XXXIII

Pasaron meses de incertidumbre hasta que, en una de las consultas de los jueves, apareció otra vez la princesa Subh. Ahora, como entonces, cuidadosamente disfrazada, pero esta vez iba acompañada de otra mujer ataviada de forma semejante. Hai se sintió profundamente incómodo al hacer entrar a ambas mujeres en el antiguo despacho de su padre. Era evidente que los grandes, si no los poderosos, estaban decididos a no dejarle en paz... La princesa presentó a su compañera como a la condesa Sabina, una tía suya del País Vasco, cuyos ilustres antepasados, le recordó de manera significativa, habían vencido a Carlomagno en Roncesvalles en el año 778. Aunque el rostro, delgado de por sí, de la condesa estaba demacrado y ceniciento, sus ojos rodeados de círculos negros y su esbelta figura descarnada, logró hacer acopio de energía para mantener el arrogante porte propio de su rango.

Con el sincero interés que le hacía tan popular entre todos sus pacientes, Hai escuchó atentamente mientras la condesa explicaba por qué había ido desde tan lejos para consultarle. Un dolor incesante en la parte superior del abdomen y de la espalda le habían impedido durante algún tiempo conciliar el sueño; había perdido el apetito y, al llegar a este punto, la princesa Subh miró a Hai con su expresión de permanente resentimiento, tenía una extraña dureza en uno de sus pechos. Una nubecilla de temor vidrió sus penetrantes ojos grises.

—Nuestro médico me ha dado poca esperanza, hablamos vagamente de una enfermedad maligna para la que no existe remedio.

—Fui yo quien insistió en que la condesa viniera a verte —interrumpió la princesa—. Las mujeres de Córdoba afirman que la droga maravillosa que mi pobre difunto marido te ayudó a traer de África cura malignidades como esta.

Al oír esto, el malestar de Hai se convirtió en temor. El rumor popular, o la imaginación o simplemente el deseo de hacerse ilusiones, inspirados por el dudoso, tal vez sólo temporal, éxito que había logrado con Stella y la prima de Abu'l Kasim, lo habían transformado en una especie de hombre milagroso investido de poderes que no poseía y que nunca había soñado en reivindicar. Una simple ojeada al cuerpo frágil y consumido de la noble vasca había sido suficiente para convencerle de que las probabilidades de salvarle la vida eran remotas. No se podía negar a tratarla, pero como era su sobrina quien le había hecho concebir esperanzas, era a ella, la madre del califa, a quien tendría que dar cuentas si el tratamiento fracasaba. La princesa Subh y su degenerado hijo podían muy bien haber sido privados del verdadero poder, pero poseían indudablemente aún los medios para arruinar su reputación, o para infligir un castigo más drástico sobre él... Era pues necesaria una explicación totalmente franca...

—Las mujeres de Córdoba me adjudican poderes que todos los médicos, desde la antigüedad, han deseado poseer, pero que desgraciadamente ni yo ni ningún otro miembro de la profesión hemos conseguido todavía. Hay muchos tipos de enfermedades malignas. Somos capaces de identificar algunas y de curarlas a veces mediante la extirpación si no han permanecido en el mismo lugar durante mucho tiempo, si el tumor no está situado cerca de ningún órgano vital y si el paciente es suficientemente fuerte para sobrevivir a la operación. La existencia de otras dolencias que su situación no nos permite ver, la podemos deducir por los síntomas que producen, pero para éstas tenemos poca esperanza de curación. De hecho, Hipócrates opinaba que algunas de ellas era mejor no tratarlas, porque la operación que las extirpaba era más peligrosa que el lento proceso de tales tumores. En ciertos casos, cuando se quita el tumor al principio, el extracto al que la princesa se ha referido puede ayudar a contener la propagación de la malignidad, aunque por cuánto tiempo, si es que es por algún tiempo, no lo sabemos todavía. Serán precisos muchos más días de experimentación y observación para comprobar su eficacia y determinar las condiciones en las que se puede esperar un resultado positivo. La medicina, distinguidas señoras, no es una ciencia exacta. Los fenómenos con que nos enfrentamos son tan variados como la propia raza humana. El tratamiento que puede sentarle bien a una persona puede ser ineficaz y hasta perjudicial para otra. Un médico debe hacer constantemente uso de su experiencia y de su innata intuición para juzgar qué remedio recetar en cada caso particular, y ajustarlo de acuerdo con la reacción de su paciente. De aquí que el extracto que hemos conseguido de África con la generosa ayuda del difunto marido de vuestra sobrina, el ilustre califa Alhákem, puede conseguir una curación en un caso, pero fracasar completamente en otro. No he tratado con él a un número suficiente de pacientes como para poder ofreceros a vos o a cualquier otra persona, un diagnóstico que merezca un pronóstico absoluto.

—No he traído a mi pobre tía enferma desde Bilbao hasta Córdoba para escuchar una disquisición —interrumpió la madre del califa—. Es una cura lo que buscamos, no un discurso.

—Junto con Abu'l Kasim, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a la condesa. Pero repito e insisto en que mi poder es limitado. El dolor de que se queja hace su caso más complejo que los otros que he tratado y no os puedo dar garantía de éxito. Teniendo esto en cuenta —continuó Hai gravemente y dirigiéndose ahora directamente a la condesa—, ¿estáis dispuesta a permitirme que lo intente?

—Me gusta tu franqueza, joven. Me confiere confianza. Y puesto que no existe otro remedio, sería una necedad el desdeñar éste, por muy experimental que sea.

—Os doy las gracias, condesa. Empecemos enseguida. Tomaréis primero una pequeña cantidad del extracto de aloe. Si no os sienta mal, aumentaremos la dosis para fortaleceros suficientemente a fin de soportar la operación que Abu'l Kasim realizará para extirpar la dureza en vuestro pecho. Después volveremos a considerar vuestra condición y decidir el curso que hemos de seguir.

Al levantarse las dos mujeres para irse, Hai estaba demasiado preocupado por la gravedad de la condición de la condesa como para darse cuenta de si la actitud de la princesa hacia él se había suavizado un poco.

El efecto del extracto en la salud de la condesa sobrepasó las expectativas de Hai. Recuperó su vigor con asombrosa rapidez, su apetito mejoró y su cutis perdió algo de su tono ceniciento. Lo único que persistía era el dolor en la espalda. Hai prescribió para esto una poción que contenía suficiente opio para calmar el dolor y permitirle dormir. Hai se dio cuenta enseguida de que era una mujer de implacable decisión y una voluntad de hierro. Cuando iba a verla se mantenía altiva y erguida bajo su mirada inquisitiva y nunca dejaba de preguntarle amablemente por él antes de hablar de sí misma. Raras veces se quejaba y en ningún momento dejó que su ánimo flaqueara o su esperanza se debilitara. Firmemente resuelta a hacer lo imposible para recuperar la salud, se ponía sin vacilación en manos de Abu'l Kasim, sorprendiendo al cirujano y al propio Hai con la rapidez con que se recuperó de la extirpación. Pero el constante dolor en la parte alta del abdomen y en la espalda persistían.

Hai visitaba a la condesa todas las tardes, entrando discretamente en el viejo palacio de Córdoba por la pequeña puerta lateral que daba directamente a la farmacia. Su presencia allí no causaba sorpresa porque iba regularmente, como en los tiempos de Alhákem, a comprobar la cantidad del Gran Antídoto que tenía el califa. Su paciente tomaba el extracto con regularidad y él continuaba administrando opio cuando era necesario para calmar el dolor y asegurarse de que dormía profundamente durante toda la noche. Si estaba descansada, tenía un aspecto asombrosamente bueno. Comía con gusto, sus hundidas mejillas se iban rellenando y su cuerpo parecía menos descarnado. Todo parecía realmente un milagro.

Los ojos de Sabina se iluminaban en el momento en que Hai entraba en la habitación. Lo llamaba su salvador, incapaz de encontrar palabras adecuadas para mostrarle su agradecimiento y alabarle. Cuando él le preguntaba sobre el dolor, ella desechaba la pregunta con altivez. «No es nada que no pueda soportar», solía responder, quitándole importancia a la molestia, en un esfuerzo para convencerse a sí misma y a los que estaban a su alrededor de que no le ocurría nada serio. Pero la conciencia profesional de Hai le advertía que debía atenuar su optimismo. Era demasiado pronto para asegurar una cura. El tumor que Abu'l Kasim extirpó había penetrado profundamente en su carne y el dolor constante que sentía se podía deber a la corrosión de una parte escondida, cuya extirpación sería demasiado arriesgada. Pero su profunda compasión por esta valerosa mujer lo refrenaba, lo mismo que le había impedido revelar a Stella y a la prima de Abu'l Kasim el alcance del peligro a que habían estado expuestas. Si sus esfuerzos conseguían para sus pacientes al menos un aplazamiento, que disfrutaran de cada momento en su plenitud, sin que un temor constante, indescriptible, se apoderara de su aliento, de todos sus gestos. Ya habría tiempo suficiente para el sufrimiento y el terror...

Estaba un día vigilando la obtención del jugo del aloe, alrededor del mediodía, cuando vio a un grupo de jinetes que se aproximaban a la casita, procedentes de Córdoba. Conforme se iban acercando, distinguió las figuras de dos mujeres en el centro del grupo, rodeadas por un séquito de guardias e innumerables acompañantes. Entró deprisa en la casa para lavarse y ponerse vestiduras limpias, ordenó a un criado que preparara refrescos para las distinguidas señoras que habían ido a verlo, y salió al umbral de su modesta vivienda para darles la bienvenida, a medida que ellas se iban bajando del caballo.

—He venido a decirte adiós. Salgo para Bilbao mañana por la mañana — anunció la condesa Sabina al entrar con paso firme en la casa.

Se sirvió generosamente de las frutas frescas, vino, nueces y dulces que se pusieron frente a ella, mientras Hai, cautelosamente, preguntó:

—¿Os sentís lo suficientemente fuerte para emprender este viaje?

—Gracias a ti, no me he encontrado tan bien desde hacía meses.

—Aun así, estimada condesa, es preferible que os quedéis aquí un poco más, para que pueda seguir vuestros progresos.

—Mi sensación de bienestar es suficiente progreso.

Hai dirigió una mirada de súplica a la princesa con la esperanza de que persuadiera a su tía, pero Subh mantuvo un silencio sepulcral. De hecho, había poco que ella pudiera hacer. Hai conocía lo suficientemente bien a su paciente para saber que, una vez que había tomado una decisión, nada podía apartarla de ella. Tampoco parecía justo el intentarlo.

—Como queráis, estimada señora. Si es vuestro deseo el volver a vuestro hogar y familia, no seré yo quien os detenga. Os proporcionaré suficiente cantidad del extracto para dos meses. Con adecuada antelación, bastante antes de que se haya terminado, enviad un par de mensajeros de confianza a los que entregaré una cantidad para otros dos meses. Conociéndoos, como he llegado a conoceros, no tengo la menor duda de que continuaréis tomando el polvo diariamente, conforme a las instrucciones.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Toda vuestra vida.

—¿Toda mi vida? —repitió la condesa, horrorizada.

—Siento tener que decir que sí.

—¿Pero y si viajo lejos, o por cualquier razón se interrumpe el suministro del extracto?

—Os veréis obligada a limitar vuestros viajes a distancias razonablemente apartadas de Córdoba. Por mi parte garantizo que un amplio suministro del polvo estará siempre disponible para vuestros mensajeros. En cuanto al dolor que tenéis en la espalda, si aumenta, pedidle a vuestro médico que os prepare una poción de acuerdo con esta receta. —Hai escribió rápidamente una lista de ingredientes en una pequeña hoja de papel, que dobló, selló y se la entregó—. Si ocurre algo grave, hacedme llamar e iré a Bilbao yo mismo a ocuparme de vos.

Las dos damas nobles salieron poco tiempo después, dejando sobre el diván donde habían estado sentadas una bolsa de terciopelo generosamente repleta de denarios de oro.

Según lo acordado, dos mensajeros del País Vasco iban regularmente a la casa de campo cada dos meses, una vez, dos, tres. Los ojos de Hai resplandecían de satisfacción cada vez que veía las dos figuras cubiertas de polvo aproximarse a lo largo de la carretera norte-sur, porque su llegada significaba que todo seguía bien en relación con la noble condesa. Para tranquilizarle, ella mandaba siempre un mensaje con ellos. Una vez escribió acerca del inmenso placer que derivaba de sus paseos a caballo junto al río, otra vez de las deleitosas e inocentes horas que pasaba con sus nietos. Aquí describía las puestas de sol de tonos rojo y malva que inflamaban el estuario, allí el dulce y puro canto del pájaro que resonaba en sus oídos al caer el manto de la noche. ¡Qué ávidamente saboreaba cada momento, cada faceta de la vida, de su vida! Hai solía sonreír al leer las líneas de cuidadosa caligrafía.

Pero la cuarta vez que les tocaba ir a los mensajeros, éstos no aparecieron. Hai esperó una semana, después otra y su preocupación iba creciendo conforme pasaban los días. Cuando después de dos semanas seguía sin tener noticias de ellas, decidió llevar él en persona el extracto a Bilbao para asegurarse de que no se le había acabado el suministro a la condesa. Su mente estaba plagada de dudas y recelos durante todo el viaje. ¿Por qué no habrían llegado los mensajeros? ¿Habrían sido atacados por bandidos? ¿O habría perdido la condesa fe en su tratamiento? Lo más probable era que hubiera recaído y se hubiera sentido demasiado enferma para enviar a sus recaderos. Hasta era posible que hubiera muerto y que nadie se hubiera molestado en comunicárselo. Lo que le esperaba a su llegada a aquella lúgubre mansión de piedra era una trágica combinación de sus más graves temores.

Identificándose a sí mismo como el médico de la condesa Sabina, de Córdoba, se le llevó apresuradamente a sus aposentos. Estaba a punto de entrar en ellos, donde yacía la condesa, cuando el médico local, que protegía ansiosamente la entrada mientras se le estaba administrando la extremaunción, trató de prohibirle el acceso.

—¡Así que tú eres el famoso Hai Ibn Yatom! —dijo en tono de mofa, mirando al joven erudito vestido de ropas oscuras, con evidente desprecio—, ¡el que ha traído a nuestra amada condesa a esta triste situación, con ayuda de la que tú llamas droga maravillosa!

—Seré quien juzgue eso —replicó Hai, empujando para hacerse paso ante el enclenque médico, mientras el sacerdote salía de la alcoba, después de haber esparcido a su alrededor una nube de incienso, incapaz de disipar el fuerte olor enfermizo que emanaba del cuarto.

Apenas podía verse el rostro contraído de la condesa, debajo de las pieles que se habían amontonado en torno a ella en un desesperado intento para que dejara de tiritar. Sin embargo, ¡qué fría se encontraba! Suavemente, Hai se sentó sobre el lecho y puso una mano refrescante sobre la frente ardiente de la condesa. Aunque la fiebre velaba sus ojos, emanó de ellos un extraño resplandor de alegría cuando lo vio. En un lastimoso gesto de súplica —Hai no supo decir si era la vida o la muerte lo que deseaba para ella—, la condesa extendió sus descarnadas manos hacia él. Hai las cogió entre las suyas y una corriente de compasión pasó del alma de él a la suya.

—Gracias por haber venido —murmuró débilmente—. Tu presencia es un consuelo inestimable para mí.

Eso fue todo. Ni quejas, ni recriminaciones, ni exigencias. «¡Qué característico de su alma noble!», pensó Hai, mientras su mirada experta observaba el tono ictérico de su piel y el tinte amarillo en el blanco de sus ojos. No necesitaba saber nada más, ni que su orina era oscura, ni que sangre y fluidos negruzcos salían de ella. Todo el sistema vital de la pobre mujer se había corroído, como el dolor incesante en su espalda le hizo sospechar hacía tiempo. El cáncer debía haberse extendido desde el pecho, a través de todo el cuerpo, pudriendo y provocando la fiebre fatal. El proceso que él había tratado de detener lo había vencido. Y, sin embargo, pensó mientras sostenía entre las suyas las manos de su paciente, inertes y como de cera, apretándolas suavemente para darle ánimos, ¿no había ganado para ella unos meses más de vida, valiosos momentos de luz solar y de felicidad, arrebatados a las garras de la malevolencia de la naturaleza? Durante seis meses el extracto parecía haberle dado nueva vida. ¿Una victoria burlona en la eterna batalla contra la mortalidad? Tal vez, pero para la condesa y sus seres queridos, un don inestimable...

A petición de la moribunda, Hai permaneció a su lado, solo, durante toda la noche. Le humedeció los labios secos y agrietados por la fiebre, le puso compresas refrescantes sobre la frente. En un último esfuerzo para aliviar sus sufrimientos, preparó una poción que esperaba que la calmara, pero cuando se la acercó a los labios, la rechazó, incapaz ya de tragarla.

De madrugada su pulso dejó de latir y el último y estridente aliento salió de sus labios.

 

 

En el momento en que Hai salió de la alcoba de Sabina, destrozado por el dolor y abatido por su derrota, el doctor local se abalanzó sobre él.

—¡Fue tu extracto de aloe lo que fatalmente la debilitó! —gritó con la agresividad del débil y del ignorante—. Sus efectos laxantes son bien conocidos. ¡Qué locura el administrárselo a una persona que sufría ya de constante diarrea!

—¿Severa o leve?

—Progresivamente severa.

—¿Cuándo se hizo evidente el deterioro?

—Hace unas tres semanas.

—¿Pero no antes?

Cogido in fraganti el médico vaciló. Fue la doncella personal de Sabina la que contestó entre sollozos:

—No, no antes.

—Entonces —se dio la vuelta, encolerizado, para mirar al hombre frente a frente—, no sólo impediste a la condesa que enviara mensajeros para recoger su suministro de los polvos. Le impediste también que me comunicara a mí el empeoramiento de su situación. No quiero decir con esto que en estas circunstancias tan graves yo podría haberla salvado. Ni mucho menos. Pero refuto con todo mi poder tu acusación de que el extracto la debilitaba. Todo lo contrario. Creo que debió los últimos meses de vitalidad de que disfrutó, en parte al menos, a las propiedades revitalizantes del aloe. Fue el cáncer, no el extracto, lo que la empeoró.

Hai había pensado en quedarse en Bilbao para asistir al funeral y presentar sus últimos respetos a una dama noble y valerosa, pero no vio razón para exacerbar con su presencia la hostilidad del médico local en el entierro. Así que se marchó para pasar desapercibido. Lágrimas de duelo oscurecían su visión al emprender el camino de regreso hacia Córdoba.

 

 

El temor se volvió a apoderar de él conforme se iba acercando a Córdoba. ¿Daría la princesa Subh crédito a las calumnias del doctor vasco cuando llegaran a sus oídos? Y si lo hacía, ¿qué sanción le administraría? ¿Llegaría hasta el punto de ordenar que se marchara de Córdoba, forzándole a abandonar la plantación de aloe que tanto trabajo le había costado llevar a buen término? ¿O, como una persona que había presenciado con sus propios ojos la mejoría que el extracto había producido en el estado de salud de su propia tía, desestimaría la acusación como el acto vengativo de un colega envidioso?

El incesante interrogatorio a que Hai se sometía en relación con la eficacia de su tratamiento en este caso o en aquél, su perpetua frustración ante su incapacidad de producir pruebas concretas e irrefutables de sus resultados, estaban exacerbados por su ansiedad acerca de la actitud que adoptaría la madre del califa. Todos los jueves escudriñaba a la multitud de pacientes que llenaban la casa de Córdoba, sin saber bien si era su presencia o su ausencia lo que deseaba. La manera furtiva y encubierta de obrar era tan endémica en la corte de los Omeyas, que Hai estaba constantemente en el qui vive, y cuando una semana le seguía a otra, llegó casi a desear que la princesa le afrontara abiertamente, antes que dejarle suspendido en un limbo de incertidumbre. Sólo a su madre, que se había vuelto súbitamente vieja y frágil, le confiaba sus inquietudes, pero ni siquiera sus palabras sabias y tranquilizadoras le servían de nada para calmarlas.

Fue de una manera totalmente inesperada, más dramática de lo que él habría podido prever, como Hai recuperó finalmente la paz de su espíritu.