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En el aislamiento de las ya bien conocidas estancias de la biblioteca, Da'ud pudo despojarse de la valerosa actitud que había adoptado en presencia del califa. Profundamente preocupado, recorrió a zancadas la habitación y sintió cómo su inquietud iba en aumento conforme ponderaba la exacta significación de su fortuito encuentro con Abu Bakr. Una vez más, su vida estaba en peligro, pero esta vez no tenía poder para defenderse. El poder que poseía sobre su destino había pasado a otras manos, escapado de su control. Frente a cualquier desventura que le ocurriera al califa durante la campaña que se acercaba —y las posibilidades eran infinitas— la culpa se le atribuiría plenamente a él. Solamente en el caso improbable de que la eficacia del Gran Antídoto fuera clara e indiscutiblemente demostrada, él estaría libre de sospecha. Impulsivamente había propuesto el uso profiláctico del antídoto como una precaución adicional, pero era éste un método que no se había intentado ni probado y que, por consiguiente, no garantizaba el éxito. Una vez más, el rostro escondido detrás del honor cortesano le dirigía muecas y miradas lascivas. Si era así, estaba ya dispuesto a renunciar a él.
¡Oh, cómo deseaba ahora recostar su cabeza entre los pechos de Sari, suavemente redondeados, buscando consuelo y seguridad en su amor como un niño asustado busca la segundad del cálido abrazo de su madre! ¿Durante cuánto tiempo tendría que soportar el pasivo rechazo de su amor, su negativa a concebir a sus hijos? Era como si hubiera estado sometido a una prueba penosa de su capacidad de aguante, pero así como una vez había estado convencido de que la fuerza de su amor provocaría una respuesta, su confianza en ese poder se estaba desvaneciendo. ¿Durante cuánto tiempo tendría que contener su pasión a fin de probar la sinceridad de su devoción por ella? Conforme crecía la tensión en la corte, tensando sus nervios, su paciencia ante la obstinación de Sari empezó a disminuir y con ella la capacidad que la tolerancia de la frustración imponía sobre él. Tal vez debía cambiar su actitud, mostrar menos comprensión, insistir, exigir, hasta tomarla por la fuerza...
La llegada de Nicolás le obligó a recuperar su acostumbrada compostura, pero conforme iba pasando la mañana, su evidente falta de concentración impulsó al monje a preguntarle por su estado de salud.
—Te agradezco tu interés. Estoy bien. Es la condición de mi mujer lo que me causa preocupación.
—¿Serán los problemas de un temprano embarazo? —preguntó Nicolás, con los ojos brillantes y repletos de solicitud.
—Puede ser —contestó Da'ud, con las palabras casi ahogándose en la boca.
Bruscamente, un deseo avasallador de escapar de este mundo angosto y sofocante se apoderó de él, un deseo tremendo de huir, como el pobre difunto ermitaño, a algún lugar solitario donde las mentiras, intrigas, frustraciones y violencia no tuvieran lugar.
Dándose cuenta de su estado, Nicolás puso afectuosamente su mano sobre el antebrazo de su colega.
—Ve y ocúpate de ella. Dioscórides ha dormitado tanto que puede esperar un poco más.
Da'ud se aprovechó del pretexto. Dirigiéndose deprisa hacia su casa, decidió coger a Sari y llevarla con él a caballo a la cabaña del ermitaño y allí, con toda la fuerza de su pasión acumulada, despertar la fuerza vital que debía estar sepultada dentro de ella. Pero en el momento en que entró en la casa, el silencio desacostumbrado que encontró desterró de su mente estas fantasías. Ocurría algo. Y sólo podía ser Sari.
La encontró postrada en su diván, temblando incontrolablemente con una fiebre altísima. A su lado estaba su sirvienta Malka, llorando silenciosamente.
—¿Por qué no me mandaste a buscar enseguida? —preguntó enfadado.
—La fiebre se apoderó de ella de repente, señor, no hace mucho rato. No me atrevía a dejarla. Siente necesidad de orinar cada pocos minutos y tengo que ayudarla a ir al excusado. Cada vez que orina gime del dolor que le produce.
—Está bien —masculló para calmar a la asustada muchacha—. Ahora deja de llorar y ve a buscar los utensilios para sangrar que están en mi despacho —ordenó, mientras levantaba suavemente la mano caliente y flácida de Sari para tomarle el pulso. Pero al sentir que la tocaba se agitó violentamente.
—Quítame de encima tus repugnantes y lascivas manos —gritó en su delirio—. Tú y todos tus viejos compinches, estúpidos y chocheando. ¡Ay! —gimió como si le afligiera entonces un dolor muy agudo, exhalando unos gritos ahogados y levantando las manos como para quitarse de encima un peso imaginario que creía que la estaba aplastando. Da'ud se inclinó de nuevo sobre ella colocando esta vez la palma fresca de la mano sobre el cuello de Sari para calcular su temperatura. En este momento, ella emitió un extraño ruido ahogado y a continuación bramó—: ¡Sacad de mi boca esas cosas horribles y amoratadas que cuelgan de vuestro cuerpo! ¡Marchaos, monstruos pegajosos, salid de entre mis piernas! ¡Ay! —gimió otra vez, poniéndose las manos sobre su sexo—. ¡Salid de mi cuerpo! ¡Fuera!
«¡Dios misericordioso! —susurró Da'ud, echándose en el sofá a su lado—. ¡Así que era eso! Y todo este tiempo ha permanecido en silencio, ocultándolo todo, dejando que le fuera socavando la vida. ¡Pobre niña indefensa, brutalizada por una panda de hombres viejos que andaban buscando una satisfacción perversa que hacía tiempo habían perdido el poder de lograr por otros medios! No era sorprendente que se negara a entregarse a él. Dios Todopoderoso, ¿cómo será posible desagraviarla? ¿Cómo curar su herido espíritu, mitigar el terrible dolor infligido a su cuerpo y a su alma?» La observó muy de cerca durante unos segundos mientras ella daba vueltas y más vueltas en el diván, mascullando palabras que sonaban como juramentos eslovenos mezclados con gritos, ruegos y protestas.
—Dejad de morder... sangre... sangre... ¡ay!, mis pezones... no, por abajo no, no me toques el culo, tú, animal... ¡Salid de mi cuerpo! ¡Fuera, fuera!
La vasija y la lanceta sonaban al chocar una contra otra en las manos temblorosas de Malka al entregárselas a su amo. Éste había decidido sangrar a su mujer inmediatamente para evacuar el exceso de malos humores que le habían causado la infección y la elevada calentura. Satisfecho de que fuera lo suficientemente fuerte para resistir el tratamiento, ligó la parte de la pierna por encima de la rodilla, antes de abrir con la lanceta la vena polítea, manejando el instrumento con tal destreza que Sari apenas sintió el dolor de la incisión. El color de su sangre parecía bastante sano, pero contuvo la hemorragia antes de que la debilitara. Tan hábiles y suaves eran sus manos que ella casi no se dio cuenta de que le estaba vendando la herida.
—Eres muy valiente —le dijo Da'ud sonriendo.
Al fin percibió un destello de agradecimiento en sus ojos azules. Y entonces, con una voz débil, dijo:
—Malka, Malka, ayúdame a ir al excusado.
—Te ayudaré yo —interrumpió Da'ud—. Como médico tuyo, debo examinarte la orina.
Demasiado débil para protestar, Sari le dejó que la incorporara y sujetara mientras se dirigía lentamente por el corredor adonde estaba el excusado, manteniendo sus piernas muy juntas por la sensación abrasadora que sentía entre ellas. Gimiendo, dejó salir unas pocas gotas que Da'ud recogió en un frasco. Con gran alivio suyo, vio que no había sangre en ellas. Una solución refrescante y astringente de oxymel, con una alta proporción de vinagre en relación a la miel y una pizca de canela para disolver los humores, y estaría mejor a la mañana siguiente.
No se separó de su lado durante el resto del día, observándola cuidadosamente por si se agravaba su condición, acariciándole la mano, refrescándole la frente febril y llevándole agua a los labios. Hacia el atardecer, como la fiebre volvió a subir, le dio un ligero sedante de semillas de amapola, junto con el oxymel. Se trajo al cuarto un colchón y se echó en él, a su lado, para dar unas cabezadas. Al más ligero movimiento de Sari, él se despertaba, comprobaba que la fiebre no había subido, se aseguraba de que ella estuviera cómoda y se volvía a dormir, con un sueño ligero e inquieto.
—¿Estás mejor? —le preguntó dulcemente tocándole el cuello y la frente que estaban mucho más frescos ahora.
—Mucho mejor, gracias. Me encuentro como si me pudiera haber muerto.
—No, siendo paciente mía...
—Noté tu presencia junto a mí durante toda la noche.
—Así cuido a los que amo.
—Amor —susurró Sari—. Estar ahí, en vela, tranquilizando. ¿Es eso lo que llamas amor?
—Eso y más.
—Tal vez estoy empezando a comprender.
—Y a darte cuenta de cómo nunca llegaste a experimentarlo.
Sus ojos se mostraron interrogadores, casi atemorizados.
—En tu delirio revelaste un poco de los horrores que sufriste en los años de tu infancia.
—¡Oh, Dios mío! —gimió ella, con las lágrimas cayéndole por sus pálidas mejillas.
—¿Por qué no me lo contaste nunca?
—Porque me daba vergüenza y por un imperativo deseo de olvidar.
—¿Quiénes eran esos hombres?
—Amigos del viejo viudo que me encontró de niña recién nacida cerca de la tumba de su mujer en el cementerio de Praga. Me recogió y me crió, para después reclamar su deuda....
—Calla, calla, querida mía. El resto está ahora claro para mí. No tienes que volver a pensar en ello, ni hablar de ello. Yo también me siento avergonzado de haberte importunado, por poco que lo haya hecho. Te juro que no te volveré a tocar otra vez. Solamente si tú vienes en mi busca, por tu propia voluntad, me acercaré a ti...
Sari cerró los ojos con una expresión de contento como Da'ud no le había visto jamás, arrebolando su translúcido rostro. ¡Qué inmenso sentimiento de alivio debía haber experimentado al confiarse a él! Y ahora que la invisible barrera que se erguía entre ambos había desaparecido, tal vez vendría a él cuando le llegara el momento. Y juntos conseguirían la felicidad que él tanto deseaba.
Este nuevo vínculo de intimidad que había surgido entre Da'ud y su mujer lo mantuvo durante los días y semanas que siguieron a su revelación. Aunque no le contó la naturaleza del peligro que se cernía sobre él, ni le confió el temor que se apoderaba de él cada vez que un mensajero del frente de batalla entraba a galope en el recinto del palacio, ni le describió la perfidia de la sonrisa de Abu Bakr cuando se encontraba con él, ella notaba su estado de tensión, su impaciencia con los criados, su aire distraído, sus silencios meditabundos.
—Estás inquieto y preocupado —le dijo finalmente una víspera del Sabbat cuando volvían, levemente cogidos de la mano, de la comida familiar en casa de Ya'kub—. No te he visto nunca tan enojado con tu padre.
—Sí, lo reconozco, no soy la misma persona estos días. En tiempos de guerra entre dos regiones de un mismo territorio, entre campos opuestos en los que muchos individuos están ligados a sus enemigos por vínculos de sangre, origen y religión, una atmósfera insidiosa de desconfianza se filtra por todos los sectores de la vida en la corte.
—Pero tu trabajo de investigador, ¿no te mantiene inmune a estas intrigas?
—Eso esperaba, pero hasta el conocimiento de los pueblos de la antigüedad que descubro y desvelo se convierte en algo sospechoso en tiempos como éstos. Suponte que descubro un veneno hasta ahora desconocido, ¿quién puede garantizar que no voy a hacer uso de él?
—¿Con qué objeto? A ti no te interesa ponerte de parte de los enemigos del califa.
—No, pero aquellos que lo han hecho pueden desear que así lo parezca.
—Lo comprendo —contestó Sari, apretando la mano de Da'ud con más fuerza, como para tranquilizarle, y entonces, después de un momento de reflexión, añadió—: Pero es posible que no ocurra lo que temes. Y tú disfrutas de la confianza del califa.
—Hasta que alguien se decida a socavarla o debilitarla. El califa raramente pone su absoluta confianza, indefinidamente, en ninguna persona.
—Raras veces, pero no nunca. Según tú lo retratas es un juez perspicaz de la naturaleza humana, lo suficientemente astuto como para distinguir la verdad de la falsedad, la lealtad de la traición. Puesto que tú no tienes nada que reprocharte, nada tienes tampoco que temer.
Tenía razón, por supuesto. Su serena lucidez alivió su obsesión, ayudándole a recuperar el equilibrio que había perdido cuando vio que su destino se escapaba de su propio control al de otras manos sin escrúpulos.
—Hablas con sabiduría y prudencia —respondió, como había oído a su padre decirle con frecuencia a su madre—. El futuro deberá confirmar esa sabiduría y esa prudencia... —Cuando entraron en la casa, la besó afectuosamente en la mejilla antes de separarse, cada uno a su cuarto.
A partir de entonces, cuando regresaba todos los días de la biblioteca, Da'ud sentía la reconfortante presencia de su mujer cerca de él y su interés por él se manifestaba en las más mínimas atenciones: los cojines que apilaba detrás de su espalda cuando Da'ud se reclinaba sobre su sofá, la copa de vino que le escanciaba, calentándola entre las palmas de las manos antes de dársela, las flores recién cortadas que colocaba sobre su mesa. Todo esto lo hacía para aliviar por las tardes la tensión de esos días interminables, la espera de una noticia que anunciara el resultado final de la batalla.
Pero cuando la noticia de la resonante victoria del califa sobre León y Castilla se anunció a toque de clarín por toda Córdoba, esto no bastó para aliviar los temores de Da'ud. Hasta que no vio a Abderramán en persona cabalgar triunfalmente al entrar en el recinto del palacio —resonaban gritos de júbilo, las trompetas retumbaban por el aire y los estandartes, oro y escarlata, ondeaban orgullosamente movidos por la brisa que venía del río— no respiró a gusto. Tan grande era la conmoción por todo el palacio, tan inconmensurable su alivio al ver regresar al califa sano y salvo, que Da'ud sugirió a Nicolás que interrumpieran sus estudios aquel día y se unieran al regocijo general. De hecho, lo que quería era volver enseguida a casa y compartir con Sari su embriagador sentimiento de liberación del terror que le había atormentado, día y noche, desde el principio de la campaña. Estaba a punto de salir de la biblioteca cuando Mustafá entró violentamente.
—Nuestro Ilustre Califa, Glorioso Vencedor y Triunfante Conquistador, requiere la inmediata presencia de Abu Solimán.
Sorprendido por este rápido requerimiento, incierto de si auguraba mal o bien, Da'ud siguió apresuradamente a Mustafá. El eunuco lo condujo, no por pasadizos tortuosos, sino directamente, a través del abarrotado patio del palacio, cruzando el vestíbulo de las ceremonias y de allí hasta el salón de recibir. En el momento en que Da'ud entró, Abderramán despidió con un gesto de la mano a los dignatarios que estaban lisonjeándole. Cuando el último de ellos, consternado por este imperioso despido, había desaparecido, el califa, radiante con la euforia del combate, se adelantó a saludar a Da'ud.
—Te he hecho venir enseguida porque tu participación en esta victoria es mucho mayor de lo que te imaginas —declaró—. Sólo ahora puedo revelarte la verdad. Nunca tuve la menor duda de que mis enemigos tratarían de humillarme explotando la única brecha en mis defensas, es decir, mi terror visceral a la mordedura de la serpiente, de lo cual tú no sabías nada. En la ignominiosa batalla de Simancas, mis médicos fueron testigos de mi flaqueza, fenómeno que hasta entonces desconocían. Fueron ellos quienes traicionaron el secreto, un delito que pagaron con sus vidas.
—¿Os referís a las tres cabezas que me mostrasteis aquel día en Medina Azara?
El califa asintió antes de continuar.
—Como se podía uno imaginar, le pasaron la información a Abu Bakr para que hiciera uso de ella en el momento apropiado. Pero gracias a ti, mi joven y sabio amigo, su complot terminó en la ignominia. La víspera de la batalla decisiva, tomé la mitad de una de las ampollas del Gran Antídoto, como medida profiláctica, exactamente como me aconsejaste y me quedé sumido en un pacífico e ininterrumpido sueño. Hacia la medianoche, Mustafá me despertó, lívido de terror: «¡Una víbora, una víbora!», gritó aterrorizado, pero un segundo demasiado tarde. Ya me había mordido. Sin embargo, no sentí ni pánico ni temor. Perfectamente sereno, tragué una dosis completa del antídoto y Mustafá entonces me vendó con fuerza el brazo, justo encima de la mordedura, sorbió y escupió el veneno y aplicó el ungüento de bezoar. Entonces esperé. Esperé la fiebre, esperé el dolor. Pero nada pasó. Absolutamente nada. Una hora, otra, pero seguía sin sentir ningún efecto en absoluto. Así que le di gracias a Alá, le pedí que te bendijera a ti también y me volví a dormir. Aparecí de madrugada, fuerte como un roble, en el campo de batalla, con gran consternación de Ordoño y sus capitanes. En aquel momento crucial perdieron la cabeza. Sus tropas, al ver la confusión en que se hallaban, rompieron filas asustadas al caer sobre ellas nuestras fuerzas, y sufrieron la aplastante derrota que bien merecían, después de la carnicería que infligieron a nuestras tropas en Simancas. Así que te estoy doblemente agradecido, por mi vida y por mi victoria.
—Me haces un gran honor, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, pero es un honor que apenas merezco. Fueron los antiguos quienes descubrieron el Gran Antídoto; yo simplemente lo salvé de las arenas del olvido. Lo único de lo que quizá pueda vanagloriarme es de la idea de emplearlo como profiláctico. El hecho de que no experimentaras ninguna reacción puede indicar la eficacia de sus poderes preventivos, porque aunque el Gran Antídoto es un antídoto eficaz, es poco corriente el que la víctima de una mordedura de serpiente no sienta ninguna reacción. Pero un caso aislado no es suficiente para extraer una conclusión general. Lo que es beneficioso para una persona no siempre produce el mismo efecto en otra.
—Si me salvó a mí, eso es prueba suficiente. Pero no se debe divulgar o hacer ni siquiera ahora la menor insinuación del nuevo descubrimiento del Gran Antídoto. Sé —continuó el califa, alzando la mano en ademán autoritario—, sé que tu más preciada ambición es que toda la humanidad se beneficie de este descubrimiento. Comparto tu deseo, pero debes esperar a que yo muera para colmarlo. Mis enemigos no deben enterarse nunca de cómo sus insidiosos designios fueron frustrados, no sea que busquen entonces otros métodos para eliminarme. Si el mundo ha esperado tanto tiempo para que se revelara el antiguo secreto, tendrá que esperar un poco más. Eres todavía joven, con muchos años por delante en que cosechar la fama que te traerá tu descubrimiento. Pero yo estoy empezando a sentir el peso de los años sobre mis hombros y deseo vivir el tiempo que me queda libre del temor que me ha amenazado desde la infancia. Estoy satisfecho de que se me honre póstumamente como el gobernante bajo cuyo patrocinio se descubrió la antigua fórmula. Debes permanecer a mi lado, Abu Solimán. Has tenido mi vida en tus manos y no me has fallado. Ahora te necesito y te necesitaré cada vez más conforme pase el tiempo.
»Pero pasemos ahora a asuntos prácticos. Como esta victoria es tuya también, quiero examinar contigo las condiciones de la rendición de Ordoño. Pedirá la paz dentro de muy poco tiempo y debemos estar preparados para negociar con él, imponer nuestras propias condiciones antes de que tenga tiempo de recuperarse de su derrota. Hemos de decidir cuántas fortalezas tiene que entregarnos y cuáles tienen que ser, decidir también la suma del tributo anual que nos debe pagar y cuánto vamos a pedir por el rescate de los prisioneros que hemos cogido...
—Opino que sería una buena idea el que tratarais a vuestros enemigos españoles con magnanimidad a fin de no incitarlos a buscar la venganza. La paz en vuestras fronteras septentrionales es vital si queréis rechazar los ataques de los fatimíes contra vuestros territorios en el norte de África. Para asegurar esa paz debéis controlar la mayoría de las fortalezas fronterizas.
—Esas sombrías fortalezas bárbaras me interesan menos que el dinero cristiano. Es un dinero que necesito para montar una campaña de gran envergadura contra Al-Mu'izz y sus aliados beréberes en Argelia, así como para reducir mi dependencia de Abu Bakr. Piensa en ello y hablaremos otra vez mañana. Ahora debo retirarme a Medina Azara, donde me espera mi pequeña Zahra, el repos du guerrier, amigo mío. ¡Oh!, me parece que se me ha olvidado informarte de que se sintió arrebatada por mis renovadas proezas, debidas en gran parte a tus recetas médicas.
Da'ud también habría deseado refugiarse en Sari y disfrutar del repos du guerrier, pero a pesar de la nueva intimidad que había surgido entre ellos y de la sutil sensibilidad que ella revelaba en anticipar sus deseos y responder a sus cambios de humor, tenía pocas esperanzas de que se lo concediera...