XXXIV

La citación fue entregada por una delegación conjunta compuesta de dignatarios de la corte del califa y de la sede de Almanzor en Medina Azahira. Flanqueada por una formidable exhibición de espadachines a caballo, la delegación llegó un poco después de la salida del sol, en el mismo momento en que Hai estiraba sus miembros entumecidos para espabilarse, con el jugo de un melocotón, que había cogido de una cesta y mordisqueado, resbalándole por uno de sus brazos extendidos. El repiqueteo de los cascos de los caballos, el amenazador sonido metálico de armas que se acercaban a la casita de campo rompiendo la paz de las primeras horas de la mañana resucitaron en él la inquietud que había apaciguado gradualmente. A pesar de la suavidad del templado aire de la mañana de verano, sintió un ligero estremecimiento al ponerse su batín y prepararse para la inminente confrontación.

Los guardias esperaban fuera en actitud amenazadora mientras los cabecillas de la delegación entraban en la sencilla casa de campo de Hai. Tan apremiante era su misión que limitaron al mínimo sus fórmulas de cortesía y fueron inmediatamente al grano de su visita.

—Nuestro ilustre califa Hixem, Príncipe de los Creyentes, y su leal sirviente Almanzor te ordenan poner tu pericia médica al servicio exclusivo de la corte. Se ha declarado una epidemia de peste en Sevilla, procedente de los territorios del norte de África, según parece. Es muy posible que ya haya portadores de la enfermedad dentro de nuestras murallas. Nuestro ilustre y poderoso soberano no está dispuesto a aceptar tu obstinada negativa a ponerte a su servicio. Como súbdito leal y como el más erudito y famoso médico en todo al-Andalus, es tu deber sagrado el prestar servicio a la corte.

¿Qué corte?, se preguntó Hai al tiempo que el fantasma de su propia vulnerabilidad, esa misma sombra en la que Da'ud había caminado antes que él, alzaba su fatídica cabeza. ¿Cómo iba él, un judío solitario e indefenso, en un reino en el que el poder estaba flagrantemente dividido, a salir incólume de los tentáculos de este monstruo de dos cabezas? Su padre había sido lo suficientemente astuto para abrirse camino entre ellos. Pero no él.

—¿Dónde tiene nuestro glorioso soberano su residencia en este momento? —le preguntó al severo portavoz del grupo.

—En Medina Azara.

—¿Y Almanzor, su chambelán?

—Está en su camino de regreso de su campaña triunfal contra el condado de Barcelona. Hemos enviado mensajeros para instarle a que retrase su regreso hasta que haya pasado el peligro.

—La fortuna les ha sonreído a los grandes y poderosos del reino —murmuró solemnemente Hai, muy aliviado. Por el momento los dos hombres estaban relativamente bien protegidos, aislados de las masas que pululaban por la ciudad, entre las cuales la infección podría propagarse como fuego en seco helecho. Y con sólo el califa en los alrededores de Córdoba, su dilema era menos agudo.

—Cabalgaré inmediatamente a Medina Azara para asegurarme de que se han tomado todas las medidas posibles para proteger al califa y para impedir que la peste penetre en el recinto real. Inmediatamente después tomaré idénticas medidas en Medina Azahira. Es imprescindible que los dos complejos estén aislados de contacto alguno con la ciudad.

—Eso es factible —respondió uno de los dignatarios, después de unos instantes de reflexión—. Un amplio suministro de comida y bebida se mantiene siempre en reserva en ambos palacios para un caso de emergencia.

—Toda el agua, dentro y fuera de la ciudad, debe hervirse antes de beberla —Hai empezó a dar instrucciones—. Pero tened la bondad de excusarme ahora, caballeros. Debo ir deprisa al palacio del califa. No hay un momento que perder.

Los dignatarios se miraron unos a otros, estupefactos ante esta descortés despedida; pero atribuyéndola a la gravedad de la situación, decidieron no tenerla en cuenta y se dieron la vuelta para marcharse.

Pero no era la gravedad de la situación lo que había impelido a Hai a ofenderlos con la brusquedad de sus palabras. Era su vital necesidad de poner en orden la confusión de sus pensamientos. Ninguna medicina había demostrado ser eficaz contra la peste. ¿El extracto de Ralambo? Muy poco probable. Si los antiguos, que habían descubierto muchas de las propiedades que poseía el aloe, no la habían mencionado jamás como un remedio contra la peste, debía haber resultado ineficaz contra ella, en tanto que sus efectos laxantes serían sumamente perjudiciales. No era un brote de vitalidad lo que se necesitaba en este caso, sino algo más potente, algo que actuara como un antídoto contra la sepsis que la peste provocaba. Hurgando en su arcón en busca de una túnica oscura limpia, se quedó inmóvil de repente, como traspuesto. Las palabras que su padre había pronunciado en su lecho de muerte le acudieron a la mente, resonándole en el cerebro. «De manera más bien impulsiva le aconsejé tomar una pequeña cantidad del Gran Antídoto como medida preventiva... la acción preventiva no se demostró... sin embargo, yo permanecí convencido... saca de esto la consecuencia que quieras.»

¿Qué era la plaga sino la difusión de alguna sustancia venenosa por todo el cuerpo? ¿Y qué era el Gran Antídoto sino el más potente antídoto contra cualquier veneno que conocía el hombre? El que su eficacia contra la plaga no hubiera sido documentada y transmitida, junto con el resto de los conocimientos médicos de los pueblos antiguos, pudiera muy bien ser debido a que algunos ingredientes eran raros, otros difíciles de obtener, otros costosos en extremo. Ahora, como entonces, sería imposible suministrar un antídoto así para toda la población de una región gravemente afectada por la peste. Pero sí se podía administrar a un grupo pequeño y aislado de gente. Como su propio padre había razonado antes que él, no podía ciertamente hacer ningún daño.

Cogiendo la primera vestidura que tuvo a mano, Hai se la puso, y se la fue abrochando apresuradamente en su camino hacia el dispensario donde guardaba sus drogas, hierbas, especies y minerales terapéuticos. Echando una rápida ojeada a los metódicamente ordenados tarros, colocados en los estantes, cada uno de ellos con su correspondiente etiqueta, calculó que, junto con la cantidad del Gran Antídoto conservada permanentemente en el viejo palacio, podría preparar una cantidad suficiente para las familias cercanas a las dos cabezas del califato, además de para la suya. ¿Y qué se haría entonces de los harenes reales, los visires, los capitanes de los ejércitos del califa? Para ellos no tendría otra opción que preparar el antídoto de las cuatro especies —mirra, semilla de laurel, aristoloquia y genciana—, de las cuales tenía cantidades abundantes. Amasadas hasta formar un polvo medicinal, con miel licuada, la combinación de las cuatro fue el primer remedio preparado por los antiguos contra todo tipo de veneno. Conservaría aparte su pequeña reserva de bezoar para el caso de que surgiera alguna emergencia imprevista. No podía hacer más que eso.

Pero, ¿debía hacerlo? Al hacer concebir esperanzas de protección contra la temible peste, se estaba tendiendo, una vez más, una trampa a sí mismo, precisamente como había hecho con el extracto de Ralambo. Si tenía éxito, su fama se proclamaría por todos los confines de la tierra; si fracasaba, las consecuencias serían fatídicas. No había tiempo para vacilar. Pero había sólo una decisión que él, Hai Ibn Yatom, podía tomar. Su búsqueda incesante, su irresistible deseo de desterrar los males que plagaban a la humanidad, le empujaban incesantemente a intentar, intentar... Pacientemente, explicaría a los poderosos, a los hombres influyentes que siempre había rehuido, que por improbable que fuera la oportunidad de éxito, siempre sería mejor que ninguna oportunidad en absoluto.

Dalitha se acercaba corriendo a su lado, y su palidez hacía evidente su ansiedad.

—¿Qué significaba una delegación tan importante, tan amenazadora llegando a su casa a una hora tan inoportuna? —preguntó, con su voz ronca, quebrada por la inquietud. Al mismo tiempo que medía los cuarenta y dos ingredientes de que estaba compuesto el Gran Antídoto, Hai se lo explicó rápidamente, pero no mencionó que el brote de la epidemia tuvo lugar en Sevilla, para evitarle la preocupación adicional al pensar en Amira y su familia. A continuación le confió las últimas fases en la preparación del valioso antídoto para el cual su acopio de componentes había sido suficiente.

—Cuando esté listo —le dio instrucciones—, debes tomar una dosis preventiva del tamaño de una nuez y darle un poco menos a Amram.

—¿Y Sari y tú?

—Ella y yo tomaremos nuestra ración del suministro del palacio en Córdoba. El resto se lo entregaré al califa en Medina Azara, tan pronto como haya arreglado las cosas para que madre sea transportada allí. De ninguna manera debe quedarse en el corazón de la ciudad.

—¿Y para quién es esta ración que está aquí?

—Para Almanzor, si vuelve, y los miembros de su familia más allegada.

Al oír esto Dalitha se estremeció. Con su profundo conocimiento del corazón humano, Hai interpretó su reacción, la miró con una expresión de tristeza y, poniéndole un brazo protector alrededor de los hombros, dijo:

—Sé que es injusto. ¿Por qué ellos en lugar de Stella, la fiel niñera de Amram, o Yahya, el leal criado de la familia? Bien sabes los esfuerzos que he hecho para evitar ser atrapado por las redes de la vida de la corte, pero esta vez no me queda opción.

—¿Y si este experimento con los antídotos fracasara?

—Estaré expuesto al mismísimo peligro que si hubiera desobedecido las órdenes del califa o, peor aún, si él sucumbiera a la enfermedad de la peste. Haga lo que haga, o deje lo que deje de hacer, estaré expuesto a las acusaciones de negligencia de mi deber, si algo funesto le ocurriera. Siguiendo la intuición de mi padre sobre la acción profiláctica del Gran Antídoto, intuición que considero razonable, tal vez consiga un indulto, no sólo para el califa, sino también para la humanidad. Tengo que intentarlo, Dalitha, tengo que intentarlo.

Indefensa ante la fuerza avasalladora que lo arrastraba, Dalitha no tuvo más remedio que asentir.

 

 

Hai encontró al califa, relajado, como de costumbre, entre sus cojines. Una joven, apenas núbil, estaba medio reclinada, medio sentada, a la cabecera de su diván, frotándole su estrecha frente sudorosa, mientras que un adolescente, de aspecto asombrosamente parecido, estaba echado a su lado, con una de las manos escondida debajo de las suntuosas vestiduras de su soberano. Una mirada más detenida confirmó la primera impresión de Hai: las dos jóvenes criaturas, seducidas y corrompidas a lo largo de su vulnerable sendero desde la infancia hasta la adolescencia, eran gemelas y sus suaves y parcialmente formados cuerpos un manjar exquisito e inusitado con el cual el califa intentaba satisfacer su ya hastiado apetito sexual. Enfrentado con esta repulsiva escena, un nuevo dilema surgió en la angustiada mente de Hai. La cantidad del Gran Antídoto disponible para la familia del califa era limitada, suficiente para su madre, la princesa Subh, el propio califa y quienquiera que disfrutara ahora de su favor. Hixem no había tenido aún hijos, pero Hai no tenía la menor idea de cuántas otras desventuradas criaturas, como los gemelos, eran objeto de sus deseos. ¿A quién le correspondería la fatídica misión de seleccionar el puñado de seres privilegiados destinados a ser incluidos en el círculo íntimo del califa? Con un gesto lánguido, Hixem le indicó que se podía sentar.

—Así que, Abu Amram, te has dignado al fin venir a cuidar de mí —dijo con una voz que, aunque por razón de su edad debía tener la fuerza y el vigor de la juventud, sonaba débil y fatigada—. No he pegado un ojo en toda la noche desde que oí que teníamos la plaga entre nosotros —prosiguió con un temblor histérico—. Estoy aterrado, absolutamente aterrado de sucumbir a ella. Tú eres el único que puedes salvarme —dijo con un tono medio suplicante, medio quejumbroso, mientras se arrebujaba entre sus cojines.

—No se conoce un remedio contra la peste —empezó a decir Hai, cautelosamente—, pero tienes una buena oportunidad de librarte de ella si permaneces aquí en Medina Azara, aislado de la ciudad. No se debe permitir que entre en el recinto del palacio ni alimento ni bebida y se deben dar instrucciones de que la cantidad de alimento de emergencia dentro de él sea equitativamente distribuida, de manera que un mínimo de sustento esté a la disposición de todos los que moran aquí hasta que pase el peligro. Lo más importante de todo es que se hierva hasta la más mínima gota de agua antes de beberla.

—Explícale todo eso a Yunus —suspiró el califa con voz cansina—. Estoy demasiado fatigado para preocuparme de todos esos detalles.

—Finalmente —continuó Hai, sin hacer caso de la criminal indiferencia del califa frente al destino de aquellos que estaban a su servicio—, debes dar órdenes estrictas de que no se permita que nadie de fuera entre en el palacio.

—Excepto tú —interrumpió Hixem—. Pero ¿cómo puedo estar seguro de que no traerás la infección contigo? Por Alá, estoy pensando en retenerte aquí, por si te necesito.

—Con todos mis respetos, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, mis deberes como médico de la corte incluyen la asistencia médica a tu chambelán y su séquito en Medina Azahira.

—Mi chambelán, siempre mi chambelán, invalidándome —gimoteó el joven y depravado soberano—. Pero te prohíbo, bajo pena de muerte, entrar en la ciudad de Córdoba bajo ningún pretexto. Puedo necesitarte en cualquier momento y quiero que tengas buena salud. Aunque no sé bien por qué —dijo, cambiando caprichosamente la dirección de la conversación—. Me defraudas. Esperaba más de ti. Suponte que caigo víctima de la peste. ¿Qué puedes hacer por mí con todo tu gran conocimiento y experiencia?

—Como ya he insinuado, muy poco. Puedo solamente impediros que la cojáis, recomendándoos las precauciones necesarias.

—No creo en su eficacia —dijo Hixem, enfurruñado.

—Puede haber otra manera —se aventuró a decir Hai, frotándose sus manos largas y delgadas, mientras medía sus palabras—. Los hombres de la antigüedad daban mucho valor al Gran Antídoto contra todo tipo de veneno. Y en mi opinión, la plaga es también una forma de veneno. Si tomaras una pequeña cantidad del Gran Antídoto como medida preventiva, antes de ser contaminado, hay posibilidad de que esto pudiera salvarte.

—¡Posibilidad, posibilidad! —gruñó el califa—. ¿Qué tipo de posibilidad?

—Una vaga posibilidad, pero mejor que ninguna en absoluto.

Los ojos de Hixem pestañearon ligeramente con lo que pudiera ser un destello de esperanza, pero se volvieron oscuros y amenazadores un instante después.

—¿Y cómo sé yo si mis enemigos no te han sobornado para que mezcles veneno en tu remedio? ¿Hay manera más conveniente de deshacerte de mí que atribuir mi muerte al brote de la plaga?

Controlando su enojo ante semejante ultraje a su integridad profesional, Hai se irguió y replicó con absoluta calma:

—Hay veces, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, en que un hombre debe depositar su confianza en aquéllos a quienes llama para que le presten ayuda.

—La experiencia me ha enseñado a no confiar en nadie —murmuró el califa, y sus labios gruesos y húmedos se curvaron con la malevolencia de los hombres débiles.

—En ese caso, siento no poder serviros de ayuda.

Y al decir esto, Hai hizo un movimiento para levantarse y despedirse.

—¡No, no! ¡Espera! No te he despedido todavía. Suponte que tomo el Gran Antídoto como un profiláctico. ¿Me puede hacer algún daño?

—Ninguno en absoluto.

El califa examinó entonces a Hai con ojos inexpresivos y lánguidos, como si estuviera tratando de evaluar su lealtad.

—¿Ofreceríais la misma protección al hombre que gobierna el reino en mi nombre?

—Es por orden suya, como lo es por la tuya, por lo que estoy aquí.

—Es verdad, es verdad —murmuró el califa, deseando la muerte de Almanzor, pero sabiendo que no era capaz de mantener su reino sin él...

—Muy bien. Te ordeno que nos administres el Gran Antídoto a mí, a mi familia y a todos los que están dentro del recinto del palacio.

—Eso está más allá de mis posibilidades. La extrema escasez de algunos ingredientes del antídoto me imposibilita la preparación de una cantidad tan grande en un espacio de tiempo tan corto. En este momento hay suficiente cantidad disponible para vos y vuestra familia inmediata. Para mañana el antídoto de las cuatro especias, que es en sí un antídoto de considerable poder, estará listo para ser administrado a los otros miembros de la corte.

—¡Mi familia y yo! —contestó sarcásticamente el califa—. No te burles de mí. Además de mi madre, yo considero mi familia a un grupo de jóvenes deleitosos, como estos encantadores gemelos, a los cuales me siento sentimentalmente vinculado. —Bajando la voz hasta convertirla en un susurro, levantó una mano para acariciar los desnudos senos adolescentes de la muchacha y se inclinó a continuación para besar la suave frente de su hermano gemelo—. Sin ellos, mi vida pierde su deleite. Te ordeno que des las instrucciones pertinentes para asegurarte de que el Gran Antídoto se administra a todos los que amo.

En este momento crucial en la vida de Hai, un instinto profundamente enraizado —valiosa herencia que le había dejado su padre, como pensó después— se encendió como un faro que le sirvió de guía.

—El frasco que he traído de la farmacia del palacio de Córdoba contiene todo el suministro del Gran Antídoto disponible ahora. La dosis por persona es igual al tamaño de una nuez. Os encomiendo, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, gobernante supremo de nuestro glorioso califato, decidir, haciendo uso de vuestra gran sabiduría, a quién se le debe administrar.

Colocando el preciado frasco sobre la mesa dorada que estaba al lado del califa, Hai se levantó y pidió permiso para retirarse, antes de que el desventurado Hixem hubiera comprendido el alcance de la responsabilidad que Hai había hecho recaer en sus hombros.