XLII
Natán permaneció de pie, silencioso, hasta que cesaron los convulsivos sollozos de su hermano. Cuando Amrám levantó al fin la cabeza para mirarlo, lo hizo con una mezcla de desvalimiento y vergüenza. Sólo entonces, con la profunda compasión que había heredado de su padre, Hai, Natán se acercó a él y le ayudó a levantarse. Poniéndole un firme brazo alrededor de los hombros, le hizo entrar en la casa y lo acomodó en la habitación donde había pasado tantas horas de su infancia librando batallas con sus soldados de plomo. Pero la habitación estaba ahora casi vacía. El saqueo de Córdoba había borrado toda huella de aquellos tiempos felices, dejando sólo las paredes que Natán había encalado cuando restauró la casa para darle un cierto aire de normalidad. Puso suavemente una colcha sobre el cuerpo de su exhausto hermano y entonces se dirigió al dispensario para traer algo de vino que aliviara su fatiga. Cuando se dirigía a él, despertó a su jovial pero incurablemente perezoso criado que andaba todavía babeando y dando cabezadas de sueño, y le ordenó que preparara un baño para Amram. Pero para cuando el agua estuvo caliente, Amram estaba profundamente dormido.
Cuando Leonora se despertó, Natán le dio suavemente la noticia y continuó diciendo:
—No sé por qué te ha mandado aquí, ni qué es lo que ha pasado. Pero evidentemente viene huyendo de un peligro mortal. Es mejor que tú y el pequeño Musa os quedéis en casa hoy en caso de que sus enemigos vengan en su persecución. Si fuera necesario puedo ocultarte entre mis pacientes.
—Pero, ¿y Amram?
—Espero que no lleguemos a eso.
Leonora se pasó el día recorriendo la casa de un lado a otro en una fiebre de ansiedad, ya yendo a ver si Amram se había despertado, ya escudriñando los accesos a la casa en busca de jinetes que se acercaran para apresarlo. A la caída de la noche ninguna de las dos cosas había ocurrido. Agotada, cayó en un sueño intermitente en el que daban vueltas caballos empinados ante ella, mostrando sus enormes dientes amarillentos y aplastándola con sus sangrientas pezuñas hasta dejarla muerta. Al oír sus sollozos sofocados, Natán fue y, compasivamente, la despertó.
Amram durmió durante casi veinticuatro horas. Cuando se movió un poco a la mañana siguiente, antes del alba, tardó un minuto o dos en darse cuenta de dónde estaba y por qué. Pero en el momento en que tomó conciencia de sus alrededores, saltó de la cama con la actitud alerta del guerrero experimentado y fue a buscar a su mujer y a su hermano. Los despertó con militar brusquedad y con sólo un breve beso para la asustada Leonora, empezó a dar, sin preámbulos, una explicación concisa de su malogrado plan. Cuando terminó de hacerlo, se detuvo un momento para poner en orden sus pensamientos antes de compartirlos con sus seres queridos.
—En resumen, he sido víctima de mis propias estratagemas. Hombres que estuvieron bajo mis órdenes y a quienes dirigí con tanto éxito conocían demasiado bien mi modus operandi para confiar en mí. Fue éste un factor que debí tener en cuenta y no lo hice, y fue esto precisamente lo que desbarató el sueño que todos abrigábamos: un principado judío gobernado por un judío y para los judíos. Mi otro error fue abandonar los principios en los que estaba fundada la grandeza de nuestra familia: discrección, modestia de porte, reservada dignidad. Cada vez que me ponía el manto de oro que era el emblema de mi alto cargo, me sentía incómodo, como si nuestro abuelo, el gran Da'ud, me estuviera precaviendo contra una exhibición tal de poder. Y cuando entraba en las casas de los dignatarios de Granada, tan orgulloso de ser aceptado como un igual, tenía que sofocar un cierto malestar, un arraigado temor de que mi orgullo era una traición a nuestros valores ancestrales. Mi orgullo y mi desmedida ambición también. Pero no lamento mi intento de ganar un territorio independiente para mi pueblo. Si no lo hubiera intentado, me lo habría reprochado durante el resto de mi vida, por haber perdido una excelente oportunidad de dar cuerpo a los sueños de Da'ud.
»Tal y como están ahora las cosas, he perdido la única ventaja que poseía sobre mis rivales y mis enemigos: la confianza de mi soberano. Pero por extraño que parezca, no lamento eso tampoco. Pocos conocen tan bien como yo la endémica debilidad del país al que nuestra familia ha servido con honor durante tres generaciones. Es una debilidad que sus enemigos deben explotar finalmente, si no ahora, en años venideros. Aves de rapiña se agruparán sobre su cabeza, esperando el momento propicio para echarse sobre él. En el sur, los musulmanes del norte de África dirigen miradas envidiosas. Por el norte, los cristianos de Castilla, León y Barcelona observan y esperan. Ha llegado, por lo tanto, el momento para nosotros, la familia Ibn Yatom, de buscar nuestro futuro en otras tierras y, en nuestra calidad de dirigentes tradicionales de nuestro pueblo, de preparar el camino para aquellos que en el curso del tiempo se verán forzados por las circunstancias a seguir nuestras huellas.
»Natán, tú llevarás contigo la tradición médica de nuestra familia. En cuanto a mí, renuncio de ahora en adelante a la búsqueda del poder. Me contentaré con otras actividades que eran parte integral de la tradición de nuestra familia, campos de acción que he descuidado. Hay mucho que hacer para asegurarse de la regular e ininterrumpida transmisión del conocimiento de los pueblos antiguos, junto con los refinamientos aportados por los eruditos musulmanes, a las oscuras tierras de la Cristiandad. Da'ud empezó esta tarea, pero fue desviado de ella. Nuestra madre, en la medida de sus posibilidades, la continuó en sus arduas traducciones. Yo continuaré la empresa a partir de ahora y con la ayuda de nuestros hermanos judíos, dispersos por todas partes, haré accesible la totalidad del conocimiento humano a todos los que vayan en pos de él.
Había salido ya el sol, llenando la casa de una luz que deslumbró los ojos de Amram, sensibles aún por el esfuerzo y la fatiga. Protegiéndolos con la mano del reflejo del sol, continuó apresuradamente:
—El día va avanzando. He dormido y hablado demasiado y el tiempo es importante. Debemos apresurarnos y emprender nuestro camino antes de que mis perseguidores me adelanten. Vamos, preparaos —les instó.
—No puedo irme de aquí así, de repente —protestó suavemente Natán—. No puedo abandonar la plantación de aloe que tan arduamente he restablecido. Hay un tesoro de sustancias curativas encerrado en esas hojas rizadas. Al menos debo extraer la savia y secarla para poder llevármela conmigo.
—Hablas como alguien que vive en un mundo hermético, algo que, a pesar de todas las dificultades, siempre has logrado hacer. Cuando vengan en mi busca, destruirán todo lo que encuentren a su paso. Ya has tenido ocasión de presenciar una acción semejante. No quedará nada de la plantación cuando entren por la fuerza en la casa y en el terreno que la rodea. Lo arrancarán todo de raíz, lo cortarán, lo arrasarán y destruirán en un salvaje frenesí. En lo que a ti se refiere, querido hermano, ni siquiera me atrevo a pensar en el destino que te aguarda. Arrancaremos cuidadosamente una o dos plantas y nos las llevaremos con nosotros. Por la experiencia de Ralambo sabemos que son lo suficientemente robustas para sobrevivir hasta que lleguemos a nuestro destino. Tan pronto como nos asentemos en un país hospitalario, las volverás a cultivar.
FIN