Agradecimientos
Este libro no existiría sin mi amigo J. R. Moehringer.
Fue J. R., antes incluso de que nos conociéramos, el que me hizo pensar seriamente en la posibilidad de poner por escrito mi historia. Durante mi último Open de Estados Unidos, en 2006, me pasaba todo mi tiempo libre leyendo sus impresionantes memorias, The Tender Bar. Ese libro apelaba directamente a mi corazón. Me gustaba tanto, de hecho, que empecé a racionármelo, a limitarme el número de páginas que leía cada noche. Al principio, The Tender Bar era una importante distracción ante las difíciles emociones a las que me enfrentaba al final de mi carrera, pero al final se convirtió en una fuente más de angustia, porque temía acabar el libro antes que mi carrera.
Inmediatamente después de jugar mi partido de primera ronda, llamé por teléfono a J. R. y me presenté. Le dije lo mucho que admiraba su trabajo y lo invité a Las Vegas a cenar. Nos caímos bien al momento, como yo ya sabía, y aquella primera cena nos llevó a muchas más. Finalmente, le pregunté a J. R. si se plantearía la posibilidad de trabajar conmigo, de ayudarme a abordar mis propias memorias y a darles forma. Le pedí que me mostrara mi vida a través del prisma de un ganador del premio Pulitzer. Para mi sorpresa, aceptó.
J. R. se trasladó a Las Vegas y se puso manos a la obra enseguida. Los dos tenemos la misma ética del trabajo, el mismo planteamiento obsesivo, de todo o nada, ante los grandes retos. Nos reuníamos todos los días y seguíamos una rutina estricta: tras zamparnos un par de burritos, hablábamos durante horas, y J. R. grababa aquellas conversaciones. No había ningún tema tabú, así que, a veces, nuestras sesiones eran divertidas y, a veces, dolorosas. No seguíamos un orden cronológico, ni temático; simplemente, dejábamos que la conversación fluyera, alentada, en ocasiones, por los recortes de prensa recogidos por nuestro investigador, Ben Cohen, una persona extraordinaria, joven, que no tardará en alcanzar la fama.
Transcurridos muchos meses, J. R. y yo contábamos con una caja llena de cintas de grabaciones: para bien o para mal, la historia de mi vida. Kim Wells se atrevió a transcribir esas cintas que, de alguna manera, J. R. transformó en un relato. Jonathan Segal, nuestro sabio y maravilloso editor de Knopf, y Sonny Metha, el Rod Laver del mundo editorial, nos ayudaron a J. R. y a mí a pulir aquel primer borrador y a conseguir un segundo, y un tercero, que posteriormente fue exhaustivamente contrastado por Eric Mercado, auténtica reencarnación de Sherlock Holmes. Yo no había pasado nunca tanto tiempo leyendo y releyendo, debatiendo y comentando palabras y pasajes, fechas y cifras. Es lo más cerca que he estado jamás (y que quiero estar) de estudiar para unos exámenes finales.
Le pedí en numerosas ocasiones a J. R. que firmara este libro. Pero a él le pareció que solo un nombre podía figurar en la cubierta. Aunque se sentía orgulloso del trabajo que habíamos hecho juntos, me dijo que no concebía que su nombre apareciera en el relato de la vida de otro hombre. Estas son tus historias, dijo, tu gente, tus batallas. Esa fue precisamente la clase de generosidad que detecté desde un buen principio, al leer sus memorias. Sabía que no debía discutir con él por eso. La terquedad es otra de las características que compartimos. Pero sí he insistido en aprovechar este espacio para describir la importancia del papel de J. R. y para agradecérselo públicamente.
También quiero mencionar al esforzado equipo de primeros lectores a los que J. R. y yo pasamos copias y extractos del original. Todos ellos contribuyeron de maneras significativas: mis más profundo agradecimiento a Phillip y Marti Agassi, a Sloan y Roger Barnett, a Ivan Blumberg, a Darren Cahill, a Wendy Netkin Cohen, a Brad Gilbert, a David Gilmour, a Chris y Varanda Handy, a Bill Husted, a McGraw Milhaven, a Steve Miller, a Dorothy Moehringer, a John y Joni Parenti, a Gil Reyes, a Jaimee Rose, a Gun Ruder, a John Russell, a Brooke Shields, a Wendi Stewart Goodson y a Barbra Streisand.
Un agradecimiento especial para Ron Boreta por ser tan íntegro, por leerme a mí tan atentamente como leyó este libro, por ofrecerme valiosos consejos sobre todo desde psicología hasta estrategia, y por ayudarme a repensar y a revisar mi ya antigua definición de la expresión mejor amigo.
Sobre todo, quiero darle las gracias a Stefanie, a Jaden y a Jaz Agassi. Obligados a estar sin mí tantísimos días, obligados a compartirme durante dos años con este libro, nunca, ni una sola vez, se quejaron, siempre me animaron a seguir y eso fue lo que me permitió terminarlo. El amor y apoyo incansables de Stefanie me han proporcionado una inspiración constante y las sonrisas diarias de Jaden y Jaz se convertían en energía tan deprisa como el alimento pasa a ser azúcar en la sangre.
Un día, mientras estaba trabajando en el segundo borrador, un amigo de Jaden vino a casa a jugar con él. Había copias del original apiladas por toda la encimera de la cocina y el amigo de Jaden preguntó: ¿qué es todo esto?
Este es el libro de mi papá, respondió Jaden en un tono de voz que no le había oído usar nunca, salvo para hablar de Papá Noel y de Guitar Hero.
Espero que él y su hermana sientan el mismo orgullo por este libro dentro de diez años, y de treinta, y de sesenta. Lo he escrito por ellos, pero también para ellos. Espero que les ayude a evitar algunas de las trampas en las que yo caí. Más aún, espero que se convierta en uno de los muchos libros que les ofrezcan consuelo, orientación y placer. Yo descubrí tarde la magia de los libros. De los muchos errores que quiero que mis hijos eviten, ese ocupa uno de los primeros puestos en la lista.