XVIII
Fue la única ocasión en toda su vida en la que Da'ud ibn Yatom permitió que se abriera una brecha en la muralla de discreción celosamente erigida para proteger la intimidad de su vida familiar. El día de la circuncisión de Hai, su primogénito, abrió las puertas de su casa de par en par para que entrara todo el que quisiera acudir a compartir su júbilo.
Se habían dado los últimos toques a la nueva casa que se había hecho construir para acomodar a su creciente familia, sólo unas semanas antes del día en que Sari salía de cuentas. Desde la puerta que daba a la calle, un estrecho pasillo llevaba a un espacioso patio, alrededor del cual se habían erigido tres alas. La central era para uso exclusivo de Da'ud: allí trabajaría y recibiría a los pocos visitantes que iban a su casa. Las dos laterales eran para cada una de sus dos mujeres y sus hijos respectivos, una separación destinada a asegurar la paz y la tranquilidad de la familia entonces y en el futuro. En un frenesí de actividad, los grandes artistas griegos en el arte del mosaico y los artesanos del mármol, los expertos árabes del agua y los alicatadores, los pintores beréberes, los vendedores de alfombras persas y los comerciantes de seda de Córdoba, habían ido y venido en un estado de agitación y conmoción nacido de su deseo de prestar sus servicios, adelantándose unos a otros para completar sus tareas en el plazo fijado previamente.
Unos momentos antes de que llegaran sus invitados, Da'ud se llevó a Sari al extremo del perfectamente sincronizado jardín acuático que embellecía el centro del patio. Allí, en el silencio íntimo de su felicidad, se detuvieron a contemplar el angosto canal, que se asemejaba al órgano sexual de una mujer, y que yacía entre dos filas gemelas de oscuros cipreses, una espuma como llovizna de vapor cuyo origen se escondía bajo el follaje y que se dispersaba en el aire, como un velo, antes de caer sobre sus tranquilas aguas. Erguidos, inmóviles y silenciosos como centinelas, pero con un aspecto infinitamente más suave, las siluetas afiladas de los árboles estaba reproducidas por un solo y pequeño ciprés con hojas como plumas, colocado en un círculo de mármol en el centro del canal. La mirada de Da'ud se volvió entonces hacia él.
—He plantado este arbolillo frágil y tembloroso esta mañana, de madrugada, para que crezca al mismo tiempo que Hai. Mientras él sea joven mediremos su estatura contra el árbol y cuando Hai llegue a la madurez, contemplaremos el árbol adquiriendo fuerza y vigor y elevándose como él a las gloriosas alturas de sus cualidades y destrezas, de su dignidad y de su orgullo. Y esto —continuó volviéndose hacia su mujer mientras se sacaba de la manga de su oscura túnica una pequeña bolsa de terciopelo—, esto es para ti. —Alzando tiernamente la mano de Sari, le volvió la palma hacia arriba y colocó en ella una cadena de oro de la cual colgaba una réplica del arbolillo, delicadamente diseñada en oro incrustado de esmeraldas.
—¡Qué típico de ti —sonrió Sari dulcemente— el disponer siempre de la frase elegante, del gesto exquisito!
—Pero ninguna de mis palabras ni de mis ademanes bastan para expresarte la calidad inconmensurable de mi felicidad. ¿Cuántos seres humanos disfrutan del privilegio en el curso de su vida, por muy grande que sea el precio que tengan que pagar, de lograr la totalidad de sus ambiciones?
—¡Qué pensamiento tan aleccionador, un pensamiento que debe inspirarnos humildad! —murmuró Sari mientras su mente regresaba a los primeros recuerdos de su vida, la salvaje violencia, los bajos instintos, el temor y el pánico, el dolor, la fealdad, la miseria, la soledad, únicos habitantes del sórdido mundo de su infancia de huérfana. No podía decir, al igual que Da'ud, que había logrado la ambición de su vida; hasta que él la rescató, no sabía que la vida contenía nada que mereciera la pena ambicionar. Su única ambición había sido huir, aunque no sabía a dónde. Si no hubiera sido por el comerciante radanita y después por Da'ud, nunca habría llegado a saber que la vida podía ser otra cosa que el horror con el que estaba familiarizada; y aún más, que el amor, una emoción que no había ni recibido ni otorgado, era el catalizador que transformaba el deseo animal en el éxtasis humano.
¡Y qué éxtasis! ¡Qué suavemente la había tocado, qué tiernamente la había acariciado, qué sensibles eran sus manos al más ligero temblor del placer que empezaba a nacer en ella!; manos seguras, protectoras, amorosas, que la llevaban suavemente, gradualmente, por los senderos de su creciente deseo hasta que ella misma se alzaba, subiendo hasta las vertiginosas cúspides de pasión a las que él entonces la arrastraba. Todos estos meses, desde el nacimiento de Amira, se habían entregado a su amor y a sus sentidos; sus cuerpos y sus dos seres separados, se fusionaban en una sola y vibrante entidad, cada uno de ellos inmerso en el otro, penetrado por el otro. Y cuando estaban separados, ambos anhelaban el contacto y la presencia del otro, impacientes por unirse una vez más. ¡Qué poco le había faltado para vivir su vida sin haber probado su don más glorioso, el perfecto amor de un ser humano por otro, y el gozo de su realización en la creación de otro ser humano, un acto propio de Dios! ¡Cuántas otras, nacidas como ella en una vida de miseria, no lograban experimentar un cambio de fortuna tan milagroso! Era esta conciencia de los caprichos del destino humano, ¿por qué ella y no otra?, lo que la llevaba irremediablemente, a la humildad.
Mirando ahora a su marido, se sintió llena de una excitante sensación de libertad. No sentía ya el peso constante de la culpabilidad por la frustración y desdicha que le había causado. Ahora que le había otorgado por propia voluntad aquello que él había esperado con tanta paciencia, deseado con todos sus sentidos, pero nunca exigido por la fuerza; ahora que le había dado tanto como ella había recibido, se consideraba su igual en la relación de amor, libre para permitirle acceder fácilmente en la intimidad de sus pensamientos.
—A veces me pregunto por qué estabas tan sereno, casi sorprendentemente sereno, durante todo mi embarazo y, sin embargo, exageradamente inquieto cuando Djamila llevaba a Amira en su vientre....
—Me he estado preguntando lo mismo durante todos estos meses —contestó Da'ud con la misma naturalidad—. Lógicamente, habría tenido que estar angustiado, porque en el curso de tu embarazo o en el momento de dar a luz, algún daño irreparable que pudieras haber sufrido en tu infancia podría haber resultado desastroso. El mero pensamiento de que pudiera perderte en las agonías del parto habría sido suficiente para tenerme atormentado de día y de noche. Pero no fue así. Desde el momento en que te entregaste a mí tan generosamente, tan plenamente, con un amor y una confianza sin límites, supe, en lo más íntimo de mi ser, que los cielos bendecían nuestra unión. Lo mismo que la primera vez que te vi sabía que te iba a amar a ti y sólo a ti durante todos los días de mi vida, también poseía la inquebrantable seguridad de que Hai estaba destinado a venir al mundo sano y salvo, como el símbolo vivo de nuestra unión, el testimonio de nuestro amor y su continuación.
—Sin embargo, las comadronas no creen que el parto fuera fácil. Estaban seriamente preocupadas. Hubo un momento en que sentí como si me hubieran arrancado una parte de mí misma.
—He hablado con ellas —dijo Da'ud con cautela.
—No podré tener más hijos, ¿verdad?
—Probablemente no. Pero no me importa. No tengo el menor deseo de volver a verte sufrir. Te tengo a ti y al fruto de nuestro amor, Hai, cuyo nombre significa «vida». Con dos tesoros así, sería ingrato pedir más.
—Y tienes también a Amira, y a Djamila.
Da'ud la hizo callar con un gesto brusco de la mano.
—Ha cumplido su misión —declaró rotundamente, casi categóricamente.
El hilillo de sonido que era el llanto de Hai llegó hasta ellos a través de la brisa de la tarde, poniendo fin a una conversación que Sari, de momento, no tenía interés en continuar. Se dirigió apresuradamente a su parte de la casa para amamantar a su hijo recién nacido, mientras que Da'ud, colocándose las mangas de su oscura toga en su sitio, se preparó para recibir a sus invitados.
El venerable erudito, rabino Samuel ben Mar Shaul, fue el primero en llegar. No había sido nunca un hombre robusto, pero entonces era menudo y tenía un ligero temblor, y una barba rala y blanca que hacía juego con el blanquecino vapor suspendido, como un velo, sobre el jardín acuático. Lágrimas de emoción arrasaron sus ojos desvaídos, al abrazar a su antiguo alumno, un muchacho inteligente al que había augurado desde el principio un gran futuro académico. ¡Qué placer había sido el revelarle las bellezas del lenguaje y de las formas poéticas de la Biblia, explicarle la sabiduría encerrada en las sagas del Talmud! ¡Qué satisfacción había experimentado ante la certeza de que la mente ávida del muchacho absorbía cada palabra que él pronunciaba y reflexionaba detenidamente sobre ella! Aunque en los últimos años hubiera descuidado la observancia de ciertos preceptos que consideraba incompatibles con su vida cotidiana, era consciente de su existencia y les había aplicado su propio y bien razonado juicio. Por eso, el rabino Samuel no era capaz de reprochárselo. Le había conmovido profundamente el honor que Da'ud le había hecho al elegirle como padrino de Hai y aunque sabía que el viaje desde su erudito retiro de Lucena a la bulliciosa ciudad de Córdoba, que fue en otros tiempos su hogar, le fatigaría enormemente, nada en este mundo le habría inducido a rehusar tal honor. Al sentir sus frágiles brazos rodeando la esbelta y sobria figura de Da'ud ben Ya'kub ibn Yatom, el judío más ilustre en todo al-Andalus, pronunció en voz baja una acción de gracias a Dios por haberle conservado la vida y permitirle ser testigo de un día como el de hoy. También Da'ud estaba conmovido y satisfecho. La elección del rabino Samuel no solamente le había ofrecido una manera elegante de honrar a su mentor, sino que, por añadidura, había evitado el riesgo de suscitar envidias entre los miembros prominentes de la comunidad que competían por disfrutar de su favor.
Poco después del rabino Samuel llegó el rabino Ezra, el que iba a llevar a cabo la circuncisión, seguido segundos más tarde por Abu Sa'id y Abu'l Kasim. Después de saludar a Da'ud, los dos médicos iniciaron una seria discusión con el rabino Ezra acerca de la forma más segura y rápida de quitar el prepucio del recién nacido. Con un aire de indiscutible autoridad, Ibn Zuhr pasó el dedo sobre la hoja finamente afilada del cuchillo que el mohel iba a utilizar, mientras que Abu'l Kasim comprobó que la ranura entre las hojas de plata, con forma de loto, de la cubierta que protegería el pene del bebé era de la anchura adecuada.
—Estos instrumentos fueron fabricados especialmente por expertos artesanos para esta ocasión —insinuó el rabino Ezra, con cautela.
Después de un gesto de aprobación dirigido a Abu'l Kasim, Ibn Zuhr asintió:
—Están bien. —Al hablar, puso discretamente en la mano del que iba a llevar a cabo la circuncisión una cajita de oro que contenía unos polvos alcalinos blancos—. Espolvoréalos sobre la incisión antes de poner el vendaje —le dijo, e inmediatamente después, en compañía de Abu'l Kasim, se retiró para unirse a los otros invitados.
Era un grupo selecto. El hermano más joven del califa asistió a la recepción como representante personal de Alhákem, junto con otros príncipes de la casa de Omeya, ricamente ataviados y deslumbrantemente enjoyados; ilustres visires acompañados de cortesanos de rango inferior; rabinos y jueces de los tribunales de justicia judíos acudieron procedentes de todas las comunidades de al-Andalus; poetas, eruditos y filósofos, en gran número; y, de entre los príncipes cristianos, los reyes de León y Navarra enviaron emisarios personales. La reina Toda, que no toleraba que nadie la acusara de ingratitud, envió un obsequio al hijo del hombre a quien su nieto debía la salud y el trono: un juego de ajedrez en miniatura. Las piezas estaban hechas de la más delicada filigrana, unas de plata, otras de oro, con el tablero de vistoso jaspe, con cuadrados en los que alternaban los colores rojo y verde. La delicadeza que revelaba el haber construido un juego tan atractivo a los ojos de un niño como fácil de manejar por sus pequeñas manos, emocionó profundamente a Da'ud.
Contemplando a la multitud de invitados que pululaban entre los cipreses o se paraban a conversar junto a la cinta de agua que fluía entre ellos, Da'ud se sintió lleno de un orgullo que le producía cierta inquietud. Cuando un hombre ha llegado a la cima de sus ambiciones, cuando los hombres más ilustres del país le rinden homenaje como al más íntimo confidente del califa reinante, como erudito y médico y como el más famoso judío de al-Andalus, ¿qué otra cosa le queda por alcanzar? Al no poder ostentar el título de visir que le protegiese de la oposición de los imanes a que un judío tuviera autoridad sobre los árabes, ya había llegado a todo a lo que podía aspirar. Por lo tanto, el futuro le ofrecía solamente, o inmovilidad o decadencia. Otros hombres más jóvenes, impelidos por la ambición, como lo había estado él, tratarían inevitablemente de competir con él por el favor del califa... Y ¿quién podía predecir el futuro de su felicidad personal, perfecta ahora, pero extremadamente vulnerable, con dos esposas y dos hijos, enfrentados unos con otros, a uno y otro lado del jardín que había creado para ellos? ¡Pero basta de pensamientos oscuros!, se dijo a sí mismo. ¡Saborea tu triunfo! Lo mismo que has eludido peligros en el pasado, así te defenderás en el futuro a ti mismo, a tu amada Sari y al hijo que durante tanto tiempo deseaste. El rabino Ezra le estaba haciendo señas para que se acercara. Su madre, Sola, ya había cogido al bebé de brazos de Sari y se lo había pasado al rabino Samuel que, apoyado en un montón de cojines de seda, lo sostenía en su regazo esperando los servicios de quien lo iba a circuncidar. Con sus nuevos y relucientes instrumentos meticulosamente desplegados sobre un impoluto soporte de mármol, el rabino Ezra se acercó al niño, le quitó los pañales y faldones y separó sus piernecitas, que se resistan a que se las tocara. Sari, que observaba la ceremonia desde la ventana de su cuarto, ahogó un grito de angustia y todo su cuerpo empezó a temblar violentamente. Lo único que deseaba hacer en aquel momento era huir, huir del espectáculo de las vigorosas manos de Ezra separando las piernecitas del niño en contra de su voluntad, como otras manos más crudas, más brutales habían separado a la fuerza sus piernas de niña, hacía tantos años... También entonces tuvo que ahogar sus gritos por temor a sufrir una violencia mayor a manos de aquel viejo... Sola, desconocedora del íntimo tormento que estaba atravesando, puso sobre ella una mano maternal, un toque de calor humano que parecía estar derritiendo algo helado en lo más profundo de su ser. Sin inmutarse, dejó que sus lágrimas fluyeran libremente, derramando con ellas todo el dolor que había acarreado en silencio, dentro de su ser, desde su infancia. Fue como si con su propio renacimiento en la persona de su hijo, se hubiera desvanecido al fin ese dolor. El sonido de los gritos de protesta de Hai, sanos y vigorosos —débiles para los otros, pero que a los oídos de su madre resonaban como un gemido penetrante—, estaban mezclados con sus propios sollozos, unidos a su propia y demorada protesta. Fue solamente entonces cuando su deseo de huir se desvaneció para siempre, junto con el dolor, arrastrado por el torrente de sus lágrimas purificadoras. Tenía que estar ahí para proteger a su hijo, acunarlo en sus brazos, amamantarlo en sus pechos, consolarlo como a ella no se la había consolado jamás. Nunca lo abandonaría para que afrontara solo las tribulaciones de la vida. Nunca, mientras hubiera aliento en su interior.
En el otro lado del jardín, Djamila también estaba llorando asomada a su ventana, con lágrimas ardientes de resentimiento y orgullo herido. Luchaba por convencerse de que no lloraba por ella. Da'ud no había ocultado sus intenciones cuando la tomó como su segunda esposa. Ella aceptó el trato que se le ofreció; no podía echarle la culpa a nadie más que a sí misma. Además, por muy ostensiblemente que la ignorara, ella era y seguiría siendo un miembro de su familia, con todo el respeto y derecho a la convivencia que se le debía como a tal. No, era por Amira por quien lloraba, por su hija, de cuya existencia Da'ud hacía caso omiso. El espectáculo de los bulliciosos grupos pululando de un lado a otro del jardín desató en el interior de su ser una oleada de rebeldía que le hizo subir la sangre a la cabeza. Para Hai, una celebración pública sin precedentes en los anales de esta discreta pero poderosa familia. Para Amira, nada. Nada en absoluto. Apenas una reunión familiar. El hecho de que Da'ud no hubiera ido a su lecho desde el día del nacimiento de su hija era una afrenta que se veía forzada a tolerar. Pero que no hubiera mostrado ningún afecto por su primogénita era una ofensa que Djamila no podía ni quería perdonar.
Sus amigas, las hermanas bar Simha, que habían ido a acompañarla durante la ceremonia, trataron de consolarla lo mejor posible. Nunca olvidarían la humillación que sufrieron a manos de Da'ud, la ignominia de haberlas puesto en segunda fila en favor de una expósita, encontrada en un mercado de esclavos. Aunque ni ellas ni Djamila habían hablado en esta ocasión de los sentimientos de ésta, la comprendían perfectamente. Pero mientras que a ellas se las había enseñado a reprimir sus resentimientos y aceptar los designios del destino, Djamila estaba educada de otra manera. De espíritu independiente, hervía de indignación y se negaba a someterse. Cesó de llorar, bruscamente se irguió orgullosamente y con una voz serena y decidida, se dirigió a la niñera de su hija.
—Fatma, ve a contemplar la ceremonia. Yo me ocuparé de Amira.
Un tenso silencio descendió sobre la concurrencia y muchos pares de ojos estaban clavados en las manos del rabino Ezra: los de Ibn Zuhr, cuya penetrante y fija mirada estaba velada de inquietud; los de Da'ud, cuya inmutable compostura estaba ahora desmentida por el incesante movimiento de sus dedos sobre el borde de plata de su túnica; los del rabino Samuel, ojos de un anciano llenos de lágrimas de compasión; los de Sari, ahogados en un mar de angustia, y los de Djamila, ardiendo de resentimiento. Con un rápido y hábil movimiento de su reluciente cuchillo, Ezra introdujo a Hai ben Da'ud ibn Yatom en la ancestral alianza de Dios con el pueblo de Israel. Un estallido de voces surgió en el patio del jardín mientras la Multitud colmaba de bendiciones al niño circuncidado y a la gran familia de Ibn Yatom.
Este era el momento que Djamila había estado esperando. Con un amplio movimiento de sus vigorosos brazos levantó a Amira entre ellos y con pasos firmes y decisivos salió con ella al jardín. Allí permaneció de pie, desafiante, provocativa en medio de la ilustre asamblea masculina, en flagrante violación de todas las convenciones. Su actitud atrevida y agresiva fue como un grito desesperado de protesta: «Y mi hija, tu hija ¿es que ella no merece la bendición de los concurrentes?». Asustada por la multitud que se apretaba a su alrededor, Amira exhaló un grito penetrante. Las cabezas se volvieron ante la conmoción que se acababa de producir. Inquietas miradas se clavaron en el rostro del amo de la casa. Pero Da'ud permaneció impertérrito. Los gritos de Amira alcanzaron entonces un grado de frenesí. Con una fuerza inconcebible en un cuerpo tan pequeño, sacudió violentamente los brazos y las piernas, luchando furiosamente para soltarse de la presión de los brazos de su madre. Djamila no hizo nada para sujetarla. Todo su ser estaba dirigido hacia Da'ud, su esposo, como si por la intensidad de su voluntad pudiera conseguir que él le prestara atención. Pero de nada le sirvió. Con sus piececitos firmemente apoyados contra el pecho de su madre, Amira, en un empujón final, se soltó de ella. Con un gemido de pánico, cayó al suelo y su carita adquirió un tono azulado producido por el terror. Un escandalizado silencio se apoderó de la multitud y se intercambiaron miradas de sorpresa y asombro. Un hombre joven y tímido, a cuyos pies yacía Amira, la cogió en sus brazos, se la devolvió a su madre y con inesperada amabilidad las convenció para que se metieran dentro de la casa. Al mismo tiempo, y haciendo caso omiso de la terrible escena, Da'ud estaba devolviendo a Hai —calmando sus gritos con la gota de vino que se le puso sobre los labios— a los cuidados de su madre.
Así, con Hai suavemente acunado en el pecho de su madre y Amira protegida y a salvo en los brazos de la suya, se restableció el orden. La fiesta podía empezar. Los músicos rasguearon en sus guitarras las melodías, cuyo ritmo penetrante cayó, cautivador, sobre la concurrencia; los poetas declamaron sus elegantes versos, perfectamente rimados y finamente cincelados, en efusivos halagos de su anfitrión y señor, y el vino oscuro y espumoso salió abundantemente de garrafas de plata y de oro para caer en copas de oro y de plata. Los últimos invitados no se despidieron hasta que el repentino canto de un pájaro les recordó que estaba a punto de rayar el alba. Fue una ocasión que todos los que estaban allí presentes iban a guardar en su memoria durante muchos años, cada uno por razones propias.