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Si he de jugar al tenis, el deporte más solitario de todos, entonces pienso rodearme de tanta gente como pueda fuera de las pistas. Y todas y cada una de las personas con las que me relacione desempeñarán un papel específico. Perry me ayudará a organizar mis pensamientos desordenados; J. P. me ayudará con mi alma atribulada. Nick me ayudará con los aspectos básicos de mi juego. Philly, con los detalles, con la organización, y siempre me cubrirá las espaldas.
La prensa deportiva me critica por mi séquito. Dicen que viajo con toda esa gente porque eso alimenta mi ego. Dicen que necesito a tanta gente a mi alrededor porque no sé estar solo. Pero esa gente que me rodea no forma parte de ningún séquito; son un equipo. Los necesito para que me hagan compañía, para que me den consejos, y para que me asistan en una especie de educación ambulante. Forman parte de mi tripulación, pero también son mis gurús, mi panel de expertos. Los estudio, les robo ideas. De Perry tomo una expresión; de J. P., una historia; de Nick, una actitud o un gesto; a través de la imitación aprendo sobre mí mismo, me creo a mí mismo. ¿De qué otra manera podría hacerlo? Me pasé la infancia en una cámara de aislamiento, mis años de adolescencia en una cámara de tortura.
De hecho, en lugar de prescindir de alguien, mi intención es que a mi equipo se sume más gente. Quiero añadir formalmente a Gil. Quiero contratarlo a tiempo completo para que me ayude con mi fuerza y mi forma físicas. Telefoneo a Perry a Georgetown y le cuento mi problema.
¿Qué problema?, me pregunta él. ¿Quieres trabajar con Gil? Pues contrata a Gil.
Pero es que ya tengo a Pat. El chileno que escupe. Y no puedo despedirlo así, sin más. No puedo despedir a nadie. E incluso si pudiera, ¿cómo voy a pedirle a Gil que deje un trabajo de prestigio y bien pagado en la Universidad de Nevada-Las Vegas para trabajar exclusivamente para mí? ¿Quién coño soy yo?
Perry me aconseja que le pida a Nick que vuelva a asignar a Pat un trabajo con los otros tenistas a los que representa Nick. Y después, añade, siéntate con Gil y plantéaselo. Que sea él quien decida.
En enero de 1990, le pregunto a Gil si me haría el gran honor de trabajar conmigo, de viajar conmigo, de entrenarme.
¿Dejar mi empleo en la Universidad de Nevada-Las Vegas?
Sí.
Pero es que yo no sé nada de tenis.
No te preocupes, yo tampoco.
Se ríe.
Gil, creo que puedo conseguir muchas cosas. Creo que puedo hacer… cosas. Pero después del poco tiempo que he pasado contigo, estoy razonablemente seguro de que solo podré hacerlas con tu ayuda.
No se hace rogar mucho. Sí, dice, me gustaría trabajar contigo.
No me pregunta cuánto le pagaré. No menciona la palabra dinero. Dice que somos dos espíritus afines que se embarcan en una gran aventura. Dice que lo ha sabido casi desde el día en que nos conocimos. Dice que tengo un destino. Dice que soy como Lancelot.
¿Y ese quién es?
Sir Lancelot. Ya sabes. Del rey Arturo. Los Caballeros de la Mesa Redonda. Lancelot era el mejor caballero de Arturo.
¿Y mataba dragones?
Todos los caballeros matan dragones.
Solo un obstáculo se interpone en nuestro camino. Gil no tiene gimnasio en su casa. Tendrá que convertir su garaje en uno completo, algo que va a llevarle mucho tiempo, porque quiere fabricarse él mismo las máquinas de pesas.
¿Fabricarlas?
Sí. Quiero soldar las estructuras de metal, hacer yo las cuerdas y las poleas, con mis propias manos. No quiero dejar nada al azar. No quiero que te lesiones. No mientras yo sea responsable de ti.
Pienso en mi padre, construyéndose sus máquinas lanzapelotas, y me pregunto si será eso lo único que tienen en común.
Hasta que el gimnasio de Gil esté terminado, seguimos trabajando en la universidad. Él mantiene su trabajo, entrena al equipo de baloncesto de los Rebels durante una temporada brillante, que culmina con una victoria aplastante sobre el equipo de la Universidad de Duke, con la que obtienen el título nacional. Cuando ha cumplido con sus obligaciones, cuando el gimnasio de su casa está casi terminado, Gil dice que ya está listo.
Andre, ahora te lo pregunto yo a ti. ¿Estás listo tú? Por última vez, ¿estás seguro de que quieres hacerlo?
Gil, estoy más seguro de esto de lo que nunca he estado de cualquier cosa que haya hecho en la vida.
Yo también.
Dice que esa mañana se acercará hasta la universidad y entregará las llaves de su despacho.
Sale unas horas más tarde, y allí estoy yo, esperando. Se ríe cuando me ve y, para celebrar el inicio de nuestra nueva vida, nos vamos a comer unas hamburguesas con queso.
A veces, un entrenamiento con Gil es, en realidad, una conversación. No llegamos a tocar una sola pesa. Nos sentamos en los bancos de ejercicio y nos dedicamos a realizar asociaciones libres. Gil dice que hay muchas maneras de ponerse fuerte, y a veces hablar es la mejor de ellas. Cuando él no me enseña algo sobre mi cuerpo, yo le enseño a él algo sobre el tenis, sobre la vida en el circuito. Le cuento cómo se organiza el juego, el circuito de torneos menores y los cuatro principales, que conforman el Grand Slam, y que todos los jugadores usan como varas de medir. Le hablo del calendario del tenis, de que empezamos el año en la otra punta del mundo, disputando el Open de Australia, y avanzamos siguiendo el curso del sol. Después viene la temporada de tierra batida, en Europa, que culmina en París con el Roland Garros. Entonces llega junio, y con él la temporada de hierba, y Wimbledon (saco la lengua y hago una mueca). A continuación, con la canícula, es el momento de la superficie dura, que concluye con el Open de Estados Unidos. Y después el tiempo de las pistas cubiertas: Stuttgart, París y los Campeonatos Mundiales. Es un poco como la película Atrapado en el tiempo. Los mismos escenarios, los mismos rivales. Solo cambian los años y los resultados, y con el tiempo esos resultados se confunden, como números de teléfono.
Intento hablarle a Gil de mi psique. Empiezo por el principio, por la verdad fundamental.
Él se echa a reír.
En realidad tú no odias el tenis, dice.
Sí, Gil, la verdad es que sí.
Pone una cara rara y me pregunto si estará pensando que se ha equivocado al dejar su empleo en la universidad.
Si es verdad, dice, ¿entonces por qué juegas?
No estoy preparado para hacer nada más. No sé hacer otra cosa. El tenis es lo único para lo que sirvo. Además, a mi padre le daría un ataque si me dedicara a otra actividad.
Gil se rasca la oreja. Esto es algo nuevo para él. Ha conocido a centenares de deportistas, pero a ninguno que odiara el deporte. No sabe qué decir. Lo tranquilizo diciéndole que no hay nada que decir. Ni yo mismo lo entiendo. Solo le cuento lo que hay.
También le hablo de la debacle del anuncio de «La imagen lo es todo». No sé por qué, pero me parece que debe saberlo, para que comprenda bien dónde se ha metido. El asunto me enfurece, pero ahora esa furia se ha ido al fondo y se ha asentado. Me cuesta hablar de ello, me cuesta alcanzarla. Es como si me hubiera tragado una cucharada de ácido que estuviera alojada en la boca del estómago. Cuando me oye contarlo, Gil también se enfada, pero a él le cuesta menos acceder a su enfado. Él quiere hacer algo al respecto, ahora mismo. Ir a pegar a un par de ejecutivos publicitarios. Dice: ¿un gilipollas de Madison Avenue va y monta una campaña publicitaria ridícula, y te hace pronunciar una frase a cámara, y resulta que esa frase tiene que ver contigo?
Millones de personas así lo creen. Y así lo dicen. Y así lo escriben.
Se aprovecharon de ti. Simple y llanamente. No es culpa tuya. Tú no sabías lo que decías, no sabías cómo sería leído, retorcido y malinterpretado.
Seguimos conversando más allá de la sala de pesas. Salimos a cenar. Salimos a desayunar. Nos llamamos por teléfono seis veces al día. Una noche lo hago cuando ya es muy tarde, y nos pasamos horas hablando. Cuando la conversación ya va a terminar, me pregunta: ¿quieres venir mañana a entrenar un poco?
Me encantaría, pero estoy en Tokio.
¿Llevamos tres horas hablando y estás en Tokio? Creía que estabas en la otra punta de la ciudad. Me siento culpable, tío. Te he tenido ahí todo ese…
Pero no sigue. Y dice: ¿sabes una cosa? No me siento culpable. No. Me siento honrado. Necesitabas hablar conmigo, y no importa que estés en Tokio o en Tombuctú. Lo pillo. Está bien, tío, lo pillo.
Desde el principio, Gil lleva un registro exhaustivo de mis sesiones de ejercicio. Se compra un cuaderno marrón y anota todas y cada una de mis repeticiones, todas y cada una de mis series, todos y cada uno de mis ejercicios. Anota mi peso, mi dieta, mi pulso, mis viajes. En los márgenes dibuja gráficos, e incluso bocetos. Dice que quiere cartografiar mi progreso, recopilar una base de datos a la que poder recurrir en los años venideros. Se dedica a realizar un estudio sobre mí, para poder reconstruirme desde los cimientos. Es como Miguel Ángel estudiando un bloque de mármol, pero a él no le disuaden mis defectos. Es como Leonardo da Vinci, anotándolo todo en sus cuadernos. En los cuadernos de Gil, en el esmero que pone en ellos, en su constancia, veo que soy para él fuente de inspiración, como él lo es para mí.
Huelga decir que Gil viajará conmigo en muchos de mis desplazamientos. Le hace falta controlar mi estado de forma durante los partidos, controlar lo que como, asegurarse de que esté siempre hidratado. (Y no simplemente hidratado: Gil me administra una pócima especial a base de agua, carbohidratos, sales y electrolitos, que yo debo beber la noche anterior a los partidos). Sus sesiones de entrenamiento no terminan cuando inicio un viaje. Por el contrario, en esos momentos es cuando adquieren una importancia mayor.
Decidimos que nuestro primer viaje juntos será en febrero de 1990, a Scottsdale. Informo a Gil de que debemos llegar un par de noches antes del torneo, para practicar un poco y ver el ambiente.
¿Qué ambiente?
Se trata de un torneo de exhibición al que asisten algunos personajes famosos para recaudar fondos con fines benéficos, para dar una alegría a los patrocinadores y para entretener a los aficionados.
Suena divertido.
Y eso no es todo. Iremos con mi nuevo Corvette.
Estoy impaciente por mostrarle lo rápido que corre.
Pero al aparcar frente a la casa de Gil, caigo en la cuenta de que tal vez no haya sido tan buena idea. El coche es muy pequeño, y Gil es muy grande. Tan pequeño es el coche que Gil parece el doble de grande de lo que en realidad es. Hace esfuerzos por encajarse en el asiento del copiloto, y de todos modos tiene que sentarse medio ladeado, y de todos modos la cabeza le toca al techo. El Corvette parece a punto de estallar en cualquier momento.
Al ver a Gil enlatado e incómodo, mi motivación para correr más aumenta. Aunque, con el Corvette, no necesito motivos para pisar el acelerador. Es un coche supersónico. Ponemos música y salimos volando de Las Vegas. Dejamos atrás la Presa Hoover y nos dirigimos hacia los bosques de árboles de Josué del noroeste de Arizona. Decidimos parar a comer a las afueras de Kingman. La idea de un buen almuerzo, combinada con la velocidad del Corvette, la música a todo volumen y la presencia de Gil me hacen apretar a fondo el acelerador. Rompemos la barrera del sonido. Veo que Gil tuerce el gesto y señala hacia atrás. Miro por el retrovisor. Un coche patrulla me sigue, pegado casi a mi guardabarros.
El agente no tarda mucho en ponerme una multa por exceso de velocidad.
No es la primera vez que me multan, le digo a Gil, que niega con la cabeza.
Una vez en Kingman, paramos en Carl’s Jr. y pedimos mucha comida. A los dos nos encanta comer, y los dos sentimos una debilidad inconfesable por la comida rápida, por lo que nos saltamos la dieta nutricional y pedimos patatas fritas, segundos platos, más refrescos… Cuando consigo meter a Gil de nuevo en el Corvette, me doy cuenta de que vamos con mucho retraso. Tenemos que ganar tiempo. Piso a fondo el acelerador, una vez más, y regresamos a la autopista U.S. 95. Faltan trescientos veinte kilómetros para llegar a Scottsdale. Dos horas al volante.
Veinte minutos después, Gil vuelve a señalar hacia atrás.
Esta vez se trata de otro agente. Anota mi número de matrícula y el de mi permiso de conducir y me pregunta: ¿le han puesto una multa por exceso de velocidad hace poco?
Miro a Gil, que frunce el ceño.
Esto… si considera que hace una hora es hace poco, entonces sí, agente, me la han puesto.
Espere aquí, sin moverse.
Regresa a su vehículo.
El juez quiere verle en Kingman.
¿Kingman? ¿Qué?
Acompáñeme, señor.
¿Qué le acompañe? ¿Y el coche?
Que lo lleve su amigo.
Pero… Pero… ¿No puedo seguirlo yo?
Señor, usted va a escuchar atentamente todo lo que yo le diga, y a hacer todo lo que le ordene, y gracias a eso no va a llegar esposado a Kingman. Usted va a sentarse en el asiento trasero de mi vehículo, y su amigo nos seguirá. Y ahora, baje del coche.
Me encuentro en el interior del coche de la policía, y Gil viene detrás, embutido en el Corvette como si se tratara de un miriñaque. Estamos en medio de la nada, y a mí me parece oír ya el ritmo endiablado del duelo de banjos de la película Deliverance. Tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar al Tribunal Municipal de Kingman. Sigo al agente, que por una puerta lateral me lleva frente a un juez mayor y menudo que lleva un sombrero de cowboy y una hebilla de cinturón inmensa.
La música de los banjos sube de tono.
Miro a mi alrededor, en busca de algún certificado colgado de la pared, de algo que demuestre que eso es, en efecto, un tribunal de justicia, y que él es un juez de verdad. Pero por todas partes veo cabezas disecadas de animales.
El juez empieza a disparar una serie de preguntas aleatorias.
¿Juega en Scottsdale?
Sí, señor.
¿Y ha participado antes en ese torneo?
Eh… Sí, señor.
¿Emparejamiento?
¿Disculpe, señor?
¿Con quién le ha tocado jugar en la primera ronda?
El juez resulta ser un gran aficionado al tenis. Además, ha seguido de cerca mi carrera. Cree que debería haber ganado a Courier en Roland Garros. Manifiesta un montón de opiniones sobre Connors, Lendl, Chang, sobre el estado del juego, sobre la escasez de grandes jugadores estadounidenses. Tras compartir generosamente esas opiniones conmigo durante veinticinco minutos, me pregunta: ¿le importaría firmarme algo para mis hijos?
Por supuesto, señor, será un honor.
Le firmo todo lo que me pone por delante, y espero a que dicte sentencia.
Está bien, declara al fin el juez, lo condeno a que los machaque en Scottsdale.
¿Cómo dice? No entiend… Disculpe, señoría, he vuelto hasta aquí, retrocediendo más de cincuenta kilómetros, y estaba seguro de que iban a meterme en la cárcel, o de que al menos me multaría.
¡No, no! No, yo solo quería conocerlo. Pero será mejor que le pida a su amigo que conduzca él, porque si lo multan una vez más hoy, tendré que retenerlo aquí en Kingman hasta que las ranas críen pelo.
Salgo del tribunal y me dirijo corriendo al Corvette, donde me espera Gil. Le digo que el juez es un loco del tenis que quería conocerme. Gil cree que le estoy mintiendo. Le ruego que arranque y nos aleje de ese tribunal… despacio. En circunstancias normales, Gil ya conduce siempre con cautela. Pero está tan nervioso tras nuestros encontronazos con la policía de Arizona que pone la sexta marcha y va despacísimo durante todo el trayecto hasta Scottsdale.
Y, evidentemente, llegamos tarde a la parte más social del torneo. Apenas llegamos al estacionamiento del estadio, me pongo mi ropa deportiva y salgo del coche. Nos detenemos en la garita de seguridad e informo al guardia de que me están esperando, de que soy uno de los jugadores. Él no me cree. Le muestro mi permiso de conducir, que por suerte conservo. Finalmente nos deja pasar.
Gil me dice: no te preocupes por el coche, yo te lo cuido. Vete.
Recojo mi bolsa y echo a correr por el estacionamiento. Gil me cuenta luego que ha oído los aplausos que me han dedicado cuando he entrado en el estadio. Las ventanillas del Corvette estaban levantadas, pero aun así el rugido de la multitud ha llegado hasta él. Tras la actuación solicitada por ese juez del Viejo Oeste, después de oír el sonoro recibimiento del público cuando llego, Gil, finalmente, lo comprende. Me confiesa que, hasta ese viaje, no había sido consciente de que esa vida fuera tan… loca. En realidad no sabía dónde se había metido. Yo le digo que ya somos dos.
Lo pasamos muy bien en Scottsdale. Aprendemos mucho, y deprisa, el uno del otro, porque en los viajes se conoce a la gente. Durante un partido que se celebra a mediodía, detengo el juego y espero a que un asistente del torneo lleve un paraguas a la zona en la que Gil está sentado: este está expuesto al sol directo, y transpira abundantemente. Cuando el asistente le entrega el paraguas, Gil parece confundido. Pero entonces me mira, ve que le hago señas, y lo entiende. Me dedica una sonrisa de oreja a oreja, y los dos nos echamos a reír.
Una noche salimos a cenar a un Village Inn. Es tarde, y pedimos un plato combinado grande de cena y desayuno. De pronto, cuatro tíos entran en el local y se sientan en los bancos contiguos. Hablan en voz muy alta, se ríen de mi pelo, de mi ropa.
Seguramente será gay, dice uno de ellos.
Sí, ese es marica fijo, coincide su colega.
Gil carraspea, se limpia la boca con una servilleta de papel y me dice que disfrute del resto de la comida. Él ya no quiere nada más.
¿No vas a comer, Gilly?
No, tío. Lo que menos me conviene cuando estoy a punto de pelearme es tener la barriga llena.
Cuando termine yo, me dice Gil, él tiene que ocuparse de un asunto en la mesa de al lado. Si ocurre algo, añade, no debo preocuparme: él ya conoce el camino. Se pone en pie muy despacio. Se acerca a los cuatro tíos. Se apoya en su mesa, y la mesa cruje. Acerca mucho el pecho a sus caras y les dice: ¿lo pasáis bien amargándole la comida a los demás? Así es como os gusta pasar el rato, ¿no? ¡Vaya! Pues voy a tener que probarlo yo también. ¿Qué es lo que estáis comiendo? ¿Hamburguesas?
Levanta la hamburguesa de uno de ellos y se come la mitad de un bocado.
Le hace falta ketchup, dice Gil con la boca llena. ¿Sabes una cosa? Ahora me ha dado sed. Creo que voy a darle un trago a tu refresco. Sí, y después creo que cuando lo deje en la mesa voy a derramarlo todo. Quiero, quiero, que alguno de vosotros intente impedírmelo.
Gil da un gran sorbo, y después, despacio, casi tan despacio como conduce, vierte el resto del refresco sobre la mesa.
Ninguno de los cuatro mueve un músculo.
Gil suelta el vaso vacío y me mira.
Andre, ¿estás listo para irte?
No gano el torneo, pero no importa. Me siento satisfecho y contento cuando emprendemos el viaje de regreso hacia Las Vegas. Antes de salir de la ciudad paramos a comer en Joe’s Main Event. Conversamos sobre todo lo que ha ocurrido en las últimas setenta y dos horas, y coincidimos en que ese viaje parece la primera etapa de otro mucho más largo. En su cuaderno de Leonardo da Vinci, Gil me dibuja esposado.
Una vez fuera, nos quedamos un rato en el estacionamiento contemplando las estrellas. Siento una gratitud y un amor abrumadores hacia Gil. Le doy las gracias por todo lo que ha hecho, y él me dice que no hace falta que le agradezca nada nunca más.
Y entonces pronuncia un discurso. Gil, que aprendió inglés leyendo periódicos y escuchando partidos de béisbol, pronuncia un monólogo florido, poético, cadencioso, ahí mismo, delante de Joe’s, y una de las cosas que más lamento en esta vida es no haber llevado una grabadora encima. Aun así, lo recuerdo casi palabra por palabra.
Andre, yo no voy ni siquiera a intentar cambiarte, porque nunca he intentado cambiar a nadie. Si pudiera cambiar a alguien, me cambiaría a mí mismo. Pero sé que sí puedo aportarte estructura, y un plan para que tú consigas lo que quieres. No es lo mismo un caballo de carga que uno de carreras. No se los trata igual. Siempre se oye decir que hay que tratar igual a todo el mundo, pero yo no estoy seguro de que para conseguir la igualdad haya que tratar a todo el mundo de la misma manera. Por lo que yo veo, tú eres un caballo de carreras, y siempre te trataré como tal. Seré firme pero justo. Te guiaré, pero no te forzaré. A mí no se me da muy bien expresar o elaborar mis sentimientos, pero a partir de este momento, quiero que sepas una cosa: ¡hay pelea, tío, hay pelea! ¿Sabes a qué me refiero? Estamos en una pelea, y puedes contar conmigo hasta que quede en pie el último hombre. Ahí arriba, en alguna parte, hay una estrella con tu nombre. Tal vez no pueda ayudarte a encontrarla, pero tengo unos hombros bastante resistentes, así que, mientras la buscas tú, puedes subirte a ellos. ¿Me oyes? El tiempo que haga falta. Súbete a mis hombros y busca, tío. Busca.