44. Purísima
Chia estaba en la cama, mirando la televisión. Hacía que se sintiera más normal. Era como una droga, algo parecido. Recordó que su madre había visto mucha televisión cuando se quedó sola en la casa.
Pero ésta era televisión japonesa, donde chicas que podían ser Mitsuko, sólo que un poco más jóvenes, en trajes de marinero, hilaban en grandes husos de madera sobre una mesa alargada. Realmente sabían hilar; parecía que no se detendrían nunca. Era un concurso. La consola podía traducir, pero era más relajante no saber lo que se decía. Las partes más relajantes de todo el espectáculo eran los primeros planos de las chicas hilando.
Chia había utilizado la traducción para chequear la cobertura de la falsa muerte en la NHK y la concentración nocturna con velas junto al Hotel Di.
Había visto a una Hiromi Ogama oronda y satisfecha. Aseguraba que no sabía quién había destruido el entorno del club y luego pedía a todos que lloraran lamentándolo. No había sido ningún miembro del club, subrayó Hiromi, ni a escala local ni internacional. Chia sabía que Hiromi estaba mintiendo, porque había tenido que ser Zona, pero la gente de Lo/Rez la había instruido sobre lo que debía decir. Arleigh había explicado a Chia que todo el asunto había salido de una página de web en desuso que pertenecía a una compañía aeroespacial de Arizona. Eso significaba que Zona había hecho saltar por los aires su propio país y ahora no podría volver a él. (Chia no había dicho nada a Arleigh acerca de Zona.)
Y ella había visto las ráfagas de los helicópteros aquella noche, y de los escuadrones tácticos que se enfrentaron a una concentración de unas dos mil quinientas chicas lacrimosas. El balance de heridos fue muy bajo, todos leves, excepto una chica que cayó por un terraplén de la autopista y se rompió los tobillos. El verdadero problema había sido sacar de allí a la gente, pues muchas chicas habían acudido en taxi, cinco o seis juntas, y no tenían quien las llevara de vuelta. Algunas habían utilizado el coche de la familia y luego lo habían abandonado. Bajaron de prisa y corrieron para llegar a la concentración nocturna, y esto había provocado otro tipo de desorden. Sólo había habido unas docenas de arrestos, casi todos por infracciones.
Y Chia había visto el mensaje que Rez había grabado, asegurando que estaba vivo y bien, y que lamentaba todo aquello, que naturalmente no le concernía. No llevaba el monóculo, pero en cambio vestía el mismo traje negro y la t-shirt. Aun así, parecía más delgado; alguien había manipulado la imagen. Al principio ésta era clara, y él, con expresión afable, decía que nunca había estado en el Hotel Di, y de hecho nunca había estado en un hotel de amor, pero ahora probablemente tendría que ir a alguno. Luego se había puesto serio y había dicho que lamentaba profundamente que alguien hubiera molestado e incluso lastimado al público con una broma irresponsable. Y había terminado diciendo, sonriente, que todo aquello había sido singularmente conmovedor para él, pues ¿cuántas veces consigues contemplar tu propio funeral?
Y había visto cómo se lamentaban los propietarios y gerentes del Hotel Di. Decían que no sabían cómo había ocurrido. Chia tenía la sensación de que mostrarse pesaroso era una gran cosa allí, pero los propietarios del Di también se las arreglaron para explicar que en el hotel no había mucho personal, lo que aseguraba una mayor intimidad a los huéspedes. Arleigh había dicho entonces que todo era cuestión de dinero, y que estaba segura de que en los próximos meses todas las habitaciones estarían ocupadas. Ahora el hotel era famoso.
En conjunto, el reportaje parecía tratar el tema como un motivo ocasional que habría tenido repercusiones graves si la policía no hubiera actuado con tanta calma y habilidad, enviando autobuses de los suburbios para recoger a las chicas.
Arleigh era de San Francisco y trabajaba para Lo/Rez; conocía personalmente a Rez y era la que había conducido la furgoneta atravesando la multitud. Y había dejado atrás a un helicóptero con una maniobra completamente disparatada en la autopista, una especie de giro en forma de U exactamente por encima del parapeto de hormigón del carril central.
Arleigh había llevado a Chia y Masahiko a ese hotel, y los había alojado en habitaciones contiguas, extrañamente angulares, donde cada uno tenía su propio baño. A los dos les había pedido que por favor se quedaran allí y no conectaran o utilizaran el teléfono sin avisarle, excepto para llamar al servicio de habitaciones, y luego se había ido. Chia había tomado una ducha inmediatamente después. Nunca se había sentido tan bien duchándose, y se dijo que mientras viviera nunca más volvería a llevar aquellas ropas. Ni siquiera quería verlas. Encontró una bolsa de plástico de la lavandería, metió las ropas dentro y dejó la bolsa en la papelera. Después se puso ropa limpia, un poco arrugada pero muy cómoda, y se secó el pelo con la máquina en la pared del cuarto de baño. El inodoro no hablaba y sólo tenía tres botones.
Luego se tendió en la cama y se quedó dormida, pero no por mucho tiempo. Arleigh siguió intentando conectar para cerciorarse de que Chia estaba bien, y comunicarle algunas noticias. Quería que se sintiera parte del grupo, o lo que fuese. Arleigh dijo que ahora Rez estaba de vuelta en su hotel, pero que vendría un poco más tarde para pasar un rato con ella y darle las gracias por todo lo que había hecho.
Chia se sintió incómoda. Ahora lo había visto en la vida real, y la experiencia se había impuesto a todas las experiencias anteriores y a todas las maneras en que lo había conocido, y tenía una sensación extraña. Estaba confundida, como si todo aquello hubiese ocurrido en tiempo real. De pronto se encontró pensando en su madre cuando se lamentaba de que Lo y Rez fueran casi tan viejos como ella.
Y aún había algo más: lo que había visto en la furgoneta, entre el pequeño japonés con la manga de la chaqueta colgando y Masahiko: al mirar a través de la ventana, había visto las caras de las chicas, mientras la furgoneta se alejaba lentamente. Ninguna de ellas sabía que aquél era Rez, que estaba encorvado allí, debajo de una chaqueta, aunque tal vez se daban cuenta de algún modo. Y algo en Chia le hizo saber que nunca más volvería a ser la de antes. Nunca más volvería a tener una cara tan sosegada en medio de aquella multitud. Pues ahora sabía que había habitaciones que la gente nunca veía, ni siquiera en sueños, donde ocurrían cosas disparatadas, incluso cosas aburridas, y de ese sitio salían las estrellas. Y algo así la preocupaba ahora cuando pensaba que Rez vendría a visitarla. Eso y cómo era posible que él tuviera realmente la edad de su madre.
Y todo eso la llevó a preguntarse qué les diría a los otros, cuando regresara a Seattle. ¿Cómo podrían entenderlo? Pensó que Zona quizá lo entendería. Tenía realmente ganas de hablar con Zona, pero Arleigh había dicho que por el momento era mejor no contactar con ella.
En la pantalla, el huso que llevaba más tiempo en movimiento empezó a cabecear. Cortaron la imagen, dejando fuera los ojos de la chica que manejaba el huso.
Masahiko abrió la puerta que comunicaba las dos habitaciones. El huso se tambaleó por última vez y cayó. La chica se llevó las manos a la boca, con el dolor de la derrota en los ojos.
—Ahora tienes que acompañarme a la Ciudad Amurallada —dijo Masahiko. Chia recogió el mando y apagó la televisión.
—Arleigh nos pidió que no conectáramos.
—Ella lo sabe —dijo Masahiko—. He estado allí todo el día. —Llevaba la misma ropa pero limpia y planchada, y las perneras de los anchos pantalones negros tenían unos pliegues extraños—. Hablando por teléfono con mi padre.
—¿Y si vinieran los gumi y él te dejara en la estacada?
—Arleigh McCrae pidió a Starkov que alguien hablara con nuestro representante de los gumi. Se han disculpado ante mi padre. Pero Mitsuko fue arrestada cerca del Hotel Di. Eso le ha traído molestias y dificultades.
—¿Arrestada?
—Por transgredir el orden. Tomó parte en la concentración nocturna. Saltó una valla y activó una alarma. La policía la detuvo antes de que pudiera bajar.
—¿Está bien?
—Mi padre ha conseguido que la suelten. Pero no está satisfecho.
—Quizá yo tenga la culpa —comentó Chia.
Masahiko permaneció un rato en silencio y luego salió por la puerta. Chia se puso de pie. El Sandbenders estaba junto a la bolsa en el estante de los equipajes, con los anteojos y los pulsadores encima. Lo llevó a la otra habitación. Estaba toda revuelta. En cierto modo Masahiko la había convertido en algo parecido a la que tenía en casa de su padre. Las sábanas estaban amontonadas encima de la cama. A través de la puerta abierta del cuarto de baño Chia vio toallas amontonadas en el suelo de baldosas y una botella de champú volcada en la repisa junto al sumidero. El ordenador estaba en el pupitre, con la visera de estudiante al lado. En todas partes había latas diminutas de café exprés, y al menos tres bandejas del servicio de habitaciones con envases semivacíos de ramen.
—¿Ha visto alguien a Zona? —preguntó Chia, apartando una almohada y una revista abierta a los pies de la cama. Se sentó con el Sandbenders en el regazo y empezó a ponerse los pulsadores.
Chia pensó que Masahiko la miraba de una manera extraña.
—No creo —dijo él.
—Enfócame como la primera vez —dijo Chia—. Quiero verlo de nuevo.
Hak Nam. Calle Tai Chang. Las paredes cubiertas de mensajes móviles, en caracteres de todas las lenguas. Puertas que se abrían al pasar, cada una de ellas insinuando algún mundo secreto. Esta vez ella era más consciente de los innumerables fantasmas que acechaban. Ésa tenía que ser la manera en que la gente se presentaba allí cuando no estabas en comunicación directa con ellos. Una ciudad de sombras fantasmales. Pero esta vez Masahiko siguió otra ruta, y no subieron por el laberinto de escaleras sino que recorrieron lo que parecía ser el suelo de la ciudad original, y Chia recordó el agujero negro, el hueco rectangular que él había señalado en el pañuelo estampado, en la habitación del restaurante.
—Tengo que dejarte —dijo él, cuando corrían desde el laberinto hacia aquel espacio libre—. Quieren privacidad.
Masahiko desapareció, y en un primer momento Chia pensó que allí no había absolutamente nada, sólo la débil luz grisácea que se filtraba desde un foco alto. Cuando lo miró, la luz se resolvió en un espacio vasto y distante, muy por encima de ella, pero cubierto por un cúmulo de formas extrañas y heterogéneas. Chia recordó los tejados de la ciudad y las cosas que la gente abandonaba en ellos.
—Es extraño, ¿no te parece? —La idoru estaba delante de ella con una túnica bordada; los diminutos y brillantes motivos parecían iluminados desde dentro. Se movía—. Vacío y oscuro. Pero él insistió en reunirse contigo aquí.
—¿Quién insistió? ¿Sabes dónde está Zona?
Delante de la idoru había una mesa pequeña o un soporte con cuatro patas; era muy vieja, y en las patas talladas, cubiertas con una gruesa capa de pintura verde, desconchada en parte, asomaban figuras de dragones. En el centro había un vaso cubierto de polvo, con algo enrollado dentro. Alguien tosió.
—Esto es el núcleo de Hak Nam —dijo el etrusco, la misma voz chillona compuesta con un millón de sonidos secos—. Tradicionalmente, un lugar para una conversación seria.
—Tu amigo se ha ido —dijo la idoru—. Te lo quiero decir yo misma. Esto —señaló el vaso— es un detalle que no entiendo.
—Pero ellos se limitaron a cerrar la página de web —dijo Chia—. Ella está en la ciudad de México justo con el resto de la pandilla.
—Ella no está en ningún sitio —dijo el etrusco.
—Cuando te sacaron de allí —dijo la idoru—, de la habitación de Venecia, tu amiga acudió al software de tu sistema y activó las unidades de vídeo de tus anteojos. Lo que vio en ellos le indicó que estabas en grave peligro. Yo también lo creí. Entonces ella tuvo que urdir un plan. Volviendo a su país secreto, conectó su entorno con el del club de Tokio, un grupo adicto a Lo/Rez. Ella ordenó a Ogawa, presidenta del grupo, que publicara el mensaje de que Rez había muerto en el Hotel Di. La amenazó con un arma que destrozaría el entorno del club…
—La navaja —dijo Chia— ¿era real?
—Y muy ilegal —respondió el etrusco.
—Cuando Ogawa se negó —dijo la idoru—, tu amiga utilizó el arma.
—Un delito grave —dijo el etrusco—, de acuerdo con las leyes de los países implicados.
—Entonces ella transmitió el mensaje a través de lo que quedaba de la página de web de Ogawa —dijo la idoru—. Parecía oficial, y tuvo el efecto de cubrir rápidamente la inmediaciones del Hotel Di con un aluvión de testigos potenciales.
—Cualquiera que fuera la fase siguiente de ese plan —dijo el etrusco—, ella se había expuesto en la página de la red. Los propietarios originales la detectaron enseguida. Tuvo que abandonar ese entorno. Ellos la persiguieron, y no le quedó otro remedio que desprenderse de su persona.
—¿Qué «persona»? —Chia se sintió desfallecer.
—Zona Rosa —dijo el etrusco— era la persona de Mercedes Purísima Vargas Gutiérrez. Tiene veintiséis años y es víctima de un síndrome ambiental común sobre todo en el Distrito Federal de México. —Ahora la voz sonaba como la lluvia que cae sobre un techo de metal delgado—. Su padre es un abogado criminalista de gran prestigio.
—Entonces puedo encontrarla —dijo Chia.
—Pero a ella no le gustaría —dijo la idoru—. El síndrome deformó a Mercedes Purísima, y durante los últimos cinco años ha vivido negándose a reconocer en ella una entidad corporal.
Chia estaba sentada, llorando. Masahiko se quitó de los ojos las tazas negras y se acercó a la cama.
—Zona se ha ido —dijo ella.
—Lo sé —respondió él. Y se sentó junto a Chia—. Nunca terminaste de explicarme la historia del Sandbenders —añadió—. Era una historia interesante.
Y Chia empezó a contársela.