22
El primer torneo de mi nueva vida, de mi vida sin Brooke, es el de San José. J. P. llega desde el condado de Orange para pasar unos días ejerciendo de consejero de urgencia. Me anima, me aconseja, intenta persuadirme, me promete que lo mejor todavía está por llegar. Él comprende que tengo momentos buenos y momentos malos. Puedo decir, por ejemplo: a la mierda con ella; y un minuto después reconozco que la echo de menos. Me dice que todo eso es normal en mi caso. Me dice que durante los últimos años mi vida ha sido como una charca: estancada, fétida, hundiéndose en todas direcciones. Ahora ha llegado el momento de que mi mente sea como un río: impetuoso, canalizado y, por tanto, puro. Me gusta. Le digo que intentaré retener esa imagen en mi mente. Él habla y habla, y mientras él sigue hablando yo me siento bien, bajo control. Sus consejos son como una bocanada de oxígeno.
Pero entonces se va, vuelve al condado de Orange y yo vuelvo a quedarme hecho un lío. Estoy de pie, en la pista, en pleno partido, pensando en cualquier cosa menos en mi rival. Me pregunto: si tomaste unos votos ante Dios y ante tu familia, si dijiste «sí, quiero», y ahora no quieres, ¿en qué te convierte eso?
En un fracasado.
Camino en círculos, maldiciéndome a mí mismo. El juez de línea me oye dedicarme a mí mismo un insulto obsceno, y me adelanta, cruza la pista y va a hablar con el juez de silla. Le informa de que he usado un lenguaje inapropiado.
El juez de silla me da un aviso.
El juez de línea regresa, pasa por delante de mí para retomar su posición. Yo le dedico una mirada asesina. Qué bocazas. Qué chivato. Qué cotilla tan patético. Sé que no debería hacerlo, sé que me costará muy caro, pero no puedo evitarlo.
Eres un mamón.
Él se detiene, se vuelve, se va directo al juez y me denuncia de nuevo.
Esta vez me quitan un punto.
El juez de línea regresa a su posición pasando por delante de mí.
Pues que sepas que sigues siendo un mamón.
Él se detiene, se vuelve, se va directo al juez, que suspira y se inclina hacia delante. El juez llama al supervisor, que también suspira y me hace una seña para que me acerque.
Andre, ¿ha llamado mamón al juez de línea?
¿Quiere que le mienta o que le diga la verdad?
Debo saber si se lo ha dicho.
Se lo he dicho. ¿Y sabe una cosa? Es un mamón.
Me expulsan del torneo.
Regreso a Las Vegas. Brad me llama por teléfono. Indian Wells se acerca, dice. Yo le digo que estoy pasando por un momento difícil, pero que no puedo contarle de qué se trata. Y de Indian Wells, ni hablar.
Tengo que ponerme bien, que aclararme, y ello significa pasar mucho tiempo con Gil. Todas las noches nos compramos una bolsa de hamburguesas y conducimos por toda la ciudad. Sí, me estoy saltando del todo la disciplina del entrenamiento, pero Gil se da cuenta una vez más de que necesito comida de consuelo. Y también se da cuenta de que, si intentara quitarme una hamburguesa, podría perder un dedo.
Nos vamos en coche hasta las montañas, recorremos el Strip en ambos sentidos, escuchando el CD especial de Gil. Él lo ha titulado: Calambres de barriga. Su filosofía, en todo, es buscar el dolor, cortejar el dolor, reconocer que el dolor es la vida. Si tienes el corazón roto, me dice Gil, no te escondas de él. Recréate en él. Si nos duele, dice, dejemos que nos duela. Calambres de barriga es una colección de las canciones de amor más tristes jamás escritas. Las escuchamos una y otra vez hasta que nos aprendemos las letras de memoria. Cuando termina una canción, Gil recita las letras. A mí, de hecho, me sirven más esos recitados que las canciones en sí. Él deja en evidencia a todos los artistas. Prefiero oír a Gil recitar una canción que a Sinatra interpretarla.
Con los años, la voz de Gil va haciéndose cada vez más grave, más densa, más aterciopelada, y al recitar el estribillo de un tema desgarrado suena como si a través de su cuerpo se manifestaran Moisés y Elvis Presley juntos. Merecería un Grammy por su interpretación del Please Don’t Be Scared, de Barry Manilow:
Cause feeling pain’s a hard way
To know you’re still alive[4].
Aunque su versión de We Can’t Build a Fire in the Rain, de Roy Clark, me emociona siempre, por más veces que la recite. Uno de los versos, en especial, nos dice mucho:
Just going through the motions and pretending
We have something left to gain[5].
Cuando no estoy con Gil me encierro en mi nueva casa, la que compramos con Brooke para las poco frecuentes ocasiones en que veníamos a Las Vegas. Ahora la veo como mi piso de soltero II. La casa me gusta, es más de mi estilo que la residencia francesa en la que vivíamos juntos en Pacific Palisades, pero no tiene chimenea. Y yo, sin chimenea, soy incapaz de pensar. Así que contrato a un tipo para que instale una.
Mientras está en construcción, la casa parece una zona catastrófica. Las paredes están cubiertas por unos plásticos inmensos. Hay lonas sobre los muebles. Todo está cubierto por un denso manto de polvo. Una mañana, mientras contemplo la chimenea a medio terminar, pienso en Mandela. Pienso en las promesas que me he hecho a mí mismo y a los demás. Descuelgo el teléfono y llamo a Brad.
Ven a Las Vegas. Estoy listo para jugar.
Él me dice que sale de inmediato.
Increíble. Podría haber pasado de mí —nadie habría podido culparlo por ello—, pero no solo no lo hace, sino que deja todo lo que está haciendo en cuanto lo llamo. Adoro a ese hombre. Ahora, mientras viene de camino, me preocupa que no esté cómodo, porque la casa está patas arriba. Pero al momento me tranquilizo. Sonrío. Tengo dos butacas de cuero dispuestas frente a una gran pantalla de televisión y una barra de bar llena de Bud Ice. Así pues, las necesidades básicas de Brad están cubiertas.
Cinco horas después entra por la puerta, se desploma sobre una de las butacas, abre una cerveza y al momento parece que se encontrara acurrucado en brazos de su madre. Yo también me tomo una. Son las seis en punto. Decidimos que es hora de tomarse unos margaritas. Bien fríos. A las ocho todavía seguimos en nuestras butacas. Brad zapea en busca de titulares deportivos.
Yo le digo: mira, Brad, tengo que contarte una cosa. Es algo que debería haberte contado hace tiempo.
Él está mirando la tele. Yo clavo la mirada en la chimenea, imaginando las llamas.
¿Viste el partido de la otra noche? A Duke no hay quien le gane este año.
Brad, esto es importante. Tengo que contarte una cosa. Brooke y yo nos… nos separamos. No vamos a seguir juntos.
Se da media vuelta. Me mira fijamente a los ojos. Apoya los codos en las piernas y baja la cabeza. No imaginaba que fuera a afectarle tanto. Permanece en esa posición tres largos segundos. Finalmente levanta la cabeza y me dedica una gran sonrisa.
Este año va a ser genial.
¿Qué?
Que vamos a tener un año genial.
Pero es que…
Esto es lo mejor que le ha ocurrido a tu tenis.
Pero si me siento fatal. ¿De qué estás hablando?
¿Fatal? Pues entonces es que no lo estás enfocando bien. Tú no tienes hijos. Eres libre como el viento. Si tuvieras hijos, de acuerdo, tendrías un problema real. Pero así, te vas sin penalización.
Supongo que sí.
Tienes el mundo cogido por las pelotas. Ahora eres el solista, así que líbrate del drama. Parece haberse vuelto loco. Parece estar delirando. Me dice que Key Biscayne está a la vuelta de la esquina, y que después tenemos la temporada de tierra batida… Cosas buenas. A punto de ocurrir.
Ahora te has quitado esa carga de encima, dice. En lugar de quedarte en Las Vegas sin hacer nada, recreándote en tu dolor, vete a causar dolor a tus rivales.
¿Sabes qué? Tienes razón. Eso pide otra ronda de margaritas.
A las nueve le digo: creo que deberíamos pensar en comer algo.
Pero Brad sigue lamiendo tranquilamente la sal del borde de su copa, y además ha encontrado un canal de televisión donde dan tenis, uno de los partidos nocturnos de Indian Wells. Steffi Graf contra Serena Williams.
Se vuelve y me dedica otra de sus sonrisas.
¡Ahí está la tuya! ¡Ahí mismo la tienes!
Me señala el televisor y dice:
¡Steffi Graf! Es con ella con la que deberías estar.
Sí, claro. Pero si no quiere saber nada de mí.
Ya le he hablado a Brad de nuestros encuentros. El Roland Garros de 1991. El Baile de Wimbledon de 1992. Lo he intentado más de una vez. Pero nada. Steffi Graf es como el Roland Garros: no consigo llegar a la línea de meta.
Todo eso pertenece al pasado, dice Brad. Además, tu manera de abordarla en aquella época no fue típica de ti. ¿Pedírselo una sola vez y luego retirarte? Eso es de aficionados. ¿Desde cuándo dejas que sean los demás los que dicten tu juego? ¿Desde cuándo aceptas un no por respuesta?
Asiento con la cabeza. Tal vez.
Con una mirada te basta, dice Brad. Un poco de luz. Una ventana. Una ocasión.
El siguiente torneo en el que estamos inscritos Steffi y yo es el de Key Biscayne. Brad me pide que esté tranquilo, que él propiciará una aproximación. Conoce al entrenador de Steffi, Heinz Gunthardt. Le propondrá organizar una sesión de práctica conjunta.
Apenas llegamos a Key Biscayne, Brad llama a Heinz por teléfono. La propuesta le sorprende. Dice que no. Dice que Steffi no aceptaría en ningún caso romper sus horarios habituales de preparación y menos para realizar una sesión de práctica con alguien a quien no conoce. Es demasiado metódica. Y además es tímida. Se sentiría muy incómoda. Pero Brad insiste y Heinz debe de tener algo de romántico. Le sugiere que Brad y yo reservemos la pista de Steffi inmediatamente después que ellos, y que lleguemos antes de hora. Entonces Heinz sugerirá, como si se tratara de algo improvisado, que Steffi y yo peloteemos un poco.
Ya está todo arreglado, dice Brad. A mediodía. Tú. Yo. Steffi. Heinz. Que empiece la fiesta.
Primero lo primero. Telefoneo a J. P. y le digo que mueva el culo y venga a Florida. Ya. Necesito su consejo. Necesito una caja de resonancia. Necesito un copiloto. Y entonces me voy a la pista y me pongo a practicar para cuando llegue mi sesión de práctica.
El día señalado, Brad y yo llegamos a la pista cuarenta minutos antes de nuestra hora asignada. Nunca en mi vida he estado tan nervioso. He jugado siete veces la final de un Grand Slam y nunca me he sentido como hoy. Encontramos a Heinz y a Steffi profundamente absortos en su entrenamiento. Nos quedamos a un lado, observando. Transcurridos unos minutos, Heinz llama a Steffi a la red y le dice algo. Y nos señala.
Ella mira.
Yo sonrío.
Ella no.
Le dice algo a Heinz, y Heinz le dice algo a ella, y entonces ella niega con la cabeza. Pero cuando regresa a la línea de fondo, Heinz me hace una seña para que entre en la pista.
Me ato las zapatillas muy deprisa. Saco una raqueta de la bolsa y camino hacia la pista. Entonces, de manera instintiva, me quito la camiseta. Soy consciente de que es un gesto patético, pero es que estoy desesperado. Steffi me mira y, casi imperceptiblemente, se muestra sorprendida. Gracias, Gil.
Empezamos a pelotear. Ella juega de manera impecable, claro, y yo hago esfuerzos para que la pelota supere la red. «La red es tu peor enemiga; tranquilo», me digo a mí mismo. Deja de pensar. Vamos, Andre, esto es solo una sesión de práctica.
Pero no puedo evitarlo. Nunca he visto a una mujer tan guapa. Cuando no se mueve es como una diosa. Cuando se mueve, es poesía. Sí, soy un pretendiente, pero también un fan. Me he preguntado durante tanto tiempo cómo sería su drive… La he visto en la tele, en torneos, y me he preguntado muchas veces cómo saldrá la pelota en el momento en que esta abandona la raqueta. La sensación de cada tiro es distinta según la raqueta de cada jugador; existen matices pequeños, sutiles, de fuerza y efecto. Ahora, mientras peloteo con ella, noto esos matices suyos. Es como tocarla a ella, aunque nos separen más de diez metros. Cada uno de los drives es un prolegómeno.
Ataca ahora unos cuantos reveses, cortando la pista con su famoso contraliftado. Yo necesito impresionarla demostrándole que soy capaz de devolvérselo y hacer con él lo que quiera. Pero me cuesta más de lo que creía. Fallo uno. Le grito: ¿a que no lo haces de nuevo?
Ella no dice nada. Me dispara otro revés contraliftado. Yo le devuelvo otro revés con tanta fuerza como puedo.
Su resto va a la red.
Le grito: ¡ese tiro me da mucho dinero!
Ella sigue sin decirme nada. Se limita a lanzarme otro revés con más efecto, con más ángulo.
Por lo general, en mis sesiones de práctica, a Brad le gusta mantenerse ocupado. Persigue pelotas, ofrece consejos, habla más de la cuenta. Pero hoy no dice nada. Está sentado en la silla del juez, observándolo todo con los ojos muy abiertos, como un vigilante en una playa infestada de tiburones.
Cada vez que lo miro, él murmura una sola palabra: «Guapa».
La gente se empieza a congregar alrededor de la pista. Alucinan. Algún fotógrafo toma una foto. Me pregunto por qué. ¿Es por la extrañeza de que un hombre y una mujer practiquen juntos? ¿O es porque estoy catatónico y fallo una pelota de cada tres? Vistos desde lejos, parece como si Steffi impartiera una clase a un mudo sonriente y descamisado.
Tras pelotear durante una hora y diez minutos, ella me hace un gesto y se acerca a la red.
Muchísimas gracias, dice.
Yo me acerco a la red y le digo: el gusto ha sido mío.
Consigo mostrarme impasible hasta que a ella le da por usar el poste de la red para estirar las piernas. En ese momento, toda la sangre de mi cuerpo se traslada a mi cabeza. Si no me entrego a algún tipo de actividad física de inmediato, perderé el conocimiento. Yo no he realizado un solo estiramiento en mi vida, pero se me ocurre que es un buen momento para empezar. Levanto un pie, lo planto en el poste y hago ver que mi espalda goza de gran flexibilidad. Así, mientras nos estiramos, charlamos sobre el circuito, nos quejamos de lo pesado que resulta viajar tanto, y comparamos aspectos de distintas ciudades que a los dos nos han gustado.
Le pregunto: ¿cuál es tu ciudad favorita? Cuando el tenis se termine, ¿dónde te imaginas viviendo?
Ah, hay un empate, creo. Entre Nueva York y San Francisco.
Yo pienso: ¿y has pensado alguna vez en Las Vegas?
Pero digo: sí, también son mis ciudades favoritas.
Ella sonríe.
Bueno, dice. Gracias otra vez.
Siempre que quieras.
Nos besamos a la europea, un beso en cada mejilla.
Brad y yo tomamos el ferry de regreso a Fisher Island, donde nos espera J. P. Los tres nos pasamos la noche hablando de Steffi como si fuera una rival, que es lo que es. Brad se refiere a ella como si se tratara de Rafter o de Pete. Tiene puntos fuertes y debilidades. Analiza su juego, me entrena. De vez en cuando J. P. llama por teléfono a Joni, me pasa el teléfono, e intentamos saber cuál es el punto de vista femenino sobre esta o aquella cuestión.
La conversación se alarga durante los dos días siguientes. A la hora de cenar, en la sauna, en el bar del hotel, los tres no hacemos más que hablar de Steffi. Conspiramos, usamos jerga militar, nos referimos a conceptos como reconocimiento y espionaje. Yo me siento como si estuviéramos planificando una invasión de Alemania por tierra, mar y aire.
Digo: me ha parecido que se mostraba fría conmigo.
Brad contraataca: es que ella no sabe que has roto con tu señora. Todavía no ha salido publicado. No lo sabe nadie. Tienes que hacerle saber cuál es tu estado, decirle lo que sientes por ella.
Le enviaré flores.
Sí, dice J. P. Las flores están bien. Pero no puedes enviárselas tú directamente. Podría filtrarse a la prensa. Haremos que se las envíe Joni, y le pediremos que ponga tu nombre en la tarjeta.
Buena idea.
Joni se acerca a una floristería de South Beach y, siguiendo instrucciones mías, le compra todas las rosas disponibles. Lo que hace, en realidad, es adquirir una rosaleda entera y trasplantarla a la habitación de Steffi. En la tarjeta, le doy las gracias por la sesión de entrenamiento y la invito a cenar. Después, me siento a esperar su llamada.
Pero no hay llamada. En todo el día.
Ni al día siguiente.
Por más que le clave la mirada, por más que le grite, el teléfono se niega a sonar. Camino de un lado a otro, me muerdo las pieles de las uñas hasta que sangran. Brad entra en mi habitación y al verme está a punto de darme un sedante.
Grito: ¡esto es una mierda! Muy bien, de acuerdo, no está interesada, ya lo pillo, pero ¿no podría decirme, simplemente, gracias? Si esta noche no me ha llamado, la llamo yo, lo juro.
Salimos al patio. Brad mira a un lado y dice: oh, oh.
¿Qué?
J. P. dice: creo que veo tus flores.
Señalan al otro lado del patio, en dirección a una de las habitaciones. Se trata, claramente, de la habitación de Steffi, porque ahí, sobre una mesa, están mis gigantescos ramos de rosas de tallo largo.
No sé si eso es buena señal, dice J. P.
No, coincide Brad. No es buena.
Decidimos que esperaré a que Steffi gane su primer partido —algo que damos por sentado— y, cuando lo haya hecho, la telefonearé. J. P. ensaya conmigo la llamada. Él hace el papel de Steffi. Planteamos las distintas posibilidades. Me suelta todas las posibles frases que cree que puede decir.
Steffi destroza a su indefensa rival en cuarenta y dos minutos. Yo he sobornado a los patrones del ferry para que me llamen apenas ponga un pie en él. Cincuenta minutos después del partido, recibo una llamada: ya ha embarcado.
Le doy quince minutos para llegar a la isla, diez minutos para trasladarse desde el muelle hasta el hotel, y entonces llamo a recepción y pido que me pasen con su suite. Sé cuál es el número porque sigo viendo en el patio las malditas flores que me ha rechazado.
Ella descuelga al segundo tono.
Hola, soy Andre.
Ah.
Solo quería asegurarme de que hubieras recibido las flores.
Sí, las recibí.
Ah.
Silencio.
Dice: no quiero que haya malentendidos entre nosotros. Mi novio está aquí.
Entiendo. Sí, está bien, lo entiendo.
Silencio.
Buena suerte en el torneo.
Gracias. Lo mismo digo.
Un larguísimo silencio.
Bueno, adiós.
Adiós.
Me desplomo en el sofá y clavo la vista en el suelo.
Tengo una pregunta que hacerte, dice J. P. ¿Qué puede haberte dicho para que tengas esa cara? ¿Qué situación es la que no hemos ensayado?
Que su novio está aquí.
Oh.
Entonces sonrío. Recurro a un pensamiento positivo de los que me ha enseñado Brad: tal vez me esté enviando un mensaje. Es evidente que tenía a su novio delante en ese momento.
¿Y?
Que no podía hablar, y en lugar de decir: tengo novio, caso cerrado, déjame en paz, ha dicho que mi novio está aquí.
¿Y?
Creo que está diciendo que hay una posibilidad.
J. P. dice que va a prepararme una copa.
El torneo me proporciona cierta distracción. Por desgracia, la distracción me dura solo unas horas. En la primera ronda, contra el eslovaco Dominik Hrbaty, no hago otra cosa que pensar en Steffi y en su novio pasándoselo bien o ignorando, incómodos, mis rosas. Hrbaty me tumba en tres sets.
Quedo fuera del torneo. Debería, por tanto, irme de Fisher Island. Pero me quedo, me voy a la playa, conspiro con J. P. y con Brad.
Es probable que el novio de Steffi se haya presentado de improviso, opina Brad. Además, ella sigue sin saber que tú te has divorciado. Todavía cree que estás casado con Brooke. Dale tiempo. Deja que la noticia se sepa. Y después, actúa.
Tienes razón, tienes razón.
Brad habla de la posibilidad de acudir a Hong Kong. A la luz de mi actuación contra Hrbaty, es evidente que me hace falta presentarme a otro torneo antes de que empiece la temporada de tierra batida. Vayamos a Hong Kong, dice. No nos quedemos aquí más tiempo, pensando en Steffi y hablando de ella.
Sin saber muy bien cómo, me encuentro en un avión con destino a China. Observo la pantalla situada en la cabecera de la cabina. Tiempo de vuelo estimado: 15 h 37 m.
Miro a Brad. ¿Quince horas y media? ¿Para obsesionarme con Steffi? No, gracias.
Me desabrocho el cinturón y me levanto.
¿Adónde vas?
Yo me bajo de este avión.
No seas ridículo. Siéntate. Relájate. Ya estamos aquí. Ya hemos facturado el equipaje. Vamos a jugar.
Vuelvo a sentarme. Pido dos vodkas Belvedere. Me tomo un somnífero y tras lo que me parece un mes entero aterrizo en la otra punta del mundo. Estoy en un coche que avanza por una autopista de Hong Kong, contemplando el Centro Financiero, lleno de rascacielos.
Llamo por teléfono a Perry. ¿Cuándo se va a dar a conocer la noticia de mi divorcio?
Los abogados están atando los últimos detalles, dice. Entre tanto, Brooke y tú debéis acordar la declaración.
Nos enviamos varios faxes de ida y vuelta. Su equipo. Mi equipo. Los abogados y los publicistas intervienen y dan su opinión. Brooke añade una palabra, yo borro una palabra. Faxes y más faxes. Lo que empezó con un fax termina con un fax.
El comunicado está a punto de hacerse público, me informa Perry. En cualquier momento aparecerá en la prensa.
Brad y yo bajamos al vestíbulo todas las mañanas, compramos todos los periódicos y mientras desayunamos los hojeamos de principio a fin en busca del titular. Que yo recuerde, es la primera vez que estoy impaciente por que la prensa hable de mi vida privada. Y todos los días rezo la siguiente oración: que sea hoy cuando Steffi se entere de que estoy libre.
Pero pasan los días y el titular no llega. Es como esperar la llamada de Steffi. Ojalá tuviera pelo, para poder estirármelo. Finalmente, en la portada de la revista People publican una fotografía en la que aparecemos Brooke y yo. En el titular se lee: «De repente, ruptura». Es 26 de abril de 1999, tres días antes de que cumpla 29 años, casi dos años exactos después de nuestra boda.
Renacido, renovado, gano el torneo de Hong Kong, pero en el viaje de regreso me doy cuenta de que no puedo levantar el brazo. En cuanto llego al aeropuerto me voy directo a casa de Gil, que me examina el hombro y tuerce el gesto. No le gusta lo que ve.
Tal vez tengas que hacer reposo y tengamos que anular la temporada de tierra batida.
No, no, no, dice Brad. Debemos estar en Roma para el Open de Italia.
Por favor, pero si nunca gano. Olvidemos Roma.
No, insiste Brad. Vayamos a Roma y veamos cómo responde el hombro. Tú no querías ir a Hong Kong, ¿verdad? Y sin embargo has ganado. Noto que estás desarrollando una tendencia.
Permito que me arrastre hasta el avión. Y en Roma pierdo en tercera ronda contra Rafter, a quien acabo de ganar en Indian Wells. Ahora sí quiero cancelarlo todo. Pero Brad me convence de que juegue la Copa Mundial por Equipos en Alemania. No tengo fuerzas para discutir con él.
En Alemania hace frío y muy mal tiempo, lo que implica que la pelota pesa más. Miro a Brad con ojos asesinos. No me cabe en la cabeza que me haya arrastrado hasta Düsseldorf con el hombro como lo tengo. En mitad del primer set, que voy perdiendo 3-4, no soy capaz de dar un raquetazo más. Abandono. Ya está. Nos volvemos a casa, le comunico a Brad. Tengo que curarme el hombro. Y debo aclarar lo que me pasa con Steffi.
Cuando nos montamos en el avión que va de Fráncfort a San Francisco, no le dirijo la palabra a Brad. Estoy indignado con él. Se supone que tenemos doce horas por delante y vamos sentados juntos. Le digo: lo que va a pasar va a ser esto; no he dormido nada en toda la noche por culpa del dolor de hombro. Así que me voy a tomar dos somníferos ahora mismo y me voy a pasar doce horas sin oírte, en el paraíso. Y en cuanto aterricemos, lo primero que quiero que hagas es que me borres del Roland Garros.
Él se acerca más a mí y se pasa las dos horas siguientes insistiéndome: no, tú no te vas a Las Vegas. Tú no te vas a borrar de nada. Tú te vienes a mi casa de San Francisco. Tengo un módulo para invitados, con su chimenea y un montón de leña, como a ti te gusta, y después nos montaremos en otro avión, con destino a París, y tú jugarás. Es el único torneo de Grand Slam que no has ganado nunca, y siempre lo has querido, y si no juegas no puedes ganar.
¿El Roland Garros? Por favor, estás de broma. Ya es tarde para eso.
¿Cómo lo sabes? ¿Quién dice que este no pueda ser tu año?
Hazme caso. Es imposible que 1999 pueda ser mi año.
Mira, estabas empezando a demostrar destellos del jugador que eras antes. He visto algo en ti que no había visto en años. Tenemos que seguir por esa vía.
Ahora entiendo qué pretende. No es que crea que tengo la opción más remota de ganar el Roland Garros. Pero si renuncio a ese torneo, será más fácil que renuncie a Wimbledon, y acabaré el año a cero. Adiós regreso. Hola, retirada.
Cuando aterrizamos en San Francisco, vuelvo a estar demasiado cansado para discutir. Me monto en el coche de Brad, que me lleva a su casa y me instala en el módulo de invitados. Duermo doce horas. Cuando despierto ya me está esperando un quiropráctico, dispuesto a tratarme.
Esto no va a funcionar, digo yo.
Sí va a funcionar, insiste Brad.
Recibo tratamiento dos veces al día. El resto del tiempo lo paso contemplando la niebla y alimentando el fuego. Hacia el viernes ya me siento mejor. Brad sonríe. Peloteamos en la pista de su casa, veinte minutos. Después, pruebo algunos saques.
Llama a Gil, le digo. Nos vamos a París.
En nuestro hotel de París, Brad estudia la lista de emparejamientos.
¿Qué tal?, le pregunto.
No me contesta.
Brad…
No podría ser peor.
¿En serio?
Una pesadilla. En primera ronda te enfrentas a Franco Squillari, argentino, zurdo, tal vez el más difícil de los que no son cabeza de serie. Una bestia total sobre tierra batida.
No sé cómo me he dejado convencer por ti para venir.
Practicamos el sábado y el domingo. El lunes juego. Estoy en el vestuario y, mientras me colocan las tiritas en los pies, me doy cuenta de que no he metido la ropa interior en la bolsa. Faltan cinco minutos para que empiece el partido. ¿Puedo jugar sin calzoncillos? Ni siquiera sé si es físicamente posible.
Brad me dice en broma que puedo usar los suyos.
Mis ganas de ganar no llegan a tanto.
Pienso: qué perfecto todo. Para empezar, no quería venir. No debería estar aquí, me enfrento a la rata de cloaca por antonomasia en la primera ronda, en la pista central. Ya puestos, ¿qué más me da jugar sin calzoncillos?
Hay dieciséis mil personas en las gradas gritando como campesinos a punto de tomar Versalles. Todavía no he empezado a sudar cuando ya pierdo por un set y mi rival está a punto de romperme el servicio. Miro hacia mi palco, me fijo en Gil y Brad. «Ayudadme». Brad me mira a mí, impasible. Ayúdate tú solo.
Me subo los pantalones, aspiro hondo y suelto el aire despacio. Me digo a mí mismo que ya no me puede ir peor. Me digo a mí mismo: tú gana un set, uno solo. Ganarle un set a este tío ya sería un logro. Un set… Inténtalo. Rebajar las pretensiones hace que la tarea parezca más asumible, y me quita tensión. Mi revés mejora enseguida y envío la pelota a donde quiero. El público se agita: hace tiempo que no me ve jugar bien en este escenario. Algo en mi interior también se agita.
El segundo set se convierte en una pelea callejera y en un combate de lucha libre y en un duelo con pistolas. Squillari no cede ni un palmo, y yo tengo que arrebatarle el set con fórceps. Gano 7-5. Y entonces ocurre algo asombroso: gano el tercer set. Empiezo a sentir esperanza, una esperanza que me sube desde los pies. Miro a Squillari: él no la tiene. Su cara se ve inexpresiva. Es uno de los tenistas más en forma del circuito, pero no puede dar un paso más. Está acabado. En el cuarto set lo arrollo y de pronto me encuentro saliendo de la pista con unas de las victorias más improbables de mi carrera.
De nuevo en el hotel, sucio de tierra batida, le digo a Gil: ¿lo has visto? ¿Has visto a esa rata de cloaca agarrotarse? ¡Hemos hecho que se agarrotara, Gil!
Sí, lo he visto.
El ascensor es diminuto. Caben cinco personas normales, o Gil y yo. Brad nos dice que subamos nosotros primero, que él cogerá el siguiente. Pulso el botón y, cuando ya subimos, Gil se apoya en una pared y yo me apoyo en la otra. Noto que me mira.
¿Qué?
Nada.
Pero sigue mirándome.
¿Qué?
Nada. Me sonríe y repite: nada.
En la segunda ronda decido seguir jugando sin calzoncillos. (Ya no volveré a llevarlos más; cuando algo funciona, no lo cambias). Me enfrento al francés Arnaud Clément. Gano el primer set 6-2. Voy con ventaja en el segundo y nunca había jugado tan bien sobre tierra batida. Lo estoy dejando atontado. Pero entonces Clément despierta de golpe y gana el segundo set. Y el tercero. ¿Cómo ha podido suceder? Saco yo, vamos cuatro juegos a cinco, cero a treinta, en el cuarto set. Estoy a dos puntos de ser apeado del torneo.
Pienso. Dos puntos. Dos puntos.
Él me dispara un drive largo imposible de devolver. Me acerco para ver si ha entrado. Y no. Rodeo la marca con la raqueta. El juez de línea viene corriendo a verificar. Lo examina, como Hercule Poirot. Levanta la mano. ¡No!
Si esa pelota hubiera rozado la línea, ahora él tendría tres puntos consecutivos de partido. En cambio, ahora vamos 15-30. Qué diferencia. ¿Y si…?
Pero me suplico a mí mismo que deje de pensar en esos y si. No pienses, Andre. Apaga la mente. Juego dos minutos del mejor tenis del que soy capaz. Resisto. Estamos empatados a cinco juegos.
Saca Clément. Si yo fuera un jugador distinto, él tendría ventaja. Pero soy hijo de mi padre. Soy restador. No dejo que nada me pase de largo. Y entonces yo lo hago correr de un lado a otro. Hacia delante, hacia atrás. Ya se le sale la lengua por la boca. Cuando el público y él creen que ya no puedo hacer que siga corriendo, lo canso un poco más. Es como un diapasón. Y entonces, de pronto, se va. Se echa hacia delante, como si le hubieran disparado un tiro en la cabeza. Tiene tantos calambres que hasta sus calambres tienen calambres. Solicita asistencia médica.
Le rompo el servicio. Y aguanto sin problemas hasta que gano el cuarto set.
Gano el quinto 6-0.
En el vestuario, Brad habla solo, habla conmigo, con todo el que quiera escucharlo.
¡Se le han pinchado las ruedas! Lo has visto. Joder… Se le ha pinchado… bang.
Los periodistas me preguntan si me siento afortunado por los calambres de Clément.
¿Afortunado? Me ha costado lo mío provocárselos.
En el hotel, voy montado en el ascensor diminuto con Gil, y tengo la cara manchada de tierra. Bajo la vista. Nunca me había fijado en que la tierra batida de Roland Garros, cuando se seca, parece sangre. Intento sacudírmela y noto que Gil vuelve a mirarme.
¿Qué pasa?
Nada, responde él, sonriendo.
En tercera ronda me toca enfrentarme a Chris Woodruff. Solo he jugado con él en una ocasión, aquí mismo, en 1996. Y perdí. Fue una derrota desastrosa. Aquel año, secretamente, sabía que tenía pocas opciones. Este año, en cambio, sé desde el principio que voy a ganar. No me cabe la menor duda de que me tomaré la revancha, servida bien fría. Le gano 6-3, 6-4, 6-4, en la misma pista en la que él me derrotó a mí. La ha solicitado Brad expresamente, porque quería que lo recordara, que lo convirtiera en algo personal.
Estoy en los dieciseisavos del Roland Garros por primera vez desde 1995. Mi recompensa es Carlos Moyà, que actualmente defiende el título.
No tienes de qué preocuparte, dice Brad. A pesar de ser el actual campeón, y muy bueno en tierra batida, puedes desgastarlo. Puedes avasallarlo, plantarte delante de la línea de fondo, devolvérselas rápido y aplicar presión. Ve a por su revés, pero si tienes que echárselas a su drive, hazlo con intención, con brío. No se la tires sin más. Tírasela con todas tus ganas. Y hazle sentir que lo haces.
En el primer set, soy yo el que siente a Moyà. Lo pierdo deprisa. En el segundo dejo escapar dos servicios. No estoy jugando mi juego. No estoy haciendo nada de lo que Brad me ha dicho. Alzo la vista, miro hacia el palco, y Brad me grita: «¡Venga! ¡Vamos!».
De vuelta a lo básico: hago correr a Moyà. Y correr. Y correr. Establezco un ritmo sádico, y me repito a mí mismo: corre, Moyà, corre. Lo hago dar vueltas enteras al estadio. Lo hago correr la Maratón de Boston. Gano el segundo set y el público me anima. En el tercer set hago correr a Moyá más de lo que he hecho correr a mis tres rivales anteriores y, de pronto, súbitamente, ya lo tengo. Quiere largarse de allí. Él no ha venido aquí a jugar a esto.
Cuando empieza el cuarto set, yo derrocho confianza. Salto arriba y abajo. Quiero que Moyà vea toda la energía que me queda. Lo ve y suspira. Lo elimino y entro corriendo en el vestuario. Brad me saluda con un golpe de puño que casi me rompe el mío.
En el ascensor del hotel, noto que Gil me mira, una vez más.
Gil, ¿qué pasa?
Tengo un presentimiento.
¿Qué presentimiento?
Me parece que vas a vivir un choque de trenes.
¿Con qué?
Con el destino.
No sé si creo en el destino.
Ya veremos. No podemos encender una hoguera bajo la lluvia…
Disponemos de dos días libres. Dos días para descansar y pensar en algo que no sea el tenis. Brad se entera de que Bruce Springsteen se aloja en nuestro hotel. Va a dar un concierto en París. Brad sugiere que vayamos. Consigue tres entradas en la primera fila.
En un primer momento no estoy seguro. No sé si es buena idea salir a quemar la noche. Pero en la tele casi todos los canales muestran imágenes del torneo, y eso tampoco me viene bien. Me acuerdo de aquel organizador de un torneo de tenis que, despectivamente, comparó mi juego en un campeonato de promesas con Springsteen tocando en un bar de la esquina. Sí, le digo. Vamos a salir esta noche. Vámonos a ver al Boss.
Brad, Gil y yo entramos en el estadio instantes antes de que Springsteen salga al escenario. Mientras bajamos por el pasillo, varias personas me ven y me señalan. Alguien grita mi nombre. Andre! Allez, Andre! Varios otros se suman al grito. Nos sentamos. Un foco va iluminando al público y, de pronto, se posa en nosotros. Nuestros rostros aparecen en la pantalla gigante instalada en el escenario. La multitud ruge. La gente empieza a corear: «Allez, Agassi, Allez!». Unas dieciséis mil personas —una cifra parecida a la de los asistentes al Roland Garros— entonan ese cántico, me animan, patean. «Allez, Agassi!». Lo repiten con un ritmo, con una cadencia que recuerda a esas canciones que cantan los niños muy pequeños en el jardín de infancia. La, la, la-la-la. Es algo contagioso. Brad también lo canta. Yo me pongo de pie, saludo. Me siento honrado. Inspirado. Ojalá pudiera jugar el próximo partido ahora mismo. Ahí mismo. Allez, Agassi!
Me pongo de pie una vez más. Tengo un nudo en la garganta. Y entonces, por fin, el Boss hace su aparición.
En cuartos de final me enfrento al uruguayo Marcelo Filippini. El primer set me resulta fácil. El segundo, también. Me dedico a cansarlo. Él se desmorona. «Tramps like us, baby, we were born to run»[6]. Estoy disfrutando de todo tanto como si ya hubiera ganado; dejar a mis rivales sin fuerzas, ver que mis muchos años de entrenamientos con Gil me dan dividendos en dos semanas muy concentradas. Gano el tercer set 6-0 sin resistencia por parte de Filippini.
Estás dejando a esos tíos lisiados, me grita Brad. Dios mío, Andre, estás dejándolos amputados.
Ya estoy en semifinales. Me enfrento a Hrbaty, que acaba de eliminarme en Key Biscayne, cuando yo todavía estaba en estado de catatonia por Steffi. Gano el primer set 6-4. Gano el siguiente set 7-6. Se nubla y empieza a lloviznar. La pelota pesa más, lo que me impide realizar un juego ofensivo. Hrbaty se aprovecha de ello y gana el tercer set. En el cuarto va por delante, 2-1, y un partido que yo ya tenía ganado se me está escapando. Sí, todavía le gano por un set, pero está claro que ha aprovechado el impulso. Y yo siento que me limito a aguantar.
Miro a Brad, que señala el cielo. Para el partido.
Le hago una seña al supervisor y otra al juez. Señalo la tierra, que es barro. Les digo que no voy a jugar en esas condiciones. Es peligroso. Ellos examinan la tierra como si fueran mineros en busca de oro. Me dan la razón. El partido se suspende.
Ceno con Gil y Brad, y estoy de un humor de perros, porque sé que el partido se me estaba yendo de las manos. Solo me ha salvado la lluvia. De no ser por ella, a esta hora ya estaríamos en el aeropuerto. No me gusta nada tener toda la noche para darle vueltas y más vueltas al partido en mi mente y para preocuparme por lo que me espera mañana.
Mantengo la mirada fija en la comida, mudo.
Brad y Gil hablan de mí como si yo no estuviera en la mesa.
Físicamente está bien, dice Gil. Está en buena forma. Así que tú dale una buena charla, Brad. Asesóralo para que se anime.
¿Qué quieres que le diga?
Eso es cosa tuya.
Brad le da un sorbo a la cerveza y se vuelve hacia mí.
Está bien, Andre. Mira, el trato es este: mañana necesito que me des veintiocho minutos tuyos.
¿Cómo?
Veintiocho minutos. Te pido que hagas un sprint y rompas la cinta de la línea de llegada. Puedes hacerlo. Hay que ganar cinco juegos, eso es todo. Y no debería llevarte más de veintiocho minutos.
Están las condiciones meteorológicas. Está la pelota.
Va a hacer buen tiempo.
Dicen que va a llover.
No. Hará bueno. Tú solo danos veintiocho grandes minutos.
Brad me conoce, sabe cómo funciona mi mente. Sabe que el orden, lo específico, una meta clara y precisa son para mí como golosinas. Pero ¿también sabe qué tiempo va a hacer? Por primera vez llego a pensar que Brad no es un entrenador, sino un profeta.
De regreso al hotel, Gil y yo nos embutimos en el ascensor.
Todo irá bien, me dice.
Sí.
Antes de acostarme, me obliga a beberme su Agua de Gil.
No quiero.
Bébetela.
Solo cuando estoy tan hidratado que meo transparente, me deja irme a la cama.
Al día siguiente, retomo el partido tenso. Pierdo 1-2 en el cuarto set, saco yo, y sigo perdiendo hasta dejar que mi rival disponga de dos pelotas de juego. No, no y no. Peleo y consigo empatar a cuarenta. Gano yo el juego. Ahora el set está igualado. Tras evitar el desastre, de pronto me siento liberado, contento. En el mundo del deporte es algo que se da constantemente. Pendes de un hilo sobre un abismo. Miras a la muerte de cara. Entonces tu rival o la vida te salva, y te sientes tan tocado por la gracia que juegas con gran despreocupación. Gano el cuarto set y, por tanto, el partido. Ya estoy en la final.
Mi primera mirada es para Brad, que, emocionado, se señala el reloj de muñeca e inmediatamente después apunta al cronómetro de la pista.
Veintiocho minutos. Exactos.
Mi rival en la final es Andriy Medvédev, de Ucrania. No es posible. Sencillamente, no es posible. Hace apenas unos meses, en Montecarlo, Brad y yo nos tropezamos con él en una discoteca. Ese día había sufrido una severa derrota, y bebía para olvidar el dolor. Lo invitamos a sentarse con nosotros. Se sentó a nuestra mesa y anunció que dejaba el tenis.
Ya no puedo seguir jugando a este juego de mierda, dijo. Soy viejo. Este deporte me ha pasado por encima.
Yo intenté disuadirlo.
Cómo te atreves, le dije. Aquí estoy yo, a mis veintinueve años, lesionado, divorciado, ¿y tú te quejas porque te han eliminado a los veinticuatro? Tienes un futuro brillante.
Mi juego es una mierda.
¿Y qué? Mejóralo.
Entonces me pidió que le diera consejos, trucos. Me pidió que analizara su juego, así como yo le había pedido un día a Brad que analizara el mío. Y yo hice de Brad con él. Me mostré brutalmente sincero. Le dije a Medvédev que tenía un gran saque, un muy buen resto, y un revés de primera clase. Su drive no era su mejor tiro, claro, eso no era ningún secreto, pero podía disimularlo porque era lo bastante corpulento para dominar a sus contrarios.
¡Te mueves bien!, le grité. Vuelve a lo básico. No dejes de moverte. Esmacha el primer saque y fuerza el revés paralelo.
Desde esa noche, Medvédev ha seguido mi consejo al pie de la letra, y está en racha. Ha ganado sin parar los distintos torneos del circuito, dominando a todo el mundo. Cada vez que nos encontramos en el vestuario, o en las inmediaciones de Roland Garros, nos guiñamos el ojo y nos saludamos.
Jamás se me había ocurrido pensar que viviría ese choque de trenes.
O sea que Gil se equivocaba. Este no era un choque de trenes con el destino, sino con un dragón que escupe fuego por la boca y que yo mismo he ayudado a crear.
Vaya a donde vaya, los parisinos se me acercan y me desean suerte. En la ciudad no se habla de otra cosa que no sea el torneo. En restaurantes, cafés, en las calles, la gente grita mi nombre, me da besos, me anima a seguir adelante. La noticia de la recepción que me dieron en el concierto de Bruce Springsteen ha saltado a la prensa. A la gente, a los periodistas, les fascina mi ascenso contra pronóstico. No cuesta identificarse con él. Todos ven algo de sí mismos en mi regreso, en mi resurrección de entre los muertos.
Es la noche anterior a la final, y estoy sentado en la habitación del hotel, viendo la tele. La apago. Me acerco a la ventana. Estoy mareado. Pienso en este último año, en estos últimos dieciocho meses, en estos últimos dieciocho años. Millones de pelotas, millones de decisiones. Sé que esta es mi última oportunidad de ganar el Roland Garros, mi última oportunidad de conseguir el último Grand Slam que me queda, y completar la baraja, es decir, mi último intento de redención. La idea de perder me asusta, y la idea de ganar me asusta casi lo mismo. ¿Me sentiría agradecido? ¿Seré digno del triunfo? ¿Creceré con él, o lo malgastaré?
Además, Medvédev nunca está muy lejos de mis pensamientos. Él tiene mi juego: se lo he dado yo. Tiene, incluso, mi mismo nombre, Andriy. Va a ser Andre contra Andriy. Yo contra mi doble.
Brad y Gil llaman a la puerta.
¿Estás listo para cenar?
Mantengo la puerta abierta y les pido que entren un momento.
Ellos no pasan de la entrada, y me ven abrir la puerta del minibar. Me sirvo un vodka en vaso grande. Brad se queda boquiabierto al ver que me lo bebo de un trago.
¿Qué coño crees que…?
Estoy muy nervioso, Brad. No he podido probar bocado en todo el día. Tengo que comer, y solo podré hacerlo si se me quitan estos nervios.
No te preocupes, le dice Gil a Brad. Está bien.
Bébete, al menos, también un buen vaso de agua, dice Brad.
Después de cenar, cuando vuelvo a la habitación, me tomo un somnífero y me meto en la cama. Llamo a J. P. y me dice que allí es mediodía.
¿Qué hora es allí?
Tarde. Muy tarde.
¿Y cómo te sientes?
Por favor, háblame durante un rato de lo que sea menos de tenis.
¿Estás bien?
De cualquier cosa menos de tenis.
Está bien. Bueno, veamos. ¿Qué tal si te leo un poema? Últimamente estoy leyendo mucha poesía.
Sí, bien, lo que sea.
Se va a su librería y coge un libro. Lee con voz suave:
A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar
de que no tenemos ahora el vigor que antaño
movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos:
un espíritu ecuánime de corazones heroicos,
debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad
decidida a combatir, buscar, encontrar y no ceder.
Me quedo dormido sin colgar el teléfono.
Gil llama a la puerta, vestido como si fuera a conocer a De Gaulle. Lleva su chaqueta negra más elegante, unos pantalones negros de pinzas, el sombrero negro. Y se ha puesto también la cadena que le regalé. Yo, por mi parte, llevo el anillo a juego. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En el ascensor, dice:
Todo irá bien.
Sí.
Pero no va bien.
Lo noto durante el calentamiento. Estoy empapado en sudor. Sudo como si estuviera a punto de casarme. Los nervios se apoderan de mí de tal manera que me castañetean los dientes. Hay un sol radiante, lo que debería alegrarme porque significa que la pelota estará más seca y será más ligera. Pero el calor del día también implica que voy a sudar mucho más.
Cuando empieza el partido, ya estoy chorreando. Cometo errores absurdos de principiante, todos los fallos y las equivocaciones que pueden cometerse en una pista de tenis. Tardo solo diecinueve minutos en perder el primer set 6-1. Medvédev, entre tanto, se ve de lo más calmado. ¿Y por qué no iba a estarlo? Él está haciendo todo lo que se supone que debe hacer, todo lo que yo le dije que hiciera en Montecarlo. Él marca el ritmo, se mueve con gran agilidad, clava su revés paralelo cuando le parece… Tiene un juego frío, preciso, implacable. Si yo entro en él, si intento llevarme un punto adelantándome un poco, él me dispara un potente revés que me supera.
Lleva unos pantalones cortos de cuadros, como si estuviera en la playa y, de hecho, parece como si estuviera paseándose por la Riviera francesa. Está fresco como una rosa, vigoroso, disfrutando de unas vacaciones. Podría pasarse días enteros ahí y no se cansaría.
Cuando empieza el segundo set hacen acto de presencia unos nubarrones negros. Al poco tiempo empieza a caer una lluvia ligera. Cientos de paraguas se abren en las gradas. El juego se detiene. Medvédev se mete corriendo en el vestuario y yo lo sigo.
No hay nadie. Camino arriba y abajo. Hay agua que gotea de un grifo. El sonido rebota en las taquillas metálicas. Me siento en un banco, sudando, con la vista fija en una de ellas.
Entran Brad y Gil. Brad, que lleva una chaqueta blanca y un sombrero del mismo color, en absoluto contraste con el conjunto negro de Gil, cierra dando un portazo y me grita: ¿qué está pasando?
Que es demasiado bueno, Brad. No puedo ganarle. Ese cabrón mide dos metros, dispara bombas y no falla nunca. Me está castigando con su saque, me está castigando con su revés y yo no consigo meterme en el punto cuando saca. No lo consigo.
Brad no dice nada. Yo pienso en Nick, de pie más o menos en el mismo punto, sin decirme nada durante la suspensión temporal por lluvia de hace ocho años, cuando perdí contra Courier. Hay cosas que no cambian nunca. El mismo torneo que se me resiste, la misma sensación de náusea, la misma reacción fría de mi entrenador.
Le grito a Brad: ¡estás de broma, supongo! De todos los momentos del mundo, ¿escoges este para no hablar? ¡Entre todos los momentos, finalmente te vas a callar la boca ahora!
Él me mira. Y entonces empieza a gritarme. Él, que nunca le levanta la voz a nadie, ya no puede más.
¿Y qué quieres que diga, Andre? ¿Qué es lo que quieres que te diga? Me sueltas que es demasiado bueno. ¿Y eso tú cómo vas a saberlo? ¡Si no puedes ni juzgar cómo está jugando! Estás demasiado confuso ahí fuera; el pánico te ciega. Me sorprende que ni siquiera lo veas. ¿Demasiado bueno? Eres tú el que haces que parezca bueno.
Pero…
Tú empieza por soltarte. Si vas a perder, al menos pierde según tus propios términos. Dale a la bola, joder.
Pero…
Y si no sabes dónde colocarla, te regalo una idea: envíasela al mismo sitio al que te la envía él. Si él te envía un revés cruzado, tú vas y le devuelves un revés cruzado. Pero que el tuyo sea un poquito mejor. No hace falta que seas el mejor jugador del mundo, joder. ¿Te acuerdas? Basta con que seas mejor que un solo tío. Y él no tiene ni un tiro que tú no tengas. A la mierda su saque. Su saque quedará en nada cuando tú empieces a dispararle tus tiros. Tú dale. Dale, joder. Si hoy vas a perder, no pasa nada, podré asumirlo, pero perdamos a nuestra manera. En los últimos trece días te he visto colocar la pelota en la misma línea. Te he visto clavarla bajo una gran presión. Te he visto dejar a esos tíos sin piernas. Así que, por favor, deja de sentir lástima de ti mismo, deja de decirme que es demasiado bueno, y por el amor de Dios, deja de intentar ser perfecto. Tú solo ve la pelota y dale a la pelota. ¿Me oyes, Andre? Mira la pelota. Dale a la pelota. Haz que ese tío tenga que vérselas contigo. Que note que estás ahí. No te mueves. No le das. A lo mejor a ti te parece que lo estás haciendo, pero, hazme caso, solo estás ahí plantado. Si vas a perder, está bien, pierde, pero pierde con las pistolas en alto. Siempre, siempre, siempre, pierde con las pistolas en alto, y dis-pa-ran-do.
Abre una taquilla y cierra de golpe. El portazo resuena con fuerza.
Aparece el árbitro.
Volvemos a pista, caballeros.
Brad y Gil salen del vestuario. Cuando pasan por la puerta, me fijo en que Gil le da a Brad una palmadita furtiva.
Entro despacio en la pista. Realizamos un breve calentamiento, y enseguida retomamos el partido. Yo ya he olvidado el resultado. Debo consultar el panel para recordarlo. Ah, sí, voy ganando yo 1-0 en el segundo set. Pero saca Medvédev. Vuelvo a pensar en la final de 1991 contra Courier, en la pausa por lluvia que me desconcentró y me hizo perder el ritmo. Tal vez esta sea la revancha. El karma del tenis. Tal vez, así como aquella pausa por lluvia me confundió, esta me ayude a concentrarme.
Pero Medvédev cuenta con su propio karma ucraniano. Retoma el partido justo donde lo ha dejado, mantiene la presión, me obliga a replegarme constantemente, a jugar a la defensiva, que no es mi juego. El cielo sigue encapotado, y la humedad es intensa, lo que parece fortalecer más a Medvédev. A él le gusta el ritmo lento. Es un elefante encolerizado que se toma su tiempo para aplastarme bajo sus pies. En el primer juego después de la lluvia, saca a 193 kilómetros por hora. En cuestión de segundos, el marcador se pone 1-1.
Después me rompe el servicio. Y después gana su juego. Y después vuelve a romperme el mío y acaba ganando el segundo set con notable facilidad.
En el tercer set cada uno retiene su servicio durante cinco juegos. De pronto, inexplicablemente, por primera vez en todo el partido, consigo rompérselo yo a él. Me pongo por delante 4-2. Oigo gritos ahogados y murmullos en el público.
Pero Medvédev me rompe a mí el siguiente. Después mantiene el suyo, y empata el set a cuatro juegos.
El sol reaparece. Brilla con fuerza, y la tierra batida empieza a secarse. El ritmo del juego se acelera considerablemente. Saco yo y, cuando vamos 15 iguales, jugamos un punto frenético, que me anoto yo gracias a una bonita volea de revés. Ahora, a 30-15, oigo a Brad diciéndome que vea la pelota, que le dé a la pelota. La dejo volar. Al lanzar el primer saque se me escapa un gruñido escandaloso. Fuera. Lanzo enseguida el segundo. Vuelve a ir fuera. Doble falta. 30-30.
Así que ya estamos otra vez. Voy a perder, sí —Medvédev está a solo seis puntos de ganar el campeonato—, pero voy a perder a la manera de Brad, y no a la mía.
Vuelvo a sacar yo. Fuera. Tercamente, me niego a quitarle fuerza al segundo saque. Vuelve a ir fuera. Dos dobles faltas seguidas.
Ahora vamos 30-40. Punto de rotura. Camino en círculos apretándome los ojos, a punto de llorar. Tengo que recomponerme como sea. Planto la punta del pie rozando la línea, lanzo la pelota al aire, y vuelvo a fallar el primer saque. Llevo cinco saques consecutivos fallados. Me estoy desmoronando. Si fallo el siguiente punto, Medvédev estará a un juego de ganar el Roland Garros, y además sacará él.
Él se echa hacia delante, dispuesto a destrozar por completo mi segundo saque. Como restador, uno siempre intenta adivinar cómo funciona la mente de su rival, y Medvédev sabe que la mía está muy maltrecha tras fallar cinco saques seguidos. Por tanto, supondrá, con un alto grado de certeza, que yo no voy a tener el valor de ser agresivo. Espera que le envíe un saque fácil y blando. Cree que no tengo alternativa. Da un paso adelante y se planta bastante por dentro de la línea de fondo, enviándome, al hacerlo, el mensaje de que da por sentado un saque blando. Cuando lo pille y me lo devuelva, me lo meterá por la boca. La expresión de su cara me dice, claramente: vamos, cabrón. Sé agresivo. Yo te reto.
Ese momento es la prueba decisiva para los dos. Es el punto de inflexión del partido, tal vez de la vida de ambos. Es una prueba de voluntades, de corazón, de hombría. Lanzo la pelota al aire y me niego a retraerme. En contra de las expectativas de Medvédev, saco con fuerza y agresividad a su revés. La pelota rebota con un efecto maligno. Medvédev se estira y la devuelve al centro de la pista. Yo le lanzo un derechazo que lo supera. Pero llega y me tira un revés a los pies. Yo me agacho, disparo con dificultad un drive de volea que aterriza en la línea de fondo, y que él consigue hacer pasar apenas por encima de la red. Yo la toco y la envío al otro lado, y la jugada muere ahí, y me da el punto, un punto inmenso, tratándose de un tiro tan suave.
Mantengo el servicio.
Me dirijo a mi silla dando saltitos. El público enloquece. El impulso no ha cambiado, pero ha sufrido una sacudida. Era el momento de Medvédev, y se le ha escapado, y creo que veo en su cara que lo sabe.
Allez, Agassi! Allez!
Un buen juego, pienso. Juega un buen juego, y habrás ganado el set. Y así al menos podrás salir de aquí con la cabeza alta.
Las nubes se han ido a otra parte. El sol ha secado la tierra batida hasta endurecerla y ahora el ritmo es rapidísimo. Pillo a Medvédev alzando la vista al cielo y mirándolo con gesto de preocupación cuando retomamos el partido. Él quiere que vuelvan esas nubes de lluvia. Ese sol inclemente no le interesa para nada. Ha empezado a sudar. Abre y cierra las fosas nasales. Parece un caballo, un dragón. Puedes ganar al dragón. Ha empezado a quedar atrás: 0-40. Le rompo el servicio y gano el set.
Ahora es él quien juega según mis condiciones. Lo hago correr de un lado a otro, disparo con fuerza, sigo al pie de la letra todo lo que me ha dicho Brad. Medvédev va un paso por detrás, y se ve bastante distraído. Ha tenido demasiado tiempo para pensar en su victoria. Estaba solo a cinco puntos de ella, solo a cinco puntos, y eso lo atormenta. No deja de darle vueltas a eso en la cabeza. Se dice a sí mismo: «Pero si estaba tan cerca… Ya estaba ahí, en la línea de meta». Él vive en el pasado, y yo en el presente. Él está pensando y yo sintiendo. No pienses, Andre. Tú dale más fuerte.
En el cuarto set, vuelvo a romperle el servicio. Y entonces nos enzarzamos en una pelea a muerte. Jugamos buen tenis, un tenis compacto. Los dos corremos, gruñimos, nos lanzamos a por todas. El set podría decantarse de un lado o de otro. Pero yo cuento con una ventaja clara, un arma secreta a la que puedo recurrir cada vez que necesito anotarme el punto: mi juego de red. Todo lo que hago en la red me sale bien y parece evidente que eso le plantea problemas a Medvédev, lo perturba mentalmente. Se está poniendo nervioso, casi paranoico. Apenas yo hago el amago de acercarme a la red, él se agita. Si yo salto, él se estira.
Gano el cuarto set.
En el quinto, le rompo el servicio enseguida, y me pongo por delante 3-2. Está sucediendo. La marea está cambiando. Lo que debería haber sido mío en 1990 y en 1991 y en 1995 está volviendo a presentarse. Voy ganando 5-3. Saca él y vamos 15-40. Tengo dos pelotas de partido. Tengo que ganar esto ahora mismo, o tendré que volver a sacar, y no quiero. Si no gano esto ahora mismo, tal vez ya no lo gane. Si no gano esto ahora, estaré como está ahora Medvédev, lamentándome por lo cerca que lo he tenido. Si no gano esto ahora mismo, cuando sea viejo y esté sentado en la mecedora con una manta de cuadros sobre las piernas, me acordaré del Roland Garros y de Medvédev. Ya llevo diez años obsesionado con este torneo. No puedo soportar la idea de obsesionarme otros ochenta. Después de tanto trabajo, de tanto sudor, después de este regreso mío contra todo pronóstico, después de este torneo milagroso, si no gano esto ahora mismo, nunca seré feliz, nunca volveré a ser feliz de verdad. Y tendré que darle la razón a Brad. La línea de meta está tan cerca que podría besarla. La noto tirando de mí.
Medvédev gana los dos puntos de partido. Se salva de la muerte. Volvemos a estar empatados a cuarenta. Pero yo gano el siguiente punto. Otra pelota de partido.
Me grito a mí mismo: ahora. Ahora. Gana esto ahora.
Pero él gana el siguiente punto. Y después gana el juego.
El cambio de pista dura una eternidad. Yo me seco la cara con una toalla. Miro a Brad creyendo que lo encontraré desconsolado, como me siento yo. Pero su gesto es de determinación. Levanta cuatro dedos. Cuatro puntos más. Cuatro puntos equivalen a cuatro victorias de Grand Slam. ¡Venga! ¡Vamos!
Si voy a perder este partido, si estoy condenado a vivir con ese pesar por dentro, no será porque no haya hecho lo que me ha dicho Brad. Oigo su voz en mi oído: vuelve a la mina.
La mina es el drive de Medvédev.
Volvemos a la pista. Yo voy a lanzárselo todo a su drive, y él lo sabe. Durante el primer punto está tenso, dubitativo en un passing shot paralelo. Envía la pelota a la red.
Sin embargo, gana el siguiente punto: ahora soy yo el que envía a la red su drive.
De pronto, redescubro mi saque. Como salido de la nada, clavo un primer disparo que él no es capaz de devolver. Me lanza un drive inerte que sale disparado. Mi siguiente saque es todavía más potente y su resto se estrella contra la red.
Punto de partido y de torneo. La mitad del público grita mi nombre, y la otra mitad pide silencio. Disparo otro potente saque, y cuando Medvédev se echa a un lado y resta como si en vez de brazo tuviera un ala de pollo, soy la segunda persona en saber que he ganado el Roland Garros. Brad es la primera, y Medvédev, la tercera. La pelota aterriza mucho más allá de la línea de fondo. Verla caer ahí es una de las alegrías más grandes de mi vida.
Levanto los brazos y la raqueta se me cae al suelo. Sollozo. Me rasco la cabeza. Me aterra sentirme tan bien. Se suponía que ganar no era tan bueno. Se suponía que ganar no debía ser tan importante. Pero lo es, lo es, no puedo evitarlo. Estoy desbordado por la alegría, siento un agradecimiento inmenso hacia Brad, hacia Gil, hacia París… Incluso hacia Brooke y hacia Nick. Sin Nick, no estaría aquí. Sin todos mis altibajos con Brooke, incluso sin la tristeza de los últimos días, esto no sería posible. Me reservo también un poco de gratitud hacia mí mismo, por todas las decisiones —buenas y malas— que me han conducido hasta aquí.
Salgo de la pista lanzando besos en todas direcciones, el gesto más sentido que se me ocurre para expresar la gratitud que recorre todo mi ser, la emoción que siento como la fuente de todas mis otras emociones. Me prometo que a partir de ahora lo haré así siempre, gane o pierda, cada vez que abandone una pista de tenis. Lanzaré besos a las cuatro esquinas de la tierra, para dar las gracias a todo el mundo.
Celebramos una pequeña fiesta en un restaurante italiano, Stressa, situado en el centro de París, cerca del Sena, cerca del lugar en el que le regalé a Brooke la pulsera. Lleno el trofeo de champán y bebo de él. Gil bebe Coca-Cola y es absolutamente incapaz de dejar de sonreír. Aún ahora, de vez en cuando, me planta una mano sobre la mía —pesa como un diccionario— y me dice: lo has conseguido.
Lo hemos conseguido, Gil.
Nos acompaña McEnroe. En un momento determinado, me pasa un teléfono y me dice: toma, hay alguien que quiere saludarte.
¡Andre! ¡Andre! ¡Felicidades! Me lo he pasado muy bien viéndote esta noche. Te envidio.
Es Borg.
¿Envidiarme? ¿Por qué?
Por haber hecho algo que tan pocos han hecho.
Ya amanece cuando Brad y yo regresamos al hotel. Me pasa la mano por el hombro y me dice: el viaje ha terminado bien.
¿Cómo es eso?
Normalmente, en la vida, el viaje acaba jodiéndose. Pero esta vez ha terminado bien.
Yo le paso un brazo por el hombro a Brad. Ese es uno de los pocos errores que el profeta ha cometido en todo el mes: el viaje no ha hecho más que empezar.