XIV

La víspera del día de la operación de su padre, Da'ud no pudo disfrutar de un momento de paz. Después de una última visita a la casa de sus padres para calmar la ansiedad de Ya'kub y fortalecer el espíritu de Sola, caminó durante horas a lo largo de las orillas del Guadalquivir, incapaz de disipar el tormento de sus propias dudas. Nadie mejor que él conocía los fatales accidentes que pueden acontecerle al más afamado cirujano... Su vida había estado en peligro dos veces pero fue la suya la que había corrido el riesgo; nunca había puesto, deliberadamente, la vida de otro en peligro. Todas sus muchas preocupaciones parecían ahora triviales comparadas con la terrible responsabilidad de tomar una decisión acerca de la vida de su padre. Era como si estuviera jugando a ser Dios, pero sin la omnipotencia de Dios. ¿Era esto osadía, como había dicho el viejo ermitaño? ¿O era el libre y pleno ejercicio de todas las facultades de que estaban dotados él y unos pocos y selectos colegas? Si Dios no hubiera deseado que el hombre hiciera uso de sus talentos, ¿por qué se los habría concedido a él? Debe ser justo buscar soluciones a los problemas humanos, curas para los sufrimientos de los seres humanos, como lo era para el hambriento el ir en busca de alimento. Y puesto que los antiguos enseñaban que todo en la naturaleza tenía su contrario, deberían existir curas para enfermedades. La búsqueda de estas curas debía continuar. ¿La muerte? La muerte formaba parte de la naturaleza al igual que la vida, su polo opuesto, muerte seguida por el ciclo regular de volver a nacer. Vida nueva, no una prolongación de la vieja... Pero como todos los eruditos que le habían precedido, seguía tan ignorante sobre el origen de la vida como impotente para vencer la finalidad de la muerte. Dios seguía siendo el árbitro definitivo, una verdad que debía reconocer y aceptar, una oración silenciosa en su corazón. Nueva vida, cavilaba en el camino de regreso a su casa. Ésa era la única respuesta a la condición humana, la única manera de contrarrestar la inexorabilidad de la muerte.

La puerta de la calle crujió sobre sus goznes cuando entró en su casa en el silencio de la noche. Al oír sus leves y rápidas pisadas, Sari cruzó el patio para reunirse con él y juntos se sentaron un momento bajo la pálida luz de la luna.

—Sari —empezó suavemente Da'ud, cogiendo la fina mano de Sari en la suya—, sea cual sea el resultado de la operación de mañana, es evidente que los días de mi padre están contados. Tal vez podamos disfrutar de él unos años más y evitarle innecesarios sufrimientos, pero no poseemos el secreto de la inmortalidad. El único consuelo que podemos esperar está en la creación de vida nueva para sustituir aquella que ha seguido su curso. Ha llegado la hora, Sari, para ti y para mí, de renovar el ciclo eterno de la vida.

—He estado esperando que dijeras esto desde hace algún tiempo, pero especialmente desde que Ya'kub empezó a dar señales de fatiga. No tengo justificación para negarte lo que es tu derecho natural. Tú me enseñaste a sentirme libre para escoger por mí misma, pero de ninguna manera puedo escoger por ti. Debes tomar otra esposa, Da'ud, una mujer que te dé una multitud de hijos e hijas que llenen tu casa de vida, juventud y alegría. Yo no albergaré en mi corazón ningún rencor contra ti ni ningún resentimiento contra la madre de tus hijos. Tampoco cambiará mi profundo afecto por ti —murmuró, apoyando su cabeza sobre el hombro de Da'ud— porque a mi manera, insuficiente y traumatizada, he llegado a amarte.

—Pero tú eres la mujer que quiero como madre de mis hijos —contestó Da'ud, con su dolor manifiesto en cada sílaba que salía de sus labios.

—Sí, lo sé. Y desde el momento en que comprendí la sinceridad de tu amor por mí, intenté con todas mis fuerzas... —le contestó, con sus lágrimas humedeciéndole las mejillas y juntándose con las de él—. Pero no puedo continuar frustrando tu deseo. Debes buscar una esposa y sentirte realizado. Eso no quiere decir que el preciado vínculo que nos une tenga que desaparecer.

Confuso, dividido en su fuero interno y en contra de su voluntad, Da'ud no replicó. Tomar otra esposa, una mujer a la que nunca podría amar como había amado y seguía amando a Sari, era reconocer la derrota, admitir su fracaso en disipar el horror de Sari hacia el acto sexual, a pesar de la consumada habilidad —hasta se podría decir, el arte— que había empleado en su largo y paciente esfuerzo para liberarla de ese horror. El fracaso era algo amargo que él no conocía. Le molestaba, se negaba a reconocerlo. Y sin embargo, la lógica de las palabras de Sari era evidente. Otra esposa. No podía pensar en nada más desagradable. Pero peor era aún la idea de no tener hijos.

—Lo pensaré —fue lo único que dijo—. Vete ahora a descansar. Me quedaré levantado un poco más. Tal vez las estrellas me sirvan de consejeras.

 

 

El rostro rubicundo de Abu'l Kasim's rebosaba de satisfacción cuando salió del quirófano. Abrazando a Da'ud afectuosamente, le dijo:

—Ha soportado la operación asombrosamente bien. Unas semanas de descanso y volverá a ser lo que era antes.

—¿Y el tumor? —insistió Da'ud.

—Lo suficientemente pequeño para poder ser extirpado y erradicado totalmente; estaba colocado de tal manera que pude rebañar los tejidos que lo rodeaban hasta llegar a donde el tejido estaba sano. Cautericé las raíces de la herida con sumo cuidado para que la recuperación sea rápida. Te ruego que me perdones por no haberte permitido que estuvieras presente. Temí que, al ser hijo del paciente, una reacción emocional por tu parte o por parte de tu padre pudiera afectar mi concentración. Ve ahora a verlo. Está todavía un poco amodorrado debido al sedante de semilla de amapola que le administré, pero aparte de eso está todo lo bien que se puede esperar después de una operación.

A Da'ud le empezó a dar vueltas la cabeza conforme la apretada espiral de tensión en su interior se iba desenroscando. Con una oración de acción de gracias en los labios, entró en el improvisado quirófano y tomó la mano de su padre en la suya, mientras éste dormía plácidamente.          

 

 

Inmensamente alto, con el rostro oscuro, de amplia estructura ósea y grandes facciones, surcado por arrugas y descarnado, Bahya ibn Kashkil se aproximó a Da'ud ibn Yatom, separándose de la multitud que se había congregado a su alrededor después del servicio religioso del Sabbat, para preguntarle por el estado de salud de su padre. A pesar de su impresionante estatura había cierta timidez en la manera de andar de este desconocido, con esa vacilación propia de los recién llegados a lugares desconocidos.

—Siento sinceramente el imponer mi presencia en momentos tan difíciles para ti —empezó a decir Bahya ibn Kashkil; su tono y su manera de expresarse en árabe denotaban cierta instrucción—, pero quien me dio el nombre de tu padre fue Meir ibn Migash, jefe de la comunidad judía en Marrakech y el más importante comerciante de tejidos de la ciudad. Antes de salir camino de Córdoba, me aseguró que Ya'kub ibn Yatom haría todo lo que estuviera en su poder para ayudarme cuando llegara aquí. Creo que los dos han tenido relaciones comerciales durante años y que se profesan mutuamente un gran respeto. Te puedes imaginar mi consternación al enterarme de la reciente enfermedad de tu padre. Espero que esté bien y camino de una total recuperación.

—Todo lo bien que su avanzada edad le permite —contestó Da'ud con reservada cortesía—. Como hijo suyo y heredero de sus responsabilidades para con la comunidad, tal vez pueda servirte de ayuda.

—Eres muy amable —contestó el recién llegado, inclinándose respetuosamente para besar el anillo de zafiros de Da'ud.

—¿Qué te trae desde Marrakech hasta Córdoba?

—La búsqueda de la seguridad, nada más. No hace mucho mi mujer cayó al suelo al tropezar con una piedra y fue pisoteada, hasta ocasionarle la muerte, cuando iba camino del pozo de nuestro pueblo natal, no lejos de Marrakech. Asaltantes fatimíes aparecieron repentinamente, procedentes del este, e invadieron nuestro pueblo para entablar combate con las tropas zenatas que defienden los territorios occidentales, aún bajo el dominio de los Omeyas. Mi pobre Aisha se hallaba en línea directa a la del avance de los fatimíes y los cascos de sus salvajes caballos árabes la convirtieron en una desdichada masa de ensangrentada carne humana. Tales ataques se están haciendo más frecuentes cada día y juré sobre su tumba que haría todo lo que estuviera en mi poder para proteger a nuestra hija de un destino semejante.

—Comprendo tu dolor —contestó Da'ud cortésmente—. ¿Cómo te ganabas la vida en Marruecos?

—Mi padre me dejó una pequeña parcela de terreno en el pueblo, pero lo que ésta producía no era suficiente para proporcionarnos un nivel de vida adecuado, así que aumenté mis ingresos dando lecciones de hebreo a las clases de párvulos en la escuela judía en Marrakech. Pero no temas, Abu Solimán, no soy pobre y no me convertiré en una carga económica para tu comunidad. Vendí mi casa y mis tierras y, junto con mis ahorros, tengo suficientes fondos para comprar una modesta vivienda. Lo que busco es un empleo, tal vez, si tengo suerte, un puesto docente en vuestra escuela de Talmud Torá.

Mientras los dos hombres seguían de pie conversando, el patio de la sinagoga se había quedado vacío. Sólo una joven, tan alta como el propio visitante, se había quedado sola en un rincón, con sus expresivos ojos castaños fijos en los dos hombres, mientras trataba de captar lo que estaban hablando.

—¿Es tu hija? —preguntó Da'ud, señalándola con un ademán de su cabeza.

—Sí. ¿Me permitís que os la presente?

—Por supuesto.

—Acércate, Djamila, y presenta tus respetos a Abu Solimán Da'ud ben Ya'kub ibn Yatom, hijo del jefe de la comunidad judía de Córdoba.

El porte erguido y confiado de la muchacha al cruzar el patio y el grácil movimiento de su cuerpo, de piernas y brazos largos prendieron una chispa de interés en la mente de Da'ud, aunque no en lo más profundo de sus ojos silenciosos.

—Bienvenida a Córdoba —dijo cuando ella se inclinó para besar el borde de su túnica, y después continuó hablando con el padre—. Un empleo de maestro, dices. Esa decisión la tendría que tomar el director de la escuela del Talmud Torá. Ven a mi casa esta noche al terminar el Sabbat y te daré una carta para él.

—Con todos mis respetos, Abu Solimán, no me atrevo a dejar a Djamila sola al anochecer. ¿Tal vez mañana de madrugada?

—Puedes traer a tu hija contigo —dijo Da'ud, y sus palabras encendieron una chispa de excitación en los ojos alertas y sinceros de Djamila—. Ten la bondad de excusarme ahora —murmuró al despedirse apresuradamente para ir a comer a casa de su padre.

Encontró a Ya'kub bastante bien. No parecía resentirse excesivamente de su operación e iba recuperando lentamente el movimiento de la pierna. Lo que inquietaba a Da'ud era una progresiva debilidad en él y una gradual pero constante pérdida de peso que todos los manjares exquisitos, amorosamente preparados por su madre, no lograban atajar. Su corazón le decía que era simplemente cuestión de su avanzada edad, pero su formación profesional le decía otra cosa; sentimiento y conocimiento luchaban dentro de él, desgarrándole el alma...

—Da'ud, hijo mío —dijo Ya'kub, haciendo un esfuerzo para incorporarse sobre los cojines en que estaba echado, al darse los dos un abrazo—. Soy ya un hombre viejo. Cada día que pasa noto que voy perdiendo más fuerzas. Por eso, estoy decidido a hablarte hoy mismo, antes de que sea demasiado tarde. Da'ud, hijo mío —repitió—, es hora de que le des a nuestra familia un heredero. Comprendo tu amor por Sari. Es una criatura dulce y afectuosa, con un físico que recrea la vista, y noto que ha llegado a amarte casi tanto como tú la amas a ella. Lo que ocurre entre vosotros dos en la intimidad de vuestro lecho no me concierne, pero sí me concierne el resultado. Si no puede procrear a tus hijos, la ley y la costumbre permiten, es más, encarecen, que tomes otra esposa.

—He estado considerando cuidadosamente el asunto durante mucho tiempo, padre, y Sari me alienta a que haga lo que tú me estás sugiriendo ahora. Soy yo el que no me acabo de decidir. Desde el momento en que vi a Sari, comprendí que era ella la mujer con quien había soñado como madre de mis hijos.

—No todos nuestros sueños de juventud llegan a realizarse. Gracias al ambiente acomodado del que procedes y a tus dones naturales, el curso de tu vida ha transcurrido sin problemas y con la misma fluidez del vuelo de un pájaro hacia el cielo. Nunca tuviste que someterte a un duro aprendizaje de privación, fracaso o frustración. Ahora, a tus años, es difícil aprender a aceptar la desilusión, pero debes someterte de manera incontrovertible a los hechos que se presentan en tu camino.

Da'ud no contestó, pero de repente un par de ojos grandes, oscuros y expresivos, encendidos por el deseo de vivir, aparecieron en su horizonte... Sintió un cierto alivio cuando Sola les llamó para que fueran a comer, aunque la comida resultó ser una experiencia penosa con todos los miembros de la familia fingiendo que no se daban cuenta de la manera en que Ya'kub picoteaba, por así decir, sus platos favoritos, ni de su grisácea palidez, ni del esfuerzo que estaba haciendo por permanecer sentado con ellos. Hablaron de todo menos de su salud, pero el tono de forzada normalidad sonaba falso en los oídos de todos ellos. Tan pronto como terminó la comida, Ya'kub regresó a su diván a descansar y Da'ud y Sari se despidieron. El tierno abrazo que Da'ud le dio a su afligida y preocupada madre fue más elocuente que cualquier palabra de consuelo que hubiera podido proferir.

—Me pasaré por aquí un poco más tarde, al atardecer —le dijo al separar los brazos de su cuerpo, besando una lágrima que se le había quedado perdida en uno de los ojos.

En el corto camino a su casa, Da'ud le contó a Sari su encuentro con Bahya ibn Kashkil y su hija:

—Van a venir un momento esta tarde a recoger una carta de recomendación para el rabino Meir. Creo que sería oportuno ofrecerles unos refrescos como señal de bienvenida a la comunidad.

Echado al lado de su mujer para disfrutar de la siesta del Sabbat, con la fina mano de Sari reposando tiernamente en la suya, Da'ud reflexionó sobre la ironía del encuentro de aquella mañana. Como leal secretario de Abderramán, había sido probablemente él quien había escrito de su puño y letra los mensajes que incitaron a los zenatas a oponerse a Al-Mu'izz, el rival fatimí del califa omeya, en el norte de África, y que durante muchos años le había arrebatado vastos territorios en el este y en el sur. Fue este violento enfrentamiento lo que había hecho pedazos las vidas de los hermanos judíos que se habían dirigido a él en busca de ayuda. No obstante, había cierto consuelo en el hecho de que su puesto en la corte servía como sólida garantía de la seguridad de los judíos, en Córdoba al menos, proporcionando un asilo seguro para las víctimas de la rivalidad omeya-fatimí en cualquier otra parte del reino de Abderramán.

Irritado, espantó una mosca que zumbaba revoloteando alrededor de su cabeza, y la echó hacia la ventana para que no molestara a Sari, que dormía plácidamente a su lado. ¡Qué bella seguía siendo!, casi tan bella como el día en que se casó con ella. Su piel era tan suave y transparente, su pelo cobrizo tan rico y lustroso, sus brazos y piernas tan esbeltos y delicados; la tierna planta que él no había logrado hacer florecer, a pesar de todo el amor y pasión con que la había regado. ¡Qué diferente era de la joven refugiada de las llanuras de Marruecos, cuya franca y animada mirada y erguida postura denotaban un brío saludable, un deseo de saborear hasta el máximo todo lo que la vida podía ofrecerle! Y Djamila, a su vez, ¡qué distinta de las hijas de las distinguidas familias judías de Córdoba: vibrante, alerta, no había nada en su persona de la lánguida pasividad de aquéllas. Procedente de una modesta familia de pueblo, habría tenido que desempeñar la parte que le correspondía en las faenas de la granja de la familia, que acostumbrarse a luchar para sobrevivir y, si su propia intuición era acertada, que forjar también la voluntad por tratar de alcanzar algo mejor. Su porte manifestaba una impaciencia juvenil de mejorar su posición en la rica y deslumbrante ciudad de Córdoba, a pesar de su condición de modesta recién llegada.

¿Otro sueño romántico que se desvanecería?, rumió, mientras sus pensamientos volvían a la charla que había tenido con su padre. Una segunda esposa... Pero ¿quién? ¿Quién entre las cotizadas jovencitas de Córdoba estaría dispuesta a dar a luz a sus hijos, pero al mismo tiempo a ocupar un segundo lugar en su corazón, así como en su casa? El prestigio de su posición podía atraerlas —o atraer a sus padres—, pero poco a poco empezarían a sentirse descontentas ante la posición que él les iba a imponer, porque nadie ni nada suplantarían jamás a Sari, el gran amor de su vida. ¡Y qué soso e indiferente ramillete eran estas jovencitas! ¡Qué carga supondría para él! Ni siquiera para lograr un heredero podía Da'ud concebir cómo él sería capaz de aguantar su presencia pasiva e insulsa dentro de su hogar.

¿Quién, entonces? ¿Otra desconocida, otra Sari? Eso no lo podía hacer. Debía encontrar alguien fuera de su círculo familiar, pero no una persona desconocida. Una vez más la imagen de esos brillantes y expresivos ojos apareció en su mente. Una desconocida, pero no desconocida... ¿No había visto Djamila bastante de la vida para saber que tenía que pagar un precio para mejorar su nivel? Ni en sus sueños más descabellados podría haber concebido una posibilidad tan deslumbradora. Joven, maleable, recién llegada de su remoto pueblo marroquí, pero no sin cierto nivel de educación, aceptaría cualquier cosa que él le ofreciera a cambio del inmenso prestigio que adquiriría como miembro de su casa y familia. En su persona, no era ni mucho menos repulsiva. Todo lo contrario: su brío tenía cierto encanto, su energía, nacida de una vida transcurrida entre las bondades y crueldades de la naturaleza, no estaba desprovista de encanto. Se fijaría más en ella esta noche. Si de sus sueños destrozados y los de ella, aún sin realizar, podía salir un hijo, Da'ud estaría satisfecho.