XV

Bahya ibn Kashkil y su hija Djamila llegaron pronto, una hora después de la puesta del sol, a casa de Da'ud ibn Yatom. De estructura ósea grande, con los amplios y libres movimientos de su cuerpo que atestiguaban su vida al aire libre, estos movimientos resultaban desgarbados, fuera de lugar, en el sobrio refinamiento de la casa de un cortesano. A diferencia de su padre y de los otros, poco frecuentes, visitantes que en alguna ocasión penetraron en el sancta sanctorum de la casa de Da'ud, Djamila no manifestaba el menor indicio de timidez o asombro. Por el contrario, miraba en torno suyo con curiosidad mal disimulada, maravillándose de las alfombras de rico colorido, del delicado motivo floral de los mosaicos sobre el revestimiento de paneles, de las persianas de las ventanas tan delicadamente talladas que parecían bordados, de las sedas luminosas y los mullidos terciopelos extendidos sobre los divanes. «¡Qué lujoso y qué bello!», decían sus ojos mirando a uno y otro lado, pero Da'ud veía algo más detrás de esa admiración. La manera en que mantenía erguidos el cuello y los hombros, su aire de seguridad en sí misma, imbuido de un orgullo innato, parecían añadir confiadamente: «Yo también viviré un día con bienestar y con lujo».

Mientras Sari atendía a los recién llegados ofreciéndoles vino y dulces exquisitamente colocados en bandejas de plata, Da'ud conversaba en hebreo con Ibn Kashkil para comprobar su conocimiento de la lengua. Aunque resultaba algo básico, era correcto, suficiente para poder ayudar al nuevo maestro de la clase de párvulos en el estudio del Talmud Torá. Mientras escuchaba, observando todo el tiempo a Djamila con sus ojos serenos y silenciosos, Da'ud estaba pensando en añadir a su carta de recomendación que él cubriría, anónimamente, los gastos de la remuneración de su padre.

Con una breve inclinación de cabeza, Da'ud manifestó su aprobación ante las calificaciones académicas de Ibn Kashkil. Alentado por esta actitud, Bahya se inclinó hacia adelante sobre los cojines y aventuró, ya con más valor:

—No estoy familiarizado con las costumbres de aquí, pero en Marrakech Djamila solía ayudarme en la escuela del Talmud Torá en algunas materias de menor envergadura.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó Da'ud medio distraído, tratando de disimular su interés por la muchacha.

—En Marrakech y seguramente en Córdoba, solamente los pobres mandan a sus hijos a las escuelas de la comunidad. Las familias acomodadas tienen maestros y tutores en casa. Así que Djamila solía enseñar a los párvulos cosas elementales. Les lavaba las manos, los peinaba, remendaba su ropa y, si tenían hambre, persuadía con halagos al panadero más cercano a que les diera pan de pitta recién salido del horno.

—¿Se le pagaba por sus servicios?

—No, en absoluto —replicó Bahya, con cierta indignación en la voz—. Era su deber ayudar a su padre, así como echar una mano a aquellos que eran menos afortunados que ella.

Impresionado, Da'ud se volvió para dirigirse directamente a Djamila. Con refinado encanto y una nueva suavidad en la voz, le dijo:

—Asumiendo que el rabino Meir acepta mi recomendación de darle un empleo a tu padre, ¿estarías dispuesta a desempeñar esa misma función en nuestra escuela?

Con los ojos centelleantes de placer al haber sido interpelada por el gran Da'ud ibn Yatom, Djamila respondió con firmeza, sin el menor indicio de timidez:

—Por supuesto. Sería para mí un honor y un placer.

Da'ud llamó a un sirviente para que le trajera pluma y papel de su despacho. Rápidamente escribió su recomendación, expresada de tal manera que pareciera más bien una orden, la dobló, la selló y se la entregó a Bahya ibn Kashkil.

—Espero que esto te ayude a establecerte en tu nueva casa. Te damos la bienvenida a nuestra comunidad y te deseamos buena suerte en ella.

Fue Sari quien habló primero cuando ambos hubieron partido.

—Una joven fuera de lo corriente, ¿no te parece?

—¿Fuera de lo corriente en sentido positivo o negativo?

—Por supuesto, positivo. Parece tener tal confianza en sí misma y estar tan segura de lo que quiere y dispuesta a lograrlo, cualidades que yo nunca adquirí porque no tuve a nadie que me las enseñara —añadió melancólicamente.

—¿Cómo puedes establecer una comparación tan absurda? Tú eres la esencia de la dulzura, serenidad y comprensión del corazón humano, dones raros y valiosos que ella nunca poseerá. Djamila está ávida de todo lo que la vida le puede ofrecer.

—Esa es una aspiración perfectamente legítima. Mi destino era tal que lo único que le pedía a la vida era un mínimo de dignidad humana, alguna decencia elemental y un poco de afecto sincero; cosas sencillas, naturales y básicas que yo no tenía. Ella ha disfrutado de todas estas cosas. Eran sus derechos inalienables. Ahora busca esas cosas de las que considera que se le ha privado, todos los lujos de la vida más allá de su pueblo mísero y lejano. El que yo haya permanecido indiferente a la riqueza y el prestigio que tú me has conferido, no quiere decir que esta joven no obre bien al tratar de disfrutarlos.

—Puede que tengas razón —accedió Da'ud de mala gana, al levantarse para ir a ver a su padre antes de retirarse a su alcoba. En el corto camino que separaba su casa de la de sus padres, ordenó sus impresiones de este su segundo encuentro con Djamila. Al igual que él, Sari se había dado cuenta enseguida de su deseo de subir de posición. Es más, lo había justificado plenamente, poniendo de relieve el contraste entre ella y la recién llegada. Era precisamente ese contraste un augurio favorable para la relación entre ellas, un factor decisivo en las consideraciones de Da'ud, porque indudablemente no toleraría rivalidades en su hogar. Pero, ¿qué opinión le merecería a Sari que él se casara con Djamila con la sola intención de hacer uso de su cuerpo para engendrar un heredero? En cuanto a él, ni la amaba, ni la amaría nunca; le haría el amor, por lo tanto, sin amor. ¿No podría Sari, con todo lo que había sufrido a manos de los hombres, despreciarle por realizar un acto así, a pesar de lo mucho que lo alentaba a que tomara otra esposa? ¿Era el deseo de Djamila de ascender en la vida, deseo que su propia esposa alababa sin reservas, justificación suficiente o compensación de la manera de obrar deliberada, por no decir cínica, que estaba poniendo en práctica? Paradójicamente, anhelaba de su primera mujer, a quien amaba, la aprobación de su matrimonio con la segunda mujer, a quien no amaba...

¿Debería fingir que amaba a Djamila o enfrentarla francamente a la verdadera situación desde el principio? En cualquier caso, tendría que hacer un esfuerzo para atraerla; Djamila tendría que obtener algún placer para meterse en la cama con un hombre que tenía veinte años más que ella. Esta perspectiva le producía tedio, una situación para la que no tenía ni paciencia ni deseo, pero a menos que suscitara en Djamila cierto grado de pasión, sería incapaz de enfrentarse con la mujer que realmente amaba. Si su padre hubiera estado mejor de salud, le habría pedido consejo, pero tal y como estaban las cosas, no se atrevía a fatigarle. Esperaría un poco más, observaría más profundamente a Djamila, demoraría su decisión...

Cuando llegó a casa de sus padres Ya'kub ya dormía. En respuesta al ferviente ruego de su madre de que salvara a su padre, Da'ud reaccionó con un gesto de desesperación.

—He visto milagros de la naturaleza, he leído casos de otros pacientes, pero no está en mi poder el realizarlos —dijo, abrazándola afectuosamente. Estaban aún así cuando un imperioso aldabonazo sonó en la puerta que daba a la calle. Un momento después apareció Mustafá con un recado urgente para Da'ud. Tenía que acompañarlo inmediatamente al viejo palacio donde Alhákem, el hijo y heredero del califa, estaba enfermo.

Da'ud notó que Sola se puso rígida de indignación ante esta intromisión en la intimidad de su vida familiar. El hijo del califa podría estar enfermo, pero su marido, el padre de Da'ud se estaba muriendo. Da'ud compartía su irritación pero, a diferencia de ella, logró ocultarla.

—Es tarde, madre. Debes descansar un poco mientras padre duerme. Vendré mañana otra vez.

Da'ud encontró a Alhákem inusitadamente callado y meditabundo, postrado en su sofá, retorciéndose de dolor. Atormentado de ansiedad, Abderramán iba de un lado a otro de la habitación, desprovisto de todo su imperioso orgullo ante el sufrimiento de su hijo.

—¡Gracias a Dios que estás aquí! —exclamó, agarrando convulsivamente el brazo de Da'ud—. ¡Debe ser veneno! Uno de sus envidiosos hermanastros que está intentando deshacerse de él para apoderarse del trono cuando yo me muera. ¡Sólo tú puedes salvarle!

Soltándose suavemente de la mano del califa, que lo tenía atenazado, Da'ud permaneció de pie un momento y observó al paciente, antes de inclinarse para tocarle el cuello y la frente.

—De momento no hay fiebre. Si no aparece ninguna, podemos estar seguros de que un veneno no es la causa de esta enfermedad.

—¡Alabado sea Alá! —exclamó Abderramán—, yo no podría haber sobrevivido a una tragedia así.

—¿Dónde notáis el dolor? —preguntó Da'ud sentándose en el borde del sofá de Alhákem.

—Aquí —replicó el joven, señalando la parte inferior del diafragma y superior del abdomen—. Es como si me estuvieran cortando en dos.

Da'ud colocó la mano sobre el abdomen de su paciente. Estaba tenso como un tambor.

—¿Habéis tenido un dolor así alguna vez?

—Sí, pero no ha sido nunca tan agudo y generalmente pasa después de expulsar un flato.

—¿Cuándo lo notáis exactamente?

—Viene y se va sin regularidad alguna y hace ya años que me aflige, de hecho creo que desde mi adolescencia.

—¿Está relacionado con algún alimento o bebida?

—No que yo recuerde.

—¿Preocupación? ¿Inquietud? ¿Tensión?

Alhákem miró de reojo a su padre, que estaba escuchando palabra por palabra toda la conversación. Comprendiendo enseguida lo que ocurría, Da'ud ni siquiera esperó una respuesta. Presionando suavemente el abdomen de Alhákem, dijo:

—No habéis evacuado vuestros intestinos desde hace varios días.

—¿Cómo lo sabes?

—Un médico hábil averigua muchas cosas mediante el contacto de sus dedos. Os encontraréis mucho mejor después de una irrigación que os vaciará el cuerpo de toda la materia superflua y permitirá salir a los gases que lo han inflamado tan dolorosamente. Después de eso tomaréis un baño templado, beberéis una infusión de hierbas sedantes y descansaréis hasta mañana. —Volviéndose al califa, Da'ud continuó—: No hay motivo para preocuparse. Mañana vuestro hijo estará restablecido. Vigilando su dieta diaria, no tiene por qué sufrir otra indisposición así. Como médico vuestro que soy, os sugiero que vos también vayáis a descansar un poco. La preocupación y la ansiedad son perjudiciales para vuestro estado general de salud.

—No puedo descansar ahora. Estoy demasiado agitado. Un viaje a caballo a Medina Azara calmará mi agitación y Zahra tranquilizará mi alma atribulada.

—En mi capacidad de médico de la corte insisto respetuosamente en que permanezcáis aquí y tratéis de dormir.

—Te doy las gracias por tu consejo, pero hay momentos en que un paciente sabe mejor que su médico lo que le conviene.

Cuando el califa se hubo marchado, Da'ud administró rápidamente la irrigación a su hijo y heredero y esperó pacientemente a que surtiera efecto. Después se sentó al lado de su paciente hasta que éste se recuperó del trauma que se había producido en su interior.

—Y ahora decidme —empezó a preguntar cuando vio que el príncipe estaba relajado—, ¿qué es lo que os inquieta?

Alhákem se encogió de hombros con indiferencia.

—Nada en especial —replicó, reacio a revelar sus sentimientos más íntimos.

—¿Una cierta preocupación ante la idea de asumir el papel desempeñado por vuestro padre cuando llegue ese momento?

—Eres un hombre sabio y perspicaz, Abu Solimán.

—Os he estado observando desde que pasasteis de la juventud a la madurez. Me he dado cuenta de vuestras frecuentes visitas a la biblioteca mientras vuestros camaradas se habían ido de caza con sus halcones o estaban perfeccionando su habilidad en el manejo de la espada. Vuestra inclinación por lo espiritual con preferencia a lo material no es ningún secreto para mí. No obstante, vuestra preocupación ante tener que asumir las responsabilidades del gobierno, no tiene fundamento. Vuestro padre ha actuado de tal manera que la seguridad y prosperidad del reino, así como su administración, están bien aseguradas por muchos años. El edificio está construido sólidamente. Lo único que tenéis que hacer es mantenerlo.

—Con tu leal ayuda y sabio consejo, confío en lograrlo.

—Vuestra inteligencia natural y la cultura que habéis adquirido tan diligentemente, os capacitan admirablemente para la tarea, pero si ése es vuestro deseo, os serviré tan fielmente como he servido a vuestro padre. Pero ahora debéis relajaros, en mente y cuerpo, dejar que toda la tensión abandone vuestro cuerpo mientras flotáis en vuestro baño, y dormir hasta mañana por la mañana. Con vuestro permiso, me despido ahora.

—No. Quédate un momento. Tu presencia me calma y tranquiliza. Hablemos un poco del futuro. Es mi ardiente deseo elevar el prestigio de Córdoba a alturas que competirán con la gloria de Bagdad. Hay que ampliar la Gran Mezquita y embellecerla con elevados arcos y mosaicos resplandecientes. Y sueño con una biblioteca diez veces más grande que la que tenemos, con copias de todas las obras que se han escrito desde la antigüedad. Reuniremos una verdadera escuela de traductores que harán accesibles a todos los conocimientos, las ideas y los conceptos conocidos por el hombre desde los albores de la historia.

—Y debemos fundar un hospital y una escuela médica cuyos niveles de tratamiento e instrucción superen a los de la institución de Bagdad —respondió Da'ud con entusiasmo.

—Nada me proporcionará mayor placer. Hablaremos otra vez de esto cuando llegue el momento oportuno. Ahora me voy a sumergir en mi baño. Tienes mi permiso para retirarte.