XXXVI

Algo vital se quebró dentro de Hai después de la muerte de su madre. Su vibrante sensibilidad, esa rara cualidad que hizo de él el gran médico que fue, lo convirtió en un ser tan emocionalmente frágil, que no era capaz de aceptar la pérdida de aquéllos a quienes más había amado. Era como si se hubiera desgarrado una parte de su ser, dejando una herida abierta para la cual no había remedio. En su infinito dolor fue a Dalitha a quien se dirigió en busca de consuelo, y su necesidad era tan apremiante que la obligó a salir de su propio dolor, un dolor no expresado. Igual que Hai había socorrido a otros, dándoles con prodigalidad hasta agotar sus propios recursos internos, ella tenía que socorrerle a él.

Su tristeza los unió más. Durante algún tiempo Dalitha pensó que su marido era una vez más enteramente suyo, que no lo tenía que compartir con los otros muchos cuyo bienestar se había convertido en su principal preocupación. Su vuelta a ella, su implícita seguridad en que ella le ayudaría a recuperar su estabilidad emocional, Dalitha las atribuía a una cierta compensación por la pérdida de la mujer que ambos habían amado. Pero no la cegó. Aunque su acercamiento había llevado una nueva dimensión a su amor, tenía que ser, inevitablemente, de corta duración. Conforme iba disminuyendo el dolor de su desconsuelo inicial, la obsesión de Hai por encontrar la panacea para curar los sufrimientos del hombre lo volvería a absorber, y ella sería relegada a segundo término en la escala de sus prioridades. Una vez más, se resignaría sin quejarse; porque a pesar de todo el amor que los había unido desde su infancia, Dalitha se habría dado cuenta hacía tiempo de que era impotente para desviar a su marido del sendero a lo largo del cual le empujaban sus extraordinarias cualidades.

Un año después de la muerte de Sari nació Natán, el segundo hijo de Dalitha y Hai. Fue sólo entonces, en los amorosos cuidados prodigados a esta vida nueva y tierna, cuando Hai encontró un bálsamo para curar su alma dolorida.

A Amram no le gustó desde el primer momento aquella criatura arrugada que berreaba sin cesar y que usurpó su sitio como el eje alrededor del cual giraba la casa. Aunque se daban cuenta de la manera en que había reaccionado, ni Hai ni Dalitha podían compensarle por la atención a que tenía derecho su hermano pequeño. Con el paso del tiempo su resentimiento se hizo más profundo, y siguió consumiéndolo durante muchos años.

Conforme los niños iban creciendo, aumentaba también el asombro de sus padres ante la enorme disparidad de sus caracteres. Mientras que Natán parecía haber heredado la sensibilidad y suavidad de su padre, Amram era tan distinto a los dos que había veces en que apenas podían reconocerlo como a su hijo. Poco después del nacimiento de Natán empezó a presentar síntomas de una agresividad que desentonaba con la atmósfera pacífica que reinaba en casa de Hai. Solía aislarse durante horas y horas, totalmente absorto en batallas libradas entre ejércitos opuestos de soldados de plomo en miniatura, y sus gritos estentóreos, al enfrentar un ejército contra el otro, resonaban por la casa de campo exacerbando los nervios de los pacientes de Hai que esperaban a pasar a su consulta. Intrigado por los colores chillones de los soldados de juguete, Natán se aproximaba tímidamente a su hermano, ávido por participar en los juegos bélicos; pero Amram lo empujaba bruscamente, excluyéndolo de los triunfos de sus ruidosas campañas militares. Alicaído, Natán volvía a donde estaba su madre y se agarraba a sus rodillas para ocultar su desilusión. Con el corazón lleno de compasión por él, Dalitha interrumpía su versión hebrea del último tratado de Abu'l Kasim y sentaba al niño en las rodillas para consolarlo.

Aunque Amram resultó ser un estudiante tan brillante como la precocidad de su infancia había pronosticado, mostró poca aptitud para la práctica de la medicina, con no poca desilusión de su padre, cuyas esperanzas se vieron defraudadas. Adolescente inquieto, inició pronto la costumbre de ausentarse de casa más a menudo y durante periodos más largos de los que Hai consideraba justificados. Cuando se le preguntaba dónde había estado, solía contestar que estudiando poesía árabe con amigos musulmanes en Córdoba. Pero eso era verdad solamente en parte. La realidad era que pasaba mucho de su tiempo vagabundeando por las calles y mercados de la bulliciosa ciudad, con los oídos bien abiertos a lo que se decía a su alrededor.

Al volver de sus merodeos por la ciudad, las conversaciones que mantenía con su padre eran de un tenor sin precedentes entre las tranquilas paredes de la casita de campo. ¿Por qué, preguntaba apremiantemente Amram, había dado su padre, deliberadamente, la espalda a la corte, donde se hallaba la sede del auténtico poder? Y, si por elección propia había rechazado el poder y la influencia política, ¿por qué permaneció también indiferente a la riqueza material, la única otra forma de poder que podía servirle de defensa? ¿Por qué rehusaba cualquier forma de pago de la mayoría de sus pacientes, y aceptaba sólo honorarios simbólicos de personas que podían pagarle? Serena y pacientemente, Hai explicaba a su rebelde hijo que había presenciado demasiados sufrimientos para apreciar el valor ilusorio de las riquezas del mundo. Todos los hombres eran iguales frente a la enfermedad, le decía una y otra vez, y sus fortunas ni les servían de nada ni los podían consolar. Por ello él, Hai, no tenía derecho a explotar sus sufrimientos en provecho propio. El ver a sus pacientes levantarse de sus lechos de enfermo y reanudar una vida normal tenía más valor para él que una docena de cofres llenos de oro.

¿Y qué decir de la situación de su madre en todo esto?, Amram se sentía a menudo tentado de preguntarle, agresivamente, a su padre, al igual que su abuela Djamila se había atrevido a desafiar a Da'ud el día de la circuncisión de Hai. Con el paso de los años, Amram había visto a su padre sumergirse tan profundamente en sus observaciones e investigaciones, que parecía haberse olvidado de la presencia de Dalitha. ¿Qué derecho tenía él de dejar que esa desmedida ambición de sobrepasar los límites del conocimiento humano, le cegara a las necesidades de aquellos seres más queridos y allegados? ¿No merecían ellos también la ternura que prodigaba a sus pacientes? Su madre había mantenido valerosamente su actitud de respeto y admiración por él, sin dejar salir de sus labios la más leve expresión de protesta. Se había refugiado simplemente en sus traducciones, pero el descuido en que la tenía provocó la tristeza en sus profundos ojos oscuros y su envejecimiento prematuro. Amram estaba deseando ver si era capaz de hacerse valer y exigir de Hai una muestra del amor que ella bien se merecía, una señal de agradecimiento por su incondicional entrega a su marido. Pero ni siquiera Amram se atrevía a introducirse en un terreno tan delicado, como no se atrevió jamás el propio Hai a inmiscuirse en la intimidad de su madre para interrogarla acerca de las circunstancias de su nacimiento. Las desagradables conversaciones entre padre e hijo dejaban a aquél profundamente melancólico y a Amram lleno de amargo resentimiento por la entrega de su padre a la ciencia y práctica de la medicina, con exclusión de todo lo demás. De todo lo que había oído y asimilado durante sus correrías por las calles de Córdoba, era evidente que el califato de Córdoba, con todo su poder y magnificencia, sólo podría sobrevivir mientras estuviera sentado en su trono un gobernante poderoso a quien nadie se atreviera a desafiar. Se desintegraría totalmente con la más ligera grieta en su cuerpo gubernativo, y los elementos de que estaba compuesto se lanzarían a una lucha feroz para tratar de apoderarse de un fragmento de ese poder y detentarlo ellos mismos.

¿Qué tenían en común, solía interrumpir Amram a su padre, pidiéndole explicaciones, los mercenarios beréberes sedientos de sangre que Almanzor había traído del norte de África para reforzar su ejército, hombres que ejercían el poder militar, con los eslavos del este de Europa, antiguos esclavos que habían ascendido hasta ocupar las filas de la administración y que, como tales, ejercían el poder de manera distinta? ¿Y con qué ojos se imaginaba Hai que los nativos andaluces veían a estos dos grupos extraños que se habían establecido en su tierra y vivido de ella? Cuando llegara el momento oportuno, las tres fuerzas librarían una batalla sin cuartel por conseguir una parte de los vastos territorios que habían explotado los Omeyas, pero que eran entonces incompetentes para gobernar. Sin influencia en la corte, ni fortuna con la que comprar protección, ¿cómo pensaba Hai defenderse en los difíciles tiempos que le esperaban?

—A los médicos se los busca más que nunca en tiempos así. Es su protección lo que los protege —era la invariable respuesta de Hai.

—No tengo estómago ni para la sangre ni para las fístulas. Tendré que buscar otra manera de asegurarme mi futuro.

—Cada hombre debe seguir sus inclinaciones naturales —solía murmurar Hai—, pero sea cual sea el camino que elijas, hijo mío, camina en él con modestia. Ese es el precio de nuestra supervivencia.

Abrumado por el peso de su dolor ante la rebeldía de su hijo, Hai se volvía entonces a su otro hijo, el suave y afectuoso Natán, que, al menos así le parecía a él, estaba destinado a seguir sus pasos.

 

 

Almanzor murió como había vivido. Expiró cuando regresaba de una victoria más sobre sus vasallos cristianos, una campaña precedida por el simbólico saqueo de Santiago de Compostela, el santuario sagrado de los cristianos. Cuando llegó a Córdoba la noticia de su muerte, Amram anunció su decisión de dejar la casa de su padre. Aunque profundamente entristecido, Hai estaba convencido de que, como hijo pródigo, su primogénito volvería a él. Amram sabía que no.

Como gesto de despedida, Hai le pasó a Amram la composición exacta del Gran Antídoto, junto con su consejo de que lo administrara como protección contra la plaga: «Este conocimiento, hijo mío, puede a fin de cuentas ser tu mejor defensa».

Aunque Amram estaba tan separado de su hermano como lo había estado siempre, Natán no pudo contener las lágrimas al verle marchar.

 

 

Ataviado con la acostumbrada y característica túnica oscura de la familia Ibn Yatom, Amram ben Hai ben Da'ud ibn Yatom recorrió las provincias de al-Andalus, desde Sevilla en el oeste, a Granada en el este, observando y absorbiendo, escuchando y aprendiendo. Por doquiera que iba se volvían las cabezas y se levantaban las miradas con expresión inquisitiva al paso de este desconocido, alto y bien plantado, cuyos movimientos, los de su abuela Djamila, eran sueltos y fáciles y cuyos ojos azules contrastaban marcadamente con su cutis oscuro. Pero eran su refinada dicción y su elegante forma de hablar las que le ganaban la admiración de todos los que le conocían, e inspiraban confianza en los que hacían uso de sus talentos. Unas veces actuaba como intermediario en transacciones de negocios entre judíos y musulmanes, con la diplomacia que había adquirido en el curso de sus correrías juveniles por los atestados mercados de su ciudad natal. Otras ponía sus conocimientos literarios al servicio de este principillo beréber iletrado o aquel esclavo eslavo manumitido, hombres que, por la fuerza de las armas, habían forjado sus propios dominios independientes de los fragmentos de un califato hecho astillas.

Precisamente como había previsto, el glorioso reino heredado por el impotente Hixem II se había desintegrado después de la prematura muerte de 'Abd al-Malik, el hábil hijo y heredero de Almanzor. Cuenta el rumor que el hachib fue envenenado por su hermano menor, comúnmente conocido por Sanchol que asumió pronto su papel. Joven vanidoso, arrogante, aficionado al placer, hijo de una princesa cristiana de Navarra, Sancho manifestó evidente desprecio por las costumbres musulmanas, como para arrojar sus orígenes cristianos a la cara de sus descontentos súbditos, víctimas de abusivos impuestos. Pero su última locura fue forzar al desventurado Hixem II a que lo nombrara heredero a su título de califa. Furiosos, los ciudadanos de Córdoba se sublevaron, y hundieron el califato en una vorágine de caos de la cual no iba a emerger nunca, quedando sus vastos territorios como presa de todo el que pudiera empuñar la espada o el estoque.

 

 

Apartando momentáneamente la mente de la turbulencia de los tiempos, Amram se recreaba en una cálida sensación de euforia mientras se paseaba por la orilla del mar, más allá de las macizas murallas de Málaga, cuyas torrecillas, en forma de media luna, colgaban suspendidas sobre la costa. El mar estaba en calma y el centelleo del sol sobre su superficie actuaba en complicidad con la euforia de su propio espíritu. Acababa de completar un trato fabuloso entre un vendedor nubio que ofrecía un deslumbrante despliegue de piedras preciosas sin tallar, y Joseph ibn Aukal, el joyero más famoso de todo al-Andalus. Como muchos otros judíos, había encontrado refugio del generalizado caos en el puerto tranquilo que Málaga continuaba siendo, ejerciendo su oficio y acumulando una gran fortuna, sin que nadie le interceptara el camino. ¡Qué ingeniosa, se decía Amram, sonriendo, mientras contemplaba cómo la luz del sol jugueteaba ligeramente con el rizado oleaje del mar, qué ingeniosa la manera en que él había procurado que el propio sol cerrara el trato a su favor! Porque al volcar las joyas desde la ancha palma sudorosa de la mano del nubio hasta su propia mano fina y delgada —la mano de Sari, la mano de Hai— habían salido de las húmedas sombras del bedestan a la clara e intensa luz del día, inclinando la palma de su mano hasta que el sol arrancó brillantes destellos a los ardientes rubíes y al oscuro verdor de las esmeraldas. En un abrir y cerrar de ojos Joseph ibn Aukal se había imaginado el bello aspecto de las monturas de oro y aljófares en las que colocaría las joyas para exhibirlas de manera que resultaran lo más atractivas posibles. Su único deseo era que sirvieran de adorno a una mujer cuya belleza superara a la de ellas. Tan contento se sintió el nubio por haber vendido todo lo que tenía a un solo comprador, tan ensimismado estuvo el joyero en la contemplación de la perfección de las piedras preciosas, que ambos habían accedido a pagar la exorbitante comisión que Amram pidió, pero que nunca esperó obtener.

Con una suma así, bien guardada en el bolsillo, podía pensar en comprarse una casa, tal vez al pie del Faro de Djabal, rodeada de cipreses, cerca de las murallas del castillo. Se inclinó distraídamente para coger una concha de forma oval, cuyos delicados dibujos habían atraído su mirada: desde el centro, rayas en que alternaban los colores marrón, beige y blanco, con sus matices armoniosamente mezclados, salían como radios hasta el borde, con un ritmo y una proporción cuya perfección no podría haber sido creada por la mano del hombre. Ésta era la perfección de la creación que nunca había dejado de sorprender a su padre, recordaba Amram con la ternura que la distancia prestaba a sus recuerdos de Hai. Si tal perfección era de este mundo, ¿qué contribuyó a estropearla? ¿Se había cansado o aburrido Dios de su creación? ¿O había encontrado un caprichoso tipo de placer en la aberración, el desorden y el sufrimiento humano? Si era así, ¿cómo adorarlo como un ser sabio, misericordioso y omnipotente, un ser consciente del bienestar del ser humano? Frustrado, como Da'ud y Hai, y todos los filósofos que lo precedieron, Amram volvió a dejar la concha en la playa, renunció a su inútil interrogatorio y volvió a la mundana cuestión de comprarse una casa.

Debería tener un pórtico, con esbeltos arcos de herradura a través de los cuales contemplaría el panorama, en constante cambio, del cielo y del mar. La idea le agradaba. En Málaga la seguridad estaba garantizada porque el gobernador eslavo de la ciudad, esclavo manumitido de uno de los cortesanos de Alhákem, había establecido un pacto con los jefes beréberes itinerantes que garantizaba que no tocarían sus dominios. Indudablemente los beréberes habían concluido tal pacto por pura necesidad: un enclave pacífico donde se comerciara sin interrupción era vital, si sus hombres podían estar seguros de tener un suministro regular de alimento, armas y municiones, para montar sus ataques contra los vestigios del califato.

Una casa, tal vez una esposa, continuó Amram soñando despierto, en su camino de regreso a la ciudad, con la sólida fortaleza de torres cuadradas que la amparaba desde la cima de la colina del Faro Djabal, proyectando su sombra protectora sobre las viviendas que yacían amontonadas unas sobre otras, dentro de las murallas en la llanura de abajo. El rítmico chapoteo del mar, el perfume de la madreselva y el jazmín que llegaban hasta él desde los cercanos jardines del palacio, le arrullaban sumiéndolo en una rara euforia.

Por consiguiente, quedó enormemente sorprendido cuando vio a Joseph ibn Aukal que iba corriendo hacia él a lo largo del sendero arenoso entre las murallas de la ciudad y el mar, sujetándose con las manos su impecable túnica blanca alrededor de los tobillos para poder moverse más deprisa.

—¡Un gran desastre ha asolado tu gran ciudad de Córdoba! —gritó tan pronto como llegó a una distancia desde donde se le podía oír. Sacando una carta de uno de los bolsillos de su gellebiah, la agitó en el aire con ademanes de loco, mientras continuaba, casi sin aliento—. Los rumores que han recorrido todos los rincones del bedestan estos últimos días no son nada comparados con la realidad que uno de mis clientes me ha descrito en esta aterradora carta. No sólo el implacable asedio que los beréberes pusieron a la ciudad logró, al privar de alimento a sus habitantes, obligarlos a rendirse, a pesar de sus valerosas declaraciones de que estaban dispuestos a morir antes de caer en manos de los beréberes, sino que, al entrar en la ciudad, esos bárbaros perpetraron una matanza indescriptible. Niños de pecho asesinados en los brazos de sus madres y venerables teólogos que jamás en su vida habían empuñado un arma, apuñalados por la espalda al entrar en sus casas de estudio, y la sangre que rezumaba de sus heridas tiñó de color rojizo sus cabellos blancos. Y si se sabía que una mujer poseía una fortuna, se la colgaba de los pechos hasta que confesaba dónde estaba el dinero. En cuanto al botín, lo dejo a tu imaginación. Una vez que todos los objetos de valor se habían sacado de las casas de los ricos, se incendiaron villas y jardines. Lo único que queda de las bellas residencias en los alrededores de la ciudad, por el sector occidental, es un desierto humeante donde los chacales aúllan a la luna en mitad de la noche.

Amram palideció.

—¿Dónde puedo encontrar el caballo más rápido de Málaga? —exclamó, agarrando con todas sus fuerzas el brazo del mercader.

—Déjalo en mis manos.

 

 

Amram recorrió el viaje de cuatro días de Málaga a Córdoba en menos de tres. Sin detenerse, cabalgó por el levemente ondulado paisaje, ciego a su belleza de un color verde suave, con su tierna película primaveral salpicada de frágiles flores multicolores que el despiadado calor del verano no había marchitado aún. En su amargura, Amram habría considerado probablemente toda esa belleza como una cínica ilusión: la belleza de la naturaleza como la máscara del arte para ocultar su crueldad...

El hijo primogénito y rebelde de Hai ibn Yatom nunca había deseado más fervientemente que se confirmara la verdad de los argumentos de su padre. Sólo deseaba una cosa: encontrar a Hai y a su hermano Natán, por muy extenuados que estuvieran, prodigando sus cuidados a los heridos de Córdoba en la casita de campo que había sido su hogar, con el ejercicio de su profesión al servicio de la protección de la familia... Si hubiera creído aún en el Dios de sus antepasados, habría rezado, pero el brutal salvajismo de las hordas beréberes —ellas también creación de Dios— había destruido para siempre su fe en la existencia de un ser más elevado. Y si este Ser fuera el misericordioso y omnipotente Ser en que los hombres querían, y necesitaban, creer, ¿cómo podía permitir que se perpetraran tales horrores contra inocentes seres humanos? Pero, si no existía, ¿a quién o a qué podía acudir el hombre ordinario cuando se le negaba cualquier tipo de socorro? En la mente lúcida y perspicaz de Amram, la fe ciega y la desesperación abismal se alzaban una frente a otra. Ninguna de las dos ofrecía una solución. ¿Qué hacer, entonces? ¿Sólo una despiadada lucha para sobrevivir, cada hombre consigo mismo, de acuerdo con las implacables leyes de la naturaleza, donde no había templo ni sacerdote por cuya mediación suplicar misericordia de éste o aquel Dios Todopoderoso?

Era casi mediodía cuando Amram divisó la casa. El espectáculo de los buitres, trazando círculos y bajando en picado, el hedor de carne humana en descomposición que le entraba por las aletas de la nariz, conforme Amram se iba acercando, extinguieron la débil esperanza que había albergado durante su viaje. Y, sin embargo, al entrar en la casa, se fue inclinando para dar la vuelta a las docenas de cadáveres mutilados que encontró tirados en el suelo, razonando contra toda razón que, si no encontraba a su padre, a Natán y a su madre entre ellos, tal vez se les hubiera otorgado cierta protección... Pero conforme se abría paso entre los muertos, sabía que no había podido ser así. Hai ibn Yatom no habría abandonado a los heridos que habían ido a él cojeando y arrastrándose en busca de ayuda, y Dalitha, por su parte, no habría abandonado nunca a Hai. Por la postura en que finalmente los encontró, era evidente que su padre había sido asesinado cuando estaba de rodillas atendiendo a un paciente, cuyo cuerpo estaba cubierto de cuchilladas. Él mismo había sido atravesado por detrás con una espada que, esperaba Amram, le habría quitado la vida en el acto. Había caído al suelo de lado y su cuerpo se había quedado rígido, adquiriendo la patética curvatura de un feto. A Dalitha la habrían arrojado también al suelo, cuando se dirigía a ayudarle. Imposible saber cuántos brutos la habían violado antes de estrangularla...

Ciego, dando traspiés, pasó por los otros cadáveres y salió tambaleándose de la casa. Anonadado por el dolor y el horror, con las náuseas incontrolables que le producía el fétido olor de la hecatombe que le rodeaba, las arcadas se apoderaron de él y vomitó hasta que no le quedó nada dentro. Entonces, enjugándose el sudor frío de la frente y controlando el temblor de su cuerpo, miró a su alrededor en busca de un lugar adecuado para enterrar a sus padres. Mirara donde mirara, sus ojos tropezaban con absoluta desolación. El jardín alrededor de la casa, que había sido la escena de tanta vida, amor y risas, se había convertido en un páramo; a la huerta le habían quitado todo lo que podía servir de alimento, a los árboles frutales les habían amputado las ramas y habían arrancado los tiernos pámpanos de las vides en una incontrolable locura de destrucción. En cuanto a la plantación del aloe, se había hecho cargo de ella la espada haciendo pedazos las hojas anchas y carnosas, pedazos que habían sido abandonados al pie de los desnudos tallos de las plantas para que se pudrieran allí. Permaneció de pie, atónito por el insensible salvajismo de los hombres de las tribus beréberes, cuando oyó unos pasos vacilantes que se acercaban a él desde la casa. Otro paciente desesperado, pensó al darse la vuelta, de cara a la casa. Tardó un momento en darse cuenta de que la figura espectral que se dirigía, tambaleándose, hacia él, era la de su hermano.

Sin decir una palabra, Amram puso su brazo vigoroso y protector alrededor de los hombros de Natán y juntos se dirigieron con paso inseguro hacia la casucha del jardinero al final de la plantación de aloe. Allí, sobre un montón de sacos viejos, se sentaron. Amram le dio a Natán lo que le quedaba de agua en su cantimplora y el resto de las provisiones que había traído con él desde Málaga. Entonces se sentaron en silencio, esperando pacientemente que Natán tuviera fuerzas para hablar.

Natán, con los hombros encorvados, se apretó uno de los dedos pulgares contra la sien y se pasó los dedos de un lado a otro por los ojos, como para olvidar las imágenes que danzaban ante ellos. Pero de nada le sirvió. Al fin, murmuró:

—Fue una carnicería increíble. Al principio nos dejaron aquí en paz, aunque adivinábamos las atrocidades que se estaban cometiendo, al oír los aullidos de dolor y terror que nos traía la brisa y al ver el reflejo de las llamas que se elevaban hasta el cielo, dejando una cortina de humo, posada como una pesada mortaja negra sobre el cadáver de la ciudad. Los heridos huyeron hacia nosotros, tanto beréberes como cordobeses y trabajamos de día y de noche para cuidar de todos los que pudimos atender. Pero entonces, cuando no quedaba nadie por matar en la ciudad, irrumpieron aquí como un torrente, sedientos aún de más sangre. Remataron a los que estaban heridos sin discriminación alguna, sin tener en cuenta si eran sus propios soldados o los hambrientos defensores de nuestra amada ciudad. —Natán hizo entonces una pausa y tragó saliva antes de continuar.

—Cuando vieron a padre, lanzaron a gritos violentas acusaciones contra él de que había tratado y atendido al enemigo y lo mataron en el mismo sitio donde estaba arrodillado, aliviando la agonía de un hombre agonizante de origen desconocido. Lo que le hicieron a madre, delante de mis propios ojos... —y en este momento se le quebró la voz en un temblor—. No puedo encontrar palabras para describir el horror de todo aquello.

—¿Y tú?

—A mí me perdonaron la vida con la condición de que volviera a la ciudad con ellos y cuidara de uno de sus cabecillas sobre el que había caído una viga ardiendo de una casa en llamas. La casa... —Natán rompió a llorar una vez más, sacudido por sollozos tan intensos que las lágrimas no podían brotar para aliviar su angustia—. La casa —dijo finalmente tartamudeando—era la nuestra. Cuando les dije que el herido no estaría en condiciones de sentarse en una montura durante uno o dos días, mis «captores» se impacientaron y se fueron galopando en busca de otras víctimas. Fue su ansia de sangre lo que me salvó.

Petrificados de horror, los dos hermanos se pusieron de pie, unidos en su tragedia, como no lo habían estado en los días de su infancia. Juntos, cogieron las azadas que yacían abandonadas en el cobertizo y fueron a cavar una fosa doble al pie de los cipreses que señalaban los límites de las tierras de Ibn Yatom. Amortajaron los cuerpos lo mejor que pudieron y los unieron con el chal que usaba su padre para la oración y que encontraron intacto en un pequeño arcón que se les había pasado por alto, milagrosamente, a los saqueadores. Juntos cogieron los cuerpos, los llevaron a la tumba y los tendieron, tiernamente, en la tierra que acababan de remover. Sólo entonces brotaron las lágrimas de los ojos de Natán. Apoyó la cabeza en el vigoroso hombro de su hermano y sollozó hasta que no pudo más.

—¿Y ahora? —dijo Amram al fin—. ¿Qué hacemos ahora?

—En lo que a mí respecta, no hay duda alguna —contestó Natán—. Mi lugar está aquí, mi tarea es reconstruir, volver a plantar, reponer y restaurar las ruinas de lo que ha sido siempre nuestra casa. No queda una sola droga en el dispensario. Vaciaron y rompieron todos los tarros y frascos. Pero hay algo aún más importante: debo continuar los estudios científicos de nuestro padre donde él los dejó o, mejor dicho, intentar, dentro de mis limitadas posibilidades, volver a emprender el camino que él recorrió con gran dificultad.

—¿Por qué? ¿Volver a emprenderlo?

—Porque, querido hermano, las meticulosas anotaciones que hizo de sus observaciones ardieron junto con la casa de Córdoba donde las guardaba; un desastre menor en nuestras presentes circunstancias, una gran pérdida desde un punto de vista más general. ¿Y tú? —le preguntó a su hermano con seriedad.

—No lo sé todavía. No lo sé. Lo único que quiero es poder, poder para protegerme a mí mismo y a todos los que me son queridos. Donde se encuentre el poder, allí lo buscaré y me quedaré con un fragmento de él.

—Pero, ¿dónde se halla el poder? Ayer con los eslavos que gobernaban Córdoba en nombre del califa, hoy con los beréberes, mañana con los árabes, establecidos ya hace mucho tiempo, y tal vez los musulmanes andaluces de Sevilla. La dinastía de los abaditas, cuya fama va creciendo, no se va a quedar ahí sentada sin hacer nada y observando cómo los cabecillas beréberes devoran los restos del califato.

—Ahí está mi dilema.

Era un dilema que Amram no tuvo ocasión de resolver. La mañana siguiente, cuando los dos hermanos iban recorriendo el campo en busca de alimento, los adelantó a lo largo del camino el cabecilla beréber cuyas heridas había tratado Natán.

—Así que nos volvemos a encontrar, muchacho. Y, ¿quién es éste? —preguntó con un tono suspicaz, señalando a Amram con un leve movimiento de cabeza.

—Mi hermano —replicó Natán, apenas capaz de ocultar su terror. El beréber entornó los ojos con mirada amenazadora y con una mano sobre su daga, mientras buscaba un parecido familiar que confirmara las palabras de Natán. Más que sus rasgos físicos era el inconfundible aire de distinción que compartían, lo que finalmente lo convenció—. ¿Es un médico tan hábil como tú?

—No —replicó Amram, en lugar de dejar a Natán que lo hiciera él—. Soy sólo un humilde comerciante.

—No obstante, sabes cómo hablar bien.

—Lo mismo que mi hermano, he recibido la mejor formación intelectual en las grandes academias de Córdoba.

—Es evidente. Y puesto que eres hermano del hombre que me ha salvado, sería impropio de mi honor el hacerte daño. Por Alá, estoy pensando en llevarte a Granada conmigo, donde el jefe de mi tribu Sinhaja es gobernante supremo. Un judío de tu educación sin ambiciones territoriales para su pueblo podría ser de un valor inestimable para nosotros. Vamos, cabalguemos juntos.