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Me pongo el pendiente y me voy corriendo a las pistas de cemento. La mañana es mía, mía, y la paso peloteando. Dale más fuerte. Lanzo pelotas durante dos horas, canalizando mi recién adquirida libertad con cada golpe. Ya noto la diferencia. Las pelotas estallan al contacto con mi raqueta. Aparece Nick, negando con la cabeza. Qué pena me da tu próximo rival.
Entre tanto, en Las Vegas, mi madre empieza la escuela por correspondencia en mi nombre. Su primer envío, de hecho, es una carta que me escribe a mí, en la que me dice que tal vez su hijo acabe no yendo a la universidad, pero que al menos la secundaria la va a terminar; eso seguro. Yo le respondo la carta dándole las gracias por hacerme los deberes y presentarse a mis exámenes. Pero, cuando obtenga el título, le digo, puede quedárselo ella.
En marzo de 1985 me traslado en avión hasta Los Ángeles y me instalo unos días con Philly, que vive en la casita de invitados de alguien y da clases de tenis, mientras busca qué quiere hacer con su vida. Me ayuda a entrenarme para el torneo de La Quinta, uno de los más importantes del año. La casita de invitados es diminuta, más pequeña que nuestra habitación de Las Vegas, más pequeña que nuestra furgoneta Omni de alquiler, pero a nosotros no nos importa; nos emociona volver a estar juntos, esperanzados ante el nuevo rumbo de mi vida. Solo hay un pequeño problema: no tenemos dinero. Subsistimos a base de patatas asadas y sopa de lentejas. Tres veces al día asamos dos patatas y calentamos una lata de sopa de marca blanca. Vertemos la sopa sobre las patatas y… voilà, ya tenemos desayuno, almuerzo, cena. Cada servicio nos cuesta noventa y nueve centavos y nos quita el hambre durante tres horas.
El día anterior al inicio del torneo nos vamos con el destartalado cacharro de Philly hasta La Quinta. El coche produce inmensas nubes de humo negro. Es como ir conduciendo una tormenta de verano portátil.
Tal vez debiéramos meter una patata en el tubo de escape, le digo a Philly.
Nuestra primera parada es en el colmado. Me planto delante de las patatas y el estómago me gruñe. No me cabe ni una más. Me alejo de allí, recorro los pasillos y de pronto me encuentro en la sección de congelados. Los ojos se me van sin querer a un capricho muy apetitoso: sándwiches helados de Oreo. Los cojo como un sonámbulo. Me voy corriendo a buscar a mi hermano, que ya hace cola en la caja rápida. Me cuelo tras él y, delicadamente, dejo la caja de Oreo en la cinta.
Él la mira y me mira a mí.
No podemos permitírnoslo.
Me comeré esto y no me comeré la patata.
Levanta la caja, ve el precio y suelta un silbido. Andre, esto cuesta lo mismo que diez patatas. No podemos.
Ya lo sé. Mierda.
Regreso a la sección de los congelados, pensando: odio a Philly. No, amo a Philly, odio las patatas.
Mareado de hambre, salgo a la pista y derroto a Broderick Dyke en la primera ronda de La Quinta: 6-4, 6-4. En la segunda ronda derroto a Rill Baxter 6-2, 6-1. En la tercera ronda derroto a Russell Simpson 6-3, 6-3. Y a continuación gano mi primer partido de la siguiente ronda contra John Austin: 6-4, 6-1. Le rompo el servicio en el primer set y sigo imparable. Tengo quince años, estoy derrotando a hombres hechos y derechos, les gano sin piedad, saltándome varias categorías de golpe. Vaya a donde vaya la gente me señala y susurra: «Es ese, ese es el chico del que te hablaba… el prodigio». Esa es la palabra más bonita que he oído nunca aplicada a mí.
El premio en metálico por llegar a la segunda ronda en La Quinta es de 2.600 dólares. Pero yo soy amateur, así que no recibo nada. Aun así, Philly se entera de que la organización va a compensar a los jugadores por los gastos en que hayan incurrido. Así que nos sentamos en su viejo cacharro y confeccionamos una lista detallada de gastos imaginarios, entre ellos nuestro vuelo imaginario en primera clase desde Las Vegas, nuestra habitación imaginaria en un hotel de cinco estrellas, nuestras comidas imaginarias en restaurantes caros. Nos creemos muy listos, porque nuestros gastos equivalen exactamente a los 2.600 dólares del premio en metálico.
Si Philly y yo tenemos el descaro de pedir tanto es porque somos de Las Vegas. Nos hemos pasado la infancia entre casinos. Nos creemos faroleros natos. Creemos que sabemos apostar fuerte. Después de todo, aprendimos antes a jugar que a hacer nuestras necesidades en el orinal. Hace poco, mientras nos paseábamos por Caesars, Philly y yo pasamos junto a una máquina tragaperras en el momento en el que empezaba a sonar esa canción tan triste de la época de la Gran Depresión: We’re in the Money. Nosotros conocíamos esa canción por papá, y nos pareció que era una señal. No se nos ocurrió que aquella canción salía de la máquina todo el día. Así que nos sentamos a la mesa de blackjack… y ganamos.
Ahora, con el mismo aplomo, nacido de la ingenuidad, entrego la lista de gastos en la oficina del director del torneo, Charlie Pasarell, mientras Philly me espera en el coche.
Charlie había sido jugador de tenis. De hecho, en 1969 había jugado con Pancho Gonzalez el partido masculino individual más largo de Wimbledon. Ahora Pancho es mi cuñado: hace poco se ha casado con Rita. Una señal más que nos indica que Philly y yo vamos a oler dinero. Aunque la señal definitiva es que uno de los mejores amigos de Charlie es Alan King, organizador de aquel torneo de Las Vegas en el que vi a César y Cleopatra empujar aquella carretilla llena de monedas de plata, en el que yo trabajé como recogepelotas junto a Wendi, en el que pisé por primera vez, oficialmente, una pista de tenis profesional. Todo son señales. Dejo la lista sobre el escritorio de Charlie y doy un paso atrás.
¡Vaya!, dice Charlie, repasando la lista. Muy interesante.
¿Cómo?
Los gastos no suelen cuadrar tan bien.
Noto que empiezo a sonrojarme.
Tus gastos, Andre, equivalen exactamente al premio que te correspondería si fueras profesional.
Charlie me mira por encima de los lentes. El corazón se me encoge hasta alcanzar el tamaño de una lenteja. Me planteo dar media vuelta y salir corriendo. Me imagino a Philly y a mí viviendo en esa caseta de invitados el resto de nuestras vidas. Pero Charlie reprime una sonrisa, mete la mano en una caja de metal y saca un fajo de billetes.
Aquí tienes dos mil, niño. No me insistas en los otros seiscientos.
Gracias, señor. Muchas gracias.
Salgo corriendo y me meto en el coche de Philly. Él arranca, como si acabáramos de dar un golpe en el Banco de La Quinta. Cuento mil dólares y los lanzo sobre mi hermano.
Ahí va tu parte del botín.
¿Qué? No, Andre. Tú has trabajado mucho para conseguirlo, hermano.
¿Estás de broma? Hemos trabajado los dos. ¡Philly, jamás lo habría conseguido sin ti! ¡Imposible! Estamos juntos en esto, tío.
Los dos tenemos presente la mañana en la que desperté con trescientos dólares en el pecho. También pensamos en todas esas noches, sentados en nuestros respectivos recuadros de la pista imaginaria pintada en nuestro dormitorio, compartiéndolo todo. Sin dejar de conducir, se inclina hacia mi lado y me da un abrazo. Y empezamos a decidir adónde vamos a ir a cenar esa noche. Se nos hace la boca agua mientras nombramos nuestros restaurantes preferidos. Finalmente nos ponemos de acuerdo en que esa es una ocasión especial, irrepetible, lo que exige escoger algo verdaderamente lujoso.
Sizzler.
Ya me parece saborear ese entrecot, dice Philly.
Yo, por mi parte, no pienso molestarme en escoger plato. Hundiré, sin más, la cabeza en el bufet de ensaladas.
Tienen bufet libre especial de gambas.
Pues quien haya tenido la idea se va a arrepentir.
¡Y que lo digas, hermano!
En el Sizzler de La Quinta lo devoramos todo, no dejamos ni un grano, ni una miga, y después nos sentamos a contar todo el dinero que aún nos queda. Disponemos los billetes en fila, los amontonamos, los acariciamos. Hablamos de nuestro nuevo colega, Benjamin Franklin. Estamos tan embriagados de calorías que encendemos la plancha de vapor y la pasamos delicadamente sobre cada billete, para eliminar las arrugas del rostro de Franklin.