XXIX
La marcha de Ralambo hizo revivir a Da'ud. Recuperó sus fuerzas y pudo, parcialmente, reanudar sus actividades en la corte. Tan impresionado había estado Alhákem por la determinación de su médico de conseguir la planta de la que se derivaba la así llamada droga maravillosa, tan activo interés había manifestado en la expedición a Malagasy, que mandó a sus más leales mensajeros —bien abastecidos de oro para sobornos— a todos los puertos a lo largo del susodicho viaje. Su misión era asegurarse de que se le diera al barco y a todos los miembros de su tripulación toda la ayuda que necesitaran, y de que no se les pusieran obstáculos en el camino. Si fracasaban, ya sabían cuál era el destino que les esperaba...
Pero el brote de energía de Da'ud no duró mucho. Cuando se echó encima el invierno y los vientos helados se precipitaban desde las colinas, capaces de enfriarle la médula al cordobés más fuerte y más curtido por el sol, su fragilidad volvió a ser evidente para todos. El tiempo que podía pasar en el palacio se hizo cada vez más corto hasta que finalmente tuvo que dejar de ir. Cada mañana se levantaba un poco más tarde, sus siestas se prolongaban tarde tras tarde, de manera que dejaba su lecho solamente unas cuantas horas al día. Sus intereses decayeron, sus deseos disminuyeron hasta el mínimo. Su mundo se iba encogiendo inexorablemente y su espíritu, también en decadencia, se encerró en sí mismo, en su lucha personal por la supervivencia.
Hai y Sari estaban desesperados. No solamente iba perdiendo fuerzas, sino que su carne se iba desintegrando ante sus ojos. Ni la papilla de cebada, ni la sopa de leche, ni ninguna de las otras exquisiteces que Sari le preparaba amorosamente parecían ser capaces de detener su declive físico.
—Es el frío —solía decir él mismo en un susurro, con una débil sonrisa en sus labios grises, cuando los dejaba, agotado, para meterse en la cama—. Cuando llegue el verano, me repondré de nuevo.
Pero cuando aparecieron los primeros brotes de la primavera y el aire dulce y cálido volvió a acariciar los tranquilos estanques y los elegantes cipreses de la gran ciudad de Córdoba, el escaso apetito de Da'ud disminuyó hasta casi desaparecer. El pánico se apoderó de su esposa y de su hijo. Noche tras noche, Hai hojeaba tratados y más tratados, en busca de algún remedio que, con el paso de los siglos, pudiera haber sido olvidado o pasado por alto. Estaba un día cerrando de mala gana su ejemplar de De Alimentorum Virtutibus, de Galeno, después de otra noche de búsqueda infructuosa, cuando sus ojos fatigados cayeron sobre un pasaje que había leído muchas veces antes:
«La gente de las antiguas generaciones vivían solamente del aloe porque proporcionaba alimento al cuerpo».
Pero Galeno no había especificado si estos pueblos antiguos estaban enfermos o sanos. Evidentemente, un paciente tan debilitado como su padre no podría soportar los efectos purgativos de tal nutrición. Pero... pero... Se levantó y recorrió la habitación a zancadas, y las paredes se llenaron de las sombras temblorosas de la vela que llevaba en la mano. ¿Y si el extracto contenido en la valiosa bolsa de Ralambo produjera el mismo efecto? ¿Era su precio tan elevado precisamente porque su poder para mantener la vida no estaba neutralizado por su bien conocida acción catártica? ¿Debería probarlo? Que su padre se estaba desintegrando como resultado de la corrosión de sus entrañas que la extirpación del tumor no había podido atajar, era algo evidente para él desde hacía tiempo. Lo era también para su padre, sin duda alguna, aunque Da'ud nunca lo había dicho. Después de todo había tratado a su padre por la misma enfermedad. Parecía que había poco que perder por intentarlo, una cantidad mínima, una sola vez...
Habló del asunto con Sari. Ella no puso ninguna objeción al experimento.
—Pero asegúrate de que vas a intentar sólo un poquito al principio —le precavió, tímidamente.
Sugirió que, para atenuar el sabor amargo del polvo, Hai lo mezclara con un dulce que ella hacía a veces de la raíz del malvavisco. No sólo era un manjar exquisito que le gustaba mucho a Da'ud. Era también algo que él mismo había prescrito para Ya'kub por sus efectos suavizantes en lesiones ocultas.
Una vez preparada la pasta, Sari formó con ella bolitas redondas que colocó en una bandeja de plata que dejó al lado de su marido, teniendo buen cuidado de no forzarle, por miedo a que le molestara su insistencia. Con gran alivio vio cómo Da'ud mordisqueaba los dulces, poco a poco, a lo largo del día, hasta que, cuando llegó la noche, había terminado la cantidad que le había preparado. ¿Se estaba haciendo ilusiones o parecía encontrarse un poco mejor a la mañana siguiente? De una manera u otra, era indudable que no estaba peor. A petición de Da'ud, prepararon una cantidad más grande el día siguiente. Llegada la noche, no quedaban en la bandeja más que una o dos bolas. Cuando se levantó a la mañana siguiente, su paso parecía más firme y su color menos ceniciento. Sari sonrió y le dijo que tenía mucho mejor aspecto, a lo cual él replicó con un centelleo en los ojos, que habían recuperado algo de su antiguo brillo:
—Te dije que me encontraría mejor cuando mejorara el tiempo.
Durante los días que siguieron, un suministro constante del dulce de malvavisco y un poco del extracto de Ralambo añadido en cada tanda se dejaban al lado de Da'ud. Dos semanas más tarde, no podía haber la menor duda: no había sufrido efectos purgativos y su salud había mejorado notablemente. Pero un nuevo pánico se apoderó de Hai y Sari. Casi la mitad del contenido de la bolsa se había utilizado ya. Si Ralambo no llegaba el mes próximo, se perderían todas las esperanzas de salvar a Da'ud. Hai se vio obligado a reconocer qué razón había tenido Da'ud en su inflexible actitud hacia el miserable nativo. Aunque no le había hablado a nadie de ello, Da'ud se daba cuenta evidentemente de la naturaleza de su enfermedad. En la «droga maravillosa», el elixir de vida como la había llamado Demetrio, él había visto su única esperanza de cura. Su básico instinto de conservación había dejado de lado cualquier otra consideración.
Pero, ¿dónde estaba Ralambo? Cuando la expedición se puso en camino, Hai la había considerado tan llena de peligros que tenía sus dudas de volver a ver al tal Ralambo. Pero ahora, como su padre, empezó a esperar, a rezar, a implorar con toda la fe de que era capaz, a apelar a cualquiera que fuera el ser supremo cuya existencia pusiera en orden la confusión de la creación, que Ralambo volviera con el extracto antes de que se vaciara la bolsa y no hubiera ya nada entre su padre y su inevitable descenso a la tumba.
Las manos de Sari temblaban incontrolablemente al mezclar el último grano del polvo parduzco con su dulce, más una lágrima que había caído en la vasija.
Hai procuraba estar en casa todos los días antes de que Da'ud se despertara de su siesta. Con esa única mezcla de compasión, ternura y vibrante sensibilidad que le caracterizaba, cogía el brazo de su padre en un gesto de compañerismo, disimulando el apoyo que le prestaba, y juntos paseaban entre los cipreses del jardín acuático, hasta que Hai notaba un titubeo en el paso de su padre. Entonces sugería que era ya el momento de aplicar la cataplasma a sus articulaciones doloridas y cubría las rodillas de su padre con la suntuosa piel que el califa le había enviado con sus mejores deseos para una rápida recuperación. A continuación se sentaba al lado de él, mientras Da'ud se reclinaba en el diván, picoteando débilmente las suculentas frutas y delicados dulces con los que Sari intentaba tentarlo.
Dos o tres veces por semana, Alhákem enviaba un emisario personal para interesarse por la salud de su médico, y preguntaba si había alguna manera en la que pudiera ayudarle. El mensajero le confió a Hai, más de una vez, que el califa estaba profundamente afectado por la enfermedad de su padre. Era su costumbre enviar a uno de los médicos de la corte para prestar sus servicios a sus consejeros más allegados, pero ¿quién podría mandar a aquel que, en habilidad y conocimiento, los superaba a todos? ¿Y quién se ocuparía de él, cuando le llegara su hora, si el gran Da'ud no se recuperaba?
Por orden del califa, se mantenía estricta vigilancia en el puerto de Sevilla para que, en el momento en que regresara la expedición, la valiosa sustancia fuera enviada a toda velocidad a Córdoba, bajo estricta custodia. Una agonizante semana seguía a otra igualmente agonizante. Conforme pasaban los días, Sari estaba cada vez más pálida e inquieta y Da'ud se había convertido en una figura espectral, casi transparente. A veces, su espíritu, separado del cuerpo, parecía flotar hacia esferas que sólo él conocía. Hai permanecía sentado horas y horas a su lado, con los ojos llenos de lágrimas de una compasión que estaba desintegrando su propio ser. Su mente deseaba el regreso de Ralambo con tal intensidad que la presión que ejercía en él llegaba a los mismos extremos de su resistencia física. Se negaba a perder la esperanza, a someterse resignado, a ceder a la frustración que conocen bien todos los médicos cuando no tienen poder para impedir que una vida, de la que han cuidado, se les vaya de las manos. Mañana, el día siguiente, lo más tarde la semana siguiente, la expedición regresaría con el extracto que había detenido el descenso de Da'ud y él retrocedería sano y salvo del borde sobre el cual se estaba tambaleando.
Hai estaba sentado una tarde sumido en estos pensamientos, como si por la mera concentración e intensidad de su voluntad pudiera acelerar la llegada de la expedición, cuando su padre abrió sus cansados ojos. Tomando una de las largas y delgadas manos de su hijo tan parecidas a las de Sari, tan semejantes a una hoja cuando las tocaba, entre las suyas, frías, azuladas, esqueléticas ahora, habló con una firmeza de que hacía tiempo había carecido su voz:
—Es hora de que hablemos, hijo mío. Hay ciertas cosas que deben decirse mientras que yo tenga fuerza para hacerlo. Durante toda mi vida he abrigado la esperanza de que sigas mis pasos como médico de la corte y confidente del califa reinante, de que llegues a la fama, al poder y a las riquezas, aún más lejos de lo que he llegado yo. Pero he notado siempre en ti una aversión hacia las crudas realidades de la vida en los corredores del poder. Ahora que has madurado, me he dado cuenta de que no eres persona adecuada para una vida de fingimiento e intriga. Tu camino es otro. Has heredado la integridad de tu madre y su profunda sensibilidad ante el sufrimiento humano. Esto, combinado con tus grandes facultades intelectuales, harán de ti un médico en el auténtico sentido de la palabra, alguien que cura porque lo que desea es eso: curar.
»He esperado pacientemente a que completaras tus estudios de medicina antes de compartir contigo una impresión que he abrigado desde hace mucho tiempo acerca del Gran Antídoto. Cuando lo preparé por primera vez para Abderramán III, le aconsejé, en un momento impulsivo, que tomara una pequeña dosis como medida preventiva si se encontraba expuesto al peligro de mordeduras de serpiente. Hizo lo que le aconsejé y después de haber sido mordido, no sufrió efectos de ningún tipo.
—¿Ninguno en absoluto?
—Ninguno en absoluto.
—¡Increíble! —exclamó Hai, como había hecho Ibn Zuhr antes que él, hacía ya muchos años.
—La única persona a quien hablé de este fenómeno fue nuestro maestro, Ibn Zuhr. Observó, con mucha razón, que puesto que el califa había tomado una dosis completa del antídoto después de haber sido mordido, no era posible demostrar su efecto preventivo. Ni se puede hacer sin exponer a alguien a un peligro mortal. No obstante, sigo convencido de que mi intuición era acertada. Te informo de esto, hijo mío, para que hagas lo que quieras con esta información. Pero ocurra lo que ocurra, no renuncies de ninguna manera al privilegio, conseguido con tanta dificultad, de asegurar que el próximo califa disponga de suficiente suministro del Gran Antídoto. Esto te garantizará un punto de apoyo en el palacio, ventaja que no debes desdeñar.
Trabajosamente, Da'ud cambió de postura, tomó unos sorbos de agua y descansó un poco antes de continuar.
—En cuanto a la «droga maravillosa» de Ralambo, apenas es preciso que te apremie a que continúes, sin tregua, a la búsqueda. Si nuestra expedición no regresa (según mis cálculos, debería haber llegado ya), no por eso abandones la búsqueda. Haz uso con prodigalidad de la vasta fortuna que ha acumulado la familia, manda más hombres a la isla Roja para localizarla y no descanses hasta que la hayas descubierto. Yo sentí la oleada de vitalidad que me proporcionó.
—¿Tú...?
—Sí. Por supuesto que lo sabía, hijo mío. Por mucho que la endulzarais, era imposible ocultar la peculiar amargura de su sabor.
— Entonces, ¿por qué...? —tartamudeó Hai.
—Se podría decir que actué en complicidad contigo y con tu madre para evitaros a ambos la angustia adicional de que mi última esperanza se desmoronara. Por supuesto tenía esperanzas, como las tendría cualquier mortal, pero con las reservas características de cualquier investigador. No sé si el extracto me podría haber salvado. Lo único que puedo confirmar es que hizo correr por mis venas una corriente vivificante. Continúa la búsqueda, hijo mío, continúala.
—Pero, padre —interrumpió Hai, sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas—. El barco puede llegar un día de estos. El mismo califa ha ordenado poner una vigilancia permanente en el puerto para que, en el mismo momento en que atraque el barco, un mensajero especial traiga el extracto a Córdoba a toda velocidad.
—Dudo que haya aún tiempo —murmuró Da'ud—. Un hombre puede sentir en sus venas cuando... cuando...
Apretó la mano de Hai y las lágrimas hicieron brillar sus ojos oscuros y ya no silenciosos, mientras que Hai sollozaba desconsoladamente.
—No llores, hijo mío. Ni el hombre más sabio, ni el más poderoso, puede evitar o prevenir o vencer esto que Dios, o la naturaleza, según las convicciones más íntimas de cada uno, ha decretado para todos los seres vivos.
Cerró los ojos un momento, sacando fuerzas de flaqueza para continuar expresando sus pensamientos hasta el final.
—Como ya te he dicho, no puedo obligarte a que sigas mis huellas en la corte del califa, pero sí quisiera encarecerte a que asumieras la dirección de la comunidad judía que tu padre y tu abuelo ostentaron antes que tú. Tu derecho de nacimiento, educación y medios económicos te preparan admirablemente para esta misión y no tengo la menor duda de que, a pesar de tu juventud, la desempeñarás con la misma dedicación para el bienestar de nuestro pueblo de que dieron muestra tus antepasados. Tampoco tengo necesidad de hacer hincapié en que te comportes con la modestia y discreción que son el sello de la familia Ibn Yatom. De hecho, nunca fue necesario instruirte en relación a esta actitud. Estas cualidades son innatas en tu naturaleza.
»Considero también superfluo recordarte la responsabilidad que tienes hacia tu madre, la única mujer a quien jamás amé. Pero sí siento la necesidad de hablar de la otra familia. —Aquí Da'ud hizo una pausa, escogiendo con cuidado sus palabras—. No has hecho nunca un secreto de tu afecto por ellos. Cuando eras niño, esto era indudablemente espontáneo. Era natural que sintieras una afinidad hacia tu hermanastra, con la que pasaste los primeros años de tu vida entre estas cuatro paredes, natural también el que buscaras la compañía de gente joven de tu generación. Pero una vez que te hiciste mayor, tenía la impresión de que sentías cierta obligación de compensarlos en algún modo por lo que tanto tú como tu madre considerasteis manera injusta en que yo los trataba. Nunca llegué a reconciliarme con la situación que yo mismo creé. Sin embargo, al mirar hacia atrás desde mi lecho de muerte, sigo estando convencido de que en las inverosímiles circunstancias que surgieron, obré en beneficio de todos los que estaban implicados en este asunto. Cuando me casé con Djamila para asegurar mi descendencia, nunca me pude imaginar que el resultado sería que Sari te concebiría y daría a luz a ti, mi único hijo. Pero eso es un asunto muy íntimo que concierne sólo a tu madre. Si así lo desea, tal vez te revele algún día la verdad de los hechos. Sea como sea, una vez que tú llegaste al mundo, no hubo lugar ni en mi corazón ni en mi casa para Djamila y nuestra hija. Me pareció preferible darles la oportunidad de vivir sus vidas de una manera humana, digna y modesta, mejor que exponerlas a una perpetua humillación tras una distinguida fachada. ¿Que hice mal en humillarlas? Sin duda alguna. Pero fue un impulso que no pude controlar. Compréndelo y acéptalo, hijo mío, pero si no puedes, al menos no me juzgues.
»A su debido tiempo, tú también te casarás. Como me pasó a mí, tienes suerte de no estar obligado a buscar la riqueza y la distinción en el momento de elegir una esposa. Sigue, por consiguiente, las inclinaciones de tu corazón. Como hijo de Sari y Da'ud, no te traicionarán. Eso es todo lo que tengo que decirte, hijo mío. Ahora quisiera descansar.
Hai ayudó a su padre a recostarse sobre sus cojines. Con infinita suavidad lo cubrió con sus pieles y, con las lágrimas cayéndole por las mejillas y mezclándose con las de su padre, le besó en la frente y le deseó una noche tranquila.
Pero no lo iba a ser.
De madrugada, un penetrante grito de agonía desgarró el aire de las primeras horas del nuevo día. El espectáculo que se ofreció a los ojos de Sari, al precipitarse a la cabecera de Da'ud la dejó enmudecida de terror. De todos los orificios de su cuerpo salían humores de color negro verdoso, fluidos letales que iban consumiendo la misma esencia de su ser. Hai le acarició la frente y cogió el rostro demacrado de su padre entre las manos, manos que le prodigaban el único remedio que le podían ofrecer: su amor y su infinita compasión. Ni todos sus conocimientos médicos, ni su familiaridad con la muerte, podían impedirle que tratara de capturar el espíritu de su padre que se escapaba por momentos, y sujetarlo entre las temblorosas yemas de los dedos para conservarlo para la eternidad. La agonía y la incapacidad de hacerlo estaban grabados en su rostro, y la ira le consumía el alma. La lucha se terminó con las primeras luces de la mañana. Aplastado por la derrota, abrumado por el dolor, Hai rodeó el cuerpo de su madre con sus brazos y ambos, juntos, sollozaron en silencio.