XI

—¡Borrad esas despreciables muecas de vuestros cretinos e insolentes rostros! —bramó Toda de Navarra al grupo de nobles, escuderos y sirvientes que la esperaban con desgana en el patio de la fortaleza de Navarra para acompañarla en una de sus salvajes correrías a caballo con que tenía la costumbre de desahogarse, cuando una cólera incontrolable la dominaba—. No toleraré esta flagrante falta de respeto hacia mi amado nieto Sancho, legítimo soberano de León y Castilla. Puede que esté temporalmente depuesto, pero juro por la memoria de su pobre padre muerto, Ramiro II, y de su pobre hermanastro también difunto, Ordoño III, y sobre las cabezas de mis hijos García, rey de Navarra, y su hermana Teresa, madre de Sancho, que lo volveré a reinstaurar en el trono de León, por muy grande que sea el precio para mí y para mi hijo el rey de Navarra.

Mientras así hablaba, los escuderos sostenían la espuela para que Sancho subiera al caballo por cuarta vez consecutiva. Una vez más intentó encaramarse sobre la montura, con el rostro de color escarlata por el esfuerzo, pero le faltaba fuerza en sus nacidos músculos para alzar el peso muerto de su obesidad. Vencido, resbaló hasta caer en el suelo y una vez allí se puso de pie, indefenso, junto a su dócil y sufrido caballo, con las piernas, a partir de las rodillas despatarradas hacia afuera, las manos flácidas colgándole a ambos lados del cuerpo y una expresión perpleja en su cara fofa. Un espectáculo patético.

—Moved el culo —bramó Toda a los escuderos—. Si él no puede subirse sólo a la montura, entonces, por la sangre de Dios, hacedlo vosotros por él, panda de bribones incompetentes. ¡Levantadle por las buenas y sentadle en ella! En cuanto a vosotros —chilló dirigiéndose a los centinelas que se estaban riendo de su nieto por los huecos de la torre del homenaje—. ¡Que no os coja una sola vez más mofándoos de Su Majestad, porque haré que os empalen en la estaca de hierro más cercana!

Tan pronto como Sancho estuvo instalado sobre la montura, con más o menos seguridad, hizo una señal con su dedo índice regordete al maestro de los aprovisionamientos.

—La empanada de carne de caza —ordenó.

Aquél salió corriendo a cumplir las órdenes de su amo y el sirviente rebuscó por entre la docena de cestas cargadas ya en las mulas que iban a salir con el grupo. Finalmente encontró lo que buscaba, una suculenta empanada de dorada superficie y un diámetro de más de la palma de una mano extendida. Con una inclinación respetuosa se la entregó al patético rey sin corona. El resto del grupo esperaba pacientemente acomodado en sus monturas y con sus fogosos caballos piafando sobre las losas resbaladizas, hasta que Su Majestad consumiera el último bocado de la empanada. Sólo entonces se atrevieron a moverse.

Toda galopó furiosamente por delante de su escolta y su burda capa de lana de color gris ondeaba al aire a sus espaldas. Durante horas siguió el curso del río Arga, que zigzagueaba entre los verdes pastos de su valle inferior, estrechándose después, conforme subía de manera regular a través de los susurrantes bosques de hayas de las estribaciones de los Pirineos, hacia su lugar de nacimiento, en las montañas. Como si estuviera poseída por algún espíritu misterioso, galopó a través del bosque hasta que, desde cierta distancia, llegó a sus oídos un grito lastimero. Disminuyendo el paso, escudriñó los bosques con gran atención y vio un claro donde podía detenerse el grupo. Uno por uno se unieron a ella sus cortesanos; Sancho fue el último en llegar. Visiblemente exhausto, exhaló un grito ahogado y después, medio perdió el equilibrio, medio cayó rodando del caballo y se quedó tumbado en la tierra, inmóvil, mirando sin expresión al cielo.

Toda se apresuró a arrodillarse a su lado y todo su ser experimentó una metamorfosis ante los ojos de su séquito. La capitana agresiva, dominante y voluntariosa, cuya obstinada mirada hacía temblar a todos, no era ahora distinta de todas las abuelas que habían conocido, cálida, afectuosa e indulgente hasta un extremo increíble.

—Sancho, Sancho, corazón —susurró, mientras le acariciaba la frente—. Háblame, dime algo. Soy yo, tu abuela.

Pero el gobernante que había perdido su trono no se daba cuenta de su presencia. Los nobles de Navarra, alarmados a la vista del cuerpo voluminoso de Sancho yaciendo inerte en el suelo, con los ojos vidriosos como si su mente estuviera ausente, se retiraron a una discreta distancia. Habían oído rumores de los «ataques» o «ausencias», como Toda insistía en que se los llamara, pero por el hecho de que la naturaleza de éstos fuera inexplicable, los hombres los temían instintivamente. Sólo Toda tenía el valor de permanecer junto a su nieto.

—Sancho, corazón mío, alma mía, soy Toda, tu abuela —repetía una y otra vez—. ¿Me oyes, me ves, me reconoces?

Pero Sancho siguió sin dar señales de reconocimiento. Yacía inmóvil, una montaña de carne humana, con la mirada fija en la nada. Aunque Toda trataba de ocultar sus sentimientos, cada instante que sus cortesanos lo veían así era para ella una intolerable ignominia. Pero en el fondo no estaba realmente preocupada, sabía por experiencia que los periódicos ataques que sufría Sancho de lo que los franceses llamaban le petit mal no duraban más que unos pocos y angustiosos minutos.

En sus incansables esfuerzos para curarle había consultado a todos los médicos de conocida reputación a ambos lados de los Pirineos; «para lo que pudiera servir aquella panda de ignorantes», pensaba. Le aseguraron que su condición no tenía por qué empeorar, aunque naturalmente podía hacerlo, añadieron temerosamente, inquietos por su inmerecida reputación profesional. Si Dios lo disponía, añadieron piadosamente, tal vez desapareciera un buen día tan misteriosamente como había venido. Si no hubiera sido porque Sancho, el hijo segundo de Ramiro y Teresa, la hija de Toda, se convirtió en el heredero al trono de León a la muerte prematura de su hermanastro, Ordoño III, que reinó tan brevemente, su enfermedad no se habría convertido en un asunto de vital importancia política. Pero, siendo las cosas como eran, servía de arma letal en las manos del usurpador, Ordoño IV, miembro de la casa real de León y aliado de Fernán González, el rebelde príncipe de Castilla. ¿Había argumento más convincente de que Sancho no era capaz de gobernar que el espectáculo de ese inmenso bulto de carne postrado en el suelo, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor?

—¡No os quedéis ahí plantados y boquiabiertos, mirando a mi nieto, como una panda de idiotas congénitos! —gritó Toda a su escolta—. Idos a estirar las piernas al bosque y tú, encargado de las viandas, prepara una colación. Tan pronto como Sancho reviva, participaremos todos de ella.

Los soldados se dispersaron con desgana, hablando de todo lo que no fuera la enfermedad de Sancho, por miedo a que Toda los oyera. Cuando volvieron, Sancho se había recuperado y volvía a ser el mismo, aparentemente no afectado por su escapada a las regiones del olvido. Con su acostumbrada bulimia, estaba devorando pichón asado y anguila ahumada, pechuga de pato, empanadillas de buey y jamón curado, en cantidades tan enormes que hasta los hombres con más sólido apetito le miraban asombrados. Una vez hubo empapado la carne con un par de jarras de cerveza, pasó a atiborrarse de una variedad de dulces desconocidos en el norte cristiano. Los había preparado especialmente para él el repostero del califa que había sido capturado en la batalla de Simancas y forzado a formar parte del servicio de su padre. Tan profunda había sido la aflicción de Sancho al tenerlo que dejar atrás cuando fue arrojado del palacio que su abuela, que lo adoraba, redimió al moro y lo anexionó al séquito de Sancho. Saciado al fin, Sancho se tumbó, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo, con una expresión de sublime beatitud en su rostro abotargado y su cuerpo, con forma de barril, tan apretadamente distendido que los cortesanos no pudieron contener una risita.

—¡Brutos insensibles, que os creéis y llamáis nobles! —Toda les insultó—. Son vuestras espadas y no vuestras burlas lo que necesito para que me ayudéis a restaurar el honor de la familia. Os quedáis ahí plantados como un montón de impotentes, con muecas burlonas y desdeñosas en vuestros rostros, mientras que el insidioso castellano Fernán González conspira con el usurpador para privar a mi nieto de su derecho legal a reinar en León. Me niego a tolerar esta situación un minuto más.

Al oír estas palabras y sentir mancillado el honor de sus soldados, Rodrigo de Estella, general en jefe de las escasas fuerzas del diminuto principado de Navarra, no pudo contenerse y dijo en el acto:

—Con todos los respetos a Vuestra Majestad, hubo sobrada razón para destronar a vuestro nieto. Su decisión arbitraria, por no llamarla precipitada, de no pagar el tributo anual debido al califa conforme a las condiciones del pacto negociado originalmente por su emisario Da'ud ibn Yatom, ha expuesto el antiguo reino de vuestro nieto al peligro de renovados ataques por parte de las hordas musulmanas. Pero León no es capaz de rechazar tales ataques, debilitadas como lo están sus fuerzas por los constantes problemas que tiene que afrontar procedentes de su rebelde vasallo, el principado de Castilla.

—¡Tonterías! —gritó Toda, desestimando el razonamiento del comandante de las fuerzas—. Abderramán está demasiado ocupado con los fatimíes en Argelia como para preocuparse de nosotros.

—Los soldados del usurpador no pensarán lo mismo. Afirman que el califa siempre mantiene una guarnición en reserva, dispuesta a atacar León en cualquier momento. Algunos de ellos llegan hasta a preguntar si Sancho estaba en su juicio cuando le provocó tan flagrantemente, pero hasta los elementos más moderados dudan en confiar el destino de León a un joven rey cuyo estado de salud, tanto físico como mental... —el guerrero de tez rugosa dudó un segundo antes de pronunciar la obvia verdad— le impiden dirigirlo.

—Sí, está bien —masculló Toda de mala gana, apretándose con una arrogancia masculina el pesado cinturón de plata que le sujetaba la capa—. Ven —dijo, apartando a Rodrigo del inepto grupo de nobles—, vamos a dar un corto paseo y hablar del asunto de hombre a hombre. —Dando grandes zancadas, conforme a su estilo resuelto y varonil, debajo de las esbeltas hayas, Toda inició el tema con objetiva lucidez—: Así que, don Rodrigo, tenemos dos problemas con que enfrentarnos: primero, a Sancho hay que restablecerle la salud para que pueda ganar la confianza y lealtad de sus súbditos; segundo, debemos reunir una fuerza militar lo suficientemente fuerte para someter al usurpador y a los rebeldes castellanos, hacerles postrarse de rodillas ante nosotros, y defender a Sancho en su subida al trono a que tiene derecho. ¿Qué sugerencias se os ocurren para solucionar estos dilemas?

—No las soluciones que a mí me gustarían, señora.

—Explicaos, don Rodrigo. No estoy acostumbrada a oíros hablar en clave. Como hombre de armas, sois generalmente más explícito.

—Está bien, Majestad. Como vos misma os daréis cuenta, no hay un médico en todas las tierras cristianas capaz de curar a Sancho.

—Continuad —interrumpió Toda con impaciencia, enojada ante la repetición de un hecho tan obvio.

—Los grandes médicos de nuestros tiempos han sido congregados por la tolerancia y generosidad de los gobernantes Omeyas en su opulenta corte de Córdoba. Es ahí donde se puede encontrar el mejor tratamiento médico.

—¿Estáis sugiriendo que trate de ganarme el favor de mi encarnizado enemigo, el califa musulmán?

— Hablando sin rodeos, Vuestra Majestad, sí, eso es exactamente lo que estoy proponiendo. Vos dijisteis convincentemente hace un rato que estáis decidida a reinstaurar en el trono que por derecho le corresponde a vuestro nieto Sancho, cueste lo que cueste. Parte del precio que tenéis que pagar es pedirles a los médicos del califa que curen al joven Sancho.

—¿Y ponerlo a merced de mis enemigos? Don Rodrigo, ¿habéis perdido el juicio?

—No, señora. Todo lo contrario. He examinado la situación desde todos los ángulos desde el momento en que Sancho fue destronado. En mi opinión, no hay otra solución, por desagradable que ésta os parezca.

—¡De ninguna manera! ¡Nunca acudiré a Abderramán!

—Con todos mis respetos, señora, los propios súbditos de Sancho no son una amenaza menor para él que el califa. Después de todo, los musulmanes piden sólo tributos, mientras que los rebeldes exigen el trono.

Enfrentada con esta lógica implacable, Toda se quedó en silencio. Domeñada, se dio la vuelta bruscamente y volvió al espacio abierto en el campo. Ella misma despertó a Sancho y después, saltando sobre su silla de montar con una agilidad inesperada dado su tamaño, gritó sus órdenes:

—A Pamplona y ayudad a Su Majestad a que se acomode en su montura. —A Rodrigo, que cabalgaba a su lado, le dijo—: Lo pensaré —y a continuación espoleó a su caballo hasta ponerlo a un galope frenético, camino de la seguridad de su sombría fortaleza gris.

 

 

—¿Qué piensas de esto? —le preguntó Abderramán a Da'ud, enseñándole el mensaje que había recibido de Toda, la reina viuda de Navarra y verdadero poder detrás del trono de su hijo García.

—Una petición inusitada —replicó Da'ud cautelosamente.

—Efectivamente lo es, procediendo como procede de ese viejo y formidable caballo de batalla que es la reina madre Toda de Navarra, pero también una oportunidad inesperada de profundizar mi influencia en el norte. El petit mal... —masculló al sentarse con las piernas cruzadas sobre sus dorados cojines, con los brazos cruzados en ademán de suficiencia sobre su regazo, y fijó su mirada penetrante en la de su erudito médico.

—Como en todas las enfermedades, depende mucho de la severidad del caso concreto y de la condición general del paciente. Existen, por supuesto, ciertos remedios, pero su efecto varía de una persona a otra. A menos que pueda ver en persona a Sancho, no quisiera aventurar ninguna opinión.

—Su obesidad es bien conocida de todos. Por lo que me cuentan, es el hazmerreír de toda la nobleza cristiana del norte de España.

—Eso puede complicar su condición aún más y prolongar el tratamiento.

—No me agrada la idea de que te ausentes de Córdoba por un período indefinido de tiempo. Tu lealtad y sensato consejo se han convertido en algo indispensable para la paz de mi espíritu.

—Me cuesta trabajo imaginarme que Toda acceda a que Sancho permanezca en las manos del «enemigo» durante mucho tiempo, si es que le deja venir.

—Debes convencerla de nuestra buena fe.

—No estoy seguro de que basten las palabras. Reflexionemos un momento sobre esta situación sin precedentes. De por sí, el petit mal no es una enfermedad lo suficientemente severa para impulsar a una mujer del calibre de Toda a dirigirse a su archienemigo en busca de un remedio. Su suprema ambición al curar a Sancho es para hacerle físicamente capaz de gobernar León, pero para restaurarle en el trono, necesita una fuerza militar que a Navarra le falta. Si accedierais en principio a garantizarle cierto grado de ayuda militar, podríais sin duda alguna estar seguros de la absoluta dependencia de León, una vez que Sancho recupere el trono. Si yo tuviera vuestra autoridad para dar a entender que podéis conceder tal ayuda, no me sería difícil convencerla de que permitiera a Sancho regresar conmigo a Córdoba.

—Razonas bien, como siempre, pero has dado al asunto un cariz totalmente distinto. Si se trata de ayuda militar, soy yo quien debe entrevistarse con mi «aliado» personalmente y discutir en el más minucioso detalle las condiciones de tal colaboración. Y más importante aún, como ella es el poder tras la persona del joven Sancho, el futuro rey de León, es preciso poner bien claro la sumisión de Toda a mi poder.

—Es una mujer orgullosa y temible.

—Cuento con tus poderes de persuasión para convencerla de que acompañe a su nieto enfermo a nuestra corte.