9
Termino 1987 con un golpe de efecto. Gano mi primer torneo como profesional, en Itaparica, Brasil, algo que tiene aún más mérito porque lo hago ante un público compuesto por brasileños inicialmente hostiles. Después de derrotar a su mejor jugador, Luiz Mattar, los aficionados no parecen resentidos conmigo. De hecho, me conceden el título de brasileño honorario. Saltan a la pista, me suben a hombros y me mantean. Muchos han llegado al estadio directamente desde la playa. Llegan bañados de aceite de coco, y yo no tardo en acabar pringado también. Mujeres en biquini y en tanga me cubren de besos. Suena la música, la gente baila, alguien me alcanza una botella de champán y me pide que rocíe al público. El ambiente festivo, carnavalesco, es el complemento perfecto a la alegría que yo siento. Finalmente, he salido adelante. He ganado cinco partidos seguidos. (Para ganar un slam —constato no sin cierta alarma—, debo ganar siete).
Un hombre me entrega el cheque que corresponde al vencedor. Debo mirar dos veces la cifra: 90.000 dólares.
Con el cheque todavía metido en los pantalones de mis vaqueros, me planto dos días después en el salón de mi padre y aplico un poco de psicología preventiva.
Papá —le digo—. ¿Cuánto crees que voy a ganar el año que viene?
Ja, ja —dice él, radiante—. Millones.
Bueno, en ese caso no te importará que me compre un coche.
Él frunce el ceño. Jaque mate.
Sé muy bien qué coche quiero. Un Corvette blanco con todos los extras. Mi padre insiste en que mi madre y él me acompañarán al concesionario para que no me engañen. Yo no puedo negarme. Mi padre es mi casero, mi tutor. Ya no vivo a tiempo completo en la Academia Bollettieri, por lo que vuelvo a residir bajo el techo de mi padre y, por tanto, bajo su control. Viajo por todo el mundo, gano bastante dinero, he alcanzado cierta fama, pero básicamente mi padre sigue dándome la semanada. Es raro, sí, pero es que toda mi vida es rara. Solo tengo diecisiete años, no estoy preparado para vivir solo, apenas lo estoy para aparecer de pie en una pista de tenis, y aun así, acabo de estar en Río de Janeiro, sujetando a una chica con tanga en una mano y un cheque de 90.000 dólares en la otra. Soy un adolescente que ha visto demasiado, un hombre-niño sin cuenta corriente.
En el concesionario, mi padre no deja de regatearle al comercial, y su negociación no tarda en adquirir un tono agresivo. ¿Por qué será que no me sorprende? Cada vez que mi padre le hace una nueva oferta, el comercial sale a consultárselo a su jefe. Mi padre abre y cierra los puños.
Finalmente, el comercial y mi padre acuerdan un precio. Estoy a punto de convertirme en propietario del coche de mis sueños. Mi padre se pone las gafas, echa un último vistazo a los papeles. Pasa el dedo por la lista detallada de gastos. Un momento. ¿Qué es esto? ¿Un pago de 49,99 dólares?
Es un pequeño cargo por el papeleo, dice el comercial.
Ese papeleo no es mío, joder. Es suyo. Páguense ustedes el papeleo.
Al comercial no le gusta el tono de mi padre. Se intercambian palabras gruesas. Mi padre pone esa cara tan suya, la misma que puso antes de noquear al camionero. La mera visión de todos esos coches le devuelve su rabia antigua.
Papá, ¿el coche cuesta 37.000 dólares y te pones así por un cargo de 50?
¡Te están estafando a ti, Andre! ¡Me están estafando a mí! ¡El mundo entero intenta estafarme!
Sale del despacho del comercial hecho una furia y, ya en la sala de exposición, se encara con los jefes, que están sentados a una mesa alta. Les grita: ¿creen que están a salvo ahí detrás? ¿Por qué no salen de ahí, eh?
Tiene los puños en alto. Está listo para pelearse con cinco hombres a la vez.
Mi madre me pasa el brazo por el hombro y me dice que lo mejor que podemos hacer es salir y esperarlo fuera.
Permanecemos en la acera, viendo a mi padre despotricar al otro lado del escaparate. Golpea el escritorio. Agita las manos. Es como ver una película muda espantosa. A mí me mortifica, pero también siento una ligera envidia. Ojalá poseyera yo algo de la furia de mi padre. Ojalá pudiera recurrir a ella durante los partidos difíciles. Me pregunto qué podría llegar a hacer en el tenis si tuviera acceso a esa rabia y fuera capaz de orientarla hacia el otro lado de la red. En cambio, lo que hago es dirigirla toda contra mí mismo.
Mamá, ¿cómo lo aguantas? —le pregunto—. ¿Todos estos años?
Ah —responde ella—. No lo sé. Todavía no ha ido a la cárcel. Y nadie lo ha matado aún. Creo que somos bastante afortunados, pensándolo bien. Con suerte, saldremos de este incidente sin que ocurra ninguna de esas dos cosas, y seguiremos adelante.
Además de la ira de mi padre, me encantaría tener aunque fuera una mínima parte de la calma de mi madre.
Philly y yo regresamos al concesionario al día siguiente. El comercial me entrega las llaves de mi nuevo Corvette; se nota que siente lástima por mí. Me dice que no me parezco en nada a mi padre, y aunque su intención es halagarme, lo cierto es que me siento vagamente ofendido. De camino a casa, la emoción de conducir el coche recién estrenado se ve amortiguada. Le digo a Philly que a partir de ahora las cosas serán distintas. Mientras me abro paso entre el tráfico, mientras piso fuerte el acelerador, le digo: ha llegado el momento. Necesito hacerme con el control de mi dinero. Necesito hacerme con el control de mi vida, joder.
En los partidos largos, me falta resistencia. Y, en mi caso, todos los partidos son largos, porque tengo un saque normalito. No consigo quitarme los problemas de encima gracias a mi servicio, que no me proporciona puntos fáciles, por lo que para vencer a mis rivales debo empeñarme a fondo en todos los juegos. Mi conocimiento del tenis va mejorando, pero mi cuerpo paga las consecuencias. Estoy flaco, soy quebradizo, y mis piernas se rinden fácilmente, seguidas de cerca por mi garra. Informo a Nick de que no estoy lo bastante en forma para competir contra los mejores del mundo, y él se muestra de acuerdo. Las piernas lo son todo.
Contacto con un entrenador de Las Vegas, un coronel retirado que se llama Lenny. Duro como el acero, Lenny suelta más palabrotas que un marinero y camina como un pirata, porque hace muchos años lo hirieron en una guerra de la que no le gusta hablar. Cuando todavía no llevo ni una hora con él, yo mismo querría que alguien volviera a pegarle un tiro. Pocas cosas causan más placer a Lenny que maltratarme mientras, de paso, pronuncia todo tipo de obscenidades contra mí.
En diciembre de 1987, la temperatura en el desierto baja de manera poco habitual. Los que vienen a jugar a los casinos de Las Vegas se ponen gorros de Santa Claus. Las palmeras están decoradas con luces de Navidad. Las putas que recorren el Strip llevan ornamentos navideños a modo de pendientes. Yo le comento a Perry que tengo muchas ganas de que empiece el año nuevo. Me siento fuerte. Siento que empiezo a formar parte del tenis.
Gano el primer torneo de 1988, en Memphis. El sonido que emite la pelota al abandonar mi raqueta me dice que está viva. Mi drive crece cada vez más. Las bolas atraviesan a mis rivales. Todos se vuelven a mirarme con una expresión de incredulidad: ¿de dónde coño ha salido eso?
En los rostros de los aficionados también noto algo. Su manera de observarme, de pedirme autógrafos, su manera de gritar cuando entro en las pistas, me incomoda un poco, pero a la vez satisfacen algo en lo más profundo de mi ser, una necesidad oculta cuya existencia ignoraba.
Vestirse como yo, en 1988, significa llevar vaqueros cortos. Esos shorts son la marca de la casa, mi distintivo, mi sinónimo, que se comenta en todos los artículos, en todos los perfiles que me dedican. Pero yo no escogí llevarlos; me escogieron ellos a mí. Fue en 1987, en Portland, Oregón. Yo participaba en el Nike International Challenge y los representantes de Nike me invitaron a la suite de un hotel para mostrarme las últimas demos y muestras de ropa. Allí también estaba McEnroe, al que, por supuesto, dejaron escoger primero. Él levantó unos pantalones cortos de tela vaquera y dijo: pero ¿qué coño es esto?
Yo abrí mucho los ojos, me pasé la lengua por los labios y pensé: son geniales. Si tú no los quieres, Mac, me los pido yo.
Tan pronto como Mac los desechó, los cogí. Y ahora los uso en todos los partidos, al igual que muchos de mis fans. Los comentaristas deportivos me machacan por ello. Dicen que lo que quiero es llamar la atención, destacar sobre el resto. De hecho —como con mi cresta mohicana—, lo que intento es ocultarme. Dicen que pretendo cambiar las costumbres del juego, cuando en realidad lo que procuro es que el juego no me cambie a mí. Me llaman rebelde, pero yo no tengo la menor intención de serlo, y solo participo de una rebelión adolescente normal y corriente. Son distinciones sutiles, pero importantes. En el fondo, no hago más que ser yo mismo, y como no sé quién soy, mis intentos por averiguarlo son erráticos, raros y, claro está, contradictorios. Me comporto igual que cuando vivía en la Academia Bollettieri: me resisto a la autoridad, experimento con la identidad, envío mensajes a mi padre, me rebelo contra la falta de libertad de elección en mi vida. Pero ahora lo hago a una escala mayor.
Haga lo que haga, por los motivos que sea, suscita reacciones. Es habitual que se refieran a mí como el salvador del tenis americano, sea eso lo que sea. En todo caso, creo que tiene que ver con el ambiente que se crea durante los partidos de tenis en los que participo. Además de imitar mi manera de vestir, los aficionados que me apoyan imitan también mi peinado. Veo mi melena característica en mujeres y en hombres (a las mujeres les queda mejor). Me halagan mis imitadores, pero también me avergüenzan, me confunden. No concibo que toda esa gente quiera parecerse a Andre Agassi, dado que yo no quiero ser Andre Agassi.
De vez en cuando intento explicar eso mismo en alguna entrevista, pero nunca lo consigo. Intento ser gracioso, pero lo que digo no tiene la menor gracia, o bien ofende a alguien. Intento ser profundo, pero me oigo a mí mismo diciendo cosas sin sentido. De modo que renuncio a más explicaciones, y me limito a las respuestas breves y previsibles, respondo a los periodistas lo que ellos parecen querer oír. No puedo hacer más. Si ni yo mismo soy capaz de entender mis motivaciones, mis demonios, ¿cómo puedo pretender transmitírselos a unos periodistas que van con prisa?
Y, por si eso fuera poco, estos se dedican a transcribir lo que digo, mientras lo digo, palabra por palabra, como si al hacerlo así pudieran reproducir la verdad literal. Pero yo querría decirles: un momento, no anotéis eso, solo estoy pensando en voz alta. Me preguntáis sobre el tema del que menos sé: yo. Permitidme que me corrija un poco, que me contradiga a mí mismo. Pero no hay tiempo. Ellos necesitan respuestas que sean blanco o negro, bien o mal, tramas sencillas en diez líneas, antes de pasar a otra cosa.
Si dispusiera de tiempo, si pudiera pensar un poco más antes de hablar, les diría a los periodistas que estoy intentando averiguar quién soy, pero lo que sí tengo entre tanto es una idea bastante aproximada de quién no soy. No soy mi ropa, y, sin duda alguna, no soy mi juego. No soy nada de lo que el público cree que soy. Ser de Las Vegas y llevar ropa estridente no me convierte automáticamente en un showman. No soy un enfant terrible, frase que aparece en todos los artículos que se publican sobre mí. (Diría que uno no puede ser algo que ni siquiera sabe pronunciar correctamente). Y, por el amor de Dios, no soy ningún punk roquero. A mí me gusta la música pop suave y ligera, tipo Barry Manilow y Richard Mark.
Pero, por supuesto, la clave de mi identidad, lo que sí sé sobre mí pero no puedo revelar a los periodistas, es que estoy perdiendo el pelo. Lo llevo largo y crespado para disimular su rápida caída. Solo lo saben Philly y Perry, porque ellos sufren de lo mismo que yo. De hecho, Philly se ha trasladado hace poco a Nueva York para reunirse con el dueño del Hair Club for Men y comprarle unos cuantos postizos. Ya no volverá a hacer el pino.
Me telefonea desde allí para hablarme de la gran variedad de postizos que ofrece el club. Según dice, es como un hipermercado de pelucas. Como el buffet de ensaladas de Sizzler, pero solo de pelo.
Le pido que me compre una. Todas las mañanas encuentro parte de mi identidad en la almohada, sobre mi piel, en los desagües.
Me pregunto: ¿es que piensas llevar peluca? ¿Durante los torneos?
Y me respondo: ¿qué alternativas tengo?
En Indian Wells, en febrero de 1988, me abro paso, imparable, hasta semifinales, donde me cruzo con Boris Becker, de la República Federal de Alemania, el tenista más famoso del mundo. Su aspecto es imponente: luce una gran mata de pelo dorado, resplandeciente, y sus piernas son más anchas que mi cintura. Cuando me enfrento a él, mantiene intactas todas sus fuerzas, pero le gano el primer set. A continuación pierdo los dos siguientes, aunque en el tercero, duro e igualado, presento batalla. Abandonamos la pista mirándonos de reojo, como dos toros excitados. Yo me prometo a mí mismo que no perderé la próxima vez que compitamos.
En marzo, en Key Biscayne, me enfrento a Aaron Krickstein, antiguo compañero mío de la Academia Bollettieri. A menudo se nos compara, tanto por nuestra relación con Nick como por la precocidad de nuestras habilidades. Voy ganándole dos sets a cero, pero de pronto pierdo toda la energía. Krickstein gana los dos sets siguientes. Al inicio del quinto noto los primeros calambres. Todavía no he alcanzado la forma física que necesito para pasar a un nivel superior. Pierdo.
Me traslado a Isle of Palms, cerca de Charleston, y gano mi tercer torneo. Estando allí cumplo los dieciocho años. El director del evento saca una tarta al centro de la pista y todo el mundo canta. Nunca me han gustado los cumpleaños. En casa, cuando era pequeño, nunca los celebrábamos. Pero este es distinto. Ya soy mayor de edad, la gente no para de repetírmelo. A ojos de la ley, ya soy adulto.
Pues la ley no tiene ni idea.
Me desplazo hasta Nueva York, para disputar el Torneo de Campeones, un hito importante, porque en él se enfrentan los mejores jugadores del mundo. Una vez más me preparo para enfrentarme a Chang, que, desde la última vez que lo vi, ha desarrollado un mal hábito: cada vez que derrota a un rival, señala al cielo. Le da las gracias a Dios. Atribuye el mérito de su victoria a Dios, lo que me ofende. Que Dios tome partido en un torneo de tenis, que Dios vaya en contra de mí, que Dios vaya con Chang, es algo que me resulta ridículo e insultante. Derroto a Chang, y saboreo todos y cada uno de mis blasfemos golpes. Después me vengo de Krickstein. En la final debo enfrentarme a Slobodan Zinojinovic, un serbio más conocido por competir en dobles. No le dejo ganar ni un set.
He empezado a ganar con más frecuencia. Debería estar contento. Pero me siento tenso, porque la temporada ha terminado. Mi actuación en pistas duras ha sido triunfal, y mi cuerpo quiere seguir jugando sobre esa superficie, pero ahora empieza la temporada de la tierra batida. El súbito paso de una superficie a otra lo cambia todo. Jugar sobre tierra batida es jugar a otra cosa, por lo que el juego debe adaptarse, cambiar, y también ha de cambiar el cuerpo. En lugar de llegar corriendo a todas partes, en lugar de parar en seco y arrancar bruscamente, aquí hay que deslizarse, inclinarse y danzar. Los músculos con los que uno está más familiarizado adoptan un papel secundario, y aquellos que se encontraban en estado de latencia pasan a dominar. En el mejor de los casos, ya me resulta bastante doloroso no saber quién soy. Pero convertirme de pronto en otra persona, en una persona de tierra batida, añade una capa más de frustración y ansiedad.
Un amigo me comenta que las cuatro superficies sobre las que se juega al tenis son como las cuatro estaciones del año. Cada una te reclama algo distinto. Cada una te entrega distintas recompensas y te exige peajes distintos. Cada una de ellas altera radicalmente tu aspecto, te rehace a nivel molecular. Tras tres rondas del Open de Italia, en mayo de 1988, yo ya he dejado de ser Andre Agassi. Y quedo fuera del torneo.
Acudo al Open de Francia de 1988 esperando más de lo mismo. Al acceder a los vestuarios del Roland Garros, veo a los expertos en tierra batida apoyados en la pared, acechando. Nick los llama ratas de cloaca. Llevan meses aquí, practicando, esperando a que los demás terminemos nuestra temporada en pista dura y aterricemos en su leonera de tierra batida.
Además de la desorientación que me causa la tierra batida, París me afecta profundamente. La ciudad sufre los mismos problemas logísticos que Nueva York y Londres, y también están sus grandes aglomeraciones y sus particularidades culturales, pero además interviene la barrera añadida del idioma. Por si eso fuera poco, la presencia de perros en los restaurantes me inquieta. La primera vez que entro en un café de los Campos Elíseos, un perro levanta la pata y suelta un chorro de orina contra la mesa contigua a la mía.
Roland Garros no se escapa de esa sensación de extrañeza. Es el único lugar en el que he jugado que apesta a humo de puros y pipas. Cuando estoy a punto de servir en un punto muy importante del partido, pasa bajo mi nariz una voluta de humo salida de una pipa. Estoy tentado de ir a buscar a esa persona para regañarla, y a la vez sé que prefiero no saber de quién se trata, porque no puedo ni imaginar qué clase de hobbit retorcido se sienta a ver un partido de tenis mientras da chupadas a su pipa.
A pesar de mi incomodidad, consigo derrotar a mis tres rivales. Supero incluso al gran maestro de tierra batida Guillermo Pérez-Roldán en los cuartos de final. En semifinales, me toca cruzarme con Mats Wilander. Ocupa el tercer puesto del ranking mundial pero, en mi opinión, es el jugador del momento. Cuando pasan alguno de sus partidos por la tele, dejo lo que esté haciendo y me pongo a verlo. Está viviendo un año asombroso. Ya ha conquistado el Open de Australia y es el favorito para ganar este torneo. Consigo forzar un quinto set, que pierdo 6-0 en medio de serios calambres.
Le recuerdo a Nick que voy a saltarme Wimbledon. Le digo: ¿por qué pasarme a la hierba y malgastar toda esa energía? Tomémonos un mes de reposo, descansemos y preparémonos para las pistas duras del verano.
Él se alegra más que yo de no ir a Londres. Wimbledon le gusta tan poco como a mí. Además, quiere regresar cuanto antes a Estados Unidos para buscarme un entrenador mejor.
Nick contrata a un forzudo chileno llamado Pat que nunca me pide que haga nada que no esté dispuesto a hacer él mismo, algo que me inspira respeto. Pero Pat también tiene la costumbre de escupirme cuando me habla, y de inclinarse sobre mí cuando estoy levantando pesas. Cada vez que lo hace, me echa gotas de sudor en la cara. A veces creo que debería acudir a las sesiones de entrenamiento de Pat cubierto con un poncho de plástico.
El régimen de entrenamientos de Pat se basa sobre todo en hacerme subir y bajar un monte que queda a las afueras de Las Vegas. Se trata de un lugar desolado y achicharrado por el sol. A medida que te acercas a la cima, el calor aumenta, como si se tratara de un volcán en erupción. Además, está a una hora de casa de mi padre, distancia que encuentro innecesaria. No hay nada mejor que desplazarse en coche hasta Reno para correr un rato. Aun así, Pat insiste en que esa montaña es la respuesta a todos mis problemas físicos. Cuando llegamos a su base y salimos del coche, él enseguida inicia el ascenso, a la carrera, y me ordena que lo siga. A los pocos minutos yo ya estoy echando el hígado por la boca, empapado en sudor. Y cuando llegamos a la cima me falta el aire. Según Pat, eso es bueno. Es sano.
Un día, cuando Pat y yo llegamos a lo alto del monte, de pronto aparece un camión destartalado. Baja de él un nativo americano. Viene hacia nosotros con un palo en la mano. Si su intención es matarme, no podré defenderme, porque soy incapaz de levantar los brazos.
El hombre nos pregunta: ¿qué estáis haciendo aquí?
Estamos entrenando. ¿Y tú?
Cazando serpientes de cascabel.
¡Serpientes de cascabel! ¿Hay serpientes de cascabel por aquí?
¿Hay entrenamiento por aquí?
Cuando dejo de reírme, el indio viene a decirme, más o menos, que debo de haber nacido con una herradura en el culo, porque esa colina está infestada de serpientes de cascabel. Él caza una docena de ellas todos los días, y espera cazar otras doce esa misma mañana. Es todo un milagro que no haya pisado ninguna, una grande, bien gorda, dispuesta a morderme.
Miro a Pat y me dan unas ganas tremendas de escupirlo.
En julio me desplazo a Argentina, convertido en uno de los jugadores más jóvenes de la historia en formar parte del equipo estadounidense de la Copa Davis. Juego bien contra Martín Jaite, argentino, y el público, algo a regañadientes, me muestra respeto. Voy ganando dos sets a cero, y llevo una ventaja de 4 juegos a 0 en el tercero. Espero el saque de Jaite. El frío me tiene entumecido: en Argentina es pleno invierno. Debemos estar a un grado bajo cero. Jaite dispara un saque que toca la red y cae en mi campo. Repite el saque. Y lo hace lanzando una pelota con mucho ascenso, imposible de restar. Yo la recojo al vuelo con la mano. Entonces estalla un motín. El público cree que pretendo perdonarle la vida a su compatriota, que le falto al respeto. Y me abuchean durante varios minutos.
Al día siguiente, los periódicos me machacan. En lugar de defenderme, reacciono con altanería. Respondo que siempre me había apetecido hacer algo así. La verdad es, simplemente, que tenía mucho frío y no pensaba. Mi reacción fue producto de la estupidez, no de la arrogancia. Mi reputación crece por momentos.
Sin embargo, el público, en Stratton Mountain, me depara un gran recibimiento, como si fuera su hijo pródigo. Juego para gustarle. Juego para agradecerle que haya desterrado el recuerdo de Argentina. Hay algo en esa gente, en esas montañas color esmeralda, en ese aire de Vermont que… Gano el torneo. No tardo en despertar convertido en el cuarto mejor jugador del mundo. Pero estoy demasiado agotado para celebrarlo. Entre Pat y la Copa Davis y el cansancio de la gira, me acuesto y duermo doce horas todas las noches.
A finales de verano me traslado a Nueva York para participar en un torneo menor en Nueva Jersey, que ha de servirme para mantenerme en forma de cara al Open de Estados Unidos de 1988. Llego a la final y tengo que disputarla contra Tarango. Lo derroto sin piedad, y la victoria es dulce, porque al cerrar los ojos todavía lo veo cuando yo tenía ocho años y me hizo trampas. Aquélla fue mi primera derrota. Nunca la olvidaré. Cada vez que atizo un golpe y gano un punto, pienso: jódete, Jeff. Jódete.
En el Open de Estados Unidos llego a cuartos. Me toca enfrentarme a Jimmy Connors. Me acerco a él en el vestuario, muy manso, y le recuerdo que ya nos conocíamos, que nos vimos en otra ocasión. En Las Vegas… Cuando yo tenía cuatro años… y tú jugabas en el Caesar’s Palace… y peloteamos los dos…
No, dice él.
Bueno, en realidad nos vimos más veces. Cuando tenía siete años. Yo te entregaba las raquetas. ¿Te acuerdas? Mi padre te tensaba los cordajes siempre que pasabas por la ciudad, y yo te las llevaba a tu restaurante favorito del Strip.
No, responde de nuevo. Y entonces se tiende sobre un banco, se cubre las piernas con una toalla blanca, grande, y cierra los ojos.
Retírate.
Su reacción concuerda con todo lo que he oído sobre Connors de otros jugadores. Es un capullo, dicen. Es un gilipollas maleducado, perdonavidas y egocéntrico. Pero yo creía que a mí me trataría de otra manera. Creía que me demostraría algo de amor, dada nuestra relación, que viene de tan antiguo.
Sólo por eso, le digo a Perry, pienso ganarle en tres sets fáciles. Y él sólo va a ganar nueve juegos.
El público va con Connors. Es lo contrario de Stratton. Aquí me consideran el malo de la película. Soy el principiante impertinente que se atreve a oponerse al venerable estadista. El público quiere que Connors desafíe a la probabilidad, y al Padre Tiempo, y yo me interpongo entre él y esa visión de ensueño. Cada vez que lo animan pienso: ¿tienen idea de cómo es este tío en el vestuario? ¿Tienen idea de lo que dicen de él sus compañeros de profesión? ¿Tienen la más remota idea de cómo responde a un saludo amistoso?
Yo sigo con mi avance, y voy ganando con facilidad cuando un señor del público, que ocupa uno de los asientos más altos, grita: «¡Vamos, Jimmy, éste es un punk, y tú una leyenda!». Sus palabras reverberan en el aire un instante, más potentes, más voluminosas que el zepelín de Goodyear que nos sobrevuela. Entonces, veinte mil fans estallan en carcajadas. Connors esboza una sonrisa maliciosa, asiente y le lanza la pelota, a modo de recuerdo, al hombre que lo ha increpado.
Ahora el público entero enloquece, se pone de pie y aplaude.
Lleno de adrenalina y rabia, el punk destroza a la leyenda en el último set, que termina con un resultado de 6-1.
Tras el partido, comparto con los periodistas el vaticinio que he hecho antes de empezar a jugar, y ellos informan a Connors, que responde.
Me gusta jugar con jovencitos que podrían ser mis hijos. Él quizá lo sea. Yo pasaba mucho tiempo en Las Vegas.
En semifinales, vuelvo a perder contra Lendl. Fuerzo un cuarto set, pero él se muestra demasiado fuerte. Intentando dejarlo sin fuerzas a él, las pierdo yo. A pesar de todos los esfuerzos de Lenny el Cojo y de Pat el Gargajos, no soy capaz de mantenerme a la altura de alguien del calibre de Lendl. Me digo a mí mismo que cuando regrese a Las Vegas debemos seguir buscando a alguien, a quien sea, que me prepare para la batalla.
Pero nadie puede prepararme para la batalla con los medios de comunicación, porque en realidad eso no es una batalla, es una masacre. Todos los días aparece un texto contra mí en una revista, en un periódico; el comentario crítico de algún compañero de profesión; una diatriba en la prensa deportiva. Alguna mentira nueva, servida en forma de análisis. Soy un punk. Soy un payaso. Soy un embaucador. Soy un golpe de suerte. Si ocupo una posición tan alta en el ranking es por culpa de una conspiración, de grupos de canales televisivos y de adolescentes. No merezco la atención que se me dedica, porque no he ganado un solo torneo de Grand Slam.
Al parecer, sí gusto a millones de fans. Me llegan sacos de patatas llenos de cartas, algunas de las cuales incluyen fotos de mujeres desnudas con sus números de teléfono anotados en los márgenes. Pero todos los días se me machaca por mi aspecto, por mi comportamiento, por nada en absoluto. Yo asumo mi papel de malo-rebelde, lo acepto, me recreo en él. Ese papel parece formar parte de mi trabajo, y yo lo represento. Pero no tardan en encasillarme. Voy a tener que ser el malo-rebelde ya para siempre, en todos los partidos, en todos los torneos.
Recurro a Perry. Regreso al Este y voy a visitarlo un fin de semana. Estudia Administración de Empresas en Georgetown. Salimos a cenar a buenos restaurantes, y me lleva a su bar favorito, The Tombs, y, mientras tomamos unas cervezas, se dedica a lo que siempre se ha dedicado: a reformular mi angustia, a convertirla en algo más lógico y estructurado. Si yo soy un restador nato, él es un reformulador nato. En primer lugar, redefine el problema como una negociación entre el mundo y yo. Después aclara los términos de esa negociación. Admite que es espantoso ser una persona sensible puesta en la picota pública todos los días, pero insiste en que se trata sólo de algo temporal. Mi tortura tiene un límite en el tiempo. Las cosas mejorarán, me asegura, en cuanto empiece a ganar torneos de Grand Slam.
¿Ganar? ¿Y qué sentido tiene? ¿Por qué va a cambiar la opinión de la gente si gano? Gane o pierda, yo seguiré siendo la misma persona. ¿Es por eso por lo que siempre necesito ganar? ¿Para callarle la boca a la gente? ¿Para satisfacer a un puñado de periodistas deportivos que no me conocen? ¿Son ésos los términos de la negociación?
Philly se da cuenta de que lo paso mal, de que ando buscando algo. Él también busca. Lleva toda la vida buscando, y desde hace poco profundiza en la búsqueda. Me cuenta que está yendo a una iglesia, o a una especie de iglesia, en un complejo de oficinas en la zona oeste de Las Vegas. No está adscrita a ninguna denominación y, según dice, el pastor es diferente.
Me arrastra hasta la iglesia y debo admitir que tiene razón, que el pastor —John Parenti— es diferente. Viste con pantalones vaqueros, camiseta, y tiene el pelo largo, color castaño claro. Parece más un surfista que un sacerdote. No es nada convencional, algo que yo respeto. No hay otra manera de expresarlo: es un rebelde. También me gusta su prominente nariz aguileña, y sus ojos tristes, de perro bondadoso. Sobre todo, me gustan las vibraciones informales que desprenden sus servicios religiosos. Simplifica la Biblia. Allí no hay ego, no hay dogma. Sólo sentido común y claridad de pensamiento.
Parenti es tan informal que no le gusta que le llamen «pastor». Insiste en que lo llamemos J. P. Dice que quiere que su iglesia no se parezca a una iglesia. Quiere que la sintamos como un hogar en el que se reúnen unos amigos. Dice que él no tiene ninguna respuesta. Lo que ocurre, sencillamente, es que ha leído la Biblia muchas veces, del derecho y del revés, y que le gusta compartir con otras personas sus observaciones.
Aunque yo creo que tiene más respuestas de las que revela. Y yo necesito respuestas. Me considero cristiano, pero la iglesia de J. P. es la primera en la que me he sentido verdaderamente cercano a Dios.
Asisto a ella con Philly todas las semanas. Programamos nuestras llegadas para entrar en el momento exacto en que J. P. empieza a hablar, y nos sentamos en los bancos del fondo, medio agazapados, para que no nos reconozcan. Un domingo, Philly dice que quiere conocer a J. P. Yo me mantengo a distancia. Una parte de mí también querría conocerlo, pero la otra es cauta con los desconocidos. Siempre he sido tímido, pero la avalancha reciente de críticas en los medios de comunicación me ha llevado al borde de la paranoia.
Días después, voy conduciendo por Las Vegas y me siento asqueado, porque acabo de leer los últimos ataques contra mi persona. No se cómo, veo que he aparcado el coche frente a la iglesia de J. P. Es tarde, todas las luces están apagadas… excepto una. Me asomo a mirar. Veo a una secretaria trabajando. Llamo a la puerta y le digo que necesito hablar con J. P. Me informa de que se encuentra en su casa. No añade: «Que es donde deberías estar tú». Con voz temblorosa le pido que lo telefonee. Por favor. Necesito hablar con él. Con alguien. Ella lo llama y me pasa el teléfono.
¿Sí?, responde.
Sí. Hola. Usted no me conoce. Me llamo Andre Agassi, soy tenista y… bien… es sólo que…
Sí te conozco. Te veo en la iglesia desde hace seis meses. Te he reconocido, claro. Pero no quería molestarte.
Le doy las gracias por su discreción, por respetar mi intimidad. Últimamente no he recibido esa clase de respeto. Le digo, mire, me pregunto si podríamos pasar un rato juntos. Hablar un poco.
¿Cuándo?
¿Ahora?
Ah. Bueno, supongo que podría volver a la oficina y reunirme contigo allí.
Con el debido respeto, si lo prefiere, puedo desplazarme yo a donde usted me indique. Tengo un coche rápido, y diría que puedo llegar a donde se encuentra antes de lo que usted tardaría en llegar aquí.
Él hace una pausa. Está bien.
Llego a su casa en trece minutos. Él me espera junto a la entrada.
Gracias por aceptar reunirse conmigo. Siento que no tengo a nadie más a quien recurrir.
¿Qué necesitas?
No sé si podríamos… esto… llegar a conocernos mejor.
Él sonríe. Escucha, dice, la figura paterna no se me da muy bien.
Asiento y me río de mí mismo.
De acuerdo, de acuerdo. Pero tal vez podría ponerme deberes. Deberes para la vida. Lecturas.
¿Como si fuera tu mentor?
Sí.
La verdad es que tampoco se me da muy bien hacer de mentor.
Ah.
Hablar. Escuchar. Ser amigo… Esas cosas sí las sé hacer.
Frunzo el ceño.
Mira, dice J. P., mi vida es tan jodida como la de cualquiera. O más. No puedo ofrecerte gran cosa como pastor. No soy así. Si buscas consejos, lo siento. Si buscas un amigo, tal vez sí pueda ayudarte.
Asiento con la cabeza.
Él mantiene abierta la puerta de su casa y me pregunta si quiero entrar. Pero yo le propongo que vayamos a dar una vuelta en mi coche. Pienso mejor cuando conduzco.
Él alarga el cuello y ve mi Corvette blanco. Parece una avioneta privada aparcada en el camino de su casa. J. P. palidece un poco.
Lo llevo por toda la ciudad, pasamos varias veces por el Strip, y después subimos a las montañas que rodean Las Vegas. Le muestro de lo que es capaz mi Corvette, piso el acelerador a fondo en un tramo solitario de autopista, y después le abro mi corazón. Le cuento mi historia de manera desordenada. Él, como Perry, tiene la capacidad de devolvérmelo todo hábilmente reformulado. Entiende mis contradicciones y desmonta algunas de ellas.
Eres un chico que todavía vive con sus padres, me dice, pero has viajado por todo el mundo. Y eso tiene que ser duro. Intentas expresarte tú mismo libre, creativa, artísticamente, y se meten contigo en cada esquina. Eso es muy duro.
Le cuento lo que se dice de mí, que he subido demasiado en el ranking, que nunca he derrotado a nadie bueno, que he tenido suerte. Que tengo una herradura en el culo. Él me dice que estoy sufriendo el contragolpe sin haber llegado a disfrutar del golpe.
Me río.
Me dice que debe de ser raro que unos desconocidos crean conocerme y me adoren más allá de lo racional, mientras otros también crean conocerme y me desprecien también más allá de lo racional, al tiempo que yo me siento relativamente un desconocido para mí mismo.
Lo que hace que esto resulte más perverso —le digo—, es que todo esto gira alrededor del tenis, y yo odio el tenis.
Sí, claro. Pero en realidad no odias el tenis.
Sí, sí. Lo odio.
Le hablo de mi padre. Le hablo de los gritos, de la presión, de la rabia, del abandono. J. P. me mira con una expresión curiosa en el rostro. ¿Te das cuenta, verdad, de que Dios no se parece en nada a tu padre? Eso lo sabes, ¿verdad?
Estoy a punto de llevar el coche al arcén.
Dios, dice, es lo contrario de tu padre. Dios no está siempre enfadado contigo. Dios no te grita al oído, no te mortifica con tus imperfecciones. Esa voz que oyes continuamente, esa voz airada… Ése no es Dios. Ése sigue siendo tu padre.
Me vuelvo hacia él.
¿Puedes hacerme un favor? Repíteme eso.
Lo hace. Palabra por palabra.
Dilo una vez más.
Lo repite.
Le doy las gracias y le pregunto por su vida. Me cuenta que detesta lo que hace. No soporta ser pastor. Ya no quiere seguir siendo responsable de las almas de la gente. Es un empleo a jornada completa, dice, y no le deja tiempo para leer ni reflexionar. (Me pregunto si eso no será una indirecta que me dedica a mí). Además, ha recibido amenazas de muerte. Llegan prostitutas y camellos a su iglesia y se reforman, y después sus chulos y sus clientes y sus familias, que se han acostumbrado a depender de los ingresos de esas personas, le echan la culpa a J. P.
¿Y qué te gustaría hacer en vez de ser pastor?
En realidad, escribo canciones. Soy compositor. Me gustaría ganarme la vida con la música.
Me cuenta que ha compuesto una canción, «When God Ran», que es todo un éxito en las listas cristianas. Me canta un par de estrofas. Tiene una voz bonita y la canción es conmovedora.
Le digo que, si lo desea de verdad, y trabaja duro, lo conseguirá.
Cuando empiezo a hablar como un predicador, sé que es porque estoy cansado. Consulto la hora. Las tres de la mañana. Vaya, digo, reprimiendo un bostezo. Si no te importa, ¿puedes dejarme en casa de mis padres? Viven ahí mismo, en la esquina. Estoy agotado y no me veo capaz de conducir ni un minuto más. Llévate mi coche, vete a casa y ya me lo devolverás cuando puedas.
No quiero llevarme tu coche.
¿Por qué no? Es un coche divertido. Vuela como el viento.
Eso ya lo he visto. Pero ¿y si te lo destrozo?
Si me lo destrozas y a ti no te pasa nada, me reiría. Este coche no me importa una mierda.
¿Cuánto tiempo quieres que…? ¿Cuándo te lo devuelvo?
Cuando quieras.
Viene a devolvérmelo al día siguiente.
Llegar a la iglesia en este coche ya ha sido raro, me dice, arrojándome las llaves. Pero es que, Andre, yo oficio funerales. No puedo llegar a un funeral en un Corvette blanco.
Invito a J. P. a Múnich para que asista a la Copa Davis. Espero con impaciencia el momento de participar en ella, porque ya no tiene que ver conmigo, sino con el país. Imagino que es lo más cerca que voy a estar nunca de jugar en equipo, por lo que espero que el viaje me sirva de distracción, que los partidos sean fáciles. Además, deseo compartir la experiencia con mi nuevo amigo.
No tardo en saber que me ha tocado batirme con Becker, que ha alcanzado estatus de estrella en su país. Sus fans lo dan todo, doce mil alemanes aplaudiendo todos sus movimientos y abucheándome a mí. Pero yo ni me inmuto, porque estoy centrado. Al menos, siento que lo estoy. No puedo fallar. Además, hace unos meses me prometí a mí mismo que no volvería a perder contra Becker, y me mantengo fiel a mi promesa. Me pongo por delante, con una ventaja de dos sets. J. P., Philly y Nick son los únicos en el público que van conmigo, y los oigo. Hace un buen día en Múnich.
Pero entonces pierdo la concentración, y a continuación la confianza. Dejo escapar un juego y, desanimado, me dirijo a mi silla durante el cambio de lado.
De pronto, unos miembros de la organización, alemanes, se acercan y me dicen algo. Me piden que regrese a la pista.
El juego no ha terminado.
Vuelva, señor Agassi. Vuelva.
Becker se ríe. El público estalla en carcajadas.
Yo regreso a la pista. Me noto los ojos muy hinchados. Estoy de nuevo en la Academia Bollettieri, vuelvo a sentirme humillado por Nick delante de los demás niños. Que se metan conmigo en los medios de comunicación ya me molesta bastante, pero no soporto que se rían de mí en mi presencia. Pierdo el juego. Pierdo el partido.
Después de ducharme, me monto en un coche que me espera junto a las pistas. Paso de J. P. y me vuelvo a mirar a Nick y a Philly. Les digo: el primero que me hable de tenis, está despedido.
Me siento en el balcón de la habitación de mi hotel de Múnich y contemplo la ciudad. Sin pensar, empiezo a quemar cosas. Papeles. Ropa. Zapatos. Desde hace años, ésa ha sido una de mis maneras furtivas de enfrentarme a un estrés extremo. No lo hago conscientemente. Me sobreviene un impulso y voy a por las cerillas.
Cuando tengo una pequeña hoguera encendida, se presenta J. P., me observa y, sin inmutarse, añade un papel de carta del hotel al fuego. Después, una servilleta. Yo arrojo a las llamas la carta del servicio de habitaciones. Cuando la última llama se extingue, me pregunta: ¿te apetece salir a dar un paseo?
Avanzamos por entre las cervecerías al aire libre del centro de Múnich. Mire donde mire, veo a gente alegre, ruidosa, festiva. Beben jarras de cerveza de litro, cantan y se ríen. Sus carcajadas me dan escalofríos.
Llegamos junto a un gran puente de piedra con un paso peatonal, adoquinado. Lo cruzamos. Por debajo pasa un río caudaloso. Nos detenemos al llegar a lo más alto del puente. No hay nadie cerca. Los cánticos y las risas han quedado atrás. Sólo oímos el rumor del agua. Clavo la vista en el río y le pregunto a J. P.: ¿y si no soy bueno? ¿Y si no es que hoy haya tenido un mal día, sino mi mejor día? Cuando pierdo, siempre me pongo excusas. Podría haberle ganado si hubiera pasado esto y esto. Si hubiera querido. Si hubiera jugado como sé. Si hubiera hecho caso de los mensajes. Pero, ¿y si resulta que estoy jugando lo mejor que sé, si me preocupo, si quiero ganar, y aun así no soy el mejor del mundo?
Eso, dímelo tú. ¿Y si no lo eres?
Creo que preferiría morir.
Me apoyo en la barandilla y sollozo. J. P. tiene la decencia, la sabiduría de no decir ni hacer nada. Sabe que no hay nada que decir, salvo esperar a que se extinga el fuego.
Me enfrento a Carl-Uwe Steeb, otro alemán, la tarde siguiente. Agotado física y emocionalmente, planteo el juego de una manera totalmente equivocada. Sí, ataco su revés, que es su golpe más débil, pero lo hago a un ritmo constante. Si no lo hiciera, lo obligaría a él a generar el suyo, y su revés resultaría mucho más débil. Su mayor defecto se pondría en evidencia. En cambio, usando yo mi ritmo, le permito que me devuelva el golpe con un efecto cortado que, en esta superficie rápida, bota muy bajo. Es decir, que yo mismo lo convierto en un mejor jugador de lo que es, y todo porque intento lanzar con más volumen del necesario, intento ser perfecto. Steeb me sonríe cordialmente, aceptando mis regalos, aprovechándose de ese revés que yo mismo contribuyo a aumentar. Se lo está pasando en grande. Después, el capitán de nuestro equipo de Copa Davis me acusa de fracasar estrepitosamente, lo mismo que un importante periodista deportivo.
Parte del problema con mi juego en 1989 es mi raqueta. Yo siempre he jugado con una Prince, pero Nick me ha convencido para que firme un contrato con una empresa nueva, Donnay. ¿Por qué? Pues porque Nick tiene problemas económicos, y al conseguir que yo firme con ellos él consigue, también, un lucrativo contrato.
Nick, le digo, pero es que a mí me encanta mi Prince.
Tú podrías jugar con el palo de una escoba y no importaría.
Y, en efecto, ahora, con la Donnay, me siento como si jugara con el palo de una escoba. Me siento como si jugara con la mano izquierda, como si hubiera sufrido una lesión cerebral. Todo resulta algo descentrado. La pelota no me escucha. La pelota no hace lo que le pido.
Estoy en Nueva York. Son más de las doce de la noche y he salido por ahí con J. P. Estamos sentados en un local sórdido donde sirven comidas, iluminado por la luz descarnada de unos fluorescentes, en el que unos hombres apostados en la barra discuten a gritos en varias lenguas de Europa del Este. Nos estamos tomando un café, y yo apoyo la cabeza en las manos y no paro de decirle a J. P.:
Cada vez que golpeo la pelota con esa nueva raqueta, no sé adónde va a ir a parar.
Ya encontrarás una solución, me dice J. P.
¿Cómo? ¿Qué solución?
No lo sé. Pero la encontrarás. Ésta es una crisis momentánea, Andre. Una de tantas. Y, tan seguro como que estamos aquí sentados, vendrán otras. Grandes, pequeñas y de todas las gamas intermedias. Enfréntate a esta crisis como una práctica para las crisis futuras.
Pero, al poco tiempo, esa crisis se resuelve durante una sesión de prácticas. Días después me encuentro en Florida, peloteando en la Academia Bollettieri, y alguien me deja una nueva Prince. Devuelvo tres pelotas. Sólo tres. Pero es como vivir una experiencia religiosa. Las tres pelotas se dirigen, como un rayo láser, a donde yo quiero que vayan. La pista se abre ante mí como Xanadú.
No me importan los pactos, le digo a Nick. No puedo sacrificar mi vida por un acuerdo.
Ya me encargo yo, dice él.
Manipula una raqueta Prince, la pinta para que parezca una Donnay, y yo encadeno una serie de victorias fáciles en Indian Wells. Pierdo en cuartos, pero no me importa, porque he recuperado mi raqueta, mi juego.
Al día siguiente, tres ejecutivos de Donnay se presentan en Indian Wells.
Esto es inaceptable, dicen. Todo el mundo ha visto claramente que estás jugando con una Prince manipulada. Vas a llevarnos a la ruina. Y serás responsable de la destrucción de nuestra empresa.
Vuestra raqueta será la responsable de mi destrucción.
Al ver que no doy muestras de arrepentimiento, que no cedo, los ejecutivos de Donnay dicen que me fabricarán una raqueta mejor. Se van y reproducen una Prince, tal como hizo Nick, pero confiriéndole un aspecto más convincente. Yo me llevo mi falsa Donnay a Roma y juego con un joven al que reconozco de nuestra época de alevines, Pete Nosequé. Sampras, creo. Es un chico californiano, de origen griego. Cuando jugábamos en alevines, yo le gané cómodamente. Yo tenía diez años y él, nueve. La siguiente vez que lo vi fue hace unos meses, en un torneo; no recuerdo cuál. Yo estaba sentado sobre el césped de una hermosa colina, junto a mi hotel, inmediatamente después de mi victoria en un partido. Philly y Nick se encontraban a mi lado. Nos sentíamos relajados, disfrutando del aire puro, y observando a Pete, al que acababan de dar una paliza en su partido. Él se encontraba en la pista del hotel, practicando un poco después de su participación, y lanzaba mal casi todas las pelotas. Fallaba tres de cada cuatro golpes. Su revés era forzado y usaba una sola mano, algo que en su caso era nuevo. Alguien le había hecho algo a su revés, lo que sin duda iba a costarle la carrera.
Ese tío no va a llegar nunca al circuito.
Tendrá suerte si se clasifica para los torneos, comenté yo.
Quien le haya hecho eso a su juego debería sentirse avergonzado, dijo Nick.
Tendrían que llevarlo a juicio, sentenció Philly. Ese chico tiene todas las condiciones físicas. Es alto, se mueve bien, pero por culpa de algo está fatal. Y el responsable de toda esa mierda es alguien. Y ese alguien debería pagar por ello.
Al principio, la vehemencia con la que se expresaba Philly me sorprendió. Pero enseguida me di cuenta: Philly estaba proyectándose en él. Se estaba viendo a sí mismo en Pete. Sabía qué era eso de intentar sin éxito llegar al circuito, y más con un revés involuntario de una sola mano. En la desgracia de Pete, en el sino de Pete, Philly se veía a sí mismo.
Ahora, en Roma, veo que Pete ha mejorado desde aquel día, aunque no demasiado. Posee un saque potente, pero no extraordinario; no es el saque de Becker. Posee un brazo rápido, buena acción, se mueve bien, y se aproxima bastante a sus puntos. Intenta colarte un ace siempre que puede, y cuando no lo consigue es por poco, no es de esos jugadores que intentan un ace y se pasan tanto que te estampan la pelota en el pecho. Su verdadero problema viene tras el saque. Es inconsistente. No consigue devolver tres pelotas seguidas que vayan dentro. Le gano 6-2, 6-1, y cuando salgo de la pista pienso que tiene por delante un largo y penoso recorrido. Me siento mal por él. Parece buena persona. Pero no espero verlo más en el circuito.
Yo sigo superando fases y llego a la final. Me enfrento a Alberto Mancini. Fuerte, corpulento, con unas piernas como troncos de árbol, golpea la bola con una fuerza tremenda, penetrante, y con un efecto de tornado que hace que cuando la pelota impacta contra tu raqueta parezca uno de esos balones de goma que se usan en rehabilitación. En el cuarto set llego a disponer de una pelota de partido contra él, pero la dejo escapar. Y me desmorono. No sé cómo, pero pierdo el partido.
De regreso en mi hotel, permanezco horas sentado en la habitación, viendo canales de televisión italianos, quemando cosas. La gente, creo, no entiende el dolor que causa perder una final. Practicas, viajas, te esfuerzas por prepararte. Ganas durante una semana cuatro partidos seguidos. (O, en torneos de Grand Slam, durante dos semanas, seis partidos). Pero entonces pierdes la final y tu nombre no figura en el trofeo, tu nombre no consta en los registros. Sólo has perdido una vez, pero eres un perdedor.
Participo en el Roland Garros de 1989, y en la tercera ronda me toca enfrentarme a Courier, compañero mío en la Academia Bollettieri. Yo soy el favorito, claramente, pero Courier da la sorpresa y me derrota de manera humillante. Cierra con fuerza el puño y nos dedica a Nick y a mí una mirada hostil. Es más, ya en el vestuario, se asegura bien de que todos vean que se está cambiando de zapatillas y que sale a correr un rato. El mensaje está claro: he derrotado a Andre, pero no he quemado suficientes calorías.
Después, cuando Chang gana el torneo y le da las gracias a Jesús por haber hecho que la pelota pasara al otro lado de la red, me siento asqueado: ¿Cómo ha podido Chang, precisamente él, ganar un torneo de Grand Slam antes que yo?
Una vez más, me salto Wimbledon. Vuelvo a recibir las críticas de los medios: Agassi no gana los torneos de Grand Slam en los que participa y no asiste a los más importantes. Pero esas críticas me afectan como una gota en un océano. Empiezo a curtirme.
A pesar de ser el saco de los golpes para la prensa deportiva, hay grandes empresas que me suplican que pose con sus productos. En 1989, Canon, uno de mis patrocinadores, programa varias sesiones fotográficas, entre ellas una que tendrá lugar en plena naturaleza, en el estado de Nevada, en un paraje conocido como El Valle de Fuego. Me gusta ese nombre: yo camino a diario por un valle de fuego.
Dado que la campaña publicitaria es para una cámara, el director quiere un fondo lleno de color. Vívido, dice. Cinematográfico. Encarga la creación de una pista entera en pleno desierto, y mientras veo trabajar a los obreros, no puedo evitar pensar en mi padre, construyendo su pista en su desierto. He llegado muy lejos. ¿O no?
Durante un día entero, el director me filma jugando al tenis solo, con las montañas rojizas y las formaciones rocosas anaranjadas como telón de fondo. Estoy cansado, quemado por el sol, y me encantaría hacer una pausa, pero el director no ha terminado conmigo. Me pide que me quite la camiseta. Yo soy conocido por quitarme la camiseta, en momentos de entusiasmo adolescente, y arrojarla a las multitudes.
Después quiere filmarme en el interior de una cueva, lanzando la pelota hacia la cámara, como si quisiera destrozar el objetivo.
Más tarde, en el lago Mead, grabamos varias escenas frente a ese fondo acuático.
Todo me parece tonto, simplón, pero inofensivo.
De vuelta en Las Vegas, filmamos varios planos en el Strip, y después alrededor de una piscina. La casualidad ha querido que escojan las instalaciones de mi querido Cambridge Racquet Club. Finalmente, nos desplazamos hasta un club de campo de la ciudad para grabar una última toma. El director me viste con un traje blanco y me pide que llegue hasta la puerta principal montado en un Lamborghini. Bájate del coche, me dice, vuélvete hacia la cámara, bájate las gafas de sol y di: «La imagen lo es todo».
¿La imagen lo es todo?
Sí. La imagen lo es todo.
Entre tomas, miro a mi alrededor, y entre la multitud de espectadores reconozco a Wendi, la recogepelotas de la que estaba enamorado en mi infancia, convertida ya en toda una mujer. Ella sí que ha llegado muy lejos desde aquel torneo de Alan King.
Lleva una maleta. Ha dejado la universidad y se ha trasladado directamente a casa. Eras la primera persona a la que quería ver, me dice.
Se ve preciosa. Lleva el pelo castaño largo, ondulado, y sus ojos son de un verde imposible. No puedo pensar en nada más mientras el director sigue dándome órdenes. El sol se pone, y finalmente el director grita: ¡Corten! ¡Ya hemos terminado! Wendi y yo nos montamos en el todoterreno que acabo de comprarme, sin puertas ni techo, y nos alejamos a toda velocidad, como Bonnie y Clyde.
Wendi me pregunta: ¿qué era ese eslogan que te hacían repetir a cámara?
La imagen lo es todo.
¿Y qué se supone que significa eso?
Ni idea. Es para una marca de cámaras fotográficas.
A las pocas semanas, empiezo a oír ese eslogan dos veces al día. Y después, seis veces al día. Y después, diez. Me recuerda a esas tormentas de viento de Las Vegas, que empiezan con un leve movimiento de las hojas de los árboles y acaban en vendavales estridentes y fortísimos que duran tres días.
De la noche a la mañana, esa frasecilla pasa a representarme. Los periodistas de la prensa especializada identifican el eslogan con mi naturaleza interior, con mi esencia. Dicen que ésa es mi filosofía, mi religión, y predicen que ése será también mi epitafio. Dicen que no soy más que imagen, que carezco de sustancia, porque no he ganado ningún torneo de Grand Slam. Dicen que ese eslogan demuestra que no soy más que un charlatán, que comercio con mi fama, que sólo me preocupa el dinero, no el tenis. Mis fans, durante los partidos, empiezan a gritarme la frase: «¡Vamos, Andre: la imagen lo es todo!». Me lo gritan si demuestro la más mínima emoción. Me lo gritan si no la demuestro. Me la gritan cuando gano. Me la gritan cuando pierdo.
Ese eslogan omnipresente, y la oleada de hostilidad, críticas y sarcasmo que suscita, me resultan atroces. Me siento traicionado por la agencia de publicidad, por los ejecutivos de Canon, por los periodistas deportivos, por los aficionados. Me siento abandonado. Me siento como me sentía cuando llegué a la Academia Bollettieri.
Pero el colmo de lo indigno se produce cuando la gente insiste en afirmar que yo, con esa frase, me considero a mí mismo una imagen hueca, que yo proclamo eso sencillamente por haber pronunciado una frase en un anuncio. Esa gente considera que ese eslogan pegadizo y ridículo es una confesión, algo así como detener a Marlon Brando por asesinato por alguna frase que haya pronunciado en El padrino.
A medida que esa campaña publicitaria va propagándose, a medida que ese eslogan insidioso aparece en todos los artículos que hablan de mí, yo experimento un cambio. Estoy irritable, me muestro desconfiado. Dejo de conceder entrevistas. Ataco a los jueces de línea, a mis contrincantes, a los periodistas, e incluso a los aficionados. Siento que mi actitud está justificada, porque el mundo entero intenta joderme. Me estoy convirtiendo en mi padre.
Cuando los espectadores me abuchean, cuando me gritan «La imagen lo es todo», yo les grito a ellos «Tanto como vosotros no queréis que yo esté aquí, con esa misma intensidad a mí no me apetece estar aquí». En Indianápolis, después de una derrota especialmente severa, y tras un sonoro abucheo, un periodista me pregunta qué ha ocurrido. Hoy no parecías tú mismo, añade, esbozando una sonrisa que no es una sonrisa. ¿Hay algo que te preocupe?
Yo le respondo con estas mismas palabras: vete a la mierda.
Nadie me ha aconsejado que jamás se le debe responder mal a un periodista. Nadie se ha molestado en explicarme que siendo antipático y enseñando las uñas sólo consigo poner más rabiosos a los informadores. No les demuestres que les tienes miedo, pero tampoco les enseñes las uñas. De todos modos, aun en el caso de que alguien me hubiera dado ese sensato consejo, no sé si habría podido aplicarlo.
Lo que hago es ocultarme. Me comporto como un fugitivo y, en mi reclusión, mis cómplices son Philly y J. P. Vamos cada noche a un café viejo del Strip, un local llamado el Peppermill. Tomamos tazas inmensas de café y porciones de tarta, y charlamos... y cantamos. J. P. ha dado el salto, y ha pasado de pastor a cantautor. Se ha trasladado al condado de Orange y orienta su vida hacia el mundo de la música. Acompañados por Philly, cantamos a voz en cuello nuestras canciones favoritas hasta que los demás clientes se dan la vuelta y nos miran mal.
J. P. también es un actor frustrado, devoto de Jerry Lewis, y siempre está haciendo payasadas de las suyas y gags que a mi hermano y a mí nos dejan agotados de tanto reírnos. Nosotros, por nuestra parte, intentamos que él se ría con nuestras payasadas. Bailamos alrededor de la camarera, gateamos por el suelo, y al final los tres acabamos riéndonos tanto que nos falta el aire. En esa época me río más de lo que me reía de niño, y aunque esa risa está teñida de histeria, también tiene propiedades terapéuticas. Durante unas cuantas horas, a altas horas de la noche, la risa me hace sentir como el Andre de antes, sea quien sea.