
Me pongo de pie. Ella me besa en las dos mejillas, a la europea.
Felicidades por Roland Garros, me dice. Me alegré mucho por ti. Se me saltaron las lágrimas.
A mí también.
Ella sonríe.
Felicidades a ti también, le digo yo. Tú me preparaste el camino. Me dejaste la pista caliente.
Gracias.
Silencio.
Por suerte, no hay fotógrafos ni fans, y ella se ve relajada, sin prisa. Yo, extrañamente, también estoy tranquilo. En cambio Brad no deja de emitir una especie de soplido, como si se estuviera escapando aire de un globo.
Ah, digo yo. Mira, acabo de acordarme. Tengo un regalo para ti. Sabía que era tu cumpleaños y te he hecho una tarjeta. Feliz cumpleaños.
Ella coge la tarjeta, la mira atentamente durante varios segundos y, conmovida, me mira a mí.
¿Cómo sabías que era mi cumpleaños?
No sé… Lo sabía.
Gracias, dice. De verdad.
Y se aleja deprisa.
Al día siguiente, la veo salir de las pistas de prácticas justo cuando Brad y yo llegamos. Esta vez sí hay miles de fans y periodistas por todas partes, y ella parece muy cortada. No llega a detenerse del todo, nos saluda fríamente y en un aparte, susurrando, me dice:
¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
Le daré mi teléfono a Heinz.
Está bien.
Adiós.
Adiós.
Después de la práctica, Perry, Brad y yo estamos sentados en la casa que hemos alquilado, preguntándonos si llamará o no.
Te llamará pronto, opina Brad.
Muy pronto, cree Perry.
Pero pasa un día y no llama.
Pasa otro día.
Yo no puedo más. Wimbledon empieza el lunes, y no puedo dormir, no puedo pensar. Los somníferos no me sirven contra esa clase de ansiedad.
Será mejor que te llame, comenta Brad, o no pasarás de la primera ronda.
El sábado por la noche, después de cenar, suena el teléfono.
¿Sí?
Hola. Soy Stefanie.
¿Stefanie?
Sí, Stefanie.
¿Stefanie… Graf?
Sí.
Ah. O sea, que te haces llamar Stefanie.
Me explica que su madre, hace años, la llamaba Steffi, y que los periodistas empezaron a llamarla así, y así se quedó. Pero que ella, a sí misma, se llama Stefanie.
Pues entonces será Stefanie, le digo yo.
Mientras hablo con ella, me voy paseando por todo el salón con mis calcetines de tenis puestos. Me deslizo sobre los suelos de parquet. Brad me suplica que pare, que me siente en una silla. Está seguro de que me voy a partir una pierna o a romper una rodilla. Freno un poco y, a una velocidad de crucero, recorro la habitación en círculos. Él sonríe y le dice a Perry: el torneo nos va a ir bien. Este Wimbledon nos va a ir bien.
Yo le hago un gesto para que se calle.
Y entonces me encierro en una habitación trasera.
Escúchame, le digo a Stefanie, cuando estábamos en Key Biscayne me dijiste que no querías que hubiera malentendidos entre nosotros. Yo tampoco lo quiero. Así que necesito decirte, necesito decirte antes de que la cosa vaya más allá, que creo que eres muy guapa. Te respeto, te admiro y me gustaría muchísimo, me encantaría llegar a conocerte mejor. Esa es mi meta. Ese es mi único plan. Esta es mi situación ahora mismo. Dime que es posible. Dime que podemos salir a cenar.
No.
Por favor.
No es posible… Aquí no.
Aquí no. Está bien. ¿Podemos ir a otro sitio?
No. Tengo novio.
Pienso: el novio. Todavía. He leído algo sobre él. Piloto de automovilismo. El mismo desde hace seis años. Intento decir algo ocurrente, buscar la manera de pedirle que se abra a la posibilidad de estar conmigo. Pero el silencio que se extiende entre nosotros está alcanzando ya una duración incómoda, se me está escapando el momento, y solo se me ocurre decirle:
Seis años son muchos años.
Sí, dice ella. Lo son.
Si no avanzas, retrocedes. Yo eso ya lo he vivido.
Ella no dice nada. Pero es precisamente su silencio lo que me hace saber que he tocado un tema sensible.
Sigo. No puede ser exactamente lo que estás buscando. Entiéndeme, no quiero hacer ninguna suposición, per…
Contengo el aliento. Ella no me corrige.
Le digo: no es mi intención ser poco respetuoso contigo, o tomarme libertades, pero lo único que te digo es que, no sé, ¿tal vez podrías, por favor, podrías, no sé, llegar a conocerme?
No.
¿Un café?
No pueden vernos en público juntos. No estaría bien.
¿Y escribirnos cartas? ¿Puedo escribirte?
Ella se echa a reír.
¿Puedo enviarte cosas? ¿Puedo dejar que me conozcas antes que decidas si quieres llegar a conocerme?
No.
¿Ni siquiera por carta?
Hay alguien que me lee el correo.
Entiendo.
Me doy un puñetazo en la frente. Piensa, Andre, piensa.
Le digo: está bien, mira, a ver qué te parece esto. Tú vas a jugar tu siguiente torneo en San Francisco. Yo estaré allí practicando con Brad. Me dijiste que te encantaba San Francisco. Quedemos allí.
Eso es… posible.
¿Eso es… posible?
Espero a que diga algo más.
Pero no dice nada.
¿Entonces? ¿Puedo llamarte o me llamas tú?
Llámame después del torneo, me responde. Primero juguemos los dos, y después, cuando termine el torneo, me llamas.
Me da su número de móvil. Yo lo anoto en una servilleta de papel, beso el número y me lo guardo en mi bolsa de tenis.
Llego a semifinales y me enfrento a Rafter. Le gano en tres sets consecutivos. No hace falta que me pregunte quién me está esperando en la final. Es Pete, como siempre. Pete. Vuelvo a casa agotado, pensando en ducharme, cenar algo y dormir. Suena el teléfono. Estoy seguro de que es Stefanie, que me desea suerte en mi partido contra Pete y que me confirma nuestra cita de San Francisco.
Pero es Brooke. Está en Londres y me pregunta si puede pasarse a verme.
Cuando cuelgo y me vuelvo, veo a Perry ahí mismo, muy pegado a mi cara.
Andre, por favor, dime que le has dicho que no. Por favor, dime que no vas a dejar que esa mujer venga aquí.
Va a venir. Mañana por la mañana.
¿Antes de que juegues la final de Wimbledon?
No pasa nada.
Llega a las diez, tocada con una gran pamela inglesa de ala ancha y flexible y unas flores de plástico pegadas. Le hago un recorrido rápido por la casa. La comparamos con las que alquilábamos ella y yo en los viejos tiempos. Le pregunto si quiere tomar algo.
¿Tienes té?
Sí, claro.
Oigo que Brad tose en la habitación de al lado. Sé muy bien qué significa esa tos. Es la mañana de la final. Un deportista no debería modificar jamás su rutina la mañana de una final. He tomado café todos los días desde que empezó el torneo, o sea que debería mantenerme fiel al café.
Pero quiero ser un buen anfitrión. Preparo una tetera, y tomamos el té en la mesa que está instalada bajo la ventana de la cocina. Hablamos sin decir nada. Le pregunto si ha venido a decirme algo en concreto. Ella me dice que me echa de menos. Y que quería decírmelo.
Se fija en el montón de revistas que hay en una esquina de la mesa, ejemplares recientes de Sports Illustrated. En la cubierta salgo yo. El titular: De repente, Andre (de repente estoy empezando a odiar la expresión de repente). Nos las han enviado los organizadores del torneo, le explico yo. Quieren que las firme y que se las envíe a fans y a miembros del personal de Wimbledon.
Brooke coge una de las revistas y se fija en mi foto. Yo me fijo en ella y pienso en ese día de hace trece años cuando, en el dormitorio de Perry, bajo cientos de portadas de Sports Illustrated, soñábamos con Brooke. Ahora ella está allí, delante de mí, y el que aparece en la portada de la revista soy yo, y Perry es el exproductor de su programa de televisión, y apenas nos hablamos.
Brooke lee el titular en voz alta. «De repente, Andre». Vuelve a leerlo. ¿De repente, Andre?
Alza la vista.
Oh, Andre.
¿Qué?
Oh, Andre, lo siento tanto.
¿Por qué?
Aquí está, tu gran momento y hacen que gire todo a mi alrededor.
Stefanie también ha llegado a la final. Pierde contra Lindsay Davenport. También ha estado jugando a dobles mixtos, con McEnroe, y llegaron a semifinales, pero ella se retiró por problemas con un tendón de la pierna. Yo estoy en el vestuario, vistiéndome para mi partido con Pete, y McEnroe está hablando con un grupo de jugadores, y les dice que Stefanie lo ha dejado en la estacada.
¿Os lo podéis creer? La muy puta pide que juguemos dobles mixtos, y yo accedo y llegamos a semifinales, y entonces ella va y se retira.
Brad me pone la mano en el hombro. Tranquilo, campeón.
Empiezo fuerte contra Pete. Mi mente viaja en varias direcciones a la vez: ¿cómo se atreve Mac a decir esas cosas de Stefanie? ¿Qué pretendía Brooke con ese sombrero que llevaba? Pero, no sé cómo, mi juego es sólido, limpio. Voy ganando 3-0 en el primer set, y en el cuarto juego saca Pete y vamos 0-40. Tres puntos de servicio. Veo que Brad sonríe, que le da un codazo a Perry, que me grita: «¡Venga! ¡Vamos!». Me permito pensar en Borg, el último jugador en ganar en Roland Garros y en Wimbledon consecutivamente, una hazaña que ahora está a mi alcance.
Me imagino a Borg llamándome otra vez para felicitarme. ¿Andre? ¿Andre? Soy yo, Björn. Te envidio.
Pete me despierta de mi ensoñación. Un saque imposible de devolver. Otro. Un borrón. Ace. Juego para Sampras.
Miro a Pete, estupefacto. Nadie, ni vivo ni muerto, ha sacado nunca así. Nadie en la historia del tenis podría haber restado esos saques.
Sampras me elimina en tres sets consecutivos, y me echa de la pista con dos aces, dos signos de exclamación que ponen punto final a una actuación impecable. Es el primer partido de un Grand Slam que pierdo, el primero de catorce disputados, una racha de victorias casi sin precedentes en toda mi carrera. Pero para la historia quedarán las seis victorias de Pete en Wimbledon, y sus doce torneos de Grand Slam en total, lo que lo convierte en el jugador que más victorias acumula. La historia es así. Después, Pete me dirá que nunca me había visto darle tan duro, tan limpio a la pelota como en esos primeros seis juegos, y que eso es lo que le ha hecho subir el listón, y proporcionar a su segundo saque una velocidad suplementaria de casi cuarenta kilómetros por hora.
En el vestuario, debo someterme al test antidóping preceptivo. Tengo tantas ganas de orinar, regresar a casa y llamar a Stefanie… Pero no puedo, porque tengo la vejiga de ballena. Tardo un montón. Finalmente, mi vejiga coopera con mi corazón.
Suelto la bolsa en el recibidor de la casa y corro hacia el teléfono como quien corre para devolver una dejada. Con dedos temblorosos, marco el número. Me salta directamente el buzón de voz. Dejo un mensaje. Hola, soy Andre. El torneo ha terminado. He perdido contra Pete. Siento lo de tu derrota contra Lindsay. Llámame cuando puedas.
Me siento a esperar. Pasa un día. No hay llamada. Pasa otro día. No hay llamada.
Levanto el teléfono y le digo: ¡suena!
Vuelvo a llamarla. Le dejo otro mensaje. Nada.
Vuelo a la Costa Oeste. Apenas me bajo del avión, consulto los mensajes. Nada.
Me desplazo a Nueva York para participar en un acto benéfico. Reviso el buzón de voz cada quince minutos. Nada.
J. P. se reúne conmigo en Nueva York. Nos pateamos la ciudad. Él quiere ir a Clarke’s, y yo a Campagnola. Cuando entramos nos reciben con una gran ovación. Veo a mi amigo Bo Dietl, el policía metido a presentador de televisión. Está sentado a una mesa larga, junto a su equipo: Mike el Ruso, Shelly el Sastre, Al Tomatoes, Joey Pots and Pans. Todos insisten en que nos sentemos con ellos.
J. P. le pregunta a Joey Pots and Pans de dónde le viene el apodo.
¡Me encanta cocinar!
Después todos nos partimos de risa cuando le suena el teléfono. Lo abre y grita: ¡Pots!
Bo dice que va a dar una fiesta en los Hamptons este fin de semana. Insiste para que J. P. y yo vayamos. Pots cocinará, dice. Dile cuál es tu plato favorito, el que sea, y él te lo preparará. Eso me lleva a pensar en aquellas noches de los jueves en casa de Gil, hace ya tanto tiempo.
Le digo a Bo que no faltaremos.
Los invitados a la fiesta parecen una mezcla de los repartos de Uno de los nuestros y Forrest Gump. Nos sentamos en torno a la piscina, fumamos puros, bebemos tequila. De vez en cuando saco el número de teléfono de Stefanie y lo miro. En un determinado momento entro en la casa y la llamo desde un fijo, por si resulta que se dedica a filtrar mis llamadas. Pero también salta el buzón de voz.
Desesperado, inquieto, me bebo tres o cuatro margaritas más de la cuenta, y entonces saco la billetera y el móvil, los dejo sobre una silla y me tiro de bomba en la piscina, vestido. Todos los demás me imitan. Una hora después, consulto mi buzón de voz. Tiene un mensaje nuevo.
No sé por qué, pero el teléfono no ha sonado.
Hola. —Es ella—. Siento no haberte llamado antes. He estado muy enferma. Después de Wimbledon, mi cuerpo dijo basta. Tuve que anular lo de San Francisco y volver a casa, a Alemania. Pero ya me encuentro mejor. Llámame cuando puedas.
No me deja ningún número, claro, porque ya me lo dio.
Me toco los bolsillos. ¿Dónde he metido el número?
Se me para el corazón. Recuerdo haberlo escrito en una servilleta de papel que llevaba en el bolsillo cuando me he tirado a la piscina. Meto la mano en el bolsillo a toda prisa y saco el papel, lleno de chorretones.
Recuerdo que en una ocasión he llamado a Stefanie desde el fijo de Bo. Lo agarro del brazo y le digo que, cueste lo que cueste, tenga a quien tenga que sobornar, amenazar o matar, debe conseguir el registro de llamadas de su casa, todas las llamadas salientes de ese día. Y tiene que hacerlo ahora mismo.
Eso está hecho, dice Bo.
Se pone en contacto con un tipo que conoce a otro que tiene un primo que trabaja para la compañía telefónica. Una hora después disponemos ya del registro. La lista de llamadas salientes desde esa casa es más larga que las Páginas Amarillas de Pittsburgh. Bo grita a su equipo: ¡Voy a tener que empezar a controlaros, perros! Ahora entiendo por qué me llegan esas facturas.
Pero ahí está el número. Lo anoto en seis sitios distintos, entre ellos mi mano. Llamo a Stefanie, que contesta al tercer tono. Le cuento todo lo que he tenido que hacer para localizarla. Ella se ríe.
Los dos vamos a jugar pronto cerca de Los Ángeles. ¿Podríamos vernos allí? ¿Tal vez?
Después del torneo —dice ella—. Sí.
Viajo a Los Ángeles y juego bien. Me enfrento a Pete en la final. Pierdo 7-6, 7-6, y no me importa. Cuando salgo de la pista, soy el hombre más feliz del mundo.
Me ducho, me afeito, me visto. Cojo la bolsa de tenis, me dirijo hacia la puerta… Y ahí está Brooke.
Ha oído que estaba en la ciudad y ha decidido acercarse a verme jugar. Me repasa de arriba abajo.
Vaya, vaya, dice. Vas muy mudado. ¿Una cita importante?
De hecho, sí.
Ah, ¿con quién?
No respondo.
Gil, dice ella, ¿con quién ha quedado?
Brooke, creo que eso deberías preguntárselo a él.
Ella me mira. Yo suspiro.
He quedado con Stefanie Graf.
¿Stefanie?
Steffi.
Sé que los dos estamos pensando en la foto de la puerta de la nevera. Le digo: por favor, no se lo cuentes a nadie, Brooke. Es una persona muy reservada, y no le gusta la fama.
No se lo diré a nadie.
Gracias.
Estás guapo.
¿De verdad?
Ajá.
Gracias.
Recojo la bolsa de tenis. Ella me acompaña hasta el túnel que pasa por debajo del estadio, donde aparcan los jugadores.
Hola, Lily, dice ella, apoyando una mano en el capó blanco, resplandeciente, del Cadillac. La capota ya está bajada. Lanzo la bolsa al asiento trasero.
Pásalo bien, dice Brooke. Me da un beso en la mejilla.
Yo me alejo despacio, mirándola por el retrovisor. Una vez más, me alejo de ella montado en mi Cadillac. Pero esta vez sé que será la última, y que no volveremos a hablar nunca más.
Camino de San Diego, donde juega Stefanie, telefoneo a J. P., que pronuncia una arenga. No insistas demasiado, me dice. No intentes mostrarte perfecto. Sé tú mismo.
Yo pienso que sé cómo seguir ese consejo en una pista de tenis, pero que, en una cita, estoy perdido.
Andre, me dice, algunas personas son termómetros y otras son termostatos. Tú eres un termostato. Tú no registras la temperatura de una habitación; tú la modificas. Así que ten confianza, sé tú mismo, toma el control. Muéstrale cómo eres en esencia.
Creo que eso sí puedo hacerlo. ¿Es mejor que pase a buscarla con la capota del coche levantada o bajada?
Levantada. A las chicas les preocupa el peinado.
Eso nos preocupa a todos, ¿no? Pero ¿no queda más guay la capota bajada?
Piensa en su pelo, Andre, en su pelo.
Pero no le hago caso, y me presento con el coche descapotado. Antes guay que caballeroso.
Stefanie ha alquilado un apartamento en un gran complejo hotelero. Encuentro el complejo, pero no su apartamento, así que la llamo para que me oriente.
¿Qué coche tienes?
Es un Cadillac tan grande como un crucero.
Ah, sí, ya te veo.
Miro hacia delante y la descubro ahí de pie, en lo alto de una colina cubierta de césped, saludándome.
¡Espérame ahí!, me grita.
Baja corriendo la colina y hace el ademán de meterse en el coche de un salto.
Espera. Quiero darte una cosa. ¿Puedo subir un momento?
Ah. Eh…
Solo un momento.
A regañadientes, sube la pendiente. Yo la sigo en coche y aparco frente a la puerta de su apartamento.
Le entrego el regalo, una caja de velas decorativas que he comprado en Los Ángeles. Al parecer le gustan.
Está bien —dice ella—. ¿Ya estamos?
Creía que tal vez podríamos tomar una copa antes.
¿Una copa? ¿Cómo qué?
No sé. ¿Vino?
Ella dice que no tiene vino.
Podríamos pedirlo al servicio de habitaciones.
Ella suspira. Me alarga una lista de vinos y me pide que escoja yo una botella.
Cuando el chico del servicio de habitaciones llama a la puerta, ella me pide que espere en la cocina. Dice que no quiere que nos vean juntos. Se siente incómoda con nuestra cita. Culpable. Imagina que ese chico se lo contará todo a sus colegas. Tiene novio, me recuerda.
Pero si solo estamos…
No hay tiempo para explicaciones, dice. Me mete en la cocina.
Oigo al pobre chico del servicio de habitaciones, medio enamorado de Stefanie, quien, aunque por distintas razones, está tan nerviosa como él. Intenta meterle prisa. Él forcejea con la botella y, cómo no, la rompe. Un Château Beychevelle de 1989.
Cuando el chico se va, ayudo a Stefanie a recoger los cristales rotos.
Le digo:
Creo que hemos empezado con muy buen pie. ¿Tú no?
He reservado una mesa junto a la ventana en Georges on the Cove, un restaurante con vistas al mar. Los dos pedimos pollo con verduras sobre un lecho de puré de patatas. Stefanie come más deprisa que yo y no toca el vino. Me doy cuenta de que no es de las que disfrutan con la comida, de las que piden tres platos y café y se entregan a largas sobremesas. Además, está nerviosa, porque detrás de nosotros ha visto a alguien que conoce.
Hablamos de mi fundación. Le fascina saber que estoy construyendo una escuela autónoma. Ella tiene su propia fundación, en la que se ofrece asistencia psicológica a niños víctimas de la guerra y la violencia en lugares como Sudáfrica y Kosovo.
También hablamos de Brad, cómo no. Le digo que tiene un inmenso don para entrenar, pero que las cuestiones sociales no se le dan tan bien. Nos reímos al recordar sus esfuerzos para que esa cena haya sido posible. Pero de su vaticinio no le digo nada. No le pregunto por su novio. Sí me intereso por saber qué le gusta hacer en su tiempo libre. Ella me cuenta que le encanta el mar.
¿Quieres venirte conmigo a la playa mañana?
Creía que mañana te ibas a Canadá.
Podría coger un vuelo nocturno.
Ella se lo piensa.
Está bien.
Después de cenar la llevo a su hotel, me besa en las dos mejillas, en un gesto que empieza a parecerme una especie de llave de kárate, de defensa personal. Y se mete corriendo en el apartamento.
Extiende la toalla en la arena y se quita los vaqueros. Debajo lleva un bañador blanco. Se mete en el agua hasta las rodillas. Se queda ahí un rato, con una mano en la cadera. Con la otra se protege los ojos del sol, mientras contempla el horizonte.
Me pregunta: ¿vienes?
No lo sé. Yo llevo mis pantalones cortos de tenis. No se me ha ocurrido traerme un traje de baño porque soy un chico del desierto. El agua no se me da muy bien. Pero en este momento, si hace falta, estoy dispuesto a llegar nadando hasta China. Con mis pantalones cortos de tenis, me acerco a Stefanie. Ella se ríe al verme y finge escandalizarse al saber que no llevo nada debajo. Le digo que lo he hecho así desde que gané en Roland Garros, y que no pienso cambiarlo.
Hablamos de tenis por primera vez. Cuando le digo que odio el tenis, ella se vuelve hacia mí con un gesto que significa: pues claro. ¿No lo odiamos todos?
Le hablo de Gil. Le pregunto sobre su forma física. Ella me dice que antes entrenaba con el equipo olímpico alemán de marcha.
¿Y qué distancia se te da mejor?
Los ochocientos metros.
¡Vaya! Eso sí es toda una prueba de resistencia. ¿Y cuánto tardas en correrla?
Ella sonríe, tímida.
¿No quieres decírmelo?
No hay respuesta.
Venga, ¿cuánto tardas?
Ella señala hacia el otro extremo de la playa, a un globo rojo que se ve a lo lejos.
¿Ves ese punto rojo de ahí?
Sí.
Seguro que llego antes que tú.
¿En serio?
En serio.
Ella sonríe. Y sale disparada. Yo la sigo. Me siento como si llevara toda la vida persiguiéndola, y ahora me veo persiguiéndola literalmente. Al principio hago esfuerzos por mantener su ritmo, pero hacia el final reduzco la distancia. Aun así, ella llega dos cuerpos por delante de mí. Se vuelve y sus risas me llegan como jirones de viento.
Nunca me había alegrado tanto de perder.