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La madre de mi padre vive con nosotros. Es una mujer desagradable de Teherán con una verruga en la nariz del tamaño de una nuez. A veces no oyes ni una palabra de lo que dice porque no eres capaz de despegar la mirada de esa verruga. Pero no importa, porque seguramente está repitiendo las mismas cosas desagradables que ya dijo ayer, y anteayer, y seguramente se las está diciendo a mi padre. Esa parece la razón de ser de mi abuela: maltratar a mi padre. Él cuenta que ya lo mortificaba de niño, y que a menudo le pegaba. Si se portaba muy mal, lo obligaba a llevar ropa heredada de niña al colegio. Allí fue donde aprendió a pelear.

Cuando no se mete con mi padre, la señora se dedica a graznar sobre su país de origen, a suspirar por la gente que dejó atrás. Mi madre dice que siente «añoranza» de su casa. La primera vez que oigo esa palabra me pregunto cómo puede uno añorar no estar en su casa. En casa es donde vive el dragón. En casa es donde te obligan a jugar al tenis.

Si la abuela quiere volver a su tierra, mejor para mí. Yo solo tengo ocho años, pero me ofrecería voluntario para llevarla en coche al aeropuerto, porque es una persona que crea más tensiones en una casa que ya tiene suficientes. Le hace la vida imposible a mi padre, es mandona conmigo y mis hermanos, y se enzarza en curiosas competiciones con mi madre. Mi madre me cuenta que cuando yo era un bebé, un día entró en la cocina y la encontró dándome el pecho. Desde entonces, las cosas entre las dos mujeres no han sido fáciles.

Hay, claro está, algo bueno en el hecho de que mi abuela viva con nosotros. Ella nos cuenta historias sobre mi padre, sobre su infancia, y con ello a veces consigue que a mi padre le dé por recordar y se abra un poco. Si no fuera por la abuela, nosotros no sabríamos gran cosa de su pasado, que fue triste y solitario, lo que tal vez explique su extraño comportamiento y sus ataques de ira. Más o menos.

¡Oh!, suspira la abuela. Éramos pobres. No podéis imaginar lo pobres que éramos. Y pasábamos hambre, añade, frotándose la barriga. No teníamos comida, ni agua corriente ni luz eléctrica. Y tampoco teníamos un solo mueble.

¿Y dónde dormíais?

¡Dormíamos sobre un suelo de tierra! ¡Todos en una habitación minúscula! En una vieja casa compartimentada, construida alrededor de un patio asqueroso. En una esquina del patio había un hueco… esa era la comuna de todos los inquilinos.

Mi padre interviene.

Las cosas mejoraron después de la guerra, dice. De la noche a la mañana, las calles estaban llenas de soldados británicos y americanos. A mí me caían bien.

¿Por qué te caían bien los soldados?

Me regalaban caramelos y cordones de zapato.

También le regalaron el inglés. La primera palabra que mi padre aprendió de aquellos soldados fue victoria. No hablaban de otra cosa, dice. Wictoria.

Y qué grandes eran, añade. Y fuertes. Yo los seguía a todas partes, los observaba, los estudiaba, y un día los seguí hasta un lugar donde pasaban todo su tiempo libre: un parque en el bosque en el que había dos pistas de tenis de tierra batida.

Las pistas no estaban valladas, y la pelota botaba y salía cada pocos segundos. Mi padre corría tras las pelotas y se las devolvía a los soldados, como un perrito, hasta que finalmente lo convirtieron en su recogepelotas no oficial. Y después lo nombraron, ya oficialmente, cuidador de las pistas.

Mi padre dice: cada día barría y regaba y peinaba las canchas con un rodillo muy pesado. Pintaba las líneas de blanco. ¡Qué trabajo aquel! Tenía que usar agua con tiza.

¿Cuánto te pagaban?

¿Pagarme? ¡Nada! Me regalaron una raqueta de tenis. Estaba destrozada. Era de madera, viejísima, y el cordaje estaba hecho con hilos de acero. Pero a mí me encantaba. Yo me pasaba horas con la raqueta, lanzando una pelota contra una pared de ladrillo, solo.

¿Por qué solo?

En Irán nadie jugaba al tenis.

El único deporte que podía proporcionar a mi padre un elenco continuo de contrincantes era el boxeo. Al principio ponía a prueba su dureza en las peleas callejeras en las que se enzarzaba sin parar. Después, ya de adolescente, se apuntó a un gimnasio y aprendió las técnicas formales del boxeo. Los entrenadores decían que poseía un don natural para el deporte. De manos rápidas, pies ligeros y resentido contra el mundo. Su rabia, con la que a nosotros tanto nos costaba enfrentarnos, era una ventaja en el cuadrilátero. Se ganó un puesto en el equipo olímpico iraní, en la categoría de peso gallo, y participó en los juegos de Londres de 1948. Cuatro años después asistió a los de Helsinki, pero no obtuvo buenos resultados en ninguno de los dos.

Los jueces, masculla. Estaban comprados. Todo estaba amañado, todo comprado. El mundo estaba en contra de Irán.

Pero mi hijo…, añade. Tal vez vuelvan a admitir el tenis como deporte olímpico y mi hijo gane una medalla de oro y compense así lo mío.

Un poquito de presión adicional que sumar a la presión cotidiana.

Después de ver algo de mundo y de ser deportista olímpico, mi padre no podía regresar a aquella habitación compartida de suelo de tierra, así que se escapó de Irán. Falsificó un pasaporte y reservó un vuelo, con nombre falso, a Nueva York, donde pasó dieciséis días en la isla de Ellis, antes de trasladarse a Chicago, donde americanizó su nombre. Emmanuel pasó a ser Mike Agassi. De día trabajaba como ascensorista en uno de los grandes hoteles de la ciudad. De noche, boxeaba.

Su entrenador en Chicago era Tony Zale, el temerario campeón de los pesos medios, al que a menudo llamaban Man of Steel, «El hombre de Acero». Famoso por su papel en uno de los enfrentamientos más brutales de su deporte, la serie de tres combates con Rocky Graziano. Zale elogió a mi padre, le dijo que tenía muchísimo talento en bruto, pero le instaba a golpear más duro. «Pega más duro», le gritaba Zale a mi padre mientras este le daba al saco de sparring. Pega más duro. Los golpes que des, tienen que salirte de dentro.

Con Zale sentado en el rincón del cuadrilátero, mi padre ganó los Guantes de Oro de Chicago, y se ganó el derecho a participar en un combate televisado en horario de máxima audiencia en el Madison Square Garden. Pero la noche del combate el contrincante de mi padre cayó enfermo. Los promotores intentaron buscarle un sustituto. Y lo encontraron, sí. Se trataba de un boxeador mucho mejor, un peso wélter. Mi padre aceptó participar en el combate, pero momentos antes de que sonara la campana le entró miedo. Se metió en el servicio, salió por la ventana del retrete y regresó en tren a Chicago.

Escapar de Irán, escapar del Madison Square Garden… Mi padre es un maestro de la huida, pienso yo. Pero de él no hay quien huya.

Mi padre dice que, cuando boxeaba, siempre intentaba recibir el mejor golpe de su adversario. Un día, en la pista de tenis, me dice: cuando sabes que acabas de recibir el mejor puñetazo de tu contrincante y sigues en pie, y el otro tipo lo sabe, acabas arrancándole el corazón. En tenis, dice, la regla es la misma. Ataca la fortaleza del rival. Si se le da bien el saque, anula su saque. Si su fuerte es la potencia, sé más potente que él. Si tiene un gran drive, si se vanagloria de su drive, ve a por su drive hasta que llegue a odiarlo.

Mi padre ha inventado una expresión para referirse a esa estrategia de ir contra el punto fuerte del rival: la llama meterle una ampolla en la mente. Con ella, con esa filosofía de la brutalidad, me marca de por vida. Me convierte en un boxeador con raqueta de tenis. Más aún, dado que la mayoría de los tenistas se enorgullecen de su saque, mi padre me convierte en un experto en contragolpes, en un experto en restar el saque.

De vez en cuando mi padre también siente nostalgia de su tierra. Echa de menos, sobre todo, a su hermano mayor, Isar. Algún día, jura, tu tío Isar también huirá de Irán, como hice yo.

Pero, antes, Isar debe poder sacar su dinero del país. Irán se está cayendo a pedazos, me explica mi padre. Se cuece la revolución. El gobierno se tambalea. Por eso vigilan a todo el mundo, para asegurarse de que la gente no vacíe sus cuentas corrientes y se largue. El tío Isar, por tanto, se dedica lenta y discretamente a convertir su dinero en joyas, que después oculta en paquetes que nos envía a Las Vegas. Cada vez que llega un paquete del tío Isar envuelto en papel de embalar marrón parece que vuelva a ser Navidad. Nos sentamos en el suelo del salón y cortamos el cordel, y rasgamos el papel, y gritamos al encontrar, escondidos bajo una lata de galletas, o en el interior de un pastel de frutas, diamantes, esmeraldas y rubíes. Los paquetes del tío Isar llegan cada pocas semanas, y entonces, un día, llega un paquete mucho más grande: el tío Isar en persona. Aparece al otro lado de la puerta, bajando la cabeza y sonriendo.

Tú debes de ser Andre.

Sí.

Soy tu tío.

Alarga la mano y me acaricia la mejilla.

Aunque es la viva imagen de mi padre, su personalidad es exactamente la contraria. Mi padre es adusto, gritón y lleno de ira. El tío Isar habla sosegadamente, tiene paciencia y se muestra divertido. Además, es un genio —era ingeniero en Irán—, por lo que todas las noches me ayuda con los deberes escolares. Todo un alivio respecto a las tutorías de mi padre. La manera de enseñar de mi padre consiste en explicarte algo una vez, explicártelo una segunda vez y después gritarte y llamarte tonto por no pillarlo a la primera. El tío Isar te lo explica, te sonríe y espera. Si no lo entiendes, ningún problema. Te lo vuelve a explicar con más calma. Tiene todo el tiempo del mundo.

Yo lo observo mientras se pasea por las habitaciones y pasillos de nuestra casa. Lo sigo como mi padre seguía a los soldados británicos y americanos. A medida que voy conociéndolo mejor, a medida que voy ganando confianza con él, me gusta colgarme de sus hombros y columpiarme en sus brazos. A él también le gusta. Le gusta jugar a lo bruto, hacer cosquillas a sus sobrinos y sobrinas, y también dejarse hacer cosquillas por ellos. Todas las noches me escondo detrás de la puerta principal y aparezco de pronto cuando el tío Isar llega, porque eso le da risa. Sus carcajadas atronadoras son lo contrario a los sonidos que emite el dragón.

Un día, el tío Isar va a la tienda a comprar cuatro cosas. Yo lo espero con impaciencia. Finalmente, la verja delantera se abre con estruendo, e inmediatamente después se cierra, lo que significa que faltan exactamente doce segundos para que el tío Isar entre por la puerta. La gente siempre tarda doce segundos en llegar de la verja a la puerta de entrada a la casa. Me agazapo, cuento hasta doce y, cuando la puerta se abre, doy un salto al frente.

¡Uuuu!

Pero no es el tío Isar. Es mi padre. Asustado, grita, da un paso atrás y me lanza un puñetazo. A pesar de poner solo una fracción de su peso en él, el gancho de izquierda de mi padre me da en la mandíbula y me hace salir disparado. Hace un segundo estaba emocionado, alegre, y ahora me encuentro tirado en el suelo.

Mi padre está de pie a mi lado, mascullando algo. ¿Qué coño te pasa? Vete a tu cuarto.

Corro hasta mi habitación y me tiro en la cama. Permanezco allí, temblando. No sé cuánto tiempo. ¿Una hora? ¿Tres? Finalmente se abre la puerta y oigo a mi padre.

Coge tu raqueta. Sal a la pista.

Es hora de enfrentarse al dragón.

Peloteo durante media hora. Me duele la cabeza, y los ojos se me llenan de lágrimas.

Dale más duro, dice mi padre. Maldita sea, dale más duro. ¡Y no le des a la red, coño!

Me vuelvo y me encaro a mi padre. La siguiente pelota que escupe el dragón la devuelvo con todas mis fuerzas, pero muy por encima de la valla. Apunto a los halcones, y no me molesto en fingir que ha sido sin querer. Mi padre me observa fijamente. Da un paso amenazador en mi dirección. Va a pegarme desde el otro lado de la valla. Pero entonces se detiene, me insulta y me advierte que no quiere verme, que desaparezca de su vista.

Corro hasta la casa y encuentro a mi madre en la cama, leyendo una novela romántica, con los perros a sus pies. Le encantan los animales, y nuestra casa parece la sala de espera del doctor Dolittle. Perros, pájaros, gatos, lagartos y una rata pelona llamada Lady Butt. Yo levanto un perro y lo envío al otro lado del dormitorio. Ignorando su ladrido de ofensa, entierro la cabeza en el brazo de mi madre.

¿Por qué papá es tan malo?

¿Qué ha ocurrido?

Se lo cuento.

Ella me acaricia el pelo y me dice que mi padre hace lo que puede. Él es muy suyo, me dice mamá. Tiene sus manías. Pero debemos tener presente que papá quiere lo mejor para nosotros, ¿verdad?

Una parte de mí agradece la eterna calma de mi madre. Pero otra parte de mí, una parte que no me gusta reconocer, se siente traicionada por ella. Calma, en ocasiones, significa debilidad. Ella no se mete nunca, no interviene, no discute nada. Nunca se interpone entre nosotros, los niños y mi padre. Debería decirle que no fuera tan duro, que se relajara un poco, que el tenis no es la vida.

Pero ella no es así. Mi padre altera la paz; mi madre la mantiene. Todas las mañanas se va a su oficina —trabaja para el estado de Nevada— vestida discretamente con su traje de chaqueta y pantalón, y regresa todas las tardes a las seis, cansada hasta la extenuación, pero sin pronunciar una sola palabra de queja. Con su último latido de energía nos prepara la cena. Después se tiende en la cama con sus animales y su libro, o se dedica a lo que más le gusta: hacer un puzle.

Solo muy de tarde en tarde pierde los nervios y, cuando los pierde, la escena es épica. Un día, mi padre comentó que la casa no estaba limpia. Mi madre se fue hasta un armario de la cocina, sacó dos cajas de cereales y empezó a agitarlas como banderas, esparciendo Corn Flakes y Cheerios por todas partes, mientras gritaba: ¿Quieres la casa limpia? ¡Pues límpiala tú!

Instantes después ya estaba tranquilamente intentando completar su puzle.

Le gustan, sobre todo, los puzles de Norman Rockwell. En casa hay siempre alguna escena idílica de vida familiar esparcida sobre la mesa de la cocina, a medio hacer. Yo no alcanzo a comprender el placer que le proporcionan esos rompecabezas a mi madre. Todo ese desorden fragmentado, todo ese caos… ¿Cómo puede resultarle relajante? Se me ocurre que mi madre y yo somos completamente opuestos. Y, sin embargo, todo el amor y la compasión que siento por la gente debe de proceder de ella.

Tendido a su lado, mientras dejo que siga acariciándome el pelo, pienso que hay muchas cosas de ella que no entiendo, y todo parece partir de su elección de marido. Le pregunto cómo es que acabó con un hombre como mi padre. Ella suelta una carcajada breve, fatigada.

De eso hace mucho tiempo. En Chicago. Un amigo de un amigo le dijo a él: deberías conocer a Betty Dudley; es exactamente tu tipo. Y viceversa. Así que tu padre me telefoneó una noche al Girls Club, donde yo alquilaba una habitación amueblada. Conversamos mucho rato, y tu padre me pareció cariñoso.

¿Cariñoso?

Ya lo sé, ya lo sé. Pero me lo pareció. Así que acepté conocerlo personalmente. Se presentó al día siguiente con un Volkswagen nuevo, modernísimo. Me llevó a dar un paseo por la ciudad, sin un destino en concreto. Dábamos vueltas y más vueltas, mientras él me contaba su historia. Después paramos a comer algo, y yo le conté la mía.

Mi madre le contó a mi padre que se había criado en Danville, Illinois, a doscientos setenta kilómetros de Chicago, la misma ciudad de provincias en la que crecieron Gene Hackman, Donald O’Connor y Dick Van Dycke. Le habló de su padre, un irascible profesor de inglés obsesionado con la corrección de la lengua. A mi padre, que hablaba un inglés atropellado, debió de encogérsele el corazón. Aunque lo más probable es que no lo oyera. Imagino a mi padre incapaz de escuchar a mi madre durante aquella primera cita. Se habría sentido hipnotizado por su pelo cobrizo y sus ojos azules. He visto fotos. Mi madre era de una belleza excepcional. Me pregunto si a mi padre le gustó por su pelo, que era del color de la tierra batida. ¿O sería por su altura? Ella es varios centímetros más alta que él. Lo imagino percibiendo esa diferencia como un reto.

Mi madre me cuenta que mi padre tardó ocho semanas en convencerla de que combinaran sus historias. Dejaron atrás al padre irascible y a la hermana gemela de mi madre, y huyeron juntos. Y después siguieron yendo de un lado a otro. Primero, mi padre se la llevó a Los Ángeles, y al ver que les costaba encontrar trabajo allí, cruzaron juntos el desierto y se instalaron en una ciudad nueva, en plena expansión, que vivía del juego. Mi madre encontró trabajo en la administración estatal, y mi padre en el Tropicana Hotel, dando clases de tenis. No le pagaban mucho, así que se buscó un segundo empleo atendiendo mesas en el Landmark Hotel. Después consiguió trabajo como capitán en el MGM Grand Casino, y como le ocupaba tanto tiempo, tuvo que dejar los otros dos trabajos.

Durante sus primeros diez años de matrimonio, mis padres tuvieron tres hijos. Entonces, en 1969, mi madre acudió al hospital con unos dolores de estómago que no hacían presagiar nada bueno. Habrá que practicarle una histerectomía, dijo el médico. Pero una segunda ronda de análisis determinó que estaba embarazada. De mí. Yo nací el 29 de abril de 1970, en el Sunrise Hospital, a tres kilómetros del Strip. Mi padre me puso Andre Kirk Agassi, que eran los nombres de sus jefes en el casino. Le pregunto a mi madre por qué quiso ponerme los nombres de sus jefes. ¿Eran amigos? Pero ella no lo sabe. Y ese no es el tipo de pregunta que se le pueda formular directamente a mi padre. A mi padre no se le puede preguntar nada directamente. Así que archivo la pregunta junto con todas las otras cosas que ignoro sobre mis padres, esas piezas que siempre faltan en el puzle que soy yo.

Mi padre trabaja duro, hace horas extras en el turno de noche del casino, pero el tenis es su vida, la razón que le mueve a levantarse de la cama. En nuestra casa, en cualquier rincón pueden hallarse evidencias de su obsesión. Además del patio trasero y del dragón, también está el laboratorio de mi padre, también conocido como cocina. La máquina de encordado de mi padre, y sus herramientas, ocupan la mitad de la mesa (el puzle de mi madre se despliega en la otra mitad: dos obsesiones que compiten por un espacio reducido). En la encimera de la cocina se alinean varios montones de raquetas, muchas de ellas partidas por la mitad para que mi padre pueda estudiar sus entrañas. Quiere saberlo todo del tenis, y ello implica diseccionar sus diversas partes. Se pasa la vida llevando a cabo experimentos sobre uno u otro componente. Últimamente, por ejemplo, ha empezado a usar pelotas de tenis viejas para alargar la vida de nuestro calzado. Cuando la goma empieza a desgastarse, mi padre corta la pelota en dos mitades, que pega en las puntas de los zapatos.

Yo le digo a Philly: ¿no tenemos bastante desgracia ya viviendo en este laboratorio del tenis, como para, además, llevar pelotas de tenis en los pies?

No sé por qué le gusta tanto el tenis a mi padre. Pero esa es otra pregunta que tampoco puedo formularle directamente. Aun así, él va soltando pistas al respecto. A veces habla de la belleza del juego, de su equilibrio perfecto entre fuerza y estrategia. A pesar de su vida imperfecta —o precisamente a causa de ella—, mi padre anhela la perfección. La geometría y las matemáticas son lo más cercano a la perfección al alcance de los seres humanos, asegura, y en el tenis todo tiene que ver con ángulos y números. Mi padre se tiende en la cama y ve una pista en el techo. Dice que la ve de verdad, ahí arriba, y en esa cancha del techo juega innumerables partidos imaginarios. Es asombroso que le quede energía cuando se levanta para ir a trabajar.

El empleo de capitán de mi padre consiste en acompañar a la gente a sus asientos durante los espectáculos. Por aquí, señor Johnson. Me alegra verla de nuevo, señorita Jones. El MGM le paga un salario bajo; el resto son propinas. Nosotros vivimos de las propinas, lo que hace que la vida sea impredecible. En ocasiones mi padre vuelve a casa con los bolsillos llenos de dinero. Otras noches, esos mismos bolsillos están vacíos. Llegue lo que llegue en ellos, por poco que sea, es cuidadosamente contado y apilado, antes de introducirse en la caja fuerte de la familia. Resulta enervante no saber nunca cuánto dinero va a poder meter papá en la caja.

A mi padre le encanta el dinero, no se disculpa por ello, y dice que en el tenis puede llegar a ganarse mucho. Sin duda, esa es una de las razones principales de su amor por el deporte. Se trata del camino más corto a su alcance para hacer realidad el sueño americano. Me lleva al Alan King Tennis Classic, y vemos a una mujer guapísima vestida de Cleopatra que es llevada al centro de la pista por cuatro hombres musculosos semidesnudos, ataviados solo con unas togas, seguida por otro que hace de César y que empuja una carretilla rebosante de dólares de plata. Se trata del primer premio para el ganador del torneo. Mi padre contempla el fulgor plateado que centellea al sol de Las Vegas, y parece embriagado. Él quiere eso. Quiere que lo gane yo.

Poco después de ese día decisivo, cuando tengo casi nueve años, me consigue un trabajo de recogepelotas en el torneo Alan King. Pero a mí los dólares de plata no me importan lo más mínimo: a mí quien me interesa es una Cleopatra en miniatura; se llama Wendi. Es una de las recogepelotas, tiene más o menos mi edad y, con su uniforme azul, es como una aparición. Me enamoro de ella al momento, con todo mi corazón y parte del bazo. Por las noches no puedo dormir, y tumbado boca arriba en la cama, la imagino en el techo.

Durante los partidos, mientras Wendi y yo nos cruzamos veloces junto a la red, le dedico una sonrisa e intento que ella me la devuelva a mí. Entre partidos, la invito a tomar unas Coca-Colas y me siento con ella, intentando impresionarla con mis conocimientos de tenis.

El torneo Alan King atrae a tenistas importantes, y mi padre engatusa a la mayoría de ellos para que peloteen un poco conmigo. Los hay más dispuestos que otros. Borg actúa como si la idea no pudiera parecerle mejor. Connors, claramente, hubiera preferido negarse, pero no pudo porque mi padre es quien le tensa las cuerdas. Ilie Nastase intenta negarse, pero mi padre finge una sordera repentina. Campeón en Wimbledon y del Roland Garros, número uno mundial, hay muchos otros lugares en los que a Nastase le gustaría estar en ese momento, pero no tarda en descubrir que negarle algo a mi padre resulta prácticamente imposible: es un hombre infatigable.

Mientras Nastase y yo peloteamos, Wendi nos observa desde un extremo de la red. Yo estoy nervioso; Nastase, visiblemente aburrido, hasta que se fija en la niña.

Eh, me dice. ¿Es tu novia, Snoopy? ¿Es ese bellezón de ahí tu chavala?

Me paro en seco. Dedico una mirada asesina a Nastase. Querría darle un puñetazo en la nariz a ese estúpido rumano, aunque me saque más de medio metro y pese 50 kilos más que yo. Ya tengo bastante desgracia con que me llame Snoopy para que además se atreva a referirse a Wendi de esa manera tan poco respetuosa. Hay mucha gente viéndonos jugar, al menos doscientas personas. Nastase empieza a actuar para ellos. Vuelve a llamarme Snoopy y, una vez más, me chincha con lo de Wendi. Y yo que creía que era mi padre el que no se rendía nunca…

Al menos me habría gustado tener el valor de decir: señor Nastase, me está avergonzando, así que por favor, déjelo ya. Pero lo único que puedo hacer es darle a la pelota con más fuerza. Con más fuerza. Entonces Nastase pronuncia otro comentario gracioso sobre Wendi, y yo ya no puedo más. Suelto la raqueta y abandono la pista. Que te den, Nastase.

Mi padre me observa, boquiabierto. No está enfadado. No está avergonzado; mi padre carece de sentido del ridículo, y además reconoce sus propios genes cuando los ve en acción. De hecho, no sé si alguna vez en mi vida lo he visto más orgulloso de mí.

Al margen de esas exhibiciones ocasionales con jugadores de élite, mis partidos públicos los consigo, sobre todo, mediante técnicas de chuleo. Me he convertido en todo un experto embaucando a tontos. En primer lugar, busco alguna pista muy visible, donde empiezo a jugar solo, a lanzar la pelota de un lado a otro. En segundo lugar, cuando algún adolescente engreído o algún invitado borracho pasan por delante, los invito a jugar. Finalmente, con mi voz más lastimera, les pregunto si les gustaría apostarse un dólar. ¿Tal vez cinco? Los pobres todavía no saben de qué va la cosa cuando yo ya estoy sirviendo una pelota de partido que me hará llevarme veinte dólares, que es lo que me cuestan las Coca-Colas de Wendi de un mes.

Es Philly quien me ha enseñado a hacerlo. Él da clases de tenis y, con frecuencia, se chulea así a sus alumnos. Se juega con ellos el precio de la clase. Después los reta a un doble o nada. Pero, Andre, me dice, con tu estatura y tu juventud, tú tendrías que estar nadando en la abundancia. Él me ayuda a desarrollar y ensayar la mecánica. De vez en cuando pienso que solo a mí me parece que los estoy chuleando, que la gente se presta gustosa a participar del espectáculo. Después, esa gente podrá presumir ante sus amigos diciendo que ha visto a un mocoso de nueve años, a un loco del tenis que no falla ni un tiro.

A mi padre no le cuento nada de mis negocios. No porque crea que vayan a parecerle mal. A él le encantan los sablazos. Pero no me apetece hablar con mi padre de tenis más de lo estrictamente necesario. Y entonces, un día, a él se le ocurre cómo dar su propio sablazo. La cosa ocurre en Cambridge. Mientras vamos caminando, un día, mi padre me señala a un hombre que está conversando con el señor Fong.

Ese es Jimmy Brown, me susurra mi padre. El mejor jugador de fútbol americano de todos los tiempos.

Se trata de un enorme bloque de músculos que lleva zapatillas y calcetines de tenis. No es la primera vez que lo veo por Cambridge. Cuando no está jugando al tenis por dinero, se dedica a jugar a backgammon, o a dados, también por dinero. Como mi padre, el señor Brown habla mucho de dinero. En ese momento se está quejando al señor Fong por un partido con apuesta que ha tenido que cancelarse. Se suponía que debía jugar con un tipo que no se ha presentado. Brown culpa al señor Fong.

Yo he venido a jugar, dice Brown, y quiero jugar.

Mi padre se mete en la conversación.

¿Quiere jugar un partido?

Sí.

Mi hijo Andre jugará con usted.

El señor Brown me mira primero a mí y después a mi padre.

¡No voy a jugar con un niño de ocho años!

Nueve.

¡Nueve! Ah, no me había dado cuenta.

El señor Brown se ríe. Algunos hombres que están cerca se ríen también.

Noto que el señor Brown no se toma en serio a mi padre. Craso error. Si no, que se lo pregunten al camionero tendido en la carretera. Cierro los ojos y lo veo, y veo la lluvia que salpica en su cara.

Mire, dice el señor Brown. Yo no juego por diversión, ¿lo entiende? Yo juego por dinero.

Mi hijo jugará con usted por dinero.

Yo noto que una gota de sudor empieza a formárseme bajo la axila.

¿Ah sí? ¿Por cuánto?

Mi padre se ríe y dice:

Me apuesto mi casa, joder.

Yo no necesito su casa, replica el señor Brown. Yo ya tengo casa. Digamos diez de los grandes.

Hecho, responde mi padre.

Yo camino hacia la pista.

Más despacio, dice el señor Brown. Antes quiero ver algo de dinero.

Iré a casa a por él, dice mi padre. Vuelvo enseguida.

Mi padre sale a toda prisa. Yo me quedo sentado en una silla y lo imagino abriendo la caja fuerte y sacando montones de billetes. Todas esas propinas que le he visto contar a lo largo de los años, todas esas noches de duro trabajo. Y ahora va a apostarlo todo a mí. Siento un gran peso en el centro del pecho. Me enorgullece, claro está, que mi padre tenga tal fe en mí. Pero, por encima de todo, estoy asustado. ¿Qué nos pasará a mí, a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, por no hablar de la abuela y del tío Isar, si pierdo?

No es la primera vez que juego con ese tipo de presión. En otras ocasiones mi padre, sin previo aviso, ha escogido a un rival y me ha ordenado que lo derrote. Pero siempre han sido niños, y nunca hemos jugado por dinero. Normalmente ocurre en plena tarde. Mi padre me despierta de mi siesta y me grita: ¡tráete la raqueta! ¡Aquí hay alguien al que tienes que ganar! Nunca se le ocurre que si estoy echando una cabezada es porque estoy exhausto después de pasar toda la mañana enfrentándome al dragón; los niños de nueve años no suelen dormir la siesta. Frotándome los ojos para despejarme, salgo y veo a un niño al que no conozco de nada, a algún pequeño prodigio de Florida, o California, que al parecer se encuentra de paso por la ciudad. Siempre son mayores que yo, más corpulentos que yo, como ese punk que acaba de trasladarse a Las Vegas, que ha oído hablar de mí y ha llamado a nuestra puerta. Llevaba una Rossignol blanca, y tenía la cabeza como una calabaza. Es al menos tres años mayor que yo, y al verme salir de casa sonríe, burlón, al verme tan bajito. Incluso después de ganarle, incluso después de borrarle esa sonrisita de la cara, tardo varias horas en calmarme, en alejar de mí la sensación de que acabo de cruzar la Presa Hoover sobre una cuerda floja.

En cualquier caso, lo del señor Brown es distinto, y no solo porque los ahorros de mi familia dependen del resultado. El señor Brown le ha faltado el respeto a mi padre, y él no puede tumbarlo a golpes. Me necesita a mí para que lo haga por él. Así pues, este partido no va a ser solo una cuestión de dinero. Va a ser una cuestión de respeto, hombría y honor… contra el mejor jugador de fútbol americano de todos los tiempos. La verdad es que preferiría jugar la final de Wimbledon. Contra Nastase. Con Wendi de recogepelotas.

Gradualmente me doy cuenta de que el señor Brown me está mirando. Me observa fijamente. Se acerca a mí y se presenta, me estrecha la mano. Esa mano es un callo inmenso. Me pregunta cuánto tiempo llevo jugando, cuántos partidos he ganado, cuántos he perdido.

Yo no pierdo nunca, le digo en voz baja.

Él entorna los ojos.

El señor Fong se lleva al señor Brown aparte y le dice: no lo hagas, Jim.

Ese tipo lo está pidiendo a gritos, susurra él. A los tontos el dinero no les dura mucho.

Es que tú no lo entiendes, insiste el señor Fong. Vas a perder, Jim.

¿De qué coño estás…? Pero si es solo un niño.

No es un niño cualquiera.

Tú estás loco.

Mira, Jim, me gusta que vengas por aquí. Eres un amigo, y para el negocio es bueno tenerte en el club. Pero si pierdes diez mil dólares jugando contra este niño, te dolerá y tal vez no quieras seguir viniendo.

El señor Brown se vuelve para mirarme, me repasa de arriba abajo, como si la primera vez que me ha visto algo le hubiera pasado por alto. Se acerca a mí de nuevo y empieza a dispararme preguntas.

¿Cuánto juegas?

Todos los días.

No… ¿Cuánto tiempo juegas en cada sesión? ¿Una hora? ¿Un par de horas?

Entiendo lo que pretende. Quiere saber si me canso pronto. Intenta calibrarme, planificar cómo debe jugar contra mí.

Mi padre ha vuelto. Trae un puñado de billetes de cien dólares. Los agita en el aire. De pronto, el señor Brown cambia de opinión.

Esto es lo que haremos, le dice a mi padre. Jugaremos dos sets, y después decidiremos cuánto apostamos en el tercero.

Lo que usted diga.

Jugamos en la pista 7, contigua a la entrada. Se ha ido congregando gente, y cuando gano el primer set 6-3 el público me jalea estruendosamente. El señor Brown niega con la cabeza. Habla solo. Golpea la raqueta contra el suelo. No está contento. Y ya somos dos. Yo no solo estoy pensando, violando así la regla de oro de mi padre, sino que la mente me va a mil por hora. Tengo la sensación de que tal vez deba dejar de jugar en cualquier momento, porque siento ganas de vomitar.

Aun así, gano el segundo set 6-3.

Ahora el señor Brown está furioso. Se arrodilla y se ata el cordón de la zapatilla.

Mi padre se le acerca.

¿Entonces? ¿Apostamos diez mil?

No, responde el señor Brown. ¿Por qué no apostamos solo quinientos?

Lo que usted diga.

Mi cuerpo se relaja. Mi mente se calla. Siento ganas de bailar sobre la línea de fondo ahora que sé que no tengo que jugar por diez mil dólares. Podré lanzar con libertad sin pensar en las consecuencias. Sin pensar en nada.

El señor Brown, en cambio, está pensando más, creando un juego menos relajado. De pronto empieza a lanzarme dejadas, a cambiar de ritmo, a enviarme globos, a lanzar la pelota a los ángulos… Intenta dar golpes liftados de todas las maneras posibles, practicar todos sus trucos. Además, también me hace correr de un lado a otro para que me canse. Pero yo siento tal alivio al saber que no me estoy jugando el contenido entero de la caja fuerte de mi padre que no hay quien me canse, y no fallo. Gano al señor Brown 6-2.

Con el sudor resbalándole por la cara, se saca una billetera del bolsillo y cuenta cinco billetes de cien dólares nuevecitos. Se los entrega a mi padre antes de volverse hacia mí.

Un gran partido, hijo.

Me estrecha la mano. Sus callos parecen más ásperos… por mi culpa.

Me pregunta cuáles son mis metas, mis sueños. Yo empiezo a responder, pero mi padre me interrumpe.

Va a ser el número uno del mundo.

Pues yo no apostaría en su contra, dice el señor Brown.

No mucho después de derrotar al señor Brown, juego un partido de práctica con mi padre en Caesars. Voy ganando 5-2, saco yo, y si gano el juego gano el partido. Nunca le he ganado a mi padre y, por su aspecto, se diría que está a punto de perder mucho más que diez mil dólares.

De repente, sale de la pista. Recoge tus cosas, me dice. Vámonos.

No quiere acabar el partido. Prefiere huir que perder contra su hijo. Yo, internamente, sé que esa es la última vez que jugamos juntos.

Mientras recojo la bolsa y meto la raqueta en la funda, siento una emoción mayor de la que sentí tras derrotar al señor Brown. Esa es la victoria más dulce de mi vida y me resultará difícil superarla. Si me dan a escoger entre ganar una carretilla llena de dólares de plata —con las joyas de mi tío Isar encima—, o ganar a mi padre, me quedo con lo segundo, porque gracias a esta victoria he conseguido al fin que mi padre se aleje de mí.