18
Durante mi enfrentamiento con Wilander en Copa Davis, alterno movimientos para proteger mi cartílago desgarrado, pero cuando nos protegemos una cosa, normalmente nos lesionamos otra. Lanzo un derechazo raro y noto un tirón en un músculo del pecho. Mientras dura el partido se mantiene caliente, pero cuando despierto, a la mañana siguiente, no puedo moverme.
Los médicos me ordenan reposo durante semanas. Brad se quiere morir.
Un parón ahora te hará perder el número uno, me dice.
Pero a mí no me importa lo más mínimo. Pete ya es el número uno, por más que ciertos ordenadores digan lo contrario. Ha ganado dos torneos de Grand Slam este año y ha ganado nuestro encuentro decisivo en Nueva York. Además, a mí todavía me trae sin cuidado ser el número uno. Habría sido bonito. No era mi meta. Aunque, por otra parte, ganar a Pete tampoco lo era, y en cambio perder contra él me ha llevado a hundirme en una tristeza sin fondo.
Siempre me ha costado superar derrotas duras, pero esta contra Pete es distinta. Esta es la derrota final, la «über-derrota», el alfa y omega de las derrotas que eclipsa todas las otras. Mis derrotas anteriores contra el mismo rival, mis derrotas contra Courier, mi derrota contra Gómez… todas ellas fueron heridas superficiales comparadas con esta, que siento como si me hubieran clavado una lanza en el corazón. Aunque pasan los días, la derrota parece reciente. Cada mañana me digo a mí mismo que debo dejar de recrearme en ella, pero no lo consigo. Lo único que me alivia algo es pensar en la retirada.
Brooke, entre tanto, trabaja sin parar. Su carrera de actriz está despegando. Siguiendo el consejo de Perry, se ha comprado una casa en Los Ángeles y busca papeles en televisión. Acaban de ofrecerle un bombón: una aparición breve en un episodio de Friends, la comedia de situación.
Es la serie número uno del mundo, dice. ¡La número uno!
Yo tuerzo el gesto. Otra vez la frase. Ella no se da cuenta.
Los productores de Friends le han pedido que interprete el papel de una acosadora. A mí me da reparo, porque pienso en la pesadilla que ha tenido que soportar con tipos que la han acosado en la vida real, y con fans que se han excedido en su entusiasmo. Pero Brooke cree que, precisamente, su experiencia con tantos de ellos la ayudará a preparar el papel. Dice que entiende la estructura mental de ese tipo de acosadores.
Además, Andre, es Friends. La serie número uno de la tele. Podrían acabar dándome un personaje fijo en el programa. Y, además de ser la serie número uno, van a emitir el episodio justo después de la Super Bowl: lo verán cincuenta millones de personas. Es el equivalente a mi Open de Estados Unidos.
Una analogía con el tenis. La manera más rápida de conseguir que me desmarque de su deseo. Con todo, hago como que me alegro, y le digo lo que se dice en estos casos: si a ti te hace feliz, a mí también. Ella me cree. O actúa como si me creyera. Algo que, con frecuencia, me parece lo mismo.
Acordamos que Perry y yo iremos con ella a Hollywood y asistiremos a la grabación del episodio. Estaremos en su palco, tal como ella siempre ha estado en el mío.
¿A que será divertido?, dice.
No, pienso yo.
Sí, le digo. Divertido.
No quiero ir. Pero tampoco quiero quedarme más tiempo en casa, hablando solo. Con el pecho dolorido, con el ego herido. Ni siquiera yo quiero quedarme a solas conmigo.
En los días anteriores a la grabación del episodio de Friends, nos encerramos en la casa que Brooke tiene en Los Ángeles. Un colega actor viene todos los días para ayudarla a repasar el texto. Yo los observo. Brooke está concentrada. Siente la presión, se entrena duramente, en un proceso que me resulta familiar. Estoy orgulloso de ella. Le digo que va a ser una estrella. Están a punto de ocurrir cosas buenas.
Llegamos al estudio a media tarde. Media docena de actores nos saludan cariñosamente. Supongo que son el reparto, los que dan nombre a la serie, los amigos, aunque, a mis ojos, podrían ser seis actores en paro de West Corvina: no he visto nunca la comedia. Brooke los abraza, se pone colorada, tartamudea, a pesar de que ya lleva días ensayando con ellos. Yo nunca la había visto tan impresionada. En una ocasión le presenté a Barbra Streisand y no reaccionó así.
Me mantengo algo por detrás de Brooke, en segundo plano. No quiero restarle protagonismo y, además, no me siento demasiado sociable. Pero los actores son aficionados al tenis y no dejan de integrarme en la conversación. Me preguntan por mi lesión, me felicitan por un año lleno de éxitos. A mí ese año me parece de todo menos lleno de éxitos, pero les doy las gracias tan cortésmente como puedo y vuelvo a retroceder dos pasos.
Ellos insisten. Me preguntan por el Open de Estados Unidos. Por mi rivalidad con Pete. ¿Qué tal es? Sois los dos geniales para el tenis.
Bien, sí…
¿Sois amigos?
¿Amigos? ¿Acaban de preguntarme eso? ¿En serio? ¿Me lo preguntan porque ellos son los amigos? La verdad es que nunca me lo había preguntado, pero supongo que sí, que Pete y yo somos amigos.
Me vuelvo hacia Perry en busca de apoyo. Pero él está igual que Brooke, impresionado en presencia de tantas estrellas. De hecho, se está haciendo un poco el entendido. Habla con los actores sobre el mundo del espectáculo y no deja de soltar nombres.
Afortunadamente, llaman a Brooke para que pase a maquillaje. Perry y yo la seguimos mientras un equipo de gente la peina y otro la viste y la maquilla. Yo veo a Brooke mirarse en el espejo. Está tan contenta, tan animada, como una jovencita arreglándose para su puesta de largo, y yo me siento totalmente fuera de lugar. Siento que me voy cerrando cada vez más. Digo lo que hay que decir, sonrío y pronuncio palabras de aliento, pero por dentro me siento como una válvula cerrada. Me pregunto si lo que siento es lo mismo que siente Brooke cuando yo estoy tenso antes de un torneo, o cuando, después, me lamento por una derrota. Mi interés fingido, mis respuestas automáticas, mi falta de interés básico… ¿Es eso a lo que la reduzco yo la mitad del tiempo?
Me acerco al plató, un apartamento en tonos rojos con muebles de segunda mano. Nos sentamos aquí y allá, matando el tiempo, mientras unos hombres corpulentos manejan unas luces y el director habla con unos guionistas. Hay alguien que cuenta chistes para calentar al público. Yo encuentro un sitio en la primera fila, cerca de la puerta falsa por la que se supone que Brooke hará su entrada. El público, lo mismo que el equipo, murmura sin parar. Hay un ambiente de expectación general. Yo, en cambio, no puedo dejar de bostezar. Me siento como Pete, obligado a ver Grease. Me pregunto por qué, si siento tanto respeto por Broadway, todo esto me inspira ese desinterés.
Alguien grita: ¡Silencio! Otro grita: ¡Acción!
Brooke da un paso al frente y llama a la puerta falsa. La puerta se abre y Brooke pronuncia su primera frase. El público se ríe. El director grita: ¡Corten! Una mujer, sentada varias filas más atrás, grita: Brooke, lo estás haciendo muy bien.
El director elogia a Brooke. Ella escucha los elogios, asiente con la cabeza. Gracias, le dice, pero puedo hacerlo mejor. Quiere hacerlo otra vez. Quiere otra oportunidad. Está bien, dice el director.
Mientras organizan la siguiente toma, Perry le da consejos a Brooke. Él no tiene ni idea sobre interpretación, pero Brooke se siente tan insegura que, en este momento, aceptaría indicaciones de cualquiera. Escucha, asiente con la cabeza. Los dos están de pie, frente a mí, y él le está dando una lección digna de director del Actor’s Studio.
¡Todos a sus puestos, por favor!
Brooke le da las gracias a Perry y corre hacia la puerta.
¡Silencio todo el mundo!
Brooke cierra los ojos.
Acción.
Llama a la puerta falsa e interpreta la escena exactamente igual que antes.
Fantástico, le dice el director.
Ella viene corriendo hacia mí y me pregunta qué me ha parecido. Genial, le digo, y no miento. Lo ha hecho muy bien. Incluso si la televisión me irrita, incluso si el ambiente y la falsedad me desagradan, respeto la seriedad con que se toma su trabajo. Admiro su dedicación. Lo ha dado todo. La beso y le digo que me siento orgulloso de ella.
¿Ya has terminado?
No, tengo otra escena.
Ah.
Nos trasladamos a otro plató, un restaurante. La acosadora —el personaje que interpreta Brooke— tiene una cita con el objeto de su admiración, Joey. Está sentada frente al actor que interpreta a Joey. Otra espera interminable. Más comentarios de Perry. Finalmente, el director grita: ¡Acción!
El actor que interpreta el papel de Joey parece buen tío. Sin embargo, cuando empieza la escena, me doy cuenta de que voy a tener que darle una patada en el culo. Al parecer el guion exige que Brooke le agarre la mano y se la chupe. Pero ella va un paso más allá y empieza a comérsela como si fuera un helado. ¡Corten! Has estado genial —dice el director—. Pero vamos a intentarlo otra vez. Brooke se está riendo. Joey se está riendo… mientras se seca la mano con una servilleta. Yo los miro, con los ojos como platos. Brooke no me había comentado nada sobre esos lametones de mano. Y sabía cómo reaccionaría yo.
Esta no es mi vida. Esta no puede ser mi vida. En realidad yo no estoy aquí, en realidad no estoy sentado con doscientas personas viendo a mi novia chuparle la mano a otro hombre.
Miro al techo, a los focos.
Van a hacerlo otra vez.
¡Silencio, por favor!
¡Acción!
Brooke le agarra la mano a Joey y se la lleva a la boca, y se la mete hasta los nudillos. Esta vez pone los ojos en blanco y le pasa la legua por…
Me levanto de un salto, corro escaleras abajo y salgo a la calle por una puerta lateral. Ya es de noche. ¿Cómo ha podido oscurecer tan rápido? Junto a la puerta está el Lincoln que he alquilado. Detrás de mí vienen Perry y Brooke. Perry está confundido. Brooke está histérica. Me agarra del brazo y me pregunta: ¿adónde vas? ¡No puedes irte!
Perry dice: ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema?
Ya lo sabes. Los dos lo sabéis.
Brooke me suplica que me quede. Perry también. Yo les digo que de ninguna manera, que no quiero presenciar cómo le chupa la mano a ese hombre.
No lo hagas, me dice Brooke.
¿Yo? ¿Yo? Yo no estoy haciendo nada. Volved ahí dentro y pasadlo bien. Partíos el culo. Y tú chúpale un poco más la mano. Yo me largo de aquí.
Voy conduciendo a gran velocidad por la autopista, esquivando el tráfico. No sé bien adónde voy, pero sí sé que no pienso volver a casa de Brooke. A la mierda. De pronto me doy cuenta de que estoy regresando a Las Vegas, y no me detengo hasta que llego a la ciudad. Lo cierto es que la decisión hace que me sienta bien. Piso el acelerador a fondo y dejo atrás la ciudad, me adentro en el desierto. Lo único que me separa de mi cama es una franja de tierra desolada y el brillo de las estrellas.
Cuando la radio pierde todas las emisoras, yo intento sintonizar mis emociones. Me siento celoso, sí, pero también desubicado, sin contacto conmigo mismo. Como Brooke, yo también estaba representando un papel, el papel del Novio Tonto, y creía que me estaba saliendo bastante bien. Pero cuando he visto que le empezaba a chupar la mano al actor, no he conseguido mantenerme en el papel. Sí, claro, yo ya he visto a Brooke besar a otros hombres en escena. También he vivido la experiencia de conocer a un pervertido al que le faltó tiempo para decirme que lo había hecho con mi novia en un plató de rodaje cuando ella tenía quince años. Pero esto es distinto. Esto se pasa de la raya. No es que yo sepa dónde está la raya, pero lo que sé es que lamer una mano queda del otro lado.
Llego a mi casa de soltero a las dos de la mañana. Conducir me ha cansado, me ha amansado un poco. Sigo enfadado, pero también estoy algo avergonzado.
Llamo a Brooke.
Lo siento. Pero… necesitaba salir de ahí.
Ella me cuenta que todo el mundo le ha preguntado dónde estaba. Me dice que la he humillado, que he puesto en peligro su gran oportunidad. Me dice que todo el mundo le ha dicho que ha estado genial, pero que ella no ha podido disfrutar ni un minuto de su éxito, porque la única persona con la que le apetecía compartirlo se había ido.
Me has desconcentrado mucho, añade, alzando la voz. He tenido que apartarte de mi mente para poder concentrarme en mi texto y eso me ha puesto las cosas mucho más difíciles. Si yo alguna vez te hiciera algo parecido durante un partido, te pondrías furioso.
No he sido capaz de verte lamiéndole la mano a ese tío.
Estaba actuando, Andre. Actuando. ¿Te olvidas de que soy actriz, de que me gano la vida actuando, de que todo es ficción? ¿Fingimiento?
Ojalá pudiera olvidarlo.
Empiezo a defenderme, pero Brooke me dice que no quiere oírme.
Y cuelga.
Me quedo en medio del salón y noto que el suelo tiembla. Por un momento me planteo la posibilidad de que Las Vegas esté siendo sacudida por un terremoto. No sé qué hacer, dónde meterme. Me acerco al estante en el que se alinean mis trofeos de tenis y cojo uno. Lo estampo contra el salón, contra la cocina. Se rompe en varios pedazos. Cojo otro y lo estrello contra la pared. Hago lo mismo con todos mis trofeos. ¿Copa Davis? La estrello. ¿Open de Estados Unidos? Lo estrello. ¿Wimbledon? Lo estrello. Saco mis raquetas de la bolsa e intento romperlas contra las paredes y contra otras cosas de la casa. Cuando los trofeos ya no pueden romperse en pedazos más pequeños, me echo en el sofá, que está cubierto de los trozos de yeso que han saltado de las paredes.
Horas más tarde abro los ojos. Inspecciono los daños como si los hubiera causado otra persona, lo que es cierto. Era otra persona. Es otra persona que hace la mitad de las cosas que hago.
Suena el teléfono. Es Brooke. Vuelvo a disculparme y le explico que he destrozado mis trofeos. Su tono de voz pierde dureza. Está preocupada. No le gusta nada que me disgustara tanto, que me pusiera tan celoso, que sufra tanto. Le digo que la quiero.
Un mes después me encuentro en Stuttgart, donde da comienzo la temporada en pista cubierta. Si tuviera que enumerar todos los lugares del mundo en los que no quiero estar, todos los continentes y países, las ciudades, los pueblos y las aldeas, Stuttgart ocuparía el primer puesto de mi lista. Creo que, aunque llegara a vivir mil años, nada bueno me ocurrirá en Stuttgart. No es que tenga nada contra esa ciudad. Es solo que no me apetece estar aquí en este momento, jugando al tenis.
Y sin embargo aquí estoy, y es un partido importante. Si lo gano, consolidaré mi primera plaza en el ranking, algo que Brad desea con locura. Me enfrento a MaliVai Washington, al que conozco bien. He jugado con él muchas veces desde que éramos alevines. Es un buen atleta, cubre la pista como una lona, siempre me obliga a ganarle. Tiene las piernas de bronce macizo, así que por ese flanco no puedo atacarlo. No puedo cansarlo como a cualquier otro contrincante. Tengo que pensar más que él. Y eso es lo que hago. Le llevo un set de ventaja, y sigo progresando cuando, de pronto, noto como si acabara de pisar una ratonera. Bajo la mirada. Se me acaba de romper una zapatilla. La suela se ha salido por completo.
No me he traído zapatillas de recambio.
Detengo el partido. Hablo con los jueces y les explico que necesito unas zapatillas nuevas. Se emite un anuncio por megafonía en alemán y en un tono imperioso. ¿Alguien puede dejarle una zapatilla al señor Agassi? ¿Del 44?
Tiene que ser Nike, añado; por el contrato.
Un hombre de las gradas superiores levanta una zapatilla y la agita varias veces. Le alegraría mucho, dice, poder prestarme su Schuh. Brad sube y se la recoge. Aunque el hombre calza un 43, me encajo la zapatilla como una Cenicienta medio tonta y sigo jugando.
¿Es esto mi vida?
Esto no puede ser mi vida.
Estoy jugando un partido para ser el número uno en el ranking mundial y llevo la zapatilla que un desconocido me ha prestado en Stuttgart. Pienso en mi padre, que usaba pelotas de tenis viejas para reforzarnos el calzado cuando éramos niños. Esto me parece más raro, más ridículo. Me siento emocionalmente exhausto, y me pregunto por qué, sencillamente, no paro. Por qué no me voy de allí. Por qué no abandono. ¿Qué me impulsa a seguir? ¿Cómo consigo decidir qué tiro devuelvo, cómo hago para mantener el servicio, para romperle el saque? Mentalmente me ausento de la pista. Me voy a las montañas. Alquilo una cabaña de esquí, me preparo una tortilla, pongo los pies encima de la mesa, aspiro hondo y me impregno del olor a nieve y a bosque.
Me digo a mí mismo: si gano este partido, me retiro. Y si lo pierdo, me retiro.
Pierdo.
Y no me retiro. En realidad, hago exactamente lo contrario: me monto en un avión rumbo a Australia para participar en un torneo de Grand Slam. Para que dé inicio el Open de Australia de 1996 apenas faltan unos días, y yo defiendo mi título del año anterior. No estoy en absoluto mentalizado. Parezco un loco. Tengo los ojos rojos, el rostro demacrado. La azafata debería echarme del vuelo. Yo mismo estoy a punto de hacerlo. Minutos antes de que Brad y yo embarquemos, estoy a punto de levantarme del asiento y largarme corriendo. Brad, al verme, me agarra del brazo.
Vamos, hombre, me dice. Nunca se sabe. Tal vez suceda algo bueno.
Yo me trago un somnífero y me bebo un vodka, y cuando abro los ojos el avión ya ha tocado tierra y se acerca a la puerta de embarque de Melbourne. Brad me lleva al hotel, el Como. Tengo la cabeza abotargada y espesa como un puré de patatas. Un botones me enseña la habitación, que tiene un piano y una escalera de caracol con peldaños de madera brillante en su centro. Pulso algunas teclas del piano, subo a trompicones la escalera y me tumbo en la cama boca arriba. Me golpeo la rodilla en el afilado borde metálico de la barandilla y me abro una brecha. Bajo la escalera a trompicones. Hay sangre por todas partes.
Llamo a Gil. Llega en dos minutos. Dice que es la rótula. Un corte feo, dice. Un hematoma feo. Me pone venda, me acompaña hasta el sofá. Por la mañana, me obliga a descansar. No me deja practicar. Tenemos que ser cuidadosos con esa rótula, dice. Será un milagro que resista siete partidos.
Cojeando ostensiblemente, juego la primera ronda con la rodilla vendada y un velo en los ojos. El público, los periodistas deportivos, los comentaristas, todos se dan cuenta de que no soy el jugador que era el año anterior. Dejo escapar el primer set y enseguida pierdo dos servicios y quedo muy rezagado. Voy a ser el primer defensor de un título de Grand Slam en caer en la primera ronda desde que lo hizo Roscoe Tanner.
Juego contra el argentino Gastón Etlis, que no sé quién es. Ni siquiera parece tenista. Parece un maestro de escuela sustituto. Tiene unos rizos sudados y una barba de dos días que le da un aspecto algo siniestro. Es hombre de dobles, y solo juega individuales porque, por algún milagro, se ha clasificado. Parece no terminar de creerse que está ahí. A un tipo así, en condiciones normales, le ganaría sin salir del vestuario, con una simple mirada de acero, pero me lleva un set de ventaja y va ganando en el segundo. Por Dios. Y el que sufre es él. Si está claro que a mí me duele algo, está más claro aún que él está aterrado. Se diría que se ha atragantado con un sapo de veinticinco kilos. Espero que tenga los cojones de acabar conmigo, de echarme de una vez de allí, porque en este momento me iría mejor perder e irme pronto a casa.
Pero Etlis se ahoga, se paraliza, toma unas decisiones pésimas.
Empiezo a sentirme débil. Esta mañana me he rapado la cabeza, me he dejado calvo del todo porque quería castigarme. ¿Por qué? Porque todavía me perturba haberle jodido el cameo a Brooke en Friends, porque me he cargado mis trofeos, porque he llegado a un torneo de Grand Slam sin prepararme… y porque perdí el maldito Open de Estados Unidos contra Pete. A ese hombre que te mira desde el espejo no lo puedes engañar, dice siempre Gil, así que voy a hacer que ese hombre pague. Mi apodo en el circuito es El Castigador, por mi manera de hacer correr a mis rivales de un lado a otro. Ahora estoy más que decidido a castigar al rival más intratable de todos los que tengo, que soy yo mismo, haciendo que se le queme la cabeza.
Misión cumplida. El sol australiano me está achicharrando la piel. Me riño a mí mismo, y después me perdono, y después hago un reset y consigo empatar el segundo set. Gano el tiebreak.
Mi mente no para de hablar. ¿Qué otra cosa puedo hacer en la vida? ¿Tengo que separarme de Brooke? ¿Casarme con ella? Pierdo el tercer set. Una vez más, Etlis no soporta la abundancia. Gano el cuarto en otro tiebreak. En el quinto, Etlis pierde fuelle, se rinde. Yo no me siento ni orgulloso ni aliviado. Me siento avergonzado. Mi cabeza es como una gran quemadura, como una ampolla. «Métele una ampolla en la mente».
Más tarde, los periodistas me preguntan si me preocupa la insolación. Yo me río. Sinceramente, les digo, la insolación es la menor de mis preocupaciones. Y querría añadir: mentalmente, ya estoy frito. Pero no lo hago.
En cuartos juego contra Courier. Me ha derrotado seis veces seguidas. Nos hemos enfrentado a batallas terribles, tanto en la pista como en los periódicos. Tras derrotarme en el Roland Garros de 1986, se quejó de la atención que se me dedicaba. Y dijo que se sentía como si siempre, en mi presencia, él hubiera de ser segundo violín.
A mí me parece que debe de tratarse de un problema de inseguridad, comenté yo a los periodistas.
Y Courier contraatacó: ¿el inseguro soy yo?
También se ha mostrado crítico con mis constantes cambios de aspecto y personalidad. En una ocasión le preguntaron qué pensaba del nuevo Agassi, y respondió: ¿Te refieres al nuevo Agassi, o al nuevo nuevo Agassi? Desde entonces, hemos limado asperezas. Yo le he dicho que me alegro de su éxito, que lo considero un amigo, y él ha expresado lo mismo de mí. Pero siempre hay un velo de tensión entre nosotros, y es muy posible que siempre lo haya, al menos hasta que uno de los dos se retire, dado que nuestra rivalidad se remonta a nuestra adolescencia, a Nick.
El partido empieza tarde a causa de la larga duración de la eliminatoria de cuartos femenina. Entramos en la pista casi a medianoche, y conservamos nuestros respectivos servicios durante nueve juegos. O sea, que esta va a ser la tónica general. Entonces se pone a llover. Los responsables del torneo podrían correr el techo, pero la operación tardaría cuarenta minutos. Preguntan si preferimos seguir al día siguiente, y los dos aceptamos.
El sueño ayuda. Despierto fresco, con ganas de derrotar a Courier. Pero no es Courier a quien encuentro al otro lado de la red: es una copia borrosa. A pesar de llevarme una ventaja de dos sets, parece dubitativo, apagado. Yo reconozco bien esa mirada: me la he visto a mí mismo en el espejo muchas veces. Entro a matar y gano el partido. Es mi primera victoria sobre Courier en años.
Cuando los periodistas me preguntan sobre el juego de Courier, digo: no está donde quiere estar.
Querría añadir: eso es algo que pasa mucho.
La victoria me ayuda a recuperar el primer puesto en el ranking. He destronado a Pete una vez más, pero eso solo me sirve para recordar las veces en las que no lo conseguí, en que no pude derrotarlo.
En las semifinales me enfrento a Chang. Sé que puedo ganarle, pero también sé que perderé. De hecho, quiero perder, debo perder, porque Becker me aguarda en la final. Lo que menos me conviene en este momento es otra guerra santa contra Becker. No podría soportarla. No tendría estómago para ella, lo que significa que perdería. Si me dan a escoger entre perder contra Becker o contra Chang, prefiero perder contra Chang. Además, psicológicamente siempre es más fácil perder en semifinales que en la final.
Así que hoy pierdo. Felicidades, Chang. Espero que tú y tu Mesías estéis muy contentos.
Pero perder a propósito no es fácil. Es casi tan difícil como ganar. Tienes que perder de tal manera que el público no se dé cuenta, de tal manera que no te des cuenta tú mismo porque, claro está, tú no eres del todo consciente de que pierdes a propósito. No eres ni siquiera medio consciente. Tu mente se rinde, pero tu cuerpo lucha. Memoria muscular. No es siquiera toda tu mente la que pierde a propósito, sino solo una facción rebelde, un grupo escindido. Las decisiones deliberadamente malas se toman en un lugar oscuro, muy por debajo de la superficie. No haces esas pequeñas cosas que deberías hacer. No corres esos centímetros de más, no te estiras. Tardas más de la cuenta en ponerte en marcha. Vacilas a la hora de inclinarte, de ir a por una pelota. Renuncias a piernas y a caderas en favor de la mano. Cometes un descuido flagrante, lo compensas con un disparo espectacular y después cometes otros dos fallos y así, despacio pero de manera indudable, vas quedando rezagado. En realidad no llegas a pensar: voy a echar esa pelota a la red. Es algo más complicado, más retorcido.
Durante la rueda de prensa posterior al partido, Brad comenta: hoy Andre ha tenido una pájara.
Y es cierto, pienso. Muy cierto. Pero no le digo a Brad que yo tengo pájaras todos los días. Le asombraría saber que hoy, de hecho, me ha gustado tenerla, que le he dado la bienvenida a la pájara, que me alegro de haber perdido, que prefiero montarme en ese avión y volver a Los Ángeles a prepararme para jugar otro partido con nuestro viejo amigo B. B. Sócrates. Preferiría estar en cualquier parte con tal de no estar ahí, incluso en Hollywood, mi siguiente parada. Como he perdido, llegaré justo a tiempo de ver la Super Bowl, seguida del episodio especial de Friends, de una hora de duración, en el que aparece Brooke Shields.