19
Perry me insiste todos los días, me pregunta qué me pasa, qué ocurre. Yo no puedo decírselo. No lo sé. O, para ser más exactos, no quiero saberlo. Me niego a admitir que una derrota contra Pete pueda tener ese efecto tan prolongado en el tiempo. Por una vez en la vida no me apetece sentarme con Perry a intentar desenredar las madejas de mi inconsciente. He renunciado a entenderme a mí mismo. No me interesa analizarme. En la larga lucha conmigo mismo, voy perdiendo estrepitosamente.
Me desplazo hasta San José, donde soy aniquilado por Pete. Sin duda, no es lo que el médico me ha recomendado. Pierdo los estribos varias veces durante el partido, insultando a mi raqueta, gritándome a mí mismo. Pete parece divertirse. El juez de silla me penaliza por mi lenguaje.
Ah, ¿le gusta esto? Tome, tenga esto.
Envío la pelota al quinto pino.
Participo en Indian Wells, y pierdo contra Chang en cuartos. No me veo capaz de enfrentarme a la rueda de prensa posterior. Me la salto, y pago una abultada multa por ello. Voy a Montecarlo y pierdo contra el español Albert Costa en cincuenta y cuatro minutos. Cuando abandono la pista oigo silbidos, gritos de disgusto. En realidad, podrían provenir del interior de mi corazón. Estoy tentado de gritarle al público: ¡estoy de acuerdo con vosotros!
Gil me pregunta: ¿qué te pasa?
Se lo cuento. Me sincero con él. Desde que perdí contra Pete en el Open de Estados Unidos, he perdido las ganas.
Entonces no lo hagamos más, dice Gil. Tenemos que tener muy claro lo que hacemos.
Quiero dejarlo, le digo, pero no sé cómo… ni cuándo.
En el Roland Garros de 1996 me voy desmontando. Me paso el partido de primera ronda gritándome a mí mismo. Recibo una advertencia oficial. Grito más. Me penalizan con un punto. Estoy a un «cabrón de los cojones» de ser descalificado para todo el torneo. Empieza a llover, y durante la pausa me siento en el vestuario con la mirada fija en un punto, como hipnotizado. Cuando se reanuda el juego, resisto más que mi contrincante, Jacobo Díaz, al que no veo. Se me aparece tan borroso y pasado por agua como los reflejos de los charcos que la lluvia ha dejado en la pista.
Ganar a Díaz no hace más que retrasar lo inevitable. En la siguiente ronda, pierdo contra Chris Woodruff, de Tennessee. Siempre me recuerda a un cantante de country-wéstern, y juega como si en realidad prefiriera participar en un rodeo. Sobre tierra batida todavía se siente más incómodo, y para compensar se pone agresivo, sobre todo con el revés. Yo no consigo contrarrestar su agresión. Cometo sesenta y tres fallos no forzados. Él reacciona con un entusiasmo mal disimulado, y yo lo miro, envidiando no su victoria, sino su entusiasmo.
La prensa deportiva me acusa de rendirme, de no ir a por todas las pelotas. Nunca aciertan: cuando me rindo dicen que no soy lo bastante bueno. Cuando no soy lo bastante bueno dicen que me rindo. Siempre que sé que no merezco ganar, que no soy digno de ganar, me torturo. Comprobadlo, si queréis.
Pero no digo nada. Una vez más, abandono el estadio sin asistir a la rueda de prensa obligatoria. Una vez más pago con gusto la multa. Un dinero bien gastado.
Brooke me lleva a un restaurante en Manhattan cuya sala exterior es más pequeña que una cabina telefónica, pero que cuenta con un comedor interior espacioso, cálido, pintado en tonos amarillos: Campagnola. Me gusta cómo lo pronuncia ella, cómo huele el sitio, cómo nos sentimos al entrar desde la calle. Me gusta la foto de Sinatra firmada por él que hay junto al guardarropa.
Es mi restaurante favorito en Nueva York, me dice Brooke, así que yo también lo adopto como mi favorito. Nos sentamos en un rincón, tomamos una cena ligera a esa hora difusa del atardecer que queda entre las horas del mediodía y las de la noche. Normalmente no sirven comidas a esas horas, pero el director dice que, por ser nosotros, hará una excepción.
Campagnola se convierte muy pronto en una extensión de nuestra cocina y, con el tiempo, de toda nuestra relación. Brooke y yo volvemos para recordarnos a nosotros mismos las razones por las que hacemos buena pareja. También vamos en ocasiones especiales, y también para convertir los días rutinarios en ocasiones especiales. Vamos tan a menudo, y de manera tan automática después de todos los partidos del Open de Estados Unidos, que los cocineros y camareros empiezan a calcular las horas en función de nuestras idas y venidas. Durante un quinto set a veces me descubro a mí mismo pensando en el personal de Campagnola, consciente de que estarán echándole un vistazo a la tele mientras preparan la mozzarella, los tomates, el prosciuto. Mientras hago botar la pelota, a punto de sacar, sé que pronto estaré sentado en la mesa del rincón, comiéndome unas deliciosas gambas fritas con salsa de vino y limón, y unos raviolis tan suaves, tan dulces que deberían considerarse postres. Sé que cuando Brooke y yo entremos por la puerta, haya ganado o perdido el partido, la gente nos recibirá con un aplauso atronador.
El jefe del Campagnola, Frankie, siempre va vestido impecablemente, con su traje italiano, su corbata de flores y su pañuelo de seda. Siempre nos recibe con su sonrisa mellada y un montón de anécdotas divertidas. Es como un segundo padre para mí, dice Brooke cuando nos presenta, y esas son las palabras mágicas. La de padre de adopción es la figura por la que yo siento el mayor respeto, de modo que Frankie me cae bien desde el primer momento. Enseguida nos invita a una botella de vino tinto, nos habla de los famosos, los estafadores y los banqueros que frecuentan su local y hace reír a Brooke hasta que se le ponen las mejillas muy coloradas. Ahora Frankie ya me cae bien por derecho propio.
Frank dice: ¿John Gotti? ¿Queréis que os hable de Gotti? Siempre se sienta ahí, en esa mesa de la esquina, de cara. Si alguien viene a cargárselo, quiere ver quién es.
A mí me ocurre lo mismo, comento yo.
Frankie se ríe y asiente con la cabeza. Ya lo sé.
Frankie es honesto, trabajador, sincero, como me gusta a mí. Me descubro a mí mismo buscándolo con la mirada cuando entramos por la puerta. Mis dolores, mi angustia, se esfuman cuando él me abraza y me sonríe y nos conduce a nuestra mesa. A veces echa a otros clientes que han llegado antes, y Brooke y yo hacemos como que no nos damos cuenta de sus gestos de desaprobación, de sus quejas.
La principal virtud de Frankie es, en mi opinión, su manera de hablar de sus hijos. Los adora, presume de ellos, nos enseña fotos de ellos a la mínima ocasión. Pero resulta evidente que se preocupa por su futuro. Una noche, pasándose la mano por la cara fatigada, me dice que sus hijos todavía van a primaria, pero que ya le agobia el tema de la universidad. Se queja de los precios de la educación superior. No sabe cómo podrá pagársela.
Días después, hablo con Perry y le pido que ponga algunas de mis acciones de Nike a nombre de Frankie, a plazo fijo. La siguiente vez que Brooke y yo nos acercamos a Campagnola, se lo cuento a Frankie. Las participaciones no podrán tocarse en diez años, pero en ese momento, le digo, su valor debería bastar para aliviar significativamente esa carga económica.
A Frankie le tiembla el labio inferior. Andre, dice, no puedo creer que hagas eso por mí.
La expresión de su rostro es de absoluto asombro. Yo no entendía el significado y el valor de la educación, los problemas y la preocupación que causa en padres y en hijos. Nunca había pensado en la educación en esos términos. Para mí la escuela había sido siempre un lugar del que conseguía escapar; no algo venerado. Reservar esas acciones es algo que he hecho porque Frank comentó específicamente la cuestión de la universidad de sus hijos, y a mí me apetecía ayudarle. Sin embargo, al ver lo que significaba para él, el que recibe un buen baño de educación soy yo.
Ayudar a Frankie me proporciona más satisfacciones y me hace sentir más vinculado y vivo, más yo mismo que cualquier otra cosa de las que me ocurren en 1996. Me digo a mí mismo: recuerda esto. Quédate con esto. Esta es la única perfección que existe, la perfección de ayudar a los demás. De lo que hacemos, esto es lo único con un valor o con un sentido duraderos. Esta es la razón por la que estamos aquí. Para hacernos sentir seguros los unos a los otros.
Y, a medida que 1996 se va desplegando, la seguridad se revela como un bien particularmente preciado. Brooke recibe constantemente cartas de acosadores que la amenazan —y que en ocasiones me amenazan a mí— con la muerte y con toda clase de horrores indecibles. Los mensajes son detallados, truculentos, repugnantes. Nosotros se los entregamos al FBI y yo, además, le pido a Gil que trabaje con los agentes, que se mantenga informado de los progresos. En las ocasiones en que se consigue seguir la pista del remitente de esas cartas, Gil se pone hecho una furia. Se monta en un avión y va a hacerle una visita al acosador. Por lo general aparece de mañana, poco después del amanecer, en casa o en el trabajo del individuo en cuestión. Le muestra la carta y le dice en voz muy baja: sé quién eres y dónde vives. Y ahora mírame bien, porque si vuelves a molestar a Brooke y a Andre, volverás a verme, y no te apetecerá nada, porque entonces habrá pelea.
Con todo, los autores de las cartas más siniestras no dejan rastro. A partir de un umbral de truculencia, cuando amenazan con que algo concreto ocurrirá determinado día, Gil monta guardia frente a la puerta de la casa de Brooke mientras dormimos. Por montar guardia me refiero, literalmente, a que se queda de pie toda la noche. En los peldaños de entrada. Con los brazos cruzados. Se coloca ahí, mirando a izquierda y derecha, y ahí se queda toda la noche.
La tensión, lo sórdido de las amenazas, afecta mucho a Gil. Le preocupa no hacer lo suficiente, la posibilidad de que algo le pase por alto, de que, al parpadear durante un segundo, se le cuele algún chiflado. Entra en algo parecido a una depresión debilitante, y yo con él, porque soy yo quien se la causo. He sido yo el que lo ha llevado hasta ahí. Me siento muy culpable y me asaltan premoniciones de desgracias.
Intento salir de ellas. Me digo a mí mismo que si uno tiene dinero en el banco y un avión privado no puede ser desgraciado. Pero no puedo evitarlo, me siento sin fuerzas, desesperanzado, atrapado en una vida que no he escogido, acosado por personas a las que no veo. Y no puedo hablar de ello con Brooke, porque me niego a admitir esas debilidades mías. Sentirse deprimido después de perder un partido es una cosa, pero sentirse deprimido por nada, por la vida en general, es otra muy distinta. Yo no puedo sentirme así. Me niego a admitir que me siento así.
Pero es que incluso si quisiera comunicarme con Brooke, en esa época nuestra comunicación no es muy fluida. No estamos en la misma frecuencia. No compartimos la misma longitud de onda. Por ejemplo, cuando intento hablarle de Frankie, de la satisfacción que me causa ayudarlo, ella no parece oírme. Tras la alegría inicial al presentármelo, se muestra fría con respecto a él, indiferente, como si ya hubiera interpretado su papel y ahora le tocara hacer un mutis por el foro. Eso sienta un precedente, fija un modelo que se repite con muchas personas y lugares que Brooke aporta a mi vida. Museos, galerías, personajes famosos, escritores, espectáculos, amigos… Con frecuencia yo obtengo más de ellos que ella misma. Cuando empiezo a disfrutar algo, a aprender de ello, ella lo abandona.
A partir de ahí, empiezo a preguntarme si hacemos buena pareja. No lo creo. Y sin embargo no puedo dar un paso atrás, no puedo sugerir que nos tomemos un tiempo, porque ya me estoy distanciando del tenis. Sin Brooke y sin tenis, me quedaré sin nada. Temo el vacío, la oscuridad. Así que me aferro a Brooke, y ella se aferra a mí, y aunque ese aferrarse se parece al amor, es más como ese cuadro del Louvre en el que el hombre se aferra con fuerza a la vida.
A medida que se acerca el segundo aniversario de nuestra vida en pareja, llego a la conclusión de que deberíamos formalizar nuestra unión. Dos años son todo un hito en mi vida amorosa. En todas mis relaciones anteriores, esos dos años han marcado el momento de seguir o de dejarlo, y yo siempre he optado por dejarlo. Cada dos años me canso de la chica con la que salgo, o ella se cansa de mí, como si en mi corazón se activara un temporizador. Estuve dos años con Wendi, y entonces declaró abierta nuestra relación, lo que anticipó el final. Antes de Wendi estuve exactamente dos años saliendo con una chica en Memphis, y entonces corté con ella. Por qué mi vida amorosa se desarrolla en ciclos de dos años, no lo sé. Ni siquiera era consciente de esa recurrencia hasta que Perry me la ha hecho notar.
Sea cual sea la razón, estoy decidido a cambiar. A mis veintiséis años, considero que debo romper de una vez ese patrón, porque si no me encontraré con treinta y seis años volviendo la vista atrás y viendo una serie de relaciones de dos años que no llegaron a nada. Si quiero formar una familia, si quiero ser feliz, debo romper ese ciclo, lo que implica ir más allá de esa marca de los dos años, obligarme a mí mismo a comprometerme.
Técnicamente, claro está, Brooke y yo no llevamos dos años juntos. Con la locura de nuestros calendarios, con sus actuaciones y mis torneos, apenas hemos pasado unos meses en mutua compañía. Seguimos conociéndonos, seguimos aprendiendo. Una parte de mí sabe que no debería forzar la decisión. Otra parte de mí, sencillamente, no quiere casarse en este momento. Pero ¿a quién le importa lo que quiera? ¿Desde cuándo lo que yo quiero me ha servido para indicarme lo que debo hacer? ¿Con qué frecuencia participo en un torneo con ganas de jugar y pierdo en las primeras rondas? Y, por el contrario, ¿con qué frecuencia participo a regañadientes, sin apetecerme lo más mínimo y acabo ganando? Tal vez el matrimonio, el punto decisivo, el gran torneo eliminatorio, funcione igual.
Además, a mi alrededor todo el mundo se casa. Perry. Philly. J. P. De hecho, Philly y J. P. han conocido a sus respectivas mujeres a la vez, la misma noche. Después de El Verano de la Venganza llega El Invierno de las Bodas.
Le pido consejo a Perry. Paseamos por Las Vegas durante horas y también hablamos por teléfono. Él se inclina por el matrimonio. Brooke es mi chica. ¿Es que voy a encontrar a alguien mejor que una supermodelo educada en Princeton? ¿Acaso no habíamos fantaseado con ella hace años? ¿No habíamos predicho que acabaría apareciendo? Y ahora ha aparecido. Es el destino. Me refresca la memoria sobre Tierras de penumbra. C. S. Lewis no vive plenamente, no crece, hasta que se abre al amor. Y como Lewis recuerda a sus alumnos: «Dios quiere que crezcamos».
Perry me dice que conoce a una joyera excelente en Los Ángeles. La misma a la que recurrió él cuando se comprometió. Aparca por ahora la cuestión de si debes declararte o no, y céntrate por un momento en el anillo.
Yo ya sé qué clase de anillo quiere Brooke: redondo, con el corte de Tiffany. Y lo sé porque me lo ha dicho. Directamente. Nunca le da vergüenza compartir sus opiniones sobre joyas, ropa, coches, zapatos… De hecho, las charlas más animadas que tenemos son sobre COSAS. Antes hablábamos de nuestros sueños, de nuestra infancia, de nuestros sentimientos. Ahora charlamos animadamente sobre los mejores sofás, los mejores equipos de música, las mejores hamburguesas con queso, y aunque esas charlas me resultan interesantes y son, de hecho, una parte importante del arte de vivir, temo que Brooke y yo les estemos dando demasiada importancia.
Me armo de valor, telefoneo a la joyería y digo que estoy interesado en un anillo de compromiso. Me sale la voz ronca. Noto que el corazón me late con fuerza. Me pregunto: ¿no debería ser este un momento feliz, uno de los mejores de la vida? Pero no tengo tiempo de responderme a mí mismo, porque la joyera empieza a acribillarme a preguntas. ¿Tamaño? ¿Quilates? ¿Color? ¿Claridad? No deja de hablar de claridad, me pregunta cosas sobre la claridad.
Yo pienso: señora, si quiere que le hablen de la claridad, se ha equivocado usted de hombre.
Pero digo: solo sé que lo quiero redondo y con el corte de Tiffany.
¿Cuándo lo necesita?
Pronto.
Está bien, puedo hacerlo. Creo que tengo el anillo que necesita.
Días después, el anillo me llega por mensajero. Viene en un estuche grande. Me paseo con él en el bolsillo durante dos semanas. El estuche parece pesado y peligroso. Lo mismo que yo.
Brooke no está; ha ido a rodar una película. Hablamos cada noche por teléfono, y a veces yo sostengo el auricular con una mano mientras acaricio el anillo con la otra. Está en Carolina del Norte, o del Sur, donde al parecer hace un frío tremendo. El problema es que, según el guion, la temperatura es de lo más agradable, por lo que el director la obliga a ella y a los demás actores a chupar cubitos de hielo para que no les salga vaho por la boca cuando hablan.
Mejor eso que lamer manos.
Me recita algunas de las frases que tiene que decir en la película, y nos reímos porque suenan falsas. Suenan a frases de película.
Después de colgar salgo a dar una vuelta en coche, con la calefacción a tope y las luces del Strip lanzando destellos de diamante. Reproduzco mentalmente nuestra conversación y no sé ver la diferencia entre las frases de su guion y las que acabamos de decirnos nosotros. Saco el estuche con el anillo que llevo en el bolsillo de la chaqueta y lo abro. La alianza capta la luz y la refleja. Lo dejo sobre el salpicadero.
Claridad.
Mientras Brooke termina su película, yo paso por una racha de juego tan deplorable que la prensa deportiva afirma (a veces, se diría, alegrándose de ello) que estoy acabado. Tres torneos de Grand Slam, dicen. Es mucho más de lo que creíamos que conseguiría. Brooke dice que debemos irnos lejos. Esta vez escogemos Hawái. Yo me llevo el anillo.
Se me encoge el estómago cuando el avión sobrevuela los volcanes. Contemplo las palmeras, la franja de espuma que resigue la costa, los bosques húmedos cubiertos de niebla, y pienso: otra isla paradisíaca. ¿Por qué siempre sentimos la necesidad de huir a islas paradisíacas? Se diría que tenemos el Síndrome del Lago Azul. Fantaseo con la idea de un fallo del motor, del avión cayendo en barrena y adentrándose en la boca de un volcán. Para mi desgracia, aterrizamos con normalidad.
He reservado un bungaló en el Mauna Lani Resort. Dos dormitorios, cocina, comedor, piscina y cocinero permanentemente disponible. Además contamos con un pedacito de playa de arenas blancas para nosotros solos.
Pasamos los primeros días descansando en el bungaló, junto a la piscina. Brooke está enganchada a un libro que trata sobre cómo ser soltera y feliz a partir de los treinta años. Lo lee sosteniéndolo sobre su cabeza, se chupa la punta del dedo y pasa las páginas sonoramente. Ni se me pasa por la cabeza que pueda tratarse de una indirecta. De hecho, nada se me pasa por la cabeza salvo que estoy a punto de pedirle matrimonio.
Andre, pareces distraído.
No, estoy aquí.
¿Va todo bien?
Por favor, déjame solo, pienso, estoy intentando decidir cuándo y cómo pedirte que te cases conmigo.
Soy como un asesino, tramando, pensando constantemente en el momento y en el escenario. La diferencia es que el asesino tiene un motivo.
La tercera noche, aunque hemos pensado quedarnos en el bungaló, le sugiero que nos arreglemos como si esa fuera una ocasión especial. Gran idea, dice Brooke. Sale del dormitorio una hora más tarde con un vaporoso vestido blanco que le llega a los tobillos. Yo llevo una camisa de lino y unos pantalones beis, una elección pésima, porque los bolsillos de esos pantalones son muy pequeños y no hay sitio en ellos para el estuche. Mantengo la mano sobre uno de ellos, para ocultar el bulto.
Realizo estiramientos, como si estuviera a punto de jugar un partido. Agito las piernas. Entonces le sugiero que vayamos a dar un paseo. Sí, dice Brooke, qué buena idea. Da un sorbo al vino, sonríe, despreocupada, sin tener ni idea de lo que está a punto de ocurrir. Caminamos unos diez minutos, hasta que llegamos a un rincón de la playa desde el que no se ve ni un rastro de civilización. Alargo el cuello para asegurarme de que no viene nadie. Ni turistas ni paparazzi. No hay moros en la costa. Pienso en esa frase de Top Gun que dice: «Lo tenía a tiro, no había peligro y disparé».
Dejo que Brooke se adelante un poco más y clavo una rodilla en la arena. Ella se vuelve, mira hacia abajo y, al verme, se pone blanca, mientras a nuestro alrededor los tonos del atardecer cobran vida.
Brooke Christa Shields…
En numerosas conversaciones ha dicho que al hombre que le proponga matrimonio más le vale usar su nombre completo, el oficial. Yo nunca he sabido por qué, y nunca se me ha ocurrido preguntárselo, pero ahora lo recuerdo. Y lo repito.
Brooke Christa Shields…
Ella se lleva la mano a la frente. Espera —dice—. ¿Qué? ¿Estás…? Espera. No estoy preparada.
Ya somos dos.
Se seca las lágrimas cuando yo me saco el estuche del bolsillo y lo abro, y saco la alianza y se la coloco en el dedo.
Brooke Christa Shields… ¿Quieres…?
Ella tira de mí para que me ponga en pie. Yo la beso y pienso: ojalá me lo hubiera pensado mejor. ¿Es esta la persona con la que Andre Kirk Agassi se supone que va a pasar los próximos noventa años de su vida?
Sí —dice ella—. Sí, sí, sí.
Espera, pienso yo. Espera, espera, espera.
Un día después me dice que quiere que lo repitamos. Ayer, en la playa, estaba en tal estado de shock que no me oyó. Quiere que le repita la propuesta, palabra por palabra.
Quiero que vuelvas a pedírmelo —dice—, porque no me creo que ocurriera en realidad.
Yo tampoco.
Todavía no nos hemos ido de la isla cuando ya empieza a preparar la boda. Y, cuando regresamos a Los Ángeles, reanudo el fin no planificado de mi carrera tenística, en este caso sin planes, sin ceremonias. Me paseo como un zombi de torneo en torneo. Pierdo en las primeras rondas, por lo que paso mucho tiempo en casa, lo que complace a Brooke. Me muestro complaciente, adormecido, y dispongo de mucho tiempo para hablar de tartas nupciales e invitaciones.
Nos trasladamos a Inglaterra, porque participo en Wimbledon 1996. Justo antes del inicio del torneo, Brooke insiste en que vayamos a tomar el té en el hotel Dorchester. Yo le suplico que no vayamos, pero ella no cede. Estamos rodeados de parejas mayores que nosotros, todos vestidos de tweed, con pajaritas y lazos. La mitad de ellos parecen dormidos. Tomamos sándwiches pequeños sin corteza, montañas de ensalada de huevo y bollos con mantequilla y mermelada, todo ello diseñado específicamente para obturar las arterias humanas, sin aportar a cambio el beneficio de saber bien. Esa comida me está poniendo de mal humor, y además el lugar me resulta ridículo, como si estuviéramos en la fiesta infantil de un centro de acogida. Pero cuando estoy a punto de sugerir que pidamos la cuenta, me fijo en Brooke y veo que está entusiasmada. Se lo está pasando en grande. Quiere más mermelada.
En la primera ronda me enfrento a Doug Flach, que ocupa el puesto 281 del ranking. Es un aspirante al que todo eso le queda grande, aunque nadie lo diría al verlo enfrentarse a mí. Juega como si tuviera que derrotar a Rod Laver, y yo, como si fuera Ralph Nader. Jugamos en la tumba. Lo raro es que todavía no tenga mi lápida ahí plantada. Pierdo lo más deprisa que puedo, y Brooke y yo regresamos a Los Ángeles, para mantener conversaciones más profundas sobre encajes y entoldados forrados de tul.
A medida que se acerca el verano, tan solo hay un evento que me motiva y me interesa, y no es la boda. Son los Juegos Olímpicos de Atlanta. No sé por qué. Tal vez porque los siento como algo nuevo. Tal vez porque me parecen algo que no tiene nada que ver conmigo. Jugaré defendiendo a mi país, jugaré en un equipo que cuenta con 300 millones de miembros. Cerraré un círculo: mi padre fue deportista olímpico y ahora lo seré yo.
Planifico un régimen con Gil, un régimen olímpico, y lo damos todo en nuestras sesiones de entrenamiento. Me paso dos horas con Gil todas las mañanas, y después practico dos horas con Brad, antes de irme a correr por el Monte de Gil a mediodía, que es cuando más calor hace. Quiero calor. Quiero dolor.
Cuando empiezan los Juegos, la prensa deportiva me critica con dureza por no asistir a la ceremonia de inauguración. A Perry también le parece muy mal. Pero yo no estoy en Atlanta para asistir a ceremonias de apertura, sino para ganar el oro, y necesito reservar la poca concentración y energía que conservo esos días. Los partidos de tenis se disputan en Stone Mountain, a una hora en coche del estadio en el que tiene lugar la ceremonia inaugural, en el centro de la ciudad. ¿Pasar tanto rato de pie, con ese calor y ese bochorno, vestido con americana y corbata, esperar horas para dar una vuelta a la pista y después regresar a Stone Mountain para dar lo mejor de mí? No. No puedo. Me encantaría vivir la experiencia del desfile, saborear el espectáculo olímpico, pero no antes de mi primer partido. Eso, me digo a mí mismo, es concentración. Eso es lo que significa dar más importancia a la sustancia que a la imagen.
Dormir bien esa noche me ayuda a ganar mi primera ronda contra el sueco Jonas Björkman. En la segunda, derroto sin dificultad a Karol Kucera, de Eslovaquia. En la tercera ronda me llega una prueba más dura, pues debo enfrentarme al italiano Andrea Gaudenzi, que posee un juego muy musculado. Le encanta intercambiar golpes duros, y si le demuestras demasiado respeto, se pone más gallito. Yo no lo respeto en absoluto. Pero la pelota tampoco me respeta a mí. Estoy cometiendo toda clase de errores no forzados. Sin darme apenas cuenta, voy perdiendo por un set, y estoy a punto de perder el segundo. Miro a Brad. ¿Qué hago?, le pregunto. Él me grita: ¡deja de fallar!
Ah, sí, claro. Un sabio consejo. Dejo de fallar. Dejo de intentar resolver el punto en un solo tiro, le devuelvo la presión a Gaudenzi. Es tan fácil, en realidad, que araño otra victoria, fea pero satisfactoria.
En cuartos de final Ferreira está a punto de eliminarme. Va ganando él 5-4 en el tercer set y tiene una pelota de partido. Pero hasta ahora nunca me ha derrotado y yo sé exactamente qué está ocurriendo en el interior de su mente. En ese momento me viene al recuerdo algo que decía mi padre: si en ese momento le metieras un carbón por el culo, sacarías un diamante. (Redondo. Con corte Tiffany). Sé que el esfínter de Ferreira está cada vez más cerrado, y eso me da confianza en mí mismo. Juego un punto largo, se lo gano y acabo ganando el partido.
En semifinales me toca jugar contra Leander Paes, de la India. Se trata de un jugador menudo y nervioso, un manojo de energía, y tiene las manos más rápidas del circuito. Aun así, todavía no ha aprendido a disparar una pelota de tenis. Tiene problemas con la velocidad, con los efectos, con la puntería, con los globos… Es el Brad de Bombay. Pero, a pesar de todo lo malo, llega deprisa a la red y la cubre tan bien que todo lo demás parece funcionarle. Tras una hora jugando con él, tienes la sensación de que no le ha dado bien a una sola pelota, pero sin embargo te está ganando por goleada. Como yo estoy preparado, no pierdo la paciencia. Mantengo la calma y gano a Paes en dos sets: 7-6, 6-3.
En la final juego contra el español Sergi Bruguera. El partido se pospone por culpa de una tormenta eléctrica, y los meteorólogos dicen que no podremos saltar a la pista hasta dentro de cinco horas, como mínimo. Así que voy y me como un bocadillo de pollo picante de Wendy’s. Comida de consuelo. Los días de partido no controlo las calorías ni el valor nutritivo de lo que como. Lo que me preocupa es tener energía y sentirme saciado. Además, por culpa de los nervios no suelo tener apetito, así que siempre que me da hambre procuro comer. Le doy a mi estómago lo que me pide. Pero, cuando todavía no he terminado de tragarme el último bocado de mi bocadillo de pollo picante, las nubes se abren, la tormenta pasa y regresa el calor. Así que ahora llevo un bocadillo de pollo picante entre pecho y espalda, estamos a casi cuarenta grados y el bochorno es tal que el aire casi se podría cortar. No puedo ni moverme, ¿y pretenden que gane una medalla de oro? Tal vez lo llamen comida de consuelo, pero lo que yo siento en la barriga en ese momento es un gran desconsuelo.
Pero no me importa. Gil me pregunta cómo me siento, y le digo: genial. Voy a mover todas las pelotas, voy a hacer que ese tipo corra, y si se cree que se va a llevar esa medalla a España, está muy equivocado.
Gil sonríe de oreja a oreja. Ese es mi niño.
Según me comenta, es una de las pocas veces en que, al entrar en la pista, no ve temor en mis ojos.
Desde el saque inicial, machaco a Bruguera; lo hago correr de un lado a otro, recorrer una finca del tamaño de Barcelona. Cada punto es un golpe a su tronco. Cuando vamos por la mitad del segundo set disputamos un punto larguísimo, titánico. Gana él el punto y volvemos a estar empatados a cuarenta. Tarda tanto en prepararse para el siguiente que podría elevar una protesta al juez de silla. Según las reglas, debería hacerlo, y Bruguera debería recibir un aviso. Pero en lugar de ello, aprovecho la pausa para acercarme al recogepelotas, coger una toalla y susurrarle a Gil: ¿cómo ves a nuestro amigo desde ahí?
Aunque Bruguera ha ganado el punto, Gil ve, y yo también, que ganar ese punto le hará perder los seis juegos siguientes.
Gil grita: ¡ese es mi niño!
Al subir al podio, pienso: ¿qué sentiré? Lo he visto en la tele tantas veces que no sé si estará a la altura de las expectativas. Tal vez, como en tantas otras cosas, se quedará corto.
Miro a izquierda y derecha. Paes, el ganador del bronce, se encuentra a un lado. Bruguera, el ganador de la plata, al otro. Mi pedestal es dos palmos más alto. Esa es una de las pocas veces en que soy más alto que mis rivales. Un hombre me cuelga la medalla al cuello. Suena el himno nacional. Noto que se me hincha el corazón, y no tiene nada que ver con el tenis, ni conmigo, y por eso no solo no se queda corto, sino que supera mis expectativas.
Miro al público y veo a Gil, a Brooke, a Brad. Busco a mi padre, pero está escondido. Ayer por la noche me dijo que he logrado recuperar algo que a él le robaron hace años, y aun así no quiere mostrarse, no quiere quitarme protagonismo en un momento tan especial. No entiende que si ese momento es tan especial es precisamente porque no es mío.
Días después, por razones que se me escapan, el brillo olímpico me abandona. Me encuentro en una pista en Cincinnati, y pierdo los estribos. Vuelvo a jugar para mí mismo, y en un arrebato de ira rompo la raqueta. Sin embargo, acabo ganando el partido, algo que me resulta ridículo, y que no hace sino reforzar mi sensación de que todo es una broma.
Después, en agosto, durante el Campeonato RCA de Indianápolis, juego una primera ronda contra Daniel Nestor, canadiense de origen serbio, y voy ganando por un amplio margen. Pero entonces él me rompe el saque y eso es algo que me afecta más de la cuenta. No consigo librarme de mi enfado repentino. Alzo la vista al cielo, y me gustaría salir de allí volando. Como no es posible, al menos esa pelota sí lo hará. Vuela, vuela libre, pelotita. La envío por encima de las gradas, más allá del estadio.
Amonestación automática.
El juez de silla, Dana Laconto, dice por megafonía: violación del Código. Aviso. Mal uso de la pelota.
Y una mierda, Dana.
El juez llama al árbitro. Le dice que Agassi ha dicho: y una mierda, Dana.
El árbitro se acerca y me pregunta.
¿Ha dicho eso?
Sí.
El partido ha terminado.
Pues muy bien. Váyase a la mierda usted también. Y que se vaya a la mierda el juez en el que ha venido montado.
Los fans inician un motín. No entienden qué está ocurriendo, porque no me oyen. Lo único que saben es que han pagado para ver un partido y que ahora el partido acaba de cancelarse. Abuchean y lanzan cojines y botellas de agua a la pista. La mascota del campeonato RCA es un perro bull terrier que entra en la pista esquivando cojines y botellas. De ese modo llega junto a la red, levanta la pata y se mea.
Yo no podría estar más de acuerdo con él.
Y se va tan contento. Yo salgo tras él, con la cabeza gacha, arrastrando mi bolsa de tenis. El público está enfurecido, como en una película de gladiadores. La pista se va llenando de toda clase de desperdicios.
En el vestuario, Brad dice: ¿qué coñ…?
Me han descalificado.
¿Por qué?
Se lo explico.
Él niega con la cabeza. Su hijo Zach, de siete años, llora porque la gente es mala con tío Andre. Y porque el perrito se ha meado en la red.
Yo les pido que se vayan, y me quedo sentado en el vestuario una hora, solo, con la cabeza baja. O sea que ya estamos de nuevo donde estábamos. Un nuevo bajón. Muy bien. Sabré manejarlo. De hecho, puedo llegar a sentirme cómodo ahí. Puedo instalarme ahí. El sitio al que llegas cuando tocas fondo puede ser muy agradable, porque al menos descansas. Sabes que, durante una temporada, no irás a ninguna parte.
Pero no. Para tocar fondo todavía falta un buen trecho. Participo en el Open de Estados Unidos de 1996, y desde el principio hay polémica, relacionada, al parecer, con los cabezas de serie. Algunos colegas se quejan de que se me dispense un trato especial; consideran que me han ascendido en los emparejamientos porque los organizadores del torneo y la CBS quieren verme jugar la final con Pete. Muster dice que soy una diva. Por eso me da un placer especial darle una patada en el culo peludo e impedirle el pase a cuartos, manteniendo así, de paso, mi promesa de que no volvería a perder contra él.
Llego a las semifinales y me enfrento a Chang. Estoy impaciente por darle una buena paliza, tras perder contra él hace unos meses en Indian Wells. No debería plantearme problemas. Está en el tramo final de su carrera, me dice Brad. La gente dice que yo también. Pero yo tengo una medalla de oro. Casi desearía poder llevarla al cuello durante el partido. A Chang, sin embargo, mi medalla de oro le importa un comino. Me cuela dieciséis aces, consigue defender tres puntos de servicio y me fuerza a cometer cuarenta y cinco errores no forzados. Siete años después de ganar su último torneo de Grand Slam, Chang es todopoderoso, omnipotente. Él se ha levantado, y yo me he caído.
A la mañana siguiente los periodistas deportivos me ponen a parir. Dicen que me rendí. Que dejé escapar el partido. Que no me esforcé. Casi se diría que están enfadados conmigo. Y yo sé por qué. Como consecuencia de mi derrota, ahora tendrán que ocuparse de Chang un día más.
No miro la final por la tele y, por tanto, no veo a Pete cargarse a Chang en tres sets seguidos. Pero sí leo la noticia. En todos los artículos se afirma, se da por hecho, que Pete es el mejor jugador de su generación.
El año está ya en su recta final, y yo me traslado a Múnich, donde los abucheos son ensordecedores. Pierdo contra Mark Woodforde, al que hace dos años derroté con contundencia: 6-0, 6-0, en dos sets muy cortos. Brad no da crédito. Me suplica que le explique qué es lo que me pasa.
No lo sé.
Cuéntamelo, tío. Cuéntamelo.
Si lo supiera, te lo contaría.
Vete a casa, me dice. Descansa un poco. Pasa tiempo con tu prometida. Eso te curará lo que sea.