XXVII
Ralambo se echó su lamba cuidadosamente doblada sobre el hombro y con sus pasos largos y ágiles se movió sin esfuerzo a través de sacos de mercancía, comerciantes que regateaban a voces y agobiados mozos de cuerda, cargados de equipaje, hasta que llegó al barco veneciano que estaba a punto de zarpar. Al poner el pie sobre la pasarela, aspiró profundamente el aire cálido y penetrante, y en su rostro reluciente se reflejaba la inmensa satisfacción consigo mismo, con su suerte y con el mundo en su totalidad. Por fin había llegado al puerto de Alejandría y estaba a punto de empezar la última etapa de su viaje, un viaje en el que había pensado durante mucho tiempo. Pronto llegaría al oeste, un mundo del que había oído hablar desde su infancia, pero que los pocos que habían ido a la choza de adobe rojo de su padre no habían visto nunca. Lo único que sabía de él era que sus habitantes esperaban con avidez todas las hierbas y especies, las joyas y los pálidos y frágiles verdeceladones, que los comerciantes orientales llevaban a los puertos del noroeste de su país natal, la gran Isla Roja de Malagasy. Allí la preciada mercancía era vendida a los comerciantes árabes que la transportaban a lo largo de la costa oriental de África hasta el bullicioso puerto egipcio, donde los emprendedores venecianos la volvían a cargar y distribuían aquellos artículos de valor incalculable por las costas del mar Interior o Mediterráneo.
Hasta aquel momento Ralambo no tenía una idea fija de cuál iba a ser su destino definitivo; preguntaría a los comerciantes occidentales que encontrara en los puertos en los que hiciese escala a lo largo de su viaje hasta que cosechara la información que estaba buscando. Anduvo con firmeza por la rampa tambaleante hasta entrar en el barco, haciendo deliberadamente caso omiso del espectáculo de los esclavos blancos, sujetos con cadenas, que desembarcaban de él, con sus sensibles pieles blancas, ahora de color escarlata por haber estado expuestas al implacable sol egipcio. Arrastrando los pies y echados unos sobre otros en una fila que inspiraba compasión, los transportaban al bedestan más cercano, donde los tratantes árabes intentarían conseguir gangas al comprarlos y serían enviados después, en barcos destinados a este objeto, a acaudalados potentados orientales que estarían dispuestos a pagar lo que fuera preciso por una carne tan blanca. Ralambo sintió a su alrededor el agudo y refrescante olor a alcanfor, cuando un andrajoso cargador, con las piernas torcidas, doblado en dos bajo el peso de su carga, le hizo echarse a un lado. Medio andando, medio corriendo rampa arriba, el hammal depositaba su carga en la bodega del barco, abarrotada ya con sacos de canela, pimienta y almizcle de olor acre.
El capitán del navío, cuya hosquedad guardaba proporción con su tamaño, avanzó torpemente hacia Ralambo con sus bamboleantes andares de lobo de mar y le preguntó cuál era su punto de destino.
Ralambo vaciló un momento antes de contestar:
—Quiero ir hasta el punto más extremo del oeste a donde vaya vuestro barco.
—Sevilla. Tres dirham por un sitio en cubierta.
Indignado ante un precio tan exorbitante por un pasaje así, Ralambo dijo:
—¿Y si desembarco antes de llegar a Sevilla?
—Lo mismo —gruñó el capitán, extendiendo su mano gruesa, callosa y ávida.
Ralambo contó de mala gana las monedas de plata, las puso en la sucia palma de su mano y se dio después la vuelta, dirigiéndose para hacer uso de su derecho a un rincón de la cubierta de popa sobre el que extendió su lamba. Dejando a un lado la rapacidad del capitán, no podía negar la suerte que había tenido al encontrar un barco que estaba a punto de zarpar en dirección oeste, anclado junto al navío que le había llevado al mar Rojo y que había atracado esa misma mañana. Ahora, bajo la severa mirada del capitán, la diestra y vigorosa tripulación estaba cerrando las escotillas y preparándose a levar anclas. El viento era ligero, el mar estaba tranquilo y el sol brillaba en el cielo, cuando el barco se alejó de los gritos y el bullicio del gran puerto egipcio y echó velas en dirección oeste.
Apoyado sobre el pasamanos, Ralambo observaba cómo la espuma se levantaba de la popa del barco, se rizaba hacia atrás en olas blancas y desaparecía después en la negrura del mar. Como había hecho innumerables veces desde que dejó atrás la seguridad de su hogar, pasó la mano por la bolsa que llevaba aplastada contra el estómago. Colgada de una fuerte correa de cuero que llevaba alrededor del cuello, estaba firmemente sujeta en su sitio, casi tan cerca del cuerpo como su propia piel, por una ancha faja de lino atada concienzudamente en torno a su cuerpo. Hasta entonces todo había ido bien, se dijo, sonriendo y dando unos golpecitos a la valiosa bolsa. Un viaje tranquilo, cálido, sin dificultades, en dirección norte, desde la gran Isla Roja, sin piratas, ni tempestades, ni otras desventuras accidentales, y el fin del viaje ya en perspectiva...
Echando la vista atrás, recordó lo difícil que había sido convencer a su padre de que los comerciantes occidentales pagarían más por el extracto que transportaba que los codiciosos indios, que le quitaban de las manos todas las onzas que podían por lo que él, Ralambo, consideraba una miseria. Durante toda su vida su padre había actuado como intermediario entre los únicos productores del extracto, una tribu en el extremo sudoeste de África, y los mercaderes indios que iban regularmente a la isla Roja a recogerlo. Ralambo le pinchaba para que de vez en cuando, a su manera retraída e ingenua, tratara de conseguir un precio mejor, pero los mercaderes entornaban sus arteros ojos negros y, pasándose las manos regordetas por sus voluminosas barrigas, respondían con sus acostumbrados razonamientos.
—Somos los únicos para los que tiene valor —sonrieron con aire de suficiencia, aplastándolo como si fuera una mosca molesta. Pero los razonamientos de Ralambo eran distintos. ¿Por qué tenían que ser estos indios los únicos capaces de apreciar el valor del extracto, cuyo origen ocultaban tan ferozmente los africanos? Lo que ellos o sus clientes habían descubierto, lo podían descubrir otros también. Él se llevaría el extracto, no al este, sino al oeste. Allí, en algún lugar, habría un hombre con suficiente sabiduría para revelar qué era lo que los indios valoraban tanto...
En su ronda de inspección del barco, el capitán se paró un momento y apoyó su inmenso cuerpo sobre el pasamanos, al lado de Ralambo. En un inusitado arranque de locuacidad, informó a su alto y cetrino pasajero que se dirigían al Pireo, donde cargarían un envío de trigo destinado al puerto de Venecia, lugar de origen de la embarcación. Alentado por esta chispa de cordialidad del hombre de mar, Ralambo le preguntó:
—¿Se encuentran en alguna de esas dos ciudades los hombres más sabios del mundo?
—Si lo que estás buscando son hombres sabios, debes continuar tu viaje hasta donde tenías la intención de terminarlo, lo más hacia el oeste que sea posible, porque es en Córdoba donde encontrarás a los más insignes eruditos en las costas del mar Mediterráneo.
Ralambo estaba a punto de preguntar cuánta distancia había entre Sevilla y Córdoba, pero el capitán se había separado ya del pasamanos y continuaba haciendo su ronda.
Los otros pasajeros del barco se fueron reuniendo, uno por uno, en cubierta. Prósperos comerciantes venecianos, hablaban entre ellos en voz baja, sin hacer el menor caso del hijo de la isla Roja que estaba sentado ahora sobre su lamba, con las rodillas dobladas delante del cuerpo, los brazos alrededor de ellas, los pies descalzos cruzados a la altura de los tobillos y los ojos mirando distraídamente al vacío. Le habría gustado preguntarles, también a ellos, dónde se podía encontrar a los hombres más sabios del oeste, pero tenían un aspecto tan arrogante que le intimidaban. No era un sentimiento nuevo para él. Hijo de madre melanesia y padre africano, había sido objeto de desprecio, desde su infancia, por parte de los dos pueblos que cohabitaban, no muy a gusto, en la isla Roja, los melanesios en las zonas más altas y frescas, los africanos a lo largo de las tórridas costas. Buscando un refugio del acoso de ambos pueblos, un lugar donde pudiera vivir en paz con su delicada esposa asiática —«mi valiosa figurita de porcelana», como solía llamarla—, su padre se había asentado en las estribaciones entre ambas zonas. Vivió apartado, entre la frondosa vegetación del bosque siempre verde y las jacarandas malvas y escarlatas. Fascinado por los diminutos pájaros cuyas brillantes plumas multicolores resplandecían al sol como joyas en sus montajes verde brillante, y encantado con las mariposas cuya interminable variedad de manchas exuberantes eran un festín para sus ojos, amantes de la belleza, había salido pocas veces a un mundo más allá de aquel en que vivía. Si Ralambo había soñado siempre con viajar rumbo al oeste, era no sólo porque, por naturaleza, era inquisitivo e inquieto. Era también porque deseaba liberarse de la reclusión en que se había criado y salir de la isla, a pueblos que no fueran ninguno de los dos a los que pertenecía. En el oeste sería un extraño, pero no sería un marginado, despreciado debido a mezcla de sangre.
Hacia el atardecer, los marineros se reunieron en la cubierta de popa y se pasaron uno a otro una garrafa cubierta de paja de la que cada uno de ellos bebió con sorbos prolongados y ruidosos. En un gesto de compañerismo, uno de ellos le pasó la botella a Ralambo, que bebió como les había visto hacerlo a ellos. Se estremeció al sentir el gusto del líquido rojizo, crudo y picante, sobre la lengua, pero sonrió agradecido para no ofender a los lobos de mar o aparecer ridículo ante sus ojos. La botella hizo las rondas una, dos, tres y hasta cuatro veces, y Ralambo aguardaba su turno como todos los demás. Pero poco después le empezaron a arder las mejillas, la cabeza a darle vueltas y un sopor ineludible a apoderarse de él. Se retiró sin ser visto del ruidoso grupo, se echó sobre su lamba y quedó sumido en un sueño de embriaguez que le mantuvo dormido hasta el mediodía del día siguiente.
Demetrio recorría a grandes zancadas, de atrás adelante, de delante hacia atrás, la media luna que es el puerto de Rodas, víctima de su propia indecisión. ¿Cuántas veces debe un hombre tentar al destino, se preguntaba, sin darse cuenta claramente de cómo había salido ileso del indescriptible horror que había atravesado desde su llegada a Kazaria? Llamado por el rey para tratar a su hermano enfermo, llegó a Atil, la relumbrante capital de los kazares, sólo un día después de que hubieran llegado las noticias de que los rusos avanzaban hacia el río Don. A su llegada al fabuloso palacio dorado, no se le dio ni siquiera tiempo para bañarse y descansar un poco después de su largo viaje desde Bizancio.
—Hemos de ir a toda prisa a la fortaleza de Sarkil —le dijo apremiantemente el rey Judá, haciéndole pasar de forma apresurada por una serie de cámaras doradas que estaban ahora abandonadas, ya que la élite del reino se había ido a caballo a la batalla. Poniendo en sus manos las riendas de un robusto caballo sobre el que había echado rápidamente una montura de tejido de alfombra, el fornido y corpulento rey, que tenía una espesa barba, le explicó brevemente—: Estas incursiones se han hecho últimamente más frecuentes. Los rusos están intentando debilitarnos, de manera que un día puedan conquistarnos por completo, tarea que empezaron hace unos quince años. Esperábamos a que nos atacaran, como de costumbre, en Sarkil, el lugar de cruce más fácil a través de los pantanos y marismas del valle del río. Es vital que los hagamos retroceder antes de que entren en nuestro territorio. Gracias a las fortalezas que tus compatriotas nos construyeron hace más de un siglo, hemos logrado siempre resistirlos, pero no hay ni un momento que perder.
—Pero ¿y vuestro hermano?
—Como anterior general en jefe de nuestras tropas se ha negado en absoluto a quedarse atrás. Lo he enviado delante en una litera. La parte principal de nuestras fuerzas salió de madrugada. Si cabalgas deprisa, tal vez puedas adelantarlos. Nos encontraremos en la fortaleza —concluyó, dando fuertes pisadas al emitir sus órdenes a un destacamento de caballería, cuyos fieros caballos estaban piafando, impacientes por ponerse en movimiento.
Había sido todo un fatal error. Esta vez, lo que había parecido otro grupo de asaltantes en la guerra de agotamiento rusa resultó ser una táctica para distraer la atención, destinada a arrastrar a los kazares hacia el noroeste, a sus estratégicas fortalezas río arriba. Mientras tanto, masivos destacamentos rusos subían hacia el valle del Don, avasallando a las reducidas guarniciones que el rey Judá había dejado detrás. Cuando la noticia del pleno alcance de la catástrofe llegó a sus oídos, él y sus hombres estaban acorralados y sus soldados no eran capaces de luchar con las fuerzas rusas que habían tenido tiempo para atrincherarse en la parte alta de la orilla derecha del río, frente a Sarkil. Más que un incursión regular, el ataque contra la fortaleza de los kazares era parte de una masiva ofensiva rusa para someter al deseado reino de Kazar.
Así que, en lugar de tratar al hermano del rey, que había muerto durante el viaje a Sarkil, Demetrio se encontró cuidando de los heridos, los pocos «afortunados» que sobrevivieron tanto a la lucha como a la implacable succión en el seno de las ciénagas del valle del río, entre las que se había librado la batalla. Desde el amanecer hasta la puesta del sol, e incluso hasta la noche, a la parpadeante luz de una sola vela, Demetrio había entablillado huesos rotos, vendado heridas e intentado ayudar con amables palabras a aquellos por los que no podía hacer más. Era totalmente distinto a las flatulencias de los acaudalados comerciantes bizantinos o las migrañas de sus mimadas esposas, que pretendían tenerlo, a su entera disposición...
Una noche, cuando estaba quitando una cuña de madera toscamente tallada de entre los dientes de un soldado cuya pierna había amputado, llegó el rey y se arrodilló junto a él. Con la barba enmarañada, los ojos inyectados en sangre y la ropa desgarrada y salpicada de barro, se llevó al médico a un lado, a un rincón vacío del dispensario, si así se le podía llamar, porque muy poco había que dispensar. Agarrando a Demetrio con premura por los hombros, empezó a decir:
—No sé lo que va a ser de mí y de mi pueblo durante el ataque de mañana, pero cualquiera que sea el sino que nos aguarda, no tienes por qué compartirlo. Una pequeña embarcación de remos con las pocas provisiones que hemos podido salvar está en este momento a punto de ser puesta en el río. Debes escapar enseguida en ella, bajo la protección de la noche sin luna. Si te cogen los rusos, tu habilidad como médico te salvará. Tengo sólo una cosa que pedirte a cambio de darte esta oportunidad de salvarte la vida. Quién sabe, bien puede ser mi último deseo.
Sujetó a Demetrio con más fuerza mientras, con ojos de loco, continuó:
—Es de vital importancia que el destino de mi pueblo sea conocido más allá de los confines de los mares Muerto y Caspio. Hace muchos años recibí una carta de un tal Da'ud ibn Yatom, un gran médico judío de Córdoba, que buscaba información sobre la naturaleza y religión de mi país. Le envié una respuesta, pero no sé si llegó a sus manos o no. Lo que te pido es que vayas a Córdoba, lo busques y le digas lo siguiente:
»Es verdad que hace dos siglos nuestro gran cabecilla Bulan y sus íntimos compañeros abrazaron el judaísmo. Lo hicieron después de un debate entre representantes de las tres grandes religiones: la tuya, el cristianismo ortodoxo, como se practica en el poderoso Imperio Bizantino que proyecta su sombra sobre nosotros desde el sudoeste; el islamismo, la religión de los árabes, que durante siglos nos han acosado en nuestra frontera meridional; y la fe judía, cuyos rabinos no tienen poder temporal y, por consiguiente, no suponen una amenaza para nosotros. Unos años después de la conversión de nuestros jefes, tuvimos una victoria resonante sobre los árabes en los terrenos del sur del Cáucaso, y con el botín que sacamos construimos el templo, tan parecido al que se describe en la Biblia como pudimos lograrlo. Más adelante, nuestro rey Abdías ordenó que se construyeran sinagogas y que se fundaran escuelas donde se enseñaran el Talmud Torá a aquellos de nosotros que habían abandonado las prácticas shamanistas de nuestros antepasados turcos, en favor de la fe judía. Soy descendiente de ese mismo Abdías y la mayoría de los miembros de mi séquito son también judíos.
»Dile a Da'ud, además, que nuestro reino ha pasado por periodos de gran poder y gloria, tiempos cuando su dominio se extendía hacia el oeste, mucho más allá de los confines del mar Negro; dile que, durante siglos, hemos resistido ataques de los árabes al sur del Cáucaso, aunque en esto he de admitir que tuvimos suerte. Porque tenían guerras más importantes que librar en otros lugares. Pero los tiempos han cambiado y los rusos se han hecho muy poderosos. Pocas probabilidades tenemos contra ellos. Dile todo eso a Da'ud ibn Yatom y dile también que cuando yo muera, lo haré con el Shema Yisrael en los labios.
Con la boca reseca de temor, Judá bebió un trago de agua de su calabaza antes de continuar:
—Vete ahora, emisario leal. Rema cautelosamente entre las marismas y las superficies planas de fango, tomando un curso diagonal río abajo. Tan pronto como estés a una distancia a salvo del campo del enemigo, desembarca. Una vez que termine el último asalto, los transportistas de madera reanudarán su tráfico río abajo. Uno de ellos, sin duda alguna, te cogerá y llevará en una balsa hasta el mar Negro, donde encontrarás pasaje hasta Bizancio. Esto te pagará el viaje de aquí a Córdoba —añadió, entregándole a Demetrio una bolsa bien repleta de monedas—. No creo que tu viaje hasta allí sea en vano. Aprenderás mucho del erudito judío, si he de creer sólo la mitad de lo que me escribió acerca de sí mismo. Vete en paz y que Dios vaya contigo.
Qué fácil lo había puesto todo Judá, recordó amargamente Demetrio, dando la vuelta una vez más a la bahía de Rodas. En la impenetrable oscuridad de la noche, había tenido que ir a tientas palpando con su remo lo que tenía delante y a su alrededor cada vez que daba un golpe de remo para avanzar, aterrado en caso de que un solo movimiento en falso le hiciera salir del estrecho pasillo de agua navegable sobre la que se deslizaba sin hacer ruido, y caer en una marisma de la que ni todos sus gritos le sacarían. No había habido la menor esperanza de llegar a la orilla opuesta aquella noche. Todos sus esfuerzos se concentraron en un solo imperativo: pemanecer sobre la cinta de agua y avanzar hacia el sur. Cuando se distrajo por el breve espacio de un segundo, notó que la proa de su embarcación tropezó con un banco de arena. Presa del pánico por si despertaba al único guardia solitario que cabeceaba un poco más arriba en el curso del río, hizo uso de su remo para volver a poner la barca en el agua.
Empapado por el helado sudor del miedo, fue avanzando lentamente durante toda la noche, pero, cuando empezó a rayar el alba en el oriente, había avanzado muy poco. Escudriñó cuidadosamente la oscuridad, menos opaca ahora, para calcular dónde estaba. Horrorizado, vio que aún podía divisar la masa de piedra caliza clara de la fortaleza de Sarkil y, en la orilla opuesta del río, el movimiento de las fuerzas rusas que reavivaban los rescoldos de las hogueras de la noche anterior para preparar el desayuno. En cualquier momento, los guardias apostados abajo en el valle irían a toda velocidad a lo largo de la orilla del río para proteger el flanco del ejército que se estaba preparando para empezar su ataque final contra Sarkil. Debía ocultarse a toda costa.
Tratando de divisar algo a través de la luz cenicienta, percibió un banco de arena cubierto por una densa masa de juncos a unas pocas brazadas de remo por delante de él. Navegó rápidamente hacia ella, puso un pie en tierra y con mucho cuidado el otro sobre la tierra cenagosa, hasta que se cercioró de que no se hundiría bajo sus pies. Entonces arrastró la barca detrás de él y se escondió entre los juncos. Permaneció así agachado todo el día, por miedo a hacer el menor movimiento que pudiera advertir de su presencia a cualquier soldado. Pero entre los delgados troncos de los juncos consiguió divisar y grabarse en la memoria el curso de la corriente que tendría que seguir bajo el manto de la noche.
La batalla duró todo el día. Los gritos desesperados de los caídos, hundidos en las ciénagas, se mezclaban con los golpes de las espadas y el zumbido de miles de flechas volando de un lado a otro a través del valle, que mataban y mutilaban. Pero a la caída de la noche eran otros sonidos los que llegaban a sus oídos. Desde lo que había sido la poderosa fortaleza de Kazar, estentóreos gritos de victoria salían de las gargantas de centenares de rusos...
Mientras que los guerreros triunfadores se dedicaban a la juerga y la jarana, él se escurrió desde el banco de arena hasta el agua, seguro de su curso por haberlo planeado durante el día. Cuando llegó la mañana siguiente estaba ya remando cerca de la orilla derecha del río y fuera del alcance de las fuerzas rusas. Al alborear, buscó un lugar conveniente donde desembarcar y escalar la sobrecogedora escarpadura de la orilla del río que estaba hendida a intervalos por profundas quebradas. Finalmente escogió un lugar y, utilizando un remo como punto de apoyo en un terreno difícil por su humedad, escaló la distancia con gran dificultad. En el mismo momento en que llegó a la cima, se desmoronó de fatiga.
Durmió durante la mayor parte del día. Pero el despertar trajo consigo un nuevo terror: el de la inanición. Nada le quedaba de las escasas provisiones que Judá le había dado, y al mirar a su alrededor, no veía más que vastas estepas inahabitadas. Desesperado, buscó entre la vegetación cerca de la orilla del río algunas bayas, raíces, cualquier cosa que calmara los dolores que, debido al hambre, le estaban desgarrando las entrañas, a fin de estabilizar los mareos de su cabeza, el temblor y debilidad de sus rodillas. Nada. Y no se atrevía a aventurarse demasiado lejos del río por miedo a no ver a los madereros. Entonces, de repente, un vago recuerdo surgió en la neblina de su mente. Recordó haber leído en algún sitio que las raíces de enea eran comestibles. No tenía otra opción que deslizarse por el terraplén de la orilla, y con las pocas fuerzas que le quedaban arrancar las robustas plantas de raíz.
Así sobrevivió durante dos días enteros hasta que vio una flotilla de maderas bajar lentamente por el río. Una pareja de ágiles jóvenes saltaba de una a otra, apartándolas de los traicioneros pantanos y conduciéndolas hacia la corriente navegable. Su patrón, un burdo cosaco que olía a mil demonios, accedió de mala gana, por una buena porción del contenido de la bolsa de Judá, a dejarle subir a su burda y estrecha balsa y compartir con él el pan duro, la carne de buey salada, el queso y ajo mohosos, que eran sus únicas provisiones. «No hay alcohol», dijo con un gruñido. Ésta era su única restricción. Después de tragarse el trozo de basto pan moreno que el cosaco le tiró, Demetrio se echó, extenuado, y durmió durante la mayor parte del largo y lento viaje río abajo. Afortunadamente, no se dio así cuenta de los golpes y sacudidas de los maderos chocando contra la balsa, ni oyó los gangosos juramentos y malhumoradas expresiones de descontento del maderero, mientras masticaba su ajo, eructando y tirándose pedos, cuando no estaba gritándoles órdenes a sus empleados.
Una vez que estuvo a bordo del barco en Tamatarkha, empezó a respirar con tranquilidad. No había, por supuesto, posibilidad de viajar hasta la lejana Córdoba, a pesar del deseo del rey Judá en su lecho de muerte. El único deseo de Demetrio era volver a su casa, sumergirse durante horas en un baño caliente y yacer cómodamente entre sábanas de seda, con las suaves redondeces de su voluptuosa esposa a su lado. Imaginaba así su retorno al hogar cuando, no se sabe de dónde, bancos de nubes de color plomizo aparecieron de repente en el horizonte. El sol se oscureció, grandes y separadas gotas de lluvia cayeron pesadamente sobre la cubierta. El mar empezó a encresparse y después a alborotarse y enfurecerse conforme el viento pasaba de ser brisa a ser tempestad. El barco se balanceaba de un lado a otro y la tripulación luchaba por mantener las velas derechas contra el viento mientras los relámpagos rasgaban el aire y sábanas de lluvia atravesaban las cubiertas como cortinas hinchadas. La tempestad duró dos días y una noche. Demetrio hizo lo único que era posible: rezar, a Cristo, a María, al propio Dios Padre, implorándoles con toda su alma como no lo había hecho jamás. Ahora sabía por qué los turcos llamaban negra a esta traicionera extensión de agua, y al pensar en su vida pasada, se preguntaba qué crimen habría cometido para que se le sometiera a un castigo así. Cuando, milagrosamente, el barco entró bamboleándose en las aguas del Bósforo, suaves como el mármol, y después en la calma del Cuerno de Oro, hizo el voto solemne de que, como un acto de acción de gracias por su redención, cumpliría su obligación para con el judío que le había salvado la vida.
Se dio cuenta de que para llegar a Córdoba y volver antes del invierno, tendría que hacerse a la vela casi inmediatamente desde Constantinopla. Durante el breve descanso que se permitió, sus preguntas le habían llevado al monasterio al que se sabía que había pertenecido el monje Nicolás. Pero el prior meneó tristemente su mitrada cabeza. Con una mano blanca y suave descansando sobre el crucifijo de plata que llevaba sobre el pecho, dijo:
—Nuestro amado y erudito hermano falleció el año pasado, pero recuerdo el nombre del investigador judío con quien trabajó. Da'ud ibn Yatom era, según creo, un judío de singular erudición.
Con las palabras de Judá tan fidedignamente confirmadas, Demetrio se embarcó en su viaje con un cierto grado de optimismo. Tal vez había algo que aprender de este judío cuya fama había llegado tan lejos. Pero cuando el navío griego en el que había encontrado pasaje para España tropezó con violentas tempestades en el mar Egeo, pensó que el destino le estaba jugando alguna mala pasada. ¿Es que no estaba él cumpliendo la promesa hecha al rey de los kazares? ¿Por qué entonces este repetido tormento? Si el resto del viaje hasta Sevilla iba a ser así, ¿era prudente emprenderlo? Podía, después de todo, escribir todo lo que le había dicho Judá y mandar la misiva a Córdoba con algún emisario fidedigno. Una y otra vez había salido con vida desde su fatídica llegada a Atil. ¿Se iba a atrever a tentar otra vez a la Providencia?, se preguntó, al escorar su embarcación en el resguardado puerto de Rodas.
Al inspeccionar el navío detectó ciertos defectos que impedían hacerlo a la mar sin que se le hicieran ciertas reparaciones; sin embargo, cualquier retraso en su salida haría de su regreso a Bizancio antes del fin del verano, una posibilidad dudosa. Pero esa misma mañana, un sólido barco veneciano, en condiciones de navegar, y buscando también refugio de las dementes aguas del mar Egeo, había atracado en el seguro puerto de Rodas. En cuanto los elementos se calmaran, se haría a la vela y su destino final sería Sevilla. ¿Embarcarse en él o volver con toda rapidez a la seguridad de Bizancio? Que Cristo que está en los cielos guíe mis humildes pasos, oró Demetrio, dando la vuelta al final de la media luna de la bahía, para darle la vuelta otra vez...