VII

Resplandeciente en su sencillez, el califa estaba sentado en su trono de oro, erguido, con la pierna izquierda doblada debajo de su cuerpo y la rodilla derecha levantada. Sus eunucos negros le flanqueaban, el temible Mustafá movía un espantamoscas y su compañero mudo, un abanico de marfil. Irritado como estaba, Abderramán habría prescindido muy gustosamente de sus incesantes servicios, pero como eran parte del ceremonial de la corte, tan importante para él, no tenía otra opción que soportar todo este movimiento en torno a su persona. Su cólera casi le había costado la cabeza al ingeniero jefe, pero al no haber nadie suficientemente competente para reparar la catástrofe ocurrida el día anterior en Medina Azara, se vio obligado a calmarse. El día que tuvo que recibir a la delegación bizantina, una de las principales cañerías en el nuevo palacio de la ciudad se había reventado. La inundación causó el desorden en todo el edificio, no sólo dañando los talleres donde trabajaban el oro y la plata, sino, y esto fue el desastre mayor, inundando el lugar donde se iba a instalar la casa de la moneda. Bajo amenaza de las más serias consecuencias si se resistían a hacerlo, todos los funcionarios, guardias, esclavos y eunucos de Córdoba habían sido reclutados y obligados a ponerse manos a la obra, trabajando durante todo el día anterior y también por la noche, a fin de preparar una recepción digna de la gloria de su soberano en el viejo palacio de la ciudad. Ahora todo estaba en su sitio: relucientes colgaduras de seda en tonos rojo, oro y púrpura; masas de flores malva y escarlata en ánforas doradas; cortesanos ataviados con lujosas vestiduras de multitud de colores y profusamente enjoyados y la guardia de honor meticulosamente alineada. Y en el centro de este deslumbrante escenario, la figura del califa, vestida de blanco, inmóvil y majestuosa, sentada sobre su trono de león.

Los miembros de la delegación bizantina avanzaban ahora hacia él; una solemne procesión de plata y azul, que formaba un llamativo contrapunto con la magnificencia de la corte de los Omeyas. Mientras el chambelán rociaba con perfume las manos de los invitados en señal de bienvenida, se fue disipando la cólera de Abderramán y una leve sonrisa de satisfacción jugueteaba en las comisuras de su boca, de apretados labios. Tenía sobrada razón para estar contento. No él, sino el propio emperador Constantino había propuesto que se firmara un tratado de amistad entre el Imperio Bizantino y el de Abderramán. Era obvio que los dos soberanos tenían un peligro común al que enfrentarse. La naciente dinastía fatimí del norte de África estaba amenazando, no sólo los vastos territorios que allí poseía, desde Argelia en el norte hasta Sijilmasa en el sur, sino que también estaba empezando a amenazar las posesiones del gobernante bizantino, convirtiéndose en un constante peligro para su flota mediterránea. La satisfacción del califa provenía de que Bizancio le reconocía ahora como a un igual, un poder que había que tener en cuenta y tratar de mantenerlo a su lado, en la región.

Estéfanos, el chambelán del emperador que encabezaba la delegación, se adelantó y, con la debida reverencia, le presentó a Abderramán un cofre de plata maciza. De él el califa sacó un rollo de pergamino sellado con un pesado sello de oro que, según observó despreocupadamente, llevaba la imagen de Jesús en un lado y la del emperador y su hijo en el otro. Asintió, corroborando su acuerdo, mientras sus ojos examinaban los términos del tratado, negociado pacientemente por sus emisarios y escrito en árabe y en griego. Entonces le entregó el cofre a uno de sus visires y sonrió gentilmente para mostrar su agradecimiento cuando se colocó delante el regalo que el emperador le ofrecía, un juego de vasijas de oro y plata, incrustadas de piedras preciosas de enorme tamaño. Estéfanos se adelantó de nuevo, llevando esta vez en las manos una pesada caja de madera de cedro. Aproximándose al trono, se dirigió directamente al califa:

—Que el Señor derrame millares de bendiciones sobre ti y sobre los miembros de tu excelsa y gloriosa casa, ¡oh Príncipe de los Creyentes! Mi ilustre soberano, Su Imperial Majestad Constantino Porfirogénito, sabiendo el gran número de eruditos distinguidos que, gracias a tu generosa protección, dan lustre a esta corte y siendo él investigador y autor en derecho propio, desea obsequiarte con estos dos libros, poco comunes y de gran valor. Uno de ellos es un libro de historia escrito en latín por el historiador español Orosio hace 400 años. El otro es un manuscrito de De Materia Medica, de Dioscórides, en el griego original. Aunque el gran Hunayn tradujo esa obra al árabe en Bagdad hace un siglo, ha llegado a nuestro conocimiento que no fue capaz de identificar todas las plantas mencionadas en este libro como simples drogas. Por ello, Su Majestad Imperial ha accedido gentilmente a tu sugerencia de que la firma del tratado de amistad entre el Imperio Bizantino y el Califato de Córdoba sea conmemorada por la concesión del patrocinio bizantino-omeya a una nueva traducción de esta gran obra. Para este fin ha designado al erudito monje Nicolás, aquí presente, a fin de que ayude a vuestros investigadores a llevar a cabo este proyecto.

—Tu soberano muestra gran discernimiento y comprensión, así como un profundo conocimiento de nuestra corte —respondió Abderramán cortésmente—. Por nuestra parte, nombramos a Abu Suleiman Da'ud ben Yakub ibn Yatom, un brillante investigador que ha mostrado ya gran interés en la traducción de obras griegas al árabe, para que participe en esta noble tarea.

Sobriamente ataviados y discretamente apartados a la sombra de una columna de mármol, Da'ud ibn Yatom y su padre Ya'kub escuchaban atentamente las palabras del califa, con un raro destello en sus ojos habitualmente silenciosos, que traicionaba su orgullo por el tributo público otorgado a la erudición de Da'ud. Pero el califa se dejó muchas cosas por decir. Sólo él sabía el gran papel que Da'ud había desempeñado en la redacción del tratado de amistad. Al ser el experto responsable de la traducción de sus términos en los matices apropiados de la rica lengua griega, Da'ud había puesto en duda, en más de una ocasión, el significado o las implicaciones de este o aquel concepto, ofreciendo sutilmente consejo cuando le parecía oportuno. Es más, era uno de los pocos en darse cuenta de que el tratado no era más que una pantalla para la cooperación encubierta que había existido hacía mucho tiempo entre los dos poderes, en su esfuerzo común por impedir la expansión de los fatimíes y sus partidarios los beréberes. Mucha de la correspondencia secreta de Abderramán con sus agentes en el norte de África, así como con sus aliados bizantinos, pasó por manos de Da'ud; una densa y enmarañada red de espionaje y contraespionaje, subversión y traición, alianzas variables y lealtades dudosas que involucraban a una multiplicidad de clanes y tribus. Testigo silencioso de las sórdidas realidades que yacían tras el mantenimiento de un poder eficaz, Da'ud pronto se dio cuenta de que, si quería mantener su puesto en la corte, debía tratar de pasar inadvertido, demostrar inquebrantable lealtad a su señor y rechazar todos los ofrecimientos de intriga, por tentadores que le parecieran. Por haberle sugerido discretamente a Abderramán que el prestigio de su corte aumentaría considerablemente a los ojos del erudito Constantino si ofrecía extender su patrocinio a la traducción de De Materia Medica, por eruditos de ambos imperios, se había asegurado para sí mismo una ocupación prestigiosa que lo protegería de todas esas lisonjas. No podía haber deseado nada mejor.

Los poetas de la corte empezaron a recitar los panegíricos que habían compuesto en honor de los distinguidos huéspedes del califa, pero antes de que terminaran, Ya'kub y Da'ub, con la discreción que caracterizaba a la familia, habían salido de la sala desapercibidos. Era suficiente que Da'ub hubiera sido honrado públicamente. Permanecer y participar en el festejo sería solamente provocar más lisonjas que podían avivar los celos y suscitar envidias ocultas. Por el contrario, la ausencia de los Ibn Yatom, la distancia que parecían mantener del punto focal de la corte, servía para profundizar el respeto con que se los consideraba y su actitud distante inspiraba cierta fascinación.

Padre e hijo se dirigieron a casa andando lentamente, unidos por el orgullo justificado y por la gran sensación de haber logrado algo bueno. Encontraron a Sola y a Sari juntas, sentadas en el patio, disfrutando del frescor del atardecer. Las rodeaba un cierto aire de intimidad femenina.

—Habéis regresado antes de lo que esperábamos —dijo Sola sonriendo al darles la bienvenida.

—Salimos antes de que empezara la fiesta, pero no antes de que el califa tributara sus elogios a Da'ud delante de todos los invitados.

—No más de los que se merece —replicó Sola con total naturalidad—. Desde el momento en que nació supe que tenía ante sí un brillante futuro. Pero debéis tener hambre. Sari, hija mía, haz el favor de decirle a Yusuf que prepare la cena de los hombres.

Sola siguió a la muchacha con los ojos, en los que había una expresión llena de afecto, hasta que desapareció dentro de la casa. Entonces volvió z expresar lo que la preocupaba:

—Así que, querido Ya'kub, ha llegado el momento de casar a nuestra pequeña Sari. Ya es una mujer, bien entrenada en el arte de gobernar una casa judía y totalmente familiarizada con nuestra manera de vivir.

—¿Has logrado averiguar algo sobre su pasado?

—Nada en absoluto. Pero tampoco es que la haya apremiado para que me lo cuente. Hay que dejarla que lo haga a su debido tiempo y que se lo diga a quien ella considere apropiado.

—Como de costumbre, has hablado con prudencia. Hay un joven en el que he pensado desde hace ya algún tiempo, un aprendiz en el negocio de Isaac bar Simha. Isaac dice que es honrado y capaz y que, con el tiempo, llegará a ser un buen joyero. Hablaré con él mañana.

—No, padre —interrumpió Da'ud bruscamente—. No, por favor. Tengo planes diferentes para Sari.

—Y, ¿cuáles son esos planes?

—Quiero casarme con ella.

—¿Tú? ¿Te has vuelto loco? ¿Casarte con una expósita, una muchacha de origen desconocido, a la que has encontrado en un mercado de esclavos?

—No, padre. Nunca he estado más lúcido en toda mi vida. Desde que la vi me he sentido atraído irresistiblemente por ella, pero consideré correcto esperar hasta que madurara y revelar entonces mis sentimientos hacia ella.

—Me niego a dar mi aprobación a esta decisión tuya —murmuró Ya'kub, en voz baja, pero rebosando de cólera—. Tu erudición te honra, pero no voy a permitir que te ciegue a la realidad de la vida. No puedes esperar que el mundo acepte tus caprichos y antojos simplemente porque te has convertido en un famoso erudito. No, hijo mío, tu posición exige que te sometas a las convenciones sociales.

—¡Al demonio con las convenciones! Hoy en día mi posición, como tú la llamas, es invulnerable y no hay nada en este matrimonio que pueda perjudicar el desempeño de mis obligaciones, sea como futuro jefe de la comunidad judía o como cortesano al servicio del califa. La «posición» a la que te refieres la tengo que defender yo y no Sari.

—¿Y qué me dices de los hijos, hijos e hijas de una... una...?

—¿Una qué? ¿Una vagabunda? ¿O una princesa abandonada? ¿Quién puede decirlo?

—Pero ése es precisamente el problema. Con el tiempo puede resultar ser mentalmente incapacitada, físicamente tarada, moralmente depravada...

—O por el contrario puede revelarse como una afectuosa y amante esposa y una madre perfecta. Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Si pude arriesgar mi vida por mi carrera, puedo arriesgar mi felicidad por la mujer que deseo. Si está mentalmente incapacitada, me ocuparé de ella; físicamente tarada, la curaré; moralmente depravada, la reformaré.

—No tienes la menor idea de la carga que te puedes estar echando encima, una vida de sacrificio de la que finalmente te cansarás.

—No lo creo así, padre.

—Muy bien. Ocúpate de ella si así lo deseas, pero ¿por qué casarte con ella? La pasión que has concebido por ella es algo transitorio, la primera pasión que has conocido. No hay nada que te impida tenerla en tu casa, pero para casarte debes elegir a una mujer de tu clase y fundar una familia respetable.

—Nunca le infligiré una humillación semejante.

—Como tutor suyo que soy, me niego a darte el consentimiento para este matrimonio.

—Te olvidas de que fui yo quien encontró a la muchacha. Tengo tanto derecho como tú a reclamar su tutela, aunque de hecho no nos pertenece a ninguno de los dos. El mercader no quiso aceptar el rescate que le ofrecí para redimirla. Por lo tanto, si ella no se opone, seremos pronto marido y mujer; una boda tranquila, discreta, como corresponde al estilo de nuestra familia.

Se hizo un tenso silencio entre padre e hijo cuando, súbitamente, Ya'kub ibn Yatom sintió que todo el peso de los años caía sobre él. No tenía ya fuerzas para resistir la creciente e irreprimible marea de la juventud. Su fuerza y su vitalidad le habían vencido. Sola, notando el estado de confusión en el que se encontraba, le puso una mano reconfortante en el brazo y juntos entraron en la casa, dejando a Da'ud solo para vivir su vida fuera del influjo de sus padres.