V
Físicamente exhausto y con sus recursos emocionales agotados por los sentimientos extremos que le habían zarandeado durante las últimas horas de la vida del ermitaño, Da'ud durmió durante el resto del día y la noche siguiente. Cuando se despertó a la mañana siguiente, reconfortado y en su ambiente familiar, había recuperado cierto equilibrio y su inherente seguridad en sí mismo había disipado las dudas que el ermitaño suscitó en su mente acerca de sus pretensiones de desafiar la voluntad de Dios. No era éste el momento para especulaciones filosóficas. Debía concentrar sus energías en la búsqueda de la identidad de la handakuka, excluyendo todo lo demás. Agotado el examen de los textos griegos y arábigos, había que encontrar otras fuentes de conocimiento, otros ermitaños, aquí o en cualquier otro lugar...
Salió de casa antes de que nadie se hubiera levantado y se dirigió a la plaza del mercado. Allí se congregaban hombres procedentes del este y del oeste, del norte y del sur, para comprar y vender, intercambiar y comerciar con mercancías, chucherías, esclavos e información. Las calles estaban todavía desiertas a esas horas de la mañana y las blancas paredes de las viviendas que se alineaban a ambos lados de ellas estaban aún cerradas al mundo de fuera para proteger la intimidad de aquellos que vivían dentro de las casas, y daban la impresión de una ciudad fantasma. Pero al aproximarse Da'ud a la plaza del mercado, se sintió parte de esa muda actividad que es el preludio del bullicio de los negocios del día, el pulso de esas horas invisibles cuando la corriente vital de la vida de la ciudad empieza a fluir. Altos campesinos beréberes, con su manera de andar tan majestuosa como el paso de un camello, llevaban en la cabeza cestas rebosantes de relucientes aceitunas negras y oscuras uvas de color malva, naranjas y albaricoques y melones redondos y amarillos. Los panaderos daban palmadas a la masa para hacerla plana y formar el pan de pitta cotidiano, o amasaban formas redondas para los panecillos, y los reposteros hacían en el horno pasteles dorados rellenos de queso de cabra picante que pronto serían vendidos por los vendedores callejeros por toda la ciudad. Una por una se iban levantando las persianas de los sombríos puestos donde los artesanos apilaban sus mercancías, alfareros y trabajadores del cobre, curtidores y tejedores de seda, se deseaban unos a otros un día provechoso.
Un fuerte olor a almizcle le entró a Da'ud por las ventanas de la nariz al llegar al espacio abierto, y feroces juramentos invadieron sus oídos procedentes de la misma dirección: un vendedor de perfume había derramado un frasco del preciado líquido mientras estaba poniendo su puesto. Da'ud se acercó a él casi sin ser visto y por una suma generosa compró lo poco que quedaba en el fondo del frasco. Encantado y deseoso de agradar a un cliente tan generoso, el vendedor echó cuidadosamente el perfume en una pequeña ampolla de bronce, y después roció un poco sobre los ágiles dedos de Da'ud, de uñas cuadradas, antes de ponerle el tapón de corcho. Mientras lo hacía, Da'ud le preguntó sin mostrar demasiado interés :
—¿Cuándo esperáis que los comerciantes radanitas pasen por aquí otra vez?
—¿Los radanitas? ¿Te refieres a los políglotas judíos que solían viajar desde Francia atravesando España y Egipto, y que navegaban desde allí a Arabia y al Oriente?
—Esos mismos.
—No quedan ya muchos en las rutas comerciales que llevan al Oriente. Los venecianos los han desbancado. Recuerdo que mi padre les compraba almizcle y alcanfor cuando volvían de la India y de China, y ellos solían comprar nuestras sedas y cueros para venderlos a los potentados orientales. Los pocos que quedaban aparecían de vez en cuando, la mayoría de las veces con esclavos que traían de Praga. Los más populares eran los eslavos: los hombres como soldados y funcionarios al servicio del califa, las mujeres para los harenes de los ricos, especialmente las pelirrojas —añadió con un guiño sugerente—. Los Omeyas se sienten especialmente atraídos por ellas. ¿Es una jovencita joven y atractiva lo que estás buscando?
—No. Son los mercaderes y no su mercancía lo que estoy buscando.
—En ese caso pregúntale a ese agente que está ahí cuándo va a tener lugar la próxima venta de esclavos. Tal vez encuentres un comerciante radanita entre los vendedores.
Da'ud le dio las gracias y cruzó la plaza del mercado en dirección al agente que estaba sentado en un taburete bajo de cuero examinando la lista de ventas de esclavos y caballos que estaba a punto de anunciar. Sí, contestó a la pregunta de Da'ud, un poco más tarde iba a empezar la venta de esclavos. Para hacer tiempo, Da'ud se acercó a un puesto de fruta y escogió un albaricoque aterciopelado y suave para comérselo. Pasó un dedo sensualmente por sus suaves curvas y lo abrió por su hendidura, que recordaba los maduros senos de una mujer... Le quitó el hueso lentamente y, después de inspeccionar la fruta para asegurarse de que no tenía ningún gusano dentro, hundió los dientes en su carne blanda y de delicado sabor. Estaba a punto de coger otro cuando vio la figura de un hombre con barba, de ojos penetrantes y cutis bronceado, que venía hacia donde él estaba desde la posada de los caminantes adyacente a la plaza del mercado. Junto a él caminaba una muchacha muy menuda, que iba de la mano del hombre y con los ojos clavados en el suelo, de manera que sólo se le veía la cabeza, cubierta de una espesa mata de pelo color caoba. Detrás de ellos, precedidos por un robusto guardia, se arrastraban media docena de hombres jóvenes, de tez morena, con ojos taciturnos que parecían estar rumiando violencia y rebeldía. En el momento en que llegaron al lugar destinado al mercado de esclavos, un agente del califa, acompañado por un imán con un turbante, apareció junto a ellos, ofreciendo la acostumbrada ganga: su libertad a cambio de la conversión al islamismo y, después, reclutamiento para el ejército del califa.
—Con el botín que saquéis de la batalla algún día podréis compraros una parcela de terreno y, si trabajáis duramente, os haréis ricos como todos los demás de vuestra ralea —el agente del califa trataba de convencerlos con promesas—. En cuanto a la joven...
—¡No! —interrumpió bruscamente el comerciante—. Es todavía una niña y no está a la venta.
—Como tú quieras —dijo el agente con indiferencia, encogiéndose de hombros mientras examinaba a los hombres.
—Mi amo pagará lo que pidas por una muchacha así —interrumpió alguien con una voz chillona.
—¡Tú otra vez! —comentó el mercader con acento desdeñoso. Conocía bien al eunuco. Un eslavo que había sido vendido cuando era niño, castrado y criado para convertirlo en un siervo leal de un príncipe de la casa de Omeya, estaba siempre a la busca de manjares delicados con los que excitar el ya hastiado apetito sexual de su amo.
—Has oído lo que he dicho. No está a la venta, ni para el califa, ni para su sobrino, ni para ningún otro.
Después del regateo acostumbrado, el agente del califa compró los jóvenes esclavos y el imán se los llevó para empezar su conversión. El eunuco se marchó contoneándose en busca de otra presa. Fue solamente entonces cuando Da'ud se acercó al comerciante, saludándole en hebreo. Al oír los sonidos familiares, sonrió complacido y la niña levantó los ojos un instante, lanzando un destello de un profundo color azul mar.
—No hay hoy esclavos judíos para rescatar —se apresuró a informarle el radanita.
—No es esa la razón por la que estoy aquí. Soy médico y busco información sobre una planta conocida por el nombre de handakuka. Fue famosa en la antigüedad como un eficaz antídoto para las mordeduras de serpiente, pero hoy en día no somos capaces de identificarla.
—Soy la persona menos adecuada del mundo a quien preguntar. No sé nada en absoluto acerca de plantas.
—No esperaba que lo supieras. Lo que sí esperaba —continuó Da'ud, poniendo un puñado de monedas de oro en la mano del mercader— era que accedieras a preguntarles a los viajantes que encuentres en tu camino, sobre todo a aquellos que vienen de tierras orientales, si han oído hablar de esta planta. Si así es, tal vez puedas preguntarles si conocen otro nombre para describirla o pueden describírtela a ti o, aun mejor, si pueden darte un esqueje para que me lo traigas.
—No tengo ningún inconveniente —contestó el comerciante, mirando con aprobación la generosa suma de dinero que tenía en la palma de la mano, antes de metérsela en el bolsillo—, pero pasarán muchos meses antes de que yo regrese a Córdoba. Pero si es un antídoto eficaz lo que estás buscando, puedo ofrecerte algo que nosotros, los radanitas, descubrimos hace muchos años cuando comerciábamos en África, y que siempre tenemos a mano.
Da'ud lo observó fijamente, con cierto escepticismo, mientras él sacaba una bolsa de entre sus vestiduras y extraía de ella una piedra de color verde oscuro con forma de bellota.
— Bezoar —dijo, sosteniéndola en la palma de la mano para que Da'ud la inspeccionara.
—Ese es el nombre persa para «escudo contra el veneno» —exclamó Da'ud, con manifiesta excitación—, pero las fuentes antiguas no lo mencionan.
—Puede ser que tú estés versado en los clásicos, joven maestro, pero yo tengo una rica experiencia del mundo real que nos rodea. Esta piedra se encuentra en la vesícula del elefante. La convertimos en polvo, la mezclamos con aceite y se la aplicamos a la víctima de la serpiente. También hacemos una pasta con ella y la aplicamos en el lugar de la mordedura. He visto más de un desdichado a quien ha salvado este remedio.
—¿Dónde has encontrado esta piedra? —insistió Da'ud, poniendo todas las monedas de oro que le quedaban en la mano abierta del hombre. En aquel momento habría dado todo lo que poseía porque este descubrimiento inesperado era precisamente lo que necesitaba para tranquilizar de momento al califa hasta que lograra identificar la handakuka.
—Cuando es necesario, paso a Egipto, donde un comerciante de marfil, que conozco, se dedica a comerciar con ella.
—Tengo necesidad de esta piedra ahora mismo.
—Lo siento, joven maestro, pero no está en mis planes hacer un viaje así durante una larga temporada. Tengo que cuidar de esta pobre criatura.
—¿Quién es la niña?
—No lo sé. Una anciana me paró cuando salía de Praga y me la ofreció por un precio bastante razonable. «Tiene mucho valor en el mercado de Córdoba una joven pelirroja y de cutis pálido como el suyo. Y es judía como tú, sin un ser humano en este mundo», me dijo riéndose. Mientras contaba el dinero en su mano sucia, intenté enterarme de algo más acerca de la niña, pero ella se negó a contestar, simplemente cerró el puño sobre las monedas y se marchó. Es una chica extraña esta Sari, bastante sumisa pero demasiado silenciosa y reservada para una muchacha tan joven. Me pregunto si hay algo penoso en algún secreto lugar de su ser. Pero a pesar de todo ello me he acostumbrado a tenerla a mi lado y no tengo intención de separarme de ella.
Da'ud se inclinó y, poniendo un dedo bajo la barbilla de Sari, le alzó suavemente la cabeza.
—¡Qué hermosa es! —exclamó al ver sus ojos color azul oscuro, ligeramente rasgados, sus altos pómulos, su expresiva boca y el cabello color caoba que se rizaba suavemente hacia abajo poniendo de relieve su traslúcida piel—. Podría ocuparme de ella durante tu ausencia —se aventuró a decir, sin apartar los ojos de la criatura.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no abusarás de ella? Eres joven y vital y ella no es más que una niña desvalida y asustada.
—Soy hijo de Ya'kub ibn Yatom, jefe de la comunidad judía de Córdoba.
—¡Oh! —exclamó el comerciante, visiblemente desconcertado—. Eso cambia las cosas. Conozco bien a tu padre. Ha rescatado en el pasado a muchos esclavos judíos de nuestros comerciantes. Un hombre honrado. Al ser hijo suyo, debes de poseer las mismas cualidades.
—Entonces tal vez me permitas que la redima...
—No lo sé. Como ves, me he encariñado con ella.
—Entonces, tienes que pensar en su bienestar y en su futuro. ¿Qué clase de vida le espera si continúa acompañándote por los caminos de Europa? Si la recibirnos en nuestra casa, disfrutará de un buen hogar y de la oportunidad de contraer un buen matrimonio bajo la protección de mi padre.
El mercader no contestó y permaneció con la mirada fija en sus pies, que movían nerviosamente el peso de su cuerpo de un lado a otro.
—Hagamos un pacto —sugirió Da'ud persuasivamente, tan decidido a convencer al hombre a que emprendiera el viaje como lo estaba él de llevarse a la muchacha y ponerla bajo su protección—. Tú la confías a nuestro cuidado hasta que vuelvas de Egipto. Y entonces la dejaremos libre para que ella escoja entre quedarse con nosotros o reanudar una vida vagabunda contigo.
—Una alternativa así me pone en evidente desventaja.
—No necesariamente. Es posible que no se acostumbre a una vida sedentaria en un territorio musulmán, desconocido para ella.
—Pero puede muy bien prendarse de ti, joven, rico, instruido y refinado en modales y apariencia.
Sin hacer caso ni de la inferencia ni del halago, Da'ud insistió.
—Estoy dispuesto a pagarte generosamente por el viaje.
—En este caso, no se trata de dinero. Nos podemos encontrar aquí otra vez esta noche y te daré mi contestación.
Todas las flores pintadas en las páginas de los tratados botánicos, que Da'ud pasó el resto del día examinando, parecían hundirse en un mar de color azul oscuro, el color de los ojos de Sari, para después levantarse y flotar bajo su mirada. Con el mismo riguroso autocontrol que había ejercido sobre sus emociones durante su audiencia con el califa, intentó apartar de su mente la confusión que la muchacha le producía. Una y otra vez trató de frenar su imaginación al invocar una visión de ella, tal y como él se imaginaba que sería dentro de unos años, con sus pechos ya redondeados, sus caderas levemente curvadas, sus labios abriéndose para él, como los pétalos de las flores al calor de la vida. De repente su vida de estudio le pareció fría y estéril. Si no hubiera sido por la amenaza que se cernía sobre él, habría dejado los libros en aquel mismo momento y la habría ido a buscar para pasear con ella por la orilla del río...
Al final de un infructuoso día de lectura, regresó al lugar señalado para la cita, donde el mercader y la muchacha, cogidos casualmente de la mano, le esperaban. Cuando lo vio, Sari, con los ojos aún bajos, se soltó de la mano del mercader y anduvo hacia Da'ud, pasivamente aunque no de mala gana, o eso le pareció a él. No recordaba haber experimentado jamás un gozo semejante.
—Hablaremos a mi vuelta —dijo el mercader. Distraídamente Da'ud asintió y, cogiendo la mano blanda de Sari en la suya, se la llevó suavemente a su casa.
Durante las semanas siguientes, Da'ud casi no vio a su protegida. Confiada casi exclusivamente al cuidado de su madre, vivía en el ala de la casa reservada para las mujeres y, como ellas, comía con Ya'kub y con él sólo durante el Sabbat. De semana en semana observaba los progresos que hacía en la lengua árabe que Sola, con infinita paciencia, le estaba enseñando mediante gestos y sonrisas alentadoras. Aunque se adaptó fácilmente a la vida en el hogar de los Ibn Yatom, Sari mantenía su silenciosa y reservada conducta, los ojos bajos, los hombros inclinados, sus manos largas y delgadas levemente unidas una con la otra y metidas entre las rodillas, cuando no estaba ocupada con alguna tarea doméstica. La única reacción que Da'ud percibía en ella en algunas ocasiones era un destello de sorpresa ante el calor y la ternura que le manifestaba su madre.
Él, por su parte, continuó sin tregua la búsqueda de la esquiva handakuka. Se levantaba de madrugada todas las mañanas y rastreaba de arriba abajo el campo alrededor de Córdoba, haciéndoles preguntas a campesinos españoles y a herbolarios árabes, pastores beréberes y granjeros eslavos, para volver al atardecer sin nada que recompensara sus esfuerzos. Y solamente cuando su padre le decía que no había llegado ninguna orden del califa, ese día respiraba con más facilidad; cada día que pasaba le acercaba al momento en que conseguiría la piedra antídoto, su única esperanza de ganar algo más de tiempo... Sus noches eran tan inquietas como sus días, pues sus sueños estaban dominados por los ojos azul oscuro de Sari, unos ojos tan silenciosos como los suyos, unos ojos que no le decían nada de la infancia que había vivido, si es que había conocido la infancia como él la entendía. Si el mercader la reclamaba, se llevaría con ella su silencio, sin dejarle a él nada más que la visión atormentadora de Sari como una mujer núbil, visión que no le había abandonado desde el primer momento que la vio. Pero si ella prefería quedarse, Da'ud la sacaría de su ensimismamiento, pacientemente, tiernamente, inspirándole confianza hasta que ella estuviera preparada para confiar en él.
Una tarde del Sabbat, Da'ud estaba observando en silencio los gráciles movimientos de los brazos y las piernas de Sari al inclinarse para poner sobre la mesa el mantel de cuero finamente labrado, cuando su padre interrumpió su ensueño.
—Da'ud, hijo mío, a pesar de tu gran fatiga, manifestada por tu ausencia, una vez más, de las oraciones vespertinas, he de pedirte que prestes mañana un servicio a la comunidad. El rabino Zacarías está enfermo y no hay nadie suficientemente instruido para hacerse cargo de la lectura del Talmud. Como a uno de nuestros más brillantes eruditos y como a mi propio hijo, he de pedirte que lo sustituyas en esta ocasión.
—Como tú desees, padre.
—Te he traído un ejemplar del tratado de la biblioteca de la sinagoga.
—¿Cuál es el texto que he de estudiar?
—Ketubot, 77 b.
—¿No ese ése el pasaje sobre la enfermedad de la piel que produce temblores?
—Puede muy bien que lo sea —replicó Ya'kub, que se resistía a revelar su ignorancia en presencia de las mujeres.
—Hace mucho tiempo que estudié ese texto, pero lo prepararé por la mañana. Madre, que Yusuf me despierte a la salida del sol si no estoy ya levantado.
Pero la precaución resultó innecesaria. Mucho tiempo antes de que rayara el alba, Da'ud estaba tratando de salir de una horrible pesadilla, clavando su mirada aterrada y perpleja sobre los libros amontonados en su mesa y las plantas del ermitaño en el antepecho de su ventana, en un esfuerzo desesperado por aferrar su mente a la sólida sustancia de la realidad, mientras el horror del sueño continuaba atormentándolo.
—¡Handakuka! —le había espetado el ermitaño moribundo, burlándose de él y dejando salir la palabra de una boca muy abierta y desdentada—. Yo te diré lo que es. Tú dame a Sari para que caliente mis viejos huesos como Abisag lo hizo con David. Es como una tierna planta que necesita que se la cuide con estas manos amorosas —había añadido con un gesto lascivo, alargando sus dedos helados y esqueléticos hacia ella.
—¡No! —gritó Da'ud, poniendo a la muchacha detrás de él para protegerla.
—¡Sí! —tronó una voz escalofriante detrás de él. Al volverse vio al califa desenvainando una brillante espada de su vaina incrustada de pedrería y blandiéndola sobre su cabeza y sobre la de Sari—. No puedo esperar más. Dásela a él o ambos perderéis la vida —amenazó, poniendo la fría hoja de acero sobre la nuca de Da'ud.
—¡Piedad, oh Príncipe de los Creyentes! ¡Tan sólo un día más! —gritó, despertándose por su propio grito, sofocado en sueños. Bañado aún en sudor, estaba a punto de dirigirse a la cámara del baño cuando Yusuf entró suavemente en la habitación para despertarlo. Al darse cuenta de la situación en que se hallaba el joven señor, le dio un vigoroso masaje mientras se calentaba el agua del baño, le ayudó a bañarse y a vestirse y después, mientras él se sentaba a estudiar, le llevó una fuente de fruta, leche y pan del Sabbat recién salido del horno.
Reconfortado, Da'ud abrió el tratado del Talmud y pasó las gastadas hojas hasta llegar al pasaje que tenía que estudiar. Leyó rápidamente el texto escrito en árabe y hebreo cuyas palabras, estudiadas en su adolescencia, acudieron de nuevo a su mente: «¿Cuál es la cura para el temblor? Pila, láudano, corteza de nogal, recortes de un pellejo curado, akalil malka y el cáliz de un árbol de dátil rojo». Al dar la vuelta a la página, un pedazo de papel, traslúcido y amarillento por el tiempo, cayó sobre sus rodillas. Lo cogió distraídamente, echando una ojeada a los esmerados caracteres hebreos, de forma cuadrada, que apenas se veían. Pero de repente, sus ojos se fijaron en algo. Volvió a mirar sin podérselo creer. Por espacio de un segundo su mente se detuvo, incapaz de asimilar lo que tenía delante, pero inmediatamente recuperó la lucidez. Concentrando todas sus facultades sobre las borrosas palabras, leyó lentamente: «Akalil malka, que es hadnakuka». ¡Ahí estaba, mirándole desde la frágil hoja de papel, tan vieja que pronto se convertiría en polvo! ¡Mediante la simple inversión de dos letras, hadnakuka se convertía en handakuka - akalil malka! Esto sí lo sabía. En árabe era iklil al-malik, la corona real. Los romanos la conocían por el mismo nombre, corona realis, aunque corrompido por el paso de los años y convertido en la forma romance coronilla. Y esto no era otra cosa que el melilotus, el trébol común, cuyas raíces en forma de escorpión eran bien conocidas como un eficaz antídoto para mordeduras o picaduras venenosas. Da'ud echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada, histérico de alivio. ¡Un pedazo de papel, perdido por un anónimo erudito, había guardado el secreto durante años y años, y ahora podía haberle costado a él la vida! ¡Qué frágilmente había estado suspendido, a merced de la voluntad de Dios! En un arranque de piadosa gratitud, se inclinó a besar el texto hebreo y después pronunció en voz baja la bendición tradicional por habérsele preservado la vida y concedido el que llegara sano y salvo hasta el día de hoy.