14
Se supone que debo ser una persona distinta ahora que he ganado un torneo de Grand Slam. Todo el mundo me lo dice. Lo de «La imagen lo es todo» ha pasado a la historia. Ahora los comentaristas deportivos aseguran que, para Andre Agassi, ganar lo es todo. Tras dos años llamándome estafa, diciendo que no soporto la presión, que soy un rebelde sin causa, ahora me colocan en un pedestal. Declaran que soy un ganador, un jugador sólido, uno de los grandes. Dicen que mi victoria en Wimbledon los obliga a evaluarme de nuevo, a reconsiderar quién soy en realidad.
Pero yo no siento que Wimbledon me haya cambiado. De hecho, me siento como si me hubieran hecho partícipe de un secreto sórdido: ganar no cambia nada. Ahora que he ganado un Grand Slam, sé algo que se permite saber a pocas personas en este mundo: las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas. Con gran diferencia.
En el verano de 1992 me siento más contento, y más sólido, pero no tiene nada que ver con Wimbledon. Es por Wendi. Hemos crecido juntos. Nos hemos susurrado promesas el uno al otro. Yo he aceptado que no puedo estar con Steffi. Ha sido una bonita fantasía mientras ha durado, pero estoy entregado a Wendi, y ella a mí. Ella no trabaja, no estudia. Ha ido a distintas universidades, y no ha encajado en ninguna. Así que ahora pasa todo el tiempo conmigo.
Sin embargo, en 1992, pasar tiempo juntos se vuelve de pronto más complicado. Si vamos al cine, o a cenar a un restaurante, nunca estamos del todo solos. Aparece gente salida de la nada, me piden fotos, autógrafos, quieren conocer mi opinión, reclamar mi atención. Wimbledon me ha hecho famoso. Yo creía que ya lo era desde hacía tiempo —mi primer autógrafo lo firmé a los seis años—, pero ahora descubro que, en realidad, no lo era. Wimbledon me ha legitimado, ha conseguido que mi atractivo sea más amplio, más profundo, al menos según los agentes, directores y expertos en marketing con los que, ahora, me reúno a menudo. La gente quiere acercarse a mí. Se siente con derecho a ello. Yo ya entiendo que en Estados Unidos hay que pagar un impuesto por todo. Ahora descubro que ese es el impuesto por el éxito en los deportes: quince segundos por fan. Yo, a nivel teórico, puedo aceptarlo. Pero me gustaría que no implicara perder la intimidad con mi novia.
Wendi le quita importancia. Se toma con deportividad esa invasión. Ella evita que me tome nada demasiado en serio, incluido yo mismo. Con su ayuda, llego a la conclusión de que la mejor manera de tomarse eso de la fama es olvidarse de que uno es famoso. Me esfuerzo por quitarme la fama de la cabeza.
Pero la fama es una fuerza. Es imparable. Tú le cierras las ventanas a la fama, y la fama se cuela por debajo de la puerta. Un día me despierto y constato que tengo docenas de amigos famosos, y ni sé cómo he conocido a la mitad de ellos. Me invitan a fiestas y a salas VIP, a eventos y a galas en las que se reúne la gente famosa, y muchos me piden el número de teléfono, o me pasan el suyo. Así como ganar la final de Wimbledon me ha convertido en miembro vitalicio del All England Club, así también me ha dado acceso a ese difuso Club de Gente Famosa. Entre mi círculo de conocidos se encuentran ahora Kenny G, Kevin Costner y Barbra Streisand. Me invitan a pasar la noche en la Casa Blanca, en una velada durante la que compartiré cena con el presidente George Bush antes de su cumbre con Mijaíl Gorbachov. Me alojo en el dormitorio Lincoln.
Todo me parece, a la vez, surrealista y absolutamente normal. Me asombra descubrir lo deprisa que lo irreal se convierte en norma. Y me maravilla lo poco emocionante que es ser famoso, lo prosaica que es la gente famosa. Se trata de personas confundidas, inseguras, y que con frecuencia no soportan lo que hacen. Siempre se comenta —lo mismo que ese viejo dicho según el cual el dinero no da la felicidad— pero nunca lo creemos hasta que lo vemos con nuestros propios ojos. Yo lo descubro en 1992, y hacerlo me ayuda a confiar más en mí mismo.
Estoy navegando cerca de la isla de Vancouver, de vacaciones con mi nuevo amigo, David Foster, el productor musical. Poco después de que Wendi y yo nos subamos a su yate, también lo hace Kevin Costner, que nos invita al suyo, anclado a cincuenta metros del de Foster. Aceptamos inmediatamente. A pesar de tener un yate, Costner parece el prototipo de hombre cabal. De trato fácil, divertido, simpático. Le encantan los deportes, los sigue con avidez, y da por sentado que yo también lo hago. Yo, tímidamente, le digo que no los sigo. Que no me gustan.
¿Qué quieres decir?
Quiero decir que no me gusta el deporte.
Él se echa a reír.
Excepto el tenis, supongo.
El tenis es el que más detesto.
Sí, claro, claro, supongo que es matador. Pero en realidad no lo detestas.
Sí.
Wendi y yo nos pasamos gran parte de la travesía en yate observando a los tres hijos de Costner. Bien educados, agradables, son también guapísimos. Parecen recién salidos de uno de esos puzles de Norman Rockwell que hace mi madre. Poco después de conocerme, Joe Costner, de cuatro años, se agarra de la pernera de mi pantalón y vuelve sus ojos azules hacia mí. Grita: «¡Juguemos a luchar!». Lo levanto, lo pongo boca abajo y lo zarandeo un poco, y el sonido de sus risas es uno de los más deliciosos que he oído nunca. Wendi y yo nos decimos que estamos absolutamente hechizados por los pequeños de la familia Costner, aunque en realidad lo que hacemos es jugar a ser sus padres. De vez en cuando pillo a Wendi apartándose de los mayores para ir a echar un vistazo a los niños. Veo claramente que será muy buena madre. Y yo me imagino a su lado en todo momento, ayudándola a criar a tres criaturas rubias de ojos verdes. La idea me entusiasma… y a ella también. Saco el tema de la familia. Del futuro. Ella ni parpadea siquiera. Ella también lo desea.
Semanas después, Kevin Costner nos invita a su casa de Los Ángeles para que asistamos a un pase privado de su nueva película, El guardaespaldas. A Wendi y a mí la película no nos gusta demasiado, pero nos quedamos prendados del tema principal de la banda sonora, I Will Always Love You.
Esta será nuestra canción, dice Wendi.
Siempre.
Nos cantamos esa canción el uno al otro, nos repetimos frases, y cuando la ponen en la radio, dejamos lo que tengamos entre manos en ese momento y nos dedicamos a hacernos ojitos, para disgusto de quienes nos rodean. A nosotros nos da igual.
Les digo a Philly y a Perry que me veo pasando el resto de mi vida con Wendi, que tal vez le pida matrimonio pronto. Philly me responde asintiendo plenamente. Y Perry me da su aprobación.
Wendi es la mujer de mi vida, le comento a J. P.
¿Y qué hay de Steffi Graf?
Me dio calabazas. Olvídala. La mujer de mi vida es ella.
Estoy mostrándole mi nuevo juguete a J. P. y a Wendi.
J. P. me pregunta: ¿cómo has dicho que se llamaba este trasto?
Es un Hummer. Lo usaban en la Guerra del Golfo.
El mío es uno de los primeros que se venden en Estados Unidos. Damos una vuelta con él por toda la zona desértica que rodea Las Vegas y nos quedamos atascados en la arena. J. P. bromea diciendo que supone que durante la Guerra del Golfo no se encontraron con arena. Nos bajamos del vehículo y caminamos por el desierto. Debo tomar un avión esa misma tarde porque tengo partido mañana. Si no salgo de este desierto, habrá mucha gente, muy diversa, que se enfadará conmigo. Pero, a medida que avanzamos por el desierto, de pronto el partido se convierte en algo secundario, trivial. La supervivencia empieza a ser una preocupación real. Miremos donde miremos solo vemos desierto, y empieza a anochecer.
J. P. dice: ese podría convertirse en un punto de inflexión en nuestras vidas. Y no para bien, precisamente.
Gracias por el pensamiento positivo.
Finalmente llegamos a un chamizo. Un viejo ermitaño nos presta su pala. Regresamos hasta el Hummer, y yo me pongo enseguida a retirar arena de las ruedas traseras. De pronto, la pala toca algo duro. Es el caliche, esa capa de suelo parecida al cemento que se extiende bajo el desierto de Nevada. Noto que algo se rompe en mi muñeca, muy adentro. Suelto un grito.
¿Qué pasa?, me pregunta Wendi.
No lo sé.
Me miro la muñeca.
Cúbretela con un poco de tierra.
Saco de allí el Hummer, llego a tiempo al avión e incluso gano mi partido del día siguiente. Pero, días después, al despertar, noto un dolor espantoso. Pareciera que tengo la muñeca rota. Apenas puedo doblarla. Es como si acabaran de implantarme varias agujas de coser y una cuchilla en la articulación. Es algo serio. Es grave.
Entonces el dolor se va, y siento alivio. Pero vuelve. Tengo miedo. Al poco rato, el dolor ocasional se hace constante. Por la mañana, resulta tolerable, pero al terminar el día no puedo pensar en nada que no sea esa punzada de cuchilla.
Un médico dice que tengo tendinitis. En concreto, capsulitis dorsal. Unos desgarros diminutos en la muñeca que se resisten a curarse. Son consecuencia de un exceso de uso. Las dos únicas soluciones son el reposo y la cirugía.
Opto por el reposo. Me encierro, mimo la muñeca. Después de varias semanas de llevar la muñeca de un lado a otro como si fuera un pájaro herido, sigo sin poder levantar pesas, sin hacer pectorales o abrir una puerta sin sentir dolor.
El único aspecto positivo de mi lesión de muñeca es que puedo pasar más tiempo con Wendi. En lugar de ser la temporada de las pistas duras, 1993 empieza siendo la temporada de Wendi, y yo me entrego de lleno a ella. A Wendi le gusta que le dedique más atenciones, pero también le preocupa estar descuidando los estudios. Se ha matriculado en otra universidad. Ya va por la quinta. O por la sexta. He perdido la cuenta.
Voy conduciendo por Rainbow Boulevard. Llevo el volante con la mano izquierda, para no cargar la muñeca derecha. Bajo la ventanilla y conecto la radio. La brisa primaveral alborota el pelo de Wendi. Ella baja el volumen de la radio y me dice que hacía mucho tiempo que no sabía lo que quería.
Yo asiento con la cabeza y subo el volumen.
Ella vuelve a bajarlo, y me explica que ha asistido a todas esas facultades, que ha vivido en distintos estados, buscando, durante toda su vida, un sentido, un propósito. Nada acaba de encajar nunca. No parece capaz de averiguar quién es.
Yo, una vez más, asiento sin palabras. Conozco esa sensación. Ganar en Wimbledon no parece haber hecho nada por aliviarla. Entonces me vuelvo hacia Wendi y me doy cuenta de que no está hablando por hablar. De que con su conversación quiere llegar a alguna parte. Quiere decir algo sobre nosotros. Ella también se vuelve y me mira a los ojos. Andre, lo he estado pensando mucho, y creo que no podré ser feliz, feliz de verdad, hasta que descubra quién soy y qué se supone que debo hacer con mi vida. Y no veo cómo podré hacerlo si seguimos juntos.
Está llorando.
Ya no puedo seguir siendo tu compañera de viaje, añade, tu apoyo, tu fan. Bueno, siempre seré tu fan, pero ya sabes a qué me refiero.
Necesita encontrarse a sí misma y hacer lo que haga falta para ser libre.
Y tú también, dice. No podremos alcanzar nuestras metas individuales si seguimos juntos.
Incluso una relación abierta resulta demasiado cerrada.
No puedo discutir con ella. Si así es como se siente, yo no puedo hacer nada. Quiero que sea feliz. En ese momento, cómo no, en la radio ponen nuestra canción. I Will Always Love You. Miro a Wendi, intento que ella me mire a mí, pero ella no vuelve la cabeza. Cambio de dirección y la llevo a su casa. La acompaño a la puerta. Ella me da un último, largo abrazo.
Me alejo en mi coche, y apenas llego al final de la calle aparco y llamo a Perry. Cuando descuelga, no puedo decirle nada. Lloro demasiado. Él cree que se trata de una broma.
¿Diga? —dice, molesto—. ¿Di-ga?
Y cuelga.
Vuelvo a llamar, pero no soy capaz de pronunciar ni una palabra.
Y él vuelve a colgar.
Me traga la tierra. Me encierro en mi casa de soltero, bebo, duermo, como basura. Siento unos dolores intensos en el pecho. Se lo comento a Gil, que me dice que eso suena a corazón roto: desgarros diminutos que se resisten a curarse. Consecuencia de un exceso de uso.
Entonces añade: ¿y qué vas a hacer con Wimbledon? Ya va siendo hora de que empecemos a pensar en cruzar el charco. Ha llegado el momento de luchar. Hay pelea.
Yo apenas puedo sostener el teléfono. La raqueta de tenis, mucho menos. Aun así, quiero ir. Me vendría bien distraerme. Me vendría bien pasar una temporada viajando con Gil, trabajando en una meta común. Además, a mí me corresponde defender el título. No tengo alternativa. Muy poco antes de emprender el viaje, Gil concierta una cita con un especialista de Seattle, supuestamente el mejor, para que me ponga una inyección de cortisona. La inyección funciona. Llego a Europa moviendo la muñeca a un lado y a otro, sin dolor.
Primero pasamos por Halle, Alemania, para un torneo de calentamiento. Nick se reúne allí con nosotros, e inmediatamente me pide dinero prestado. Vendió la Academia Bollettieri porque tenía deudas, y ese fue el mayor error que cometió en su vida. Pidió poco por ella. Ahora le hace falta efectivo. No parece él. O tal vez parece más él que nunca. Dice que no se le paga lo que se merece. Dice que yo he sido una inversión insensata. Ha gastado miles de dólares desarrollándome, y que le corresponde recibir cientos de miles más de los cientos de miles de dólares que ya le he dado. Le pido que hablemos de todo eso a nuestro regreso. De momento ya tengo bastantes preocupaciones en la cabeza.
Sí, claro, dice él. A nuestro regreso.
Nuestra confrontación me afecta tanto que, en el torneo de Halle, pierdo estrepitosamente en el partido de la primera ronda contra Steeb, que me derrota en tres sets.
Y adiós al calentamiento.
Apenas he jugado durante todo el año, y cuando lo he hecho, lo he hecho mal, así que soy el defensor del título de Wimbledon con la posición de ranking más baja de la historia del torneo. Mi primer partido en la pista central lo disputo contra Bernd Karbacher, un alemán con un pelo tan espeso que empieza y termina los partidos con el mismo aspecto, lo que, por razones obvias, me irrita. Todo en Karbacher parece pensado para distraer. Además de sus envidiables mechones, es patizambo. Camina no solo como si se pasara el día montando a caballo, sino como si acabara de desmontar, y el viaje hubiera sido largo, y tuviera el culo escocido. En consonancia con su aspecto, tiene un juego muy raro. Su revés es potentísimo, uno de los mejores, pero lo usa para evitar tener que correr. No le gusta nada correr. No soporta moverse. A veces se diría que tampoco le gusta mucho sacar. Su primer saque puede ser bastante agresivo, pero el segundo no.
Yo, por mi parte, con mi muñeca entumecida tengo mis propios problemas con el saque. Tendré que alterar mi movimiento, echar la raqueta muy poco hacia atrás, y limitar los movimientos bruscos. Eso, claro está, me causa dificultades. Me quedo rápidamente rezagado en el primer set. Ya vamos 2-5. Estoy a punto de ser el primer defensor del título en décadas que cae en la primera ronda. Pero me armo de valor, me obligo a hacer las paces con mi nuevo servicio y gano con penas y trabajos. Karbacher se monta en su caballo y se aleja al galope.
El público británico se muestra amable. Corea, grita, me anima, valora el esfuerzo que he hecho para poner a punto la muñeca. Pero otra cosa muy distinta es la prensa sensacionalista del país, que viene cargada de veneno. A varios periódicos les da por fijarse, concretamente, en mi pecho, que me he afeitado recientemente. Se trata solo de un gesto inocente de coquetería masculina, pero, por lo publicado, se diría que me he amputado un miembro. Tengo la muñeca destrozada, y ellos se fijan solo en mi pecho. Mis ruedas de prensa se convierten en parodias de Monty Python, en las que, de cada dos preguntas, una tiene que ver con mis suaves pectorales. Los periodistas británicos están obsesionados con el pelo. Si supieran la verdad sobre el de la cabeza… En varios medios opinan, además, que estoy gordo, y varios articulistas se regodean llamándome «Burger King». Gil intenta atribuir mi aspecto a la inyección de cortisona, que causa hinchazón, pero nadie se lo cree.
Con todo, nadie causa más fascinación en los británicos que Barbra Streisand. Ella llega a la pista central a verme jugar, y casi se oye una fanfarria de trompetas. A Wimbledon acuden siempre muchos personajes famosos, pero la presencia de Barbra causa un revuelo inaudito. Los periodistas la acosan, y después no dejan de preguntarme a mí por ella. Los periódicos sensacionalistas se dedican con gran empeño a diseccionar y empequeñecer nuestra relación, que no es nada más que una amistad apasionada.
Quieren saber cómo nos conocimos. Yo me niego a revelarlo, porque Barbra es la persona más tímida y con un mayor sentido de la privacidad que conozco.
Lo cierto es que todo empezó gracias a Steve Wynn, el promotor de espectáculos en casinos al que conozco desde niño. Él y yo estábamos jugando al golf un día, y le comenté que me gustaba la música de Barbra Streisand. Él me dijo que eran buenos amigos. Así se iniciaron una serie de llamadas telefónicas, durante las que Barbra y yo conectamos. Cuando gané en Wimbledon, ella me envió un telegrama muy afectuoso felicitándome y comentándome, sarcásticamente, que era agradable ponerle cara a mi voz.
Semanas después me invitó a un encuentro en petit comité en su rancho de Malibú. David Foster asistiría, así como algunos amigos más. Finalmente, íbamos a conocernos en persona.
Su rancho estaba salpicado de construcciones, una de las cuales era una sala de cine. Después de comer, nos trasladamos hasta allí para ver un pase previo de El club de la buena estrella, una clásica película de chicas durante cuya proyección creí que iba a morirme de aburrimiento. Después nos fuimos todos hacia otra de las casas de la finca, un salón de música con un piano de cola bajo una ventana. Allí, de pie, charlamos y comimos algo mientras David se sentaba al piano y tocaba popurrís de canciones melodramáticas. Intentó en varias ocasiones que Barbra cantara algo, pero ella no quería. Siguió insistiendo, y ella siguió negándose. Le insistió tanto que la situación se volvió algo incómoda, al menos para mí. Barbra tenía los codos apoyados en el piano, y me daba la espalda. La vi agarrotarse. Era evidente que la idea de cantar delante de otras personas la ponía tensa.
Sin embargo, no habían transcurrido ni cinco minutos cuando se arrancó a cantar unas notas. El sonido inundó la sala, desde el suelo hasta las vigas del techo. Todos los presentes dejaron de hablar. Los cristales temblaron. Los cubiertos entrechocaron. Mis costillas reverberaron. Por un instante pensé que alguien había puesto un disco de Barbra en un equipo de sonido Bose y había subido el volumen al máximo. No concebía que un ser humano fuera capaz de producir semejante sonido, que una voz humana pudiera impregnar todos los centímetros cuadrados de una habitación.
A partir de ese momento, me sentí aún más intrigado por Barbra. La idea de que poseyera un instrumento tan devastador, un talento tan poderoso, y que no pudiera usarlo a su antojo, por placer, me resultaba fascinante. Y familiar. Y deprimente. Volvimos a vernos poco después. Me invitó al rancho. Compartimos una pizza y charlamos durante horas, descubriendo, al hacerlo, que teníamos muchas cosas en común. Ella era una perfeccionista torturada que odiaba hacer algo en lo que era extraordinaria. Y, sin embargo, tras unos años de semirretiro, a pesar de todas sus dudas y sus temores, me admitió que estaba valorando la posibilidad de regresar a los escenarios. Yo le insté a hacerlo. Le dije que estaba mal privar al mundo de aquella voz, de aquella voz asombrosa. Sobre todo, le dije que era peligroso rendirse a ese temor. El miedo es como las drogas, le dije. Sucumbes a una droga blanda y al poco ya has sucumbido a otras más fuertes. ¿Y si no quería actuar? Tenía que hacerlo de todos modos.
Naturalmente, yo me sentía como un hipócrita cada vez que le decía aquellas cosas a Barbra. En mi propia lucha contra el miedo y el perfeccionismo, yo iba perdiendo. Hablaba con ella como lo hacía con los periodistas. Le decía cosas que sabía que eran ciertas, y cosas que esperaba que lo fueran, y que, en su mayoría, yo no era capaz de creer ni poner en práctica.
Después de pasar aquella larga tarde de primavera juntos, le hablé a Barbra de una cantante nueva que había visto actuar en Las Vegas, una mujer con una gran voz, que recordaba algo a la suya. Le pregunté: ¿quieres oírla?
Sí, claro.
La llevé hasta mi coche y le puse el CD de aquella nueva sensación, una canadiense llamada Céline Dion. Barbra la escuchó con atención, mordiéndose una uña. Me daba cuenta de que pensaba: eso sé hacerlo yo. Se imaginaba de nuevo en el escenario. Yo, una vez más, me sentí útil, pero también profundamente hipócrita.
Mi sentido de la hipocresía llegó al súmmum cuando Barbra, finalmente, se decidió a actuar. Ahí estaba yo, en primera fila… con una gorra de béisbol negra. Mi postizo volvía a darme problemas, y yo temía la reacción de la gente. Más allá de ser un hipócrita esa noche, me sentía un esclavo del miedo.
Con bastante frecuencia, Barbra y yo nos reímos del escándalo y el revuelo que causan nuestros encuentros. Estamos de acuerdo en que nuestra compañía nos beneficia mutuamente. Así pues, ¿qué más da que ella tenga veintiocho años más que yo? Somos compatibles, y el escándalo público no hace sino añadir sal a nuestro vínculo. Hace que nuestra amistad parezca prohibida, tabú, un elemento más de mi rebelión generalizada. Salir con Barbra Streisand es como llevar pantalones de color lava caliente.
Aun si me siento fatigado, si no estoy de buen humor —que es lo que me sucede en Wimbledon—, entonces ese reduccionismo del público llega a lastimarme. Y Barbra se presta al juego de esos reduccionistas comentándole a un reportero que yo soy un maestro zen. Los periódicos se lo pasan en grande con ese comentario. Empiezo a oír que por todas partes me llaman maestro zen. Por un breve periodo, la cita sustituye a la de La imagen lo es todo. Yo no entiendo la reacción, tal vez porque no sé qué es un maestro zen. Solo puedo suponer que se trata de algo bueno, puesto que Barbra es mi amiga.
Esquivando como puedo la cuestión de Barbra, evitando periódicos y canales de televisión, sigo trabajando en el torneo de Wimbledon de 1993. Tras sobrevivir a Karbacher, derroto al portugués João Cunha-Silva, al australiano Patrick Rafter y al holandés Richard Krajicek. He llegado a cuartos de final, y me enfrento a Pete. Como siempre. Siempre me toca él. Me pregunto cómo podrá mi muñeca enfrentarse a su saque, que ha desarrollado hasta convertirlo en una fuerza de la naturaleza. Pero Pete sufre sus propios males, sus propios dolores. Tiene el hombro inflamado, y su juego es un poco más lento de lo normal. O eso dicen. Por su manera de atacarme, nadie lo diría. Gana el primer set en menos tiempo del que yo he dedicado a vestirme para el partido.
Y el segundo, lo mismo.
Este va a ser un día muy corto, me digo a mí mismo. Miro hacia las gradas, y veo a Barbra, rodeada de flashes de cámaras. Y pienso. ¿De verdad que esta es mi vida?
Cuando empieza el tercer set, Pete tiene un tropiezo, lo que me permite a mí coger algo de aire. Finalmente me anoto el set, y después el cuarto. La rueda gira a mi favor. Veo el temor asomando al rostro de Pete. Vamos empatados a dos sets, y la duda, una duda inconfundible, lo persigue como las alargadas sombras vespertinas que se proyectan sobre la hierba de Wimbledon. Por una vez en la vida, no soy yo, sino él, quien maldice y se grita a sí mismo.
En el quinto set, Pete pone cara de dolor y se masajea el hombro. Solicita la presencia de su preparador. Durante la pausa, mientras lo atienden, me digo a mí mismo que el partido es mío. Dos victorias seguidas en Wimbledon, eso sí sería todo un punto. Ya veremos qué dice entonces la prensa sensacionalista. O qué diré yo. ¿Os gusta ahora vuestro Burger King?
Sin embargo, cuando se reanuda el juego, Pete es una persona distinta. No es que se sienta reanimado, o con más energías; es que es totalmente distinto. Ha vuelto a hacerlo. Se ha despojado de ese otro Pete devorado por la duda, como una serpiente se libra de su piel. Y ahora está a punto de librarse de mí. Cuando va ganando 5-4, empieza el décimo juego del set disparando tres aces consecutivos. Pero es que no son solo aces. Hay algo, incluso en su sonido, que los hace distintos: atruenan como cañones de la Guerra de Secesión. Triple punto de partido.
De pronto, veo que camina hacia la red, me extiende la mano. Vuelve a ser el vencedor. El apretón de manos me resulta físicamente doloroso, y no precisamente por mi lesión de muñeca.
De vuelta a mi guarida de soltero, días después de mi derrota contra Pete, tengo un solo objetivo. Quiero evitar pensar en el tenis durante siete días. Necesito un descanso. Tengo el corazón destrozado, la muñeca dolorida, los huesos fatigados. Necesito pasarme una semana sin hacer nada, quedarme sentado en casa, tranquilamente. Nada de dolor, nada de dramatismo, nada de saques, nada de periódicos sensacionalistas, nada de cantantes, nada de puntos de partido. Estoy tomándome mi primer café de la mañana y hojeando el USA Today cuando un titular llama mi atención. Porque en él aparece mi nombre. Bollettieri rompe su relación con Agassi. Nick revela al periódico que ha roto conmigo. Desea pasar más tiempo con su familia. Después de diez años, así es como me lo hace saber. Ni un triste panda de peluche puesto con el culo en pompa en mi butaca.
Minutos después, llega a casa un sobre de FedEx con una carta de Nick. En ella no me cuenta más de lo que ya he leído en el periódico. La leo diez o doce veces antes de guardarla en una caja de zapatos. Me acerco al espejo. No me siento tan mal. No siento nada. Abotargado. Como si la cortisona se hubiera esparcido desde la muñeca por todo mi ser.
Me voy a ver a Gil y me siento con él en el gimnasio de su garaje. Me escucha, se siente mal cuando yo me siento mal, se enfada cuando yo me enfado.
Bueno, digo, supongo que es la época de romper con Agassi. Primero Wendi, ahora Nick.
Mi séquito me abandona antes que mi pelo.
Aunque no tiene el menor sentido, me gustaría volver a saltar a la pista. Quiero sentir el dolor que solo el tenis proporciona.
Pero no tanto. La cortisona ha perdido totalmente su efecto, y la sensación de agujas y cuchillas en el interior de la muñeca es excesiva. Acudo a otro médico, que me dice que debo pasar por el quirófano. Veo a otro, que me dice que tal vez, con más reposo, se cure. Sin embargo, tras cuatro semanas de inactividad, salto a la pista y un solo golpe me basta para saber que la cirugía es mi única opción.
Pero lo que sucede es que no me fío de los cirujanos. Me fío de muy poca gente, y me disgusta profundamente la idea de confiar en un perfecto desconocido, de entregar todo el control a una persona a la que acabo de conocer. Me aterra la idea de estar tumbado en la cama, inconsciente, mientras alguien me abre la muñeca con la que me gano la vida. ¿Y si ese día está distraído? ¿Y si no está dónde tiene que estar? Yo lo veo en la pista de tenis constantemente… la mitad de las veces me ocurre a mí. Aunque ocupo una de las diez primeras posiciones del ranking mundial, hay días en que parezco un aficionado. ¿Y si mi cirujano es el Andre Agassi de la medicina? ¿Y si ese día no juega como un profesional? ¿Y si está borracho o drogado?
Le pido a Gil que esté presente durante la operación. Quiero que ejerza de centinela, de monitor, de red protectora, de testigo. Dicho de otro modo, quiero que haga lo que hace siempre. Que monte guardia. Pero, en esta ocasión, con bata y mascarilla puestas.
Él frunce el ceño. Niega con la cabeza. No está convencido.
Gil posee ciertas características que resultan conmovedoras, como su aversión al sol, por ejemplo. Pero la más conmovedora de todas es su pánico a las agujas. Cuando tienen que ponerle alguna inyección, se caga encima.
Pero, si se trata de ayudarme, se presta de voluntario. Lo soportaré, me dice.
Te debo una, le digo yo.
Eso nunca, me corrige. Entre nosotros no hay deudas.
El 19 de diciembre de 1993, Gil y yo viajamos en avión a Santa Bárbara y me ingresa en el hospital. Las enfermeras revolotean a mi alrededor, preparándome. Le comento a Gil que me siento tan nervioso que me parece que me voy a desmayar.
Bueno, así se ahorrarán la anestesia.
Es que, Gil, este podría ser el fin de mi carrera de tenista.
No.
¿Y entonces qué? ¿Entonces qué haría?
Me cubren la boca y la nariz con una máscara. Respira hondo, me ordenan. Me pesan los párpados. Yo me esfuerzo por mantenerlos abiertos, lucho contra la pérdida de control. No te vayas, Gil. No me dejes. Miro fijamente los ojos negros de Gil, que, por encima de la mascarilla, me observan sin parpadear. Gil está aquí, me digo. Gil controla. Gil está de guardia. Todo va a salir bien. Dejo que se me cierren los ojos, dejo que una especie de neblina me engulla y, medio segundo después, despierto y Gil está inclinado sobre mí, diciendo que la cosa estaba peor de lo que creían, mucho peor. Pero te lo han limpiado todo, Andre, y debemos esperar lo mejor. No podemos hacer otra cosa, ¿verdad? Ser optimistas.
Me instalo en el sofá verde de lona con relleno doble de plumas de ganso, con el mando a distancia en una mano y el teléfono en la otra. El cirujano dice que debo mantener la muñeca en alto varios días, por lo que permanezco tumbado y con el brazo apoyado en una almohada grande, dura. Aunque me administran unos analgésicos muy fuertes, noto la herida, y me siento preocupado y vulnerable. Al menos tengo un motivo de distracción: una mujer que es amiga de la mujer de Kenny G, que se llama Lyndie.
A Kenny G lo conocí a través de Michael Bolton, al que había conocido mientras jugaba la Copa Davis. Nos alojábamos en el mismo hotel. Entonces, un día, de repente, sin venir a cuento, Lyndie me llamó por teléfono y me dijo que había conocido a la mujer perfecta.
Qué bien, a mí me gusta la perfección.
En serio, creo que os vais a llevar genial.
¿Por qué?
Es guapísima, inteligente, sofisticada, divertida.
No sé qué decirte. Todavía estoy intentando superar lo de Wendi. Además, no me van las citas a ciegas.
Esta sí. Se llama Brooke Shields.
Me suena ese nombre.
No tienes nada que perder.
Te equivocas.
Andre…
Lo pensaré. ¿Cuál es su número de teléfono?
No puedes llamarla. Está en Sudáfrica rodando una película.
Tendrá algún teléfono.
No. Está en medio de la nada. En una tienda de campaña, o en una choza, en medio de la selva. Solo puede establecer contacto a través de un fax.
Me facilitó el número de fax de Brooke y me pidió el mío.
Yo no tengo fax. Es el único aparatito que me falta en esta casa.
Le di el de Philly.
Y entonces, justo antes de la operación, recibí una llamada de Philly.
Te ha llegado un fax aquí, a mi casa… de Brooke Shields. ¿Es posible?
Y así fue como empezó. Faxes de ida y vuelta, correspondencia de larga distancia con una mujer a la que no conocía. Y lo que empezó de manera rara fue haciéndose cada vez más raro. El ritmo de la conversación era de una lentitud exagerada, algo que nos convenía a los dos. Ni ella ni yo teníamos prisa. Pero la inmensa distancia geográfica también hizo que los dos bajáramos la guardia enseguida. Pasamos, en pocos faxes, de un flirteo inocente a compartir nuestros secretos más íntimos. Y, muy poco después, el tono de nuestros mensajes era ya de cariño, y más tarde de gran intimidad. Yo me sentía como si mantuviera una relación seria con aquella mujer con la que no había hablado nunca, a la que no había visto nunca.
Dejé de telefonear a Barbra.
Ahora, inmovilizado, con la muñeca vendada y apoyada en la almohada, no tengo otra cosa que hacer que obsesionarme con el próximo fax que le enviaré a Brooke. Gil viene algunos días y me ayuda a ejercitarme un poco. Me intimida el hecho de que Brooke sea licenciada en literatura francesa por Princeton, mientras que yo no he terminado ni la secundaria. Gil ahuyenta de mí esas ideas, me da confianza.
Además, no pienses en si le gustas. Piensa en si te gusta ella a ti.
Sí, le digo. Sí, tienes razón.
Le pido que alquile todas las películas de Brooke Shields y organizamos un festival de cine monográfico para dos. Preparamos palomitas, bajamos la intensidad de la luz y Gil pone el primer largometraje: El lago azul. Allí Brooke es una sirena prepúber, que tras un naufragio queda en una isla desierta y paradisíaca en compañía de un niño. Una reformulación de la historia de Adán y Eva. Rebobinamos, adelantamos, congelamos la imagen, debatimos si Brooke Shields es mi tipo.
No está mal, dice Gil. No está nada mal. Indiscutiblemente, merece otro fax.
El cortejo vía fax dura varias semanas más, hasta que Brooke envía un mensaje breve informándome del fin del rodaje y de su regreso a Estados Unidos. Vuelve en dos semanas. Su avión llega al aeropuerto de Los Ángeles. Casualmente, yo debo estar en Los Ángeles un día después de su llegada, para grabar una entrevista con Jim Rome.
Nos conocemos en su casa. Yo me voy corriendo hacia allí desde el estudio, sin quitarme siquiera el maquillaje que me han puesto para la entrevista televisiva con Rome. Ella abre la puerta y la veo aparecer con todo el aspecto de una estrella de cine. Lleva una especie de pañuelo al cuello. Y va sin maquillar (o al menos mucho menos maquillada que yo). Pero se ha cortado mucho el pelo, y eso me desconcierta. Durante todo este tiempo, yo la he imaginado con su larga cabellera suelta.
Me lo corté por exigencias de un papel, me aclara.
¿En qué película? ¿Los picarones?
En ese momento aparece su madre salida de la nada. Nos damos la mano. Ella se muestra cordial, pero tensa. Detecto unas vibraciones raras. De manera instintiva sé, independientemente de lo que acabe ocurriendo, que esa mujer y yo nunca nos llevaremos bien.
Llevo a Brooke a cenar. Por el camino le pregunto: ¿vives con tu madre?
Sí. Bueno, no. En realidad, no. Es complicado.
Con los padres siempre lo es.
Vamos a Pasta Maria, un pequeño restaurante italiano de San Vicente. Pido que nos pongan en un rincón del local, para poder tener algo de intimidad. No tardo mucho en olvidarme de su madre, de su corte de pelo, de todo. Brooke posee elegancia natural, carisma y es, sorprendentemente, muy divertida. Los dos nos reímos cuando aparece el camarero y pregunta: ¿las señoras han tenido tiempo de estudiar la carta?
Quizá vaya siendo hora de cortarme el pelo, comento yo.
Le pregunto por la película que ha estado rodando en África. ¿Le gusta ser actriz? Ella me habla con gran pasión de la aventura de hacer películas, de lo divertido que resulta trabajar con actores y directores de talento, y enseguida pienso que Brooke es el caso opuesto al de Wendi, que no sabía nunca qué quería. Ella sí sabe exactamente lo que quiere. Visualiza sus sueños y no titubea al describirlos, por más que no sepa exactamente cómo hacerlos realidad. Es cinco años mayor que yo, más mundana, más consciente del mundo que la rodea, pero a la vez desprende un aire de inocencia, de cierto desvalimiento que me lleva a querer protegerla. Ella saca al Gil que llevo dentro, un aspecto de mí que no creía poseer.
Nos decimos casi todo lo que nos hemos dicho por fax, pero ahora en persona, con nuestros platos de pasta delante, y todo suena distinto, más íntimo. Ahora hay matices, subtexto, lenguaje corporal y feromonas. Además, me hace reír, y mucho, y ella también se ríe. Tiene una risa encantadora. Como me ocurrió cuando me operaron de la muñeca, tres horas pasan en una milésima de segundo.
Brooke se muestra extraordinariamente dulce y comprensiva con mi muñeca, examina mi cicatriz rosada, de casi tres centímetros, la roza con gran delicadeza, me hace preguntas. Sabe cómo me siento, porque ella también va a tener que someterse a cirugía, en los dos pies. Tiene una lesión en los dedos, a causa de sus años de formación como bailarina, me explica, y los médicos van a tener que romperle los huesos para recolocárselos. Yo le cuento que Gil montó guardia en el quirófano para mí y ella, en broma, me pregunta si puedo prestárselo.
Descubrimos que, a pesar de que, en su aspecto externo, nuestras vidas son muy distintas, compartimos unos puntos de partida similares. Ella sabe muy bien qué es criarse con una madre estridente, ambiciosa, insistente, que ejerce de madre de artista. Su madre ha sido su representante desde que ella tenía once meses. La diferencia, en su caso, es que todavía lo es. Y están casi arruinadas, porque la carrera de Brooke se encuentra estancada. La película rodada en África es el primer encargo que ha recibido en bastante tiempo. Acepta anuncios de café en Europa para pagarse la hipoteca. Y dice esas cosas con una sinceridad pasmosa, como si nos conociéramos desde hace siglos. No es solo que hayamos allanado el terreno con esos faxes, es que ella es una persona sincera por naturaleza. Se nota. A mí me encantaría ser la mitad de sincero que ella. Yo no soy capaz de contarle tanto sobre lo que me atormenta por dentro, aunque, eso sí, no le oculto que odio el tenis.
Ella se echa a reír.
No, en realidad no lo odias.
Sí.
No. Odiarlo, odiarlo, no lo odias.
Sí, lo odio.
Hablamos de nuestros viajes, de nuestra comida favorita, de la música y las películas que nos gustan. Coincidimos en una reciente, Tierras de penumbra, sobre la vida del escritor británico C. S. Lewis. Le comento a Brooke que esa película me tocó una fibra sensible. Ahí estaba la estrecha relación con su hermano. Estaba la reclusión de una vida apartada del mundo. Estaba su miedo al riesgo y al dolor del amor. Pero entonces, una mujer excepcional, valiente, le hace ver que el dolor es el precio que hay que pagar por ser humanos, y que merece la pena pagarlo. Al final de la película Lewis les dice a sus alumnos: «El dolor es el megáfono con el que Dios despierta a un mundo sordo». Les dice: «Somos como bloques de piedra… Los golpes de su cincel, que tanto nos duelen, son los que nos hacen perfectos». Perry y yo hemos visto la película dos veces, le confieso a Brooke, y hemos memorizado la mitad de las frases. A mí me conmueve saber que a ella también le gusta Tierras de penumbra. Y me impresiona un poco que haya leído varias obras de Lewis.
Ya de madrugada, y después de haber pedido varios cafés, no puedo seguir obviando las miradas impacientes del camarero y del dueño del restaurante. Tenemos que irnos. Llevo a Brooke a su casa. Ya en la acera, tengo la sensación de que su madre nos vigila tras una cortina de la primera planta. Le doy un casto beso a Brooke, y le pregunto si puedo volver a llamarla.
Sí, por favor.
Cuando me doy la vuelta para irme, ella se fija en que tengo un agujero en los vaqueros, a la altura de la rabadilla. Mete un dedo por él y me la rasca con la uña. Antes de meterse corriendo en casa, me dedica una sonrisa maliciosa.
Paseo con mi coche alquilado por Sunset Boulevard. Había planeado regresar a Las Vegas, porque en ningún momento imaginé que nuestra cita iría tan bien ni duraría tanto, pero ya es demasiado tarde para coger un avión. Decido pasar la noche en el primer hotel que me salga al paso, que resulta ser un Holiday Inn que ha conocido días mejores. No han transcurrido ni diez minutos y yo ya me encuentro en una habitación mohosa de la segunda planta en la que se cuela el ruido del tráfico del Bulevar y la autopista 405. Intento repasar mentalmente la velada y, más importante aún, llegar a alguna conclusión sobre ella, sobre lo que puede significar. Pero me pesan los párpados. Me esfuerzo por mantenerlos abiertos; combato, como siempre, la pérdida de control, que para mí es algo así como la pérdida final de libertad de elección.