17
Me paso varias horas pateando las calles de Palermo, tomando café solo, muy fuerte, preguntándome qué coño me pasa. Lo he conseguido. Soy el mejor jugador de tenis del mundo, y sin embargo me siento vacío. Si ser el número uno me hace sentir así, ¿qué sentido tiene serlo? ¿Por qué no me retiro y punto?
Me imagino a mí mismo anunciando que ya he tenido bastante. Escojo las palabras que pronunciaré en la rueda de prensa. Entonces acude a mi mente una sucesión de imágenes: Brad, Perry, mi padre, todos ellos decepcionados, incrédulos. Además, me digo que retirándome no resolveré mi problema esencial, retirarme no me ayudará a saber qué quiero hacer con mi vida. Seré un jubilado de veinticinco años, lo que vendría a ser algo así como dejar el colegio en cuarto de primaria.
No. Lo que a mí me hace falta es una nueva meta. Durante todo este tiempo mi problema es que he perseguido las metas equivocadas. Yo, en realidad, nunca he querido ser número uno, eso era algo que otros querían por mí. Muy bien, ya soy número uno. Muy bien, un ordenador me adora. ¿Y qué? Lo que creo que siempre he querido, desde que era niño, y lo que quiero ahora, es mucho más difícil de lograr, mucho más sustancial. Quiero ganar el Roland Garros. Si lo consigo, habré conseguido el triunfo en los cuatro torneos de Grand Slam. La baraja completa. Seré el quinto hombre en conseguir la hazaña en la llamada Era abierta, y el primer estadounidense en lograrla.
A mí, los rankings de un ordenador nunca me han interesado lo más mínimo, como nunca me ha interesado llevar el control de los torneos de Grand Slam que ganaba. Roy Emerson es el que tiene en su haber un mayor número de victorias en torneos de Grand Slam (doce), y nadie cree que sea mejor que Rod Laver. Nadie. Mis colegas tenistas, además de cualquier experto en tenis o historiador digno de mi respeto, coincide en que Laver era el mejor, el rey, porque consiguió la victoria en los cuatro torneos que conforman el circuito de Grand Slam. Y no solo eso, sino que los ganó el mismo año… En dos ocasiones. Sí, es cierto, por aquel entonces solo existían dos superficies, la hierba y la tierra batida, pero aun así, para conseguir eso hay que ser un dios. Es algo inimitable.
Pienso en los grandes de las eras pasadas, en que todos querían superar a Laver, en que soñaban con ganar los cuatro grandes torneos. Todos se saltaban algunos de los otros, porque la cantidad les importaba una mierda. A ellos les interesaba la versatilidad. Y todos temían que no los consideraran del todo grandes si su palmarés no estaba completo, si se les resistía uno o dos de los cuatro grandes trofeos.
Cuanto más pienso en la posibilidad de ganar los cuatro torneos de Grand Slam, más me entusiasmo. Se trata de un descubrimiento repentino y asombroso sobre mí mismo. Me doy cuenta de que eso es lo que llevo tiempo deseando. Pero, simplemente, había reprimido ese deseo porque no me parecía factible, sobre todo tras llegar a la final de Roland Garros dos años consecutivos y perder. Además, me he dejado apartar de mi objetivo por periodistas deportivos y aficionados que no entienden, que cuentan el número de competiciones que ha ganado un jugador, y usan esa cifra fraudulenta para valorar su legado. En realidad, el verdadero Santo Grial son esos cuatro torneos. Así pues, en 1995, en Palermo, me decido a ir a por el Grial, y a toda máquina.
Brooke, entre tanto, nunca desfallece en la búsqueda del suyo propio. Su paso por Broadway se ha considerado un gran éxito, y ella no se siente vacía. Tiene hambre. Quiere más. Ya piensa en cuál será su próximo gran proyecto. Sin embargo, las ofertas tardan en llegar. Yo intento ayudarla. Le digo que el público no la conoce realmente. Cree conocerla, pero no la conoce. Ese es un problema con el que yo tengo cierta experiencia. Hay gente que cree que es modelo, otros creen que es actriz. Tiene que definir más su imagen. Le pido a Perry que intervenga, que estudie un poco la carrera de Brooke.
Mi amigo no tarda mucho en formarse una opinión y en diseñar un plan. Dice que lo que a Brooke le hace falta en ese momento es una serie de televisión. Su futuro, según él, está en la tele. Así pues, ella se pone de inmediato a buscar guiones y programas piloto en los que pueda brillar con luz propia.
Justo antes de que empiece el Roland Garros de 1995, Brooke y yo pasamos unos días en Fisher Island. A los dos nos conviene descansar, dormir. Pero yo no consigo ni lo uno ni lo otro. No consigo dejar de pensar en París. Paso las noches despierto, tenso como un cable, disputando partidos en el techo.
En el avión que me lleva a París sigo obsesionado, aunque Brooke viaja conmigo. Como en este momento no tiene trabajo, puede acompañarme.
Es la primera vez que estamos juntos en París, me dice mientras me besa.
Sí, le digo yo, acariciándole la mano.
¿Cómo explicarle que, ni siquiera en parte, estoy de vacaciones? ¿Que ese viaje no tiene, en absoluto, nada que ver con nosotros dos?
Nos alojamos en el Hotel Raphael, a un paso del Arco de Triunfo. A Brooke le gusta el ascensor viejo que cruje al moverse, con su puerta de hierro forjado que hay que abrir y cerrar manualmente. A mí me gusta el pequeño bar del vestíbulo, iluminado con velas. Las habitaciones son pequeñas, y no tienen televisor, algo que escandaliza a Brad. De hecho, no es capaz de asumirlo y, minutos después de registrarnos, sale en busca de otro establecimiento más moderno.
Brooke habla francés, lo que le permite enseñarme París bajo una perspectiva nueva, más amplia. Yo me siento cómodo explorando la ciudad, porque no me da miedo perderme, y además ella me traduce cuando hace falta. Le hablo de la primera vez que estuve allí en compañía de Philly. Le hablo del Louvre, de aquella pintura que nos impactó a los dos. A ella le fascina mi historia y me pide que la lleve a verla.
En otra ocasión, le digo.
Comemos en buenos restaurantes, visitamos barrios que quedan fuera de las rutas más comunes, y que yo nunca me habría atrevido a visitar solo. Hay cosas que me gustan, pero casi todo me deja indiferente, porque me resisto a perder mi concentración. El dueño de un café nos invita a bajar a su vieja bodega, una tumba medieval mohosa llena de botellas cubiertas de polvo. Le entrega una a Brooke, y ella lee la fecha de la etiqueta: 1787. La acuna como si fuera un bebé y me la entrega a mí, incrédula.
No lo pillo, le digo. Es una botella. Llena de polvo.
Ella me dedica una mirada asesina, como si quisiera partirme la botella en la cabeza.
Una noche, tarde, salimos a pasear por la orilla del Sena. Ese día Brooke cumple treinta años. Nos detenemos junto a una escalinata de piedra que desciende hasta el río, y yo le regalo una pulsera riviere de brillantes. Ella se ríe, se la pone y forcejea un poco con el broche. Los dos admiramos el reflejo de la luna en sus facetas. En ese preciso instante, detrás de Brooke, de pie en uno de los peldaños, un francés borracho aparece, tambaleante, y dispara un chorro de orina alto, parabólico, contra el Sena. Yo, en general, no creo en presagios, pero este me lo parece, concretamente uno malo. Lo que no sé es si augura un mal final en el Roland Garros o en mi relación con Brooke.
Al principio del torneo gano mis primeros cuatro partidos sin ceder un solo set. Para los periodistas y comentaristas parece claro que soy un jugador distinto. Más fuerte, más centrado. Nadie se da más cuenta de ello que mis colegas. Yo siempre me he fijado en que los jugadores tienen una manera única de identificar al perro alfa de la manada, de descubrir qué jugador está en estado de gracia y tiene, por tanto, las mayores probabilidades de ganar. En este torneo, por primera vez, ese jugador soy yo. Noto que, en el vestuario, todos me miran. Noto que registran todos mis movimientos, los detalles más mínimos, que incluso estudian mi manera de organizar la bolsa de deporte. El grado de respeto con el que me tratan es mayor, y aunque yo intento no tomármelo en serio, no puedo evitar disfrutarlo. Siempre es mejor que me dediquen ese trato a mí y no a otro.
Brooke, en cambio, no parece percibir la menor diferencia en mí, y me trata igual que siempre. De noche me quedo sentado en la habitación, contemplando París desde la ventana como un águila en lo alto de un acantilado, pero ella me habla de esto y aquello, de Grease, de París, de lo que no sé quién ha dicho sobre no sé qué. Ella no entiende el trabajo al que me he sometido en el gimnasio de Gil, las pruebas, los sacrificios y la concentración que me han llevado a alcanzar esa nueva confianza en mí mismo, ni la inmensa tarea que tengo por delante. Y no intenta entenderlo. A ella le interesa más saber dónde comeremos mañana, qué bodega exploraremos. Da por hecho que ganaré, y lo que ella querría sería que me diera prisa, obtuviera la victoria ya para poder ir a divertirnos. No es egoísmo por su parte, sino la impresión errónea de que ganar es lo normal, y perder, lo excepcional.
En cuartos de final me enfrento a Kafelnikov, el ruso que me comparó con Jesús. Cuando da inicio el partido, le sonrío desde mi lado de la pista: Jesús está a punto de azotarte con una antena de coche. Sé que puedo derrotar a Kafelnikov. Él también lo sabe. Lo lleva escrito en la cara. Pero, muy al principio del primer set, me estiro para llegar a una pelota y noto que se me rompe algo. El flexor de la cadera. No le presto atención, finjo que no ha ocurrido nada, hago como que no tengo cadera, pero la cadera envía señales de dolor por toda la pierna.
No puedo doblarme. No puedo moverme. Pido la presencia de mi asistente, que me da dos aspirinas y me dice que no puede hacer nada. Cuando me lo dice, los ojos se le ponen del tamaño de fichas de póker.
Pierdo el primer set. Y después el segundo. En el tercero, mejoro. Voy ganando 4-1, y el público me anima a seguir. «Allez, Agassi!». Pero los minutos pasan y mi movilidad es cada vez menor. Kafelnikov, que se mueve bien, empata el set, y yo siento que se me descoyuntan los miembros. Esta es otra crucifixión rusa. Au revoir, Santo Grial. Salgo de la pista sin recoger las raquetas.
Se suponía que la verdadera prueba no iba a ser Kafelnikov. Iba a ser Muster, el que me acarició el pelo, el que lleva un tiempo dominando sobre tierra batida. Así que, incluso si hubiera conseguido derrotar a Kafelnikov, no sé en qué condiciones habría tenido que enfrentarme a Muster. Pero yo le prometí que nunca volvería a perder contra él, y lo prometí en serio, y me gustaban mis opciones. Creo que, independientemente de quién hubiera estado al otro lado de la red, habría podido lograr algo importante. Al abandonar París no me siento derrotado; me siento estafado. Sé que ya no hay nada que hacer. Esa era mi última oportunidad. Ya nunca volveré a París sintiéndome tan fuerte, tan joven. Ya nunca inspiraré tanto temor en el vestuario.
Mi oportunidad de oro para ganar los cuatro torneos de Grand Slam ha pasado.
Brooke ha vuelto a casa, de modo que en el vuelo de regreso vamos solos Gil y yo. Él me habla en voz baja de lo que vamos a hacer para tratar el flexor, de cómo vamos a adaptarnos después de todo lo que nos hemos esforzado, de cómo vamos a prepararnos para lo que viene: la hierba. Pasamos una semana en Las Vegas, sin hacer nada, viendo películas y esperando a que se me cure la cadera. Una resonancia magnética revela que la lesión no es permanente. Un triste consuelo.
Nos desplazamos a Inglaterra. Yo soy cabeza de serie en el torneo de Wimbledon de 1995 porque sigo ocupando el primer puesto del ranking de la ATP. El público me recibe con un entusiasmo y una alegría que contrastan radicalmente con mi estado de ánimo. La gente de Nike ha llegado antes que yo a la pista, dispuesta a caldear el ambiente, regalando kits de Agassi: patillas adhesivas, bigotes de Fu Manchú y cintas para el pelo. Esa es mi nueva imagen. He pasado de pirata a bandido. Siempre me resulta alucinante ver a tipos que intentan parecerse a mí, y siempre me resulta más alucinante aún ver que lo intentan chicas. Chicas con patillas y bigote de Fu Manchú…, casi no puedo reprimir la sonrisa. Casi.
Llueve durante todo el día, pero aun así los aficionados abarrotan Wimbledon. Soportan la lluvia, el frío, forman largas colas en Church Road por amor al tenis. Yo querría salir ahí fuera y colocarme a su lado, formularles preguntas, averiguar qué es lo que les lleva a sentir tanto amor por este deporte. Me pregunto si esos bigotes postizos de Fu Manchú aguantan la lluvia, o si se desintegran como mis antiguos postizos.
Gano con facilidad mis primeros dos partidos, y después derroto a Wheaton en cuatro sets. Aun así, la atención informativa del día la acapara Tarango, que, tras perder, se ha peleado con un juez antes de abandonar la pista. A continuación la esposa de Tarango se ha sumado a la ofensa y le ha dado un bofetón. Se trata de uno de los mayores escándalos de la historia de Wimbledon. Entonces, en lugar de enfrentarme a Tarango, habré de competir contra el alemán Alexander Mronz. Los periodistas me preguntan a qué contrincante habría preferido, y yo siento la necesidad imperiosa de contarles que cuando tenía ocho años Tarango me hizo trampa. Pero no lo hago. No quiero entrar en una polémica pública con él, y me da miedo que su mujer se convierta en mi enemiga. Así pues, respondo diplomáticamente que no tengo preferencias, a pesar de que Tarango planteaba la mayor amenaza.
Gano a Mronz en tres sets fáciles.
En las semifinales me enfrento a Becker. Le he ganado los ocho últimos partidos que hemos disputado. Pete ya ha llegado a la final y aguarda contrincante, o Becker o yo, lo que equivale a decir que me espera a mí, porque, últimamente, las finales del Grand Slam empiezan a parecer una cita fija entre Pete y yo.
Le gano el primer set a Becker sin problemas. En el segundo, me pongo por delante 4-1. Ahí voy, Pete. Espérame y vete preparando, Pete. Pero entonces, de repente, Becker empieza a desarrollar un juego mucho más agresivo, más físico. Gana varios puntos belicosos. Después de mellar mi confianza con un clavo diminuto, decide que ha llegado la hora de sacar el mazo. Juega desde la línea de fondo, algo poco habitual en él, y su potencia muscular supera la mía con gran diferencia. Me rompe el saque y, aunque todavía vamos 4-2 a mi favor, siento que algo se me rompe. No la cadera… la mente. De pronto ya no soy capaz de controlar mis pensamientos. Estoy pensando en Pete, que me espera. Estoy pensando en mi hermana Rita, cuyo marido, Pancho, acaba de perder una larga batalla contra el cáncer de estómago. Estoy pensando en Becker, que sigue trabajando con Nick. Con Nick, que más bronceado que nunca, del color de un costillar a la barbacoa, está sentado en el palco de Becker. Me pregunto si le habrá contado mis secretos a mi rival: por ejemplo, mi manera de saber cómo va a sacar. (Inmediatamente antes de lanzar la pelota al aire, Becker saca la lengua y señala con ella, como si de una diminuta flecha roja se tratara, la dirección hacia la que apunta). Estoy pensando en Brooke, que esta semana ha ido de compras con la novia de Pete, una estudiante de Derecho llamada DeLaina Mulcahy. Todos esos pensamientos recorren mi mente y me dispersan, me fracturan, lo que permite a Becker aprovechar el impulso. Y ya no lo suelta. Gana en cuatro sets.
Esa derrota es una de las más devastadoras de mi vida. Al terminar no intercambio ni una palabra con nadie. Ni con Gil, ni con Brad ni con Brooke. No hablo con ellos porque no puedo; estoy destrozado, abatido de un disparo.
Brooke y yo hemos programado unas vacaciones. Llevamos semanas planeándolas. Queremos pasar unos días en algún lugar remoto, sin teléfonos, sin otras personas, y por eso nos hemos decidido por Indigo Island, a doscientos cuarenta kilómetros de Nasáu. Tras la debacle de Wimbledon mi intención es cancelarlas, pero Brooke me recuerda que hemos reservado toda la isla, y que el depósito que hemos pagado no es reembolsable.
Además, dice, se supone que es un paraíso. Seguro que nos irá bien.
Yo pongo mala cara.
Como me temía, desde que llegamos, ese paraíso me resulta una Cárcel de Máxima Seguridad. Solo hay una construcción en toda la isla, y no es lo bastante grande para los tres: Brooke, yo y mi mal humor.
Brooke toma el sol y espera a que yo hable. No la asusta mi silencio, pero no lo entiende. En su universo, todo el mundo finge, pero en el mío hay cosas que no se pueden ocultar fingiendo.
Después de dos días de silencio, le doy las gracias por ser tan paciente, y le digo que ya he vuelto.
Voy a correr un poco por la playa, le digo.
Empiezo despacio, pero al poco rato me descubro a mí mismo corriendo sprints de cien metros. Vuelvo a pensar en ponerme en forma, en cargar pilas para las pistas duras del verano.
Me voy a Washington D. C. a disputar el Legg Mason Tennis Classic. Hace un calor inhumano. Brad y yo intentamos aclimatarnos a él practicando en plena tarde. Al terminar, unos fans se acercan a nosotros y me preguntan cosas. Son pocos los jugadores que se quedan a charlar con sus fans, pero yo sí lo hago. Me gusta. Yo siempre prefiero los fans a los periodistas.
Tras firmar el último autógrafo y responder la última pregunta, Brad me dice que necesita tomarse una cerveza. Pone cara de travieso. Está tramando algo. Lo llevo al Tombs, el local que Perry y yo frecuentábamos cuando yo iba a visitarlo en sus días de Georgetown. El bar tiene una puerta diminuta que da a la calle, una escalera estrecha que desciende a un sótano húmedo y oscuro, y huele a lavabos sucios. También cuenta con una de esas cocinas abiertas que permiten ver a los cocineros en acción, algo que, en determinados locales, puede ser todo un atractivo, pero que en Tombs no constituye precisamente un punto a su favor. Encontramos una mesa libre y pedimos bebidas. Brad se mosquea porque no tienen Bud Ice. Se conforma con una Bud a secas. Yo me siento estupendo después de hacer ejercicio, relajado, en forma. No he pensado en Becker desde hace casi veinte minutos. Pero Brad se encarga de poner fin a la pausa. Del bolsillo interior de su jersey negro de cachemira extrae un fajo de papeles y, con gran agitación, los arroja sobre la mesa.
Becker, dice.
¿Qué?
Esto es lo que ha dicho después de ganarte en Wimbledon.
¿Y a mí qué me importa?
Dice chorradas.
¿Qué chorradas?
Lee.
Becker aprovecha la rueda de prensa posterior al partido para quejarse de que Wimbledon me promociona a mí en detrimento de otros jugadores. Se queja de que los responsables de Wimbledon se desviven por programar mis partidos en la pista central. Se queja de que todos los grandes torneos me lamen el culo. Después pasa a cuestiones más personales. Me acusa de elitista. Asegura que no me relaciono con los demás jugadores. Dice que no caigo bien en el circuito. Dice que no soy abierto, que si lo fuera, tal vez otros jugadores no me temerían tanto.
Dicho en pocas palabras, Becker ha pronunciado una declaración de guerra.
A Brad nunca le ha gustado mucho Becker. Siempre lo llama B. B. Sócrates, porque cree que Becker intenta presentarse como un intelectual cuando en realidad no es más que un niño de granja que se ha hecho mayor. Pero ahora parece tan indignado que no es capaz de permanecer sentado, sin moverse, a nuestra mesa de Tombs.
Andre, dice, esto es la guerra. Acuérdate bien de mis palabras. Vamos a tropezarnos de nuevo con ese cabrón. Nos toparemos con él en el Open de Estados Unidos. Hasta que llegue ese momento, vamos a prepararnos, a entrenar, a urdir nuestra venganza.
Vuelvo a leer las declaraciones de Becker. No doy crédito. Sabía que no le caía bien, pero hasta ese punto… Bajo la vista y me descubro abriendo y cerrando el puño.
Brad prosigue.
¿Me oyes? Quiero que eches…, que elimines a ese cabrón.
Dalo por hecho.
Brindamos con las botellas de cerveza y sellamos nuestra promesa.
Y, lo que es más, me digo a mí mismo, después de ganar a Becker, voy a seguir ganando. Simplemente, ya no pienso perder más. Al menos no hasta que me salgan canas. Estoy harto de perder, harto de sentirme decepcionado, cansado de que haya gente que respete tan poco mi juego como lo respeto yo.
Así pues, el verano de 1995 se convierte en El Verano de la Venganza. Movido por una animosidad pura y dura, arraso en el torneo de Washington D. C. En la final me enfrento a Edberg. Soy mejor que él, pero estamos casi a cuarenta grados, y el calor extremo actúa de gran uniformador. A esas temperaturas, todos los hombres somos iguales. Cuando empieza el partido no soy capaz de pensar, no encuentro el ritmo. Por suerte, a Edberg le ocurre lo mismo. Gano el primer set, y él gana el segundo. En el tercero, me pongo por delante 5-2. El público —el que todavía no ha sido víctima de una insolación— me anima. El partido se ha interrumpido varias veces para que los servicios médicos atiendan a algunos espectadores.
Tengo pelota de partido. O al menos eso es lo que me dicen, porque estoy sufriendo alucinaciones. Ya no sé a qué estoy jugando. ¿Es esto ping-pong de juguete? ¿Se supone que debo devolver esa pelota amarilla que va de un lado a otro de la pista? ¿A quién? Me castañetean los dientes. Veo que tres pelotas traspasan la red, y le doy a la del centro.
Mi única esperanza es que Edberg también sufra alucinaciones. Tal vez él se desmaye antes que yo, y yo gane por retirada del contrario. Espero, lo observo con atención, pero entonces experimento un empeoramiento: se me revuelve el estómago. Él me rompe el saque.
Ahora saca él. Yo pido tiempo, me aparto un poco y vomito el desayuno en una planta decorativa situada al fondo. Cuando regreso a mi posición, Edberg no tiene el menor problema en conservar el servicio.
Vuelvo a sacar yo, y vuelve a ser punto de partido. La jugada es larga, aunque golpeamos débilmente, disparos tímidos que van al centro de la pista, como si fuéramos niñas de diez años jugando a bádminton. Edberg vuelve a ganar el punto.
Cinco a cinco. Yo suelto la raqueta y abandono la pista a trompicones.
Existe una regla no escrita —o tal vez sí está escrita en alguna parte— según la cual, si abandonas la pista llevándote la raqueta, se considera una retirada. Por eso he soltado la raqueta, para que la gente sepa que voy a volver. A pesar de mis delirios, todavía me preocupan las reglas del tenis, aunque también me preocupan las de la física. Con este calor, todo lo que baja, sube, y muy deprisa. Vomito varias veces camino del vestuario. Me encierro en el baño y devuelvo un almuerzo de hace varios días. O, tal vez, de hace varios años. Tengo la sensación de que estoy a punto de entrar en estado de shock. Finalmente, el aire acondicionado del vestuario, sumado a mi purga estomacal, hace su efecto, y empiezo a reanimarme.
El árbitro general llama a la puerta.
Andre, va a perder puntos si no regresa a la pista inmediatamente.
Con el estómago vacío y bastante mareado, regreso a la pista. Le gano el punto a Edberg, no sé cómo. También gano el punto siguiente y, por lo tanto, gano el partido.
Me acerco como puedo a la red, en la que Edberg se apoya, medio desmayado. A los dos nos cuesta mantenernos en la pista para asistir a la ceremonia. Cuando finalmente me entregan el trofeo, se me pasa por la cabeza que tal vez tenga que vomitar dentro de él. A continuación me pasan un micrófono para que pronuncie unas palabras, y también se me pasa por la cabeza vomitar sobre él. Pido perdón por mi comportamiento, sobre todo a la gente sentada cerca de esa planta que he usado para lo que no debía. Me gustaría sugerir públicamente a los organizadores que se planteen trasladar el torneo a Islandia, pero lo cierto es que estoy a punto de vomitar de nuevo. Suelto el micrófono y salgo corriendo.
Brooke me pregunta por qué no me he retirado.
Porque este es El Verano de la Venganza.
Tras el partido, Tarango cuestiona públicamente mi conducta. Exige que explique por qué he abandonado la pista. Manifiesta que él debía jugar un partido de dobles después y que se vio obligado a empezarlo con retraso. Él está molesto y yo, encantado. Me encantaría regresar a la pista, ir a por el macetero, envolvérselo de regalo y enviárselo a Tarango, con una nota que pusiera: «Tú, tramposo, di ahora que ESTO no ha entrado».
Yo nunca olvido. Y eso es algo que Becker está a punto de descubrir en sus propias carnes.
Desde Washington D. C. me desplazo hasta Montreal, donde la temperatura, afortunadamente, es mucho más baja. Derroto a Pete en la final, tras tres sets muy trabajados. Ganar a Pete siempre me deja un buen sabor de boca, aunque en esta ocasión apenas si me percato de la victoria. Yo a quien quiero ganar es a Becker. Me impongo a Chang en la final de Cincinnati (¡aleluya!), y después vuelvo a New Haven, una vez más al horno que es la costa noreste en verano. Llego a la final y me enfrento a Krajicek. Es un rival muy alto, mide 1,95 como mínimo, y corpulento, aunque se mueve con gran ligereza en la pista. En dos zancadas se planta en la red y enseña los dientes, dispuesto a arrancarte el corazón de un bocado. Su saque, además, es monstruoso. No me apetece nada pasarme tres horas soportando ese saque. Tras ganar tres torneos consecutivos, muy seguidos, ya casi no me quedan fuerzas. Pero Brad no me permite que me exprese en esos términos.
Todo esto es un entrenamiento para ti, ¿recuerdas? De cara al partido de desagravio que pondrá fin a todos los partidos de agravio. Así que a por todas, dice.
Y voy a por todas. El problema es que Krajicek también va a por todas, y me gana el primer set 6-3. En el segundo set llega a tener, en dos ocasiones, pelota de partido. Pero yo no me dejo doblegar. Empato el set, me llevo el tiebreak y gano el tercer set de calle. Es mi vigésima victoria consecutiva, mi cuarta victoria consecutiva en un torneo. He ganado sesenta y tres de setenta partidos este año, cuarenta y cuatro de cuarenta y seis en superficie dura. Los periodistas me preguntan si me siento invencible, y yo les digo que no. Creen que mi respuesta es fruto de la modestia, pero les estoy diciendo la verdad. Así es como me siento. No puedo permitirme sentirme de otra manera en El Verano de la Venganza. El orgullo es malo; el estrés es bueno. No quiero confiarme. Quiero sentir rabia. Una rabia infinita que me devore.
En el circuito solo se habla de mi rivalidad con Pete, sobre todo a causa de una nueva campaña publicitaria de Nike, que incluye un conocido anuncio de televisión en el que los dos nos bajamos de un taxi en medio de Nueva York, montamos una red y nos ponemos a jugar. En el suplemento dominical del New York Times publican un extenso reportaje sobre nuestra rivalidad y sobre el abismo que separa nuestras personalidades. En él se describe a Pete como a una persona empapada de tenis, se habla del amor que siente por ese deporte. Yo me pregunto qué habría dicho el periodista de ese abismo si hubiera sabido qué siento yo en realidad por nuestro deporte. Ojalá le hubiera hablado de ello.
Dejo el reportaje. Lo vuelvo a hojear. No quiero leerlo. Pero debo hacerlo. Me resulta raro, me irrita, porque la verdad es que Pete no ocupa un lugar destacado en mis pensamientos ahora mismo. Solo pienso en Becker, día y noche. Solo en Becker. Y, aun así, mientras leo por encima ese reportaje, me preparo para lo peor cuando le preguntan a Pete qué es lo que le gusta de mí.
No se le ocurre nada.
Finalmente dice: me gusta su manera de viajar.
Finalmente llega el mes de agosto. Gil, Brad y yo nos desplazamos por carretera a Nueva York para participar en el Open de Estados Unidos de 1995. Durante nuestra primera mañana en el Estadio Louis Armstrong veo a Brad en el vestuario con la lista de emparejamientos en la mano.
Son buenos, dice. Son muy buenos. Buenísimos todos.
Becker y yo partimos en el mismo grupo de emparejamientos por lo que, si todo sale según lo acordado, me enfrentaré a él en semifinales. Y después a Pete, pienso. Ojalá, cuando nacemos, pudiéramos ver cuáles van a ser nuestros emparejamientos en la vida y así proyectar nuestro camino hasta la final.
En las rondas iniciales voy con el piloto automático puesto. Sé lo que quiero, veo lo que quiero ahí delante, y mis adversarios no son más que conos rojos. Edberg. Álex Corretja. Petr Korda. Tengo que derrotarlos para alcanzar mi objetivo y lo hago. Tras cada victoria, Brad no se muestra efusivo, como de costumbre. No sonríe. No lo celebra. Está concentrado en Becker. Estudia el avance de Becker, cartografía sus partidos. Quiere que Becker gane todos sus partidos, todos sus puntos.
Cuando abandono la pista tras otra victoria, Brad dice secamente: otro buen día.
Gracias. Sí, me he sentido cómodo.
No. Me refiero a B. B. Sócrates. Ha ganado.
Pete, por su parte, se ocupa de sus cosas. Llega a la final, y para saber contra quién se enfrentará, aguarda el resultado de la semifinal Agassi-Becker. Todo igual que en Wimbledon, una vez más. Segunda parte. La diferencia es que yo esta vez no pienso en Pete. No me anticipo. Llevo mucho tiempo apuntando a Becker, y ahora que ha llegado el momento, mi concentración es tan intensa que incluso a mí me asusta.
Un amigo me pregunta si, cuando la rivalidad con un contrincante es personal, no siento nunca el más mínimo impulso de soltar la raqueta y abalanzarme sobre su cuello. Cuando se trata de un partido de desagravio, cuando hay resentimiento, ¿no preferiría resolverlo con unos cuantos asaltos de boxeo de toda la vida? Yo le respondo a mi amigo que el tenis ES boxeo. Todo tenista, tarde o temprano, se compara con un boxeador, porque el tenis es un pugilismo sin contacto. Es violento, es mano a mano, y el resultado es tan simple como el de cualquier cuadrilátero: o matas o te matan. O das una paliza o te la dan a ti. La diferencia es que, en el tenis, los golpes se marcan por debajo de la piel. Me recuerda a ese viejo método que usaban los usureros en Las Vegas, y que consistía en golpear a la gente con bolsas de naranjas, para que no salieran moratones.
Aun así, y dicho esto, soy un ser humano. Así que, antes de salir a la pista, mientras Becker y yo esperamos en el túnel, le digo a James, el guardia de seguridad: mantennos separados. No quiero ni ver a este jodido alemán. Te lo digo por tu bien, James, no quiero ni verlo.
Becker siente lo mismo. Sabe lo que ha dicho, y sabe que yo lo he leído cincuenta veces y que lo he memorizado. Sabe que llevo todo el verano dándole vueltas a sus comentarios, y sabe que quiero sangre. Él también. Nunca le he caído bien, y para él este también ha sido El Verano de la Venganza. Entramos en la pista, evitando todo contacto visual, sin hacer la menor concesión al público, centrados en nuestros respectivos equipos, en nuestras bolsas, en la desagradable misión que tenemos por delante.
Desde que suena la campana que marca el inicio del partido, las cosas se desarrollan como yo había previsto. Los dos enseñamos los dientes, los dos rugimos y maldecimos, cada uno en su lengua. Gano el primer set 7-6. Para mi desesperación, Becker no parece inmutarse. ¿Y por qué habría de inmutarse? Así fue como empezó nuestro partido en Wimbledon. No le preocupa quedar rezagado. Ya ha demostrado que es capaz de recibir mis golpes y reponerse.
Gano el segundo set 7-6. Ahora empieza a incomodarse, busca un resquicio. Intenta jugar con mi mente. Me ha visto perder el temple en otras ocasiones y hace lo que cree que me hará perderlo ahora, hace lo peor que un tenista le puede hacer a otro, lo que más ataca su masculinidad: lanza besos a mi palco, a Brooke.
Y le funciona. Me enfado tanto que por un momento pierdo la concentración. En el tercer set, cuando voy ganando 4-2, Becker se lanza a por una pelota que no puede devolver. Pero llega, la devuelve, gana el punto y me rompe el servicio. Y gana el set. El público enloquece. Parece saber que se trata de algo personal, que esos dos tipos no se caen nada bien, que están resolviendo viejos agravios. Valoran el dramatismo de la situación y quieren que llegue hasta el final, y ahora sí que todo vuelve a ser como Wimbledon, una vez más. Becker se alimenta de su energía. Le dedica más besos a Brooke y sonrisas de lobo. Si le ha funcionado una vez, ¿por qué no le habría de funcionar de nuevo? Yo me fijo en Brad, que está sentado junto a ella, y él me dedica una mirada gélida, una de esas miradas clásicas de Brad que dicen: «¡Vamos, hombre! ¡Adelante!».
El cuarto set se desarrolla igualadísimo. Los dos mantenemos nuestro servicio, los dos buscamos algún resquicio para romper el del adversario. Yo consulto la hora. Son las nueve y media. Aquí nadie se va a su casa. Que cierren las puertas, que les traigan bocadillos. De aquí no se mueve nadie hasta que esta mierda quede resuelta. La intensidad es palpable. Nunca en mi vida he deseado tanto ganar un partido. Nunca en mi vida he deseado algo con tanta fuerza. Mantengo el servicio y me pongo por delante, 6-5. Ahora le toca a Becker mantener el suyo si quiere seguir en el partido.
Saca la lengua apuntando hacia la derecha, y saca hacia la derecha. Yo le adivino las intenciones y le devuelvo un cañonazo. Gano el punto. Le arrebato también los dos puntos siguientes tras el saque. Ahora vamos 0-40. Saca él. Tengo una triple pelota de partido.
Perry le ladra no sé qué. Brooke le suelta unos gritos espeluznantes. Becker sonríe, los saluda a los dos como si fuera Miss América. Falla el primer saque. Sé que se va a poner agresivo en el segundo. Es un campeón, y va a sacar como lo que es. Además, coloca la lengua en el centro de la boca. Seguro que va a apurar mucho el segundo saque. Normalmente has de controlar la altura y la fuerza del rebote, y por eso te adelantas e intentas pillarlo pronto, antes de que te pase por encima del hombro, pero yo me arriesgo, me mantengo en mi sitio, y me sale bien la apuesta. Ahí está la pelota, me viene a favor, y echo hacia atrás las caderas para colocarme bien y devolverle la mejor restada de mi vida. Su saque llega algo más rápido de lo que he previsto, pero me adapto. Estoy de puntillas, y me siento como Wyatt Earp, Spiderman y Espartaco a la vez. Disparo. Noto que se me pone de punta el vello de todo el cuerpo. En el momento en que la pelota abandona la raqueta, un sonido puramente animal abandona mi boca. Sé que no volveré a emitirlo nunca, y sé que nunca volveré a golpear tan duro una pelota, ni con mayor perfección. Golpear una pelota con esa perfección… la única paz. Cuando aterriza al otro lado de la red, ya en campo de Becker, todavía estoy gritando.
¡AAAAAAAH!
La pelota entra y sale disparada, le pasa de largo.
Partido para Agassi.
Becker se acerca a la red. Que se quede ahí un rato. El público se ha puesto en pie y se agita en estado de delirio. Yo miro a Brooke, a Gil, a Perry, a Brad, sobre todo a Brad. ¡Vamos! Sigo mirando. Becker sigue junto a la red. No me importa. Lo dejo ahí, de pie, como un testigo de Jehová frente a mi puerta. Finalmente, finalmente, me quito las muñequeras, me acerco a la red y alargo la mano más o menos en su dirección, sin mirarlo. Él me la estrecha y yo la retiro.
Una periodista salta a la pista y me formula varias preguntas. Respondo sin pensar. Y entonces miro a la cámara, sonriente, y digo: ¡Pete, ahí voy!
Entro en el túnel y me meto en el vestuario. Gil ya está ahí, preocupado. Sabe lo que esa victoria debe de haberme costado físicamente.
Estoy mal, Gil.
Túmbate, tío.
La cabeza me da vueltas. Estoy empapado en sudor. Son las diez de la noche, y debo jugar la final en menos de dieciocho horas. Y en ese tiempo debo dejar atrás ese estado mental casi enfermizo, volver a casa, tomar una buena cena caliente, beber una garrafa de Agua de Gil hasta que mee el riñón entero, y después acostarme y dormir algo.
Gil me lleva a casa de Brooke. Cenamos, y me siento en la ducha durante una hora. Es una de esas duchas que hacen que te sientas culpable y pienses que tal vez deberías enviar dinero a algún grupo ecologista y plantar un árbol. A las dos de la mañana, me tiendo en la cama, junto a Brooke, y caigo rendido al momento.
Abro los ojos cinco horas después, sin tener ni idea de dónde estoy. Me siento en la cama y suelto un grito, una versión abreviada de mi grito final contra Becker. No puedo moverme.
En un primer momento creo que se trata de un calambre en el estómago. Pero enseguida me doy cuenta de que se trata de algo mucho más grave. Me vuelvo para poder bajarme de la cama y me quedo a cuatro patas. Ya sé qué me ocurre. No es la primera vez. Es un cartílago desgarrado entre las costillas. Tengo una idea bastante aproximada del golpe de raqueta que lo ha causado. Pero diría que ha de tratarse de un desgarro bastante severo, porque no consigo expandir la caja torácica. Me cuesta respirar.
Creo recordar que esa es una lesión que tarda unas tres semanas en curarse. Pero en nueve horas tengo que enfrentarme a Pete. Son las siete de la mañana, y el partido es a las cuatro. Llamo a Brooke. Debe de haber salido. Estoy tendido de lado, diciendo en voz alta: esto no puede estar sucediendo. Por favor, que no esté sucediendo.
Cierro los ojos y rezo para poder salir a la pista. Pedir eso parece absurdo, porque ni siquiera consigo levantarme. Por más que lo intento, no puedo ponerme en pie.
Dios, por favor. No puedo no presentarme a la final del Open de Estados Unidos.
A rastras, llego al teléfono y llamo a Gil.
Gil, no consigo ponerme de pie. Literalmente, no puedo levantarme.
Voy ahora mismo.
Cuando llega, yo ya he podido levantarme, pero sigue costándome respirar. Le digo lo que creo que debe de ser, y él coincide conmigo. Me observa mientras me tomo un café, y entonces me dice: ya es la hora. Tenemos que irnos.
Consultamos el reloj y los dos hacemos lo único que podemos hacer en un momento así: echarnos a reír.
Gil me lleva en coche al estadio. En la pista de prácticas, le doy a una pelota y las costillas se me agarrotan. Lanzo otra y grito de dolor. Lanzo una tercera. Todavía me duele, pero me aguanto. Al menos puedo respirar.
¿Cómo te sientes?
Mejor. Estoy a un treinta y ocho por ciento.
Nos miramos. Tal vez sea suficiente.
Pero Pete viene al ciento por ciento. Llega preparado, dispuesto a enfrentarse a su dosis de lo que le di a Becker ayer. Pierdo el primer set 6-4. Pierdo el segundo 6-3.
Sin embargo, gano el tercero. Estoy aprendiendo lo que puedo y lo que no puedo hacer. Encuentro atajos, puertas traseras, pactos. Distingo alguna que otra ocasión de convertir todo ello en un milagro. Pero, simplemente, no soy capaz de explotarlo. Pierdo el cuarto set 7-5.
Los periodistas me preguntan cómo me siento al haber ganado veintiséis partidos consecutivos, al haber ganado durante todo el verano, y acabar perdiendo contra esa red gigantesca que es Pete. Yo pienso. ¿Y cómo crees tú que me siento? Digo: el verano que viene perderé un poco más. Ahora voy 26-1, y daría todas esas victorias a cambio de esta.
En el trayecto de regreso a casa de Brooke, me sujeto la caja torácica y miro por la ventanilla, reviviendo todos y cada uno de los golpes de ese Verano de la Venganza. Todo el trabajo, la ira, las victorias, los entrenamientos, las esperanzas, el sudor, y todo me lleva a la misma sensación de decepción, de vacío. Por más que ganes, si no eres el último en ganar, eres un perdedor. Y al final siempre pierdes, porque siempre está Pete. Como siempre, Pete.
Brooke me evita. Me dedica miradas amables, frunce el ceño, comprensiva, pero no la siento real, porque ella no lo entiende. Ella espera a que me sienta mejor, a que todo eso pase y las cosas vuelvan a la normalidad. Perder es lo anormal.
Brooke me ha contado que, cuando pierdo, ella celebra un pequeño ritual, una manera de matar el tiempo hasta que se restablece la normalidad. Mientras yo me lamento en silencio, ella se pone a revisar sus armarios y saca toda la ropa que lleva meses sin ponerse. Dobla jerséis y camisetas, ordena calcetines, medias y zapatos en cajones y cajas. La noche en que pierdo contra Pete, le echo un vistazo a su vestidor: todo está pulcro y ordenado.
En nuestra breve relación, ya ha tenido mucho tiempo que matar.