3. Casi un civil

Fue un miércoles por la noche cuando Laney vio por última vez a Kathy Torrance; el tatuaje no había sido visible. Ella se encontraba allí, en la Jaula, gritando mientras él limpiaba la taquilla; vestía un blazer Armani de pana con una falda que ocultaba la marca del espacio exterior. En el escote abierto de la blusa blanca, de corte masculino, se veía una sola hilera de perlas. Era su uniforme. La habían llamado para que explicase la ausencia de un subordinado.

Laney sabía que Kathy gritaba porque tenía la boca abierta, pero las sílabas arrebatadoras no lograban traspasar la barrera siseante, sin fisuras, del generador de ruido blanco aportado por unos abogados. Le habían recomendado que lo llevara consigo todo el tiempo mientras estuviera en las oficinas Slitscan. No debía hacer declaraciones. Él, por su parte, con toda seguridad que no las iba a oír.

Más tarde Laney se preguntaría exactamente cómo ella había podido dominarse. ¿Alguna reelaboración de la teoría de la celebridad y la naturaleza del precio que costaba, del papel de Slitscan en todo eso, de la incapacidad de Laney para trabajar allí? ¿O Kathy sólo había tenido en cuenta la traición de él? Pero él no lo había oído; en una caja de cartón ondulado que todavía olía levemente a naranjas mexicanas sólo había metido las cosas que de verdad quería. La libreta, ahora rota, inservible, que había utilizado en sus años de colegio. Un frasco térmico con el logo de Nissan County casi despegado. Notas que había tomado sobre papel y que registraban la política de la oficina. El fax manchado de café de una mujer con la que había dormido en Ixtapa, alguien cuyas iniciales ahora no podía descifrar y cuyo nombre había olvidado. Fragmentos incoherentes de uno mismo que irían a parar a un contenedor en el garaje del edificio. Pero Laney no había dejado nada allí, y Kathy seguía gritando.

Ahora, en el Cubo K de la Muerte, Laney imaginó que ella había dicho que nunca volvería a trabajar en aquella ciudad, y ciertamente así parecía. La deslealtad al jefe es una mancha especialmente negativa en la ficha de cualquiera, y tal vez más aún en aquella ciudad, cuando el acto mismo había nacido de lo que en otro tiempo habían llamado escrúpulos.

Ahora la palabra le parecía especialmente ridícula.

—Ha sonreído. —Blackwell lo miró desde el otro lado de la pequeña mesa.

—Falta de serotonina.

—Alimento —dijo Blackwell.

—No tengo hambre.

—Se necesita para la carga de carbono —dijo Blackwell, poniéndose de pie y desplazando una considerable cantidad de espacio.

Laney y Yamazaki se pusieron en marcha y siguieron a Blackwell fuera del Cubo K de la Muerte y descendieron hasta el edificio O My Golly. Dejaron atrás la iluminación color cucaracha y entraron en el abismo cromo y neón de Roppongi Dori. Aún había allí un hedor a fruta y pescado podridos en esa noche helada y húmeda, aunque un poco amortiguado por la dulzura azucarada del combustible chino; los vehículos zumbaban más allá, en la autopista. Pero el persistente rumor del tránsito era reconfortante, y Laney comprendió que le convenía estar de pie, moviéndose.

Si seguía moviéndose, tal vez averiguaría lo que pensaban Keith Alan Blackwell y Shinya Yamazaki.

Blackwell, encabezando la marcha, cruzó un paso elevado para peatones. La mano de Laney rozó una irregularidad en la barandilla metálica. Vio que era un pliegue o una muesca accidental en una pequeña etiqueta brillante; una chica con los pechos desnudos le sonrió desde un holograma de color plata, del tamaño de una mano. Cuando la miró desde otro ángulo, pareció que la chica apuntaba al número de teléfono encima de ella. La barandilla estaba toda cubierta de estos pequeños anuncios, aunque había trozos donde los habían arrancado para leerlos después.

La mole de Blackwell atravesó la muchedumbre del otro extremo como un carguero que se abre paso entre una masa movediza de embarcaciones de recreo.

—Hidratos de carbono —le dijo por encima de un hombro montañoso. Blackwell los condujo por una callejuela, un pasaje estrecho con luz de color, más allá de una clínica veterinaria de servicio nocturno en cuyo escaparate dos cirujanos vestidos de blanco hacían una operación en lo que Laney deseó que fuera un gato. Un pequeño grupo de peatones se había detenido allí y miraba desde el pavimento.

Blackwell penetró de lado en una cueva radiante, donde el vapor se elevaba desde unos fogones detrás de un mostrador de granito artificial.

Laney y Yamazaki lo siguieron mientras el hombre del mostrador obedecía al australiano y empezaba a servir unos aromáticos platos de caldo marrón.

Laney observó cómo Blackwell levantaba el bol hasta la boca y parecía engullir el grueso de los tallarines, separándolos del resto con una limpia mordedura de los blancos dientes de plástico. Los músculos del cuello se movían con fuerza mientras el hombre deglutía.

Laney se quedó mirándolo.

Blackwell se limpió la boca con el reverso de una mano enorme y sonrosada. Eructó.

—Sírvanos uno de esos biberones de Dry… —Bebió toda la cerveza de un solo trago, estrujando con expresión ausente la sólida lata de acero como si fuera un vaso de papel—. Lo mismo —dijo, alargando el bol al hombre del mostrador. Laney, de repente hambriento a pesar o a causa de la exhibición de glotonería, miró su propio bol, donde trozos de carne de tono rosado, delgados como papel, flotaban en un mar de tallarines.

Como Yamazaki, Laney comió en silencio, mientras Blackwell ingería otras tres cervezas sin efecto aparente. Cuando Laney se bebió el resto del caldo y dejó el bol en el mostrador, observó detrás un anuncio de algo llamado Auténtico Refresco de Fruta: Manzana Shires. Al principio creyó leer Alison Shires, en otro tiempo objeto de sus escrúpulos.

«Saborea la vida líquida y caliente con Manzana Shires», exhortaba el anuncio.

▪ ▪ ▪

Alison Shires, que durante los cinco meses que él había pasado en Slitscan le había parecido una muñeca animada, era una chica común, atractiva, que recitaba una lista de virtudes a imaginarios directores de reparto, a agentes, a alguien, a cualquiera.

Kathy Torrance había estado observando la cara de Laney, vuelta hacia la pantalla.

—¿Aún sigues buscando, Laney? ¿Una reacción alérgica a las chicas guapas? Los primeros síntomas son una especie de irritación subyacente, un malestar, una vaga pero persistente sensación de que te están utilizando, de que se están aprovechando de ti…

—Ni siquiera es tan guapa como las dos últimas.

—Cierto. Es casi normal. Casi una civil. Síguela.

Laney levantó los ojos.

—¿Para qué?

—Síguela. Es posible que al fin quisiera hacerse pasar por camarera o algo parecido.

—¿Crees que es ella?

—Ahí tienes fácilmente otras trescientas, Laney. Un primer paso consiste en cazar las probables.

—¿Al azar?

—Nosotros a eso lo llamamos instinto. Búscala.

Laney activó el cursor; la flecha azul se detuvo casualmente en la órbita sombreada del ojo de la chica. La marcó para un examen más atento, como posible compañera de un actor casado, famoso en términos que Kathy Torrance entendía y aprobaba. Uno que tenía en cuenta los dictados de la cadena alimentaria. No demasiado grande para que lo engullera Slitscan. Pero él o sus agentes habían sido muy cautos hasta ahora. O habían tenido mucha suerte.

Pero se había acabado. A Kathy le había llegado un rumor a través de uno de esos «canales de vuelta» de los que ella dependía, y ahora la cadena alimentaria tenía que seguir su curso.

—Despierte —dijo Blackwell—. Se está quedando dormido encima de su bol. Es hora de que nos diga cómo perdió su último empleo, si es que le vamos a ofrecer otro.

—Café —dijo Laney.

▪ ▪ ▪

Laney no era un voyeur, como él se cuidaba de subrayar. Tenía una peculiar habilidad para las arquitecturas de recolección de datos, y un déficit de concentración, médicamente documentado, que en determinadas circunstancias podía derivar hacia un estado de tensión patológica. Esto hacía de él, que además había estudiado en la división Roppongi de Amos’n’Andes, un investigador excelente. (No mencionó el Orfanato federal de Gainesville, ni cómo allí habían intentado curarle el déficit de concentración. Ni las pruebas 5-SB ni ninguna otra.)

El dato importante, en términos de idoneidad, era que tenía la intuición de un cazador de modelos de información: las señales que un particular creaba inadvertidamente en la red mientras observaba los asuntos mundanos y aun así indefinidamente múltiples de una sociedad digital. El déficit de concentración de Laney, demasiado leve para registrarlo en una escala, hacían de él un innato zapper de canales, saltando de programa en programa, de base de datos en base de datos, de plataforma en plataforma, de una manera que era, bueno, intuitiva.

Y ésa era realmente la baza cuando se trataba de encontrar trabajo: Laney era el equivalente de un zahori, un rabdomante cibernético. No podía explicar cómo hacía lo que hacía. Simplemente lo ignoraba.

Laney había llegado a Slitscan de DatAmerica, donde había sido asistente de investigación en un proyecto codificado llamado TIDAL. Como un detalle más de la mentalidad de DatAmerica, Laney nunca consiguió averiguar si TIDAL era o no era un acrónimo, o (aunque fuese de modo aproximado) qué significaba TIDAL. Se pasaba el tiempo detectando bloques de datos indiferenciados, buscando «puntos nodales» que podía reconocer gracias a su preparación con un equipo de científicos franceses, todos ellos hábiles jugadores de tenis; pero como ninguno de ellos había mostrado el mínimo interés en explicarle esos puntos nodales, Laney llegó a pensar que lo utilizaban como una especie de guía nativo. Si los franceses querían algo, allí estaba él para buscarlo. Y así, sin más, fue a parar a Gainesville. Hasta que TIDAL, cualquiera que fuera su actividad, cerró sus puertas, y al parecer a Laney ya no le quedó nada que hacer en DatAmerica. Los franceses se marcharon, y cuando Laney trató de hablar con otros investigadores sobre lo que habían estado haciendo, lo miraron como si pensaran que estaba loco.

Cuando se presentó en Slitscan, la entrevistadora fue Kathy Torrance. Laney no sabía que era jefa de departamento, o que pronto iba a trabajar para ella. Le dijo la verdad sobre él. Casi toda la verdad, en cualquier caso.

Ella era la mujer más pálida que Laney había visto. Pálida hasta parecer translúcida. (Después se enteró de que eso tenía mucho que ver con los cosméticos, y en particular con una línea británica que se enorgullecía de que sus productos pudieran cambiar la dirección de la luz.)

—¿Lleva usted siempre imitaciones malasias de las camisas de Brooks Brothers, Míster Laney?

Laney miró la parte inferior de la camisa, o intentó hacerlo.

—¿Malasia?

—No están mal hechas, pero aún no dominan la tensión del hilo.

—Oh.

—No importa. Un poco de chic prototípico podría provocar cierto revuelo aquí. Puede aflojarse la corbata, en cualquier caso. Insisto, aflójese la corbata.

Y tenga siempre en el bolsillo una colección de rotuladores. Intactos, por favor. Más uno de esos marcadores planos y gruesos, un desagradable tono fluorescente.

—¿Bromea usted?

—Quizás, Míster Laney. ¿Lo puedo llamar Colin?

—Sí.

Ella nunca lo llamó Colin, ni entonces ni nunca.

—Verá que en Slitscan el humor es esencial, Laney. Un medio necesario de supervivencia. Comprobará que aquí el camino más accesible es claramente oblicuo.

—¿Qué quiere decir, Miss Torrance?

—Kathy. Quiero decir difícil de exponer de manera eficaz en un informe. O ante un tribunal.

▪ ▪ ▪

Yamazaki era un buen oyente. Había parpadeado, había tragado saliva, había movido la cabeza, había estado jugando con el botón superior de su camisa a cuadros, cualquier cosa; todo ello venía a decir de algún modo que había captado el hilo de la historia de Laney.

Keith Alan Blackwell era diferente. Estaba sentado allí, inerte como una masa de carne, sin moverse nunca, salvo cuando levantaba la mano izquierda y se apretaba y retorcía el muñón del lóbulo, lo que le quedaba de la oreja izquierda. Esto lo hacía sin titubeos y sin reparo, y Laney tuvo la impresión de que todo esto lo ayudaba en cierto modo a relajarse. Las manipulaciones de Blackwell enrojecieron levemente el tejido de la cicatriz.

Laney estaba sentado en un banco tapizado, de espaldas a la pared. Yamazaki y Blackwell lo miraban a través de la mesa. Detrás de ellos, por encima de las cabezas uniformemente negras de los bebedores de café Roppongi a última hora de la noche, flotaban las facciones holográficas del dueño de la cafetería, frente a una impresionante vista crepuscular de los picos andinos cubiertos de nieve. Los labios del dueño eran como salchichas hinchadas y rojas, una parodia racial que en cualquier sitio de Los Ángeles sería considerada una bomba incendiaria. Sostenía en alto una taza de humeante café, blanca y levemente icónica, con la mano grande, embutida en un guante blanco, de un Disney primigenio.

Yamazaki tosió con delicadeza.

—Por favor, ¿quiere hablarnos de sus experiencias en Slitscan?

Kathy Torrance empezó por ofrecer a Laney la posibilidad de barrer una red, al estilo de Slitscan.

Verificó el estado de un par de ordenadores de la Jaula, hizo salir de la habitación a cuatro empleados, invitó a Laney a entrar y cerró la puerta. Sillas alrededor de la mesa, un tablero grande en la pared. Laney miraba mientras ella buscaba en los ordenadores puertos de datos y proyectaba imágenes idénticas de un individuo de pelo largo y rubio, de unos veinticinco años de edad. Perilla y aro de oro en el lóbulo de la oreja. A Laney la cara no le decía nada. Podía ser la de alguien con quien se había cruzado una hora antes en la calle, la cara de un actor de segunda categoría en un culebrón de la tarde, o la cara de un hombre que guardaba en el refrigerador los dedos de sus víctimas.

—Clinton Hulmán —dijo Kathy Torrance—. Peluquero, chef de sushi, periodista de música, extra en películas porno de mediano presupuesto. Esta imagen está arreglada, como era de esperar. —Pulsó varias teclas. Los ojos y la barbilla, en la pantalla de Kathy, se hicieron más pequeños con cada clic—. Probablemente la arregló él mismo, un profesional no hubiera dejado rastros.

—¿Actúa en porno? —Laney sintió lástima, oscuramente, por Hulmán, que sin mentón parecía perdido y vulnerable.

—Lo que a ellos les interesa no es el tamaño de su barbilla —dijo Kathy—. Es ante todo la captación del movimiento, en porno. Muy de cerca. Todos son dobles de cuerpo. Se pueden encontrar fácilmente caras mejores. Pero todavía hace falta alguien que se meta en el hoyo y acabe con los malos, ¿de acuerdo?

Laney la miró por el rabillo del ojo.

—Si usted lo dice…

Kathy alargó a Laney unos fonoculares Thomson de goma.

—Venga, con él.

—¿Yo?

—Sí, con él. Busque esos puntos nodales de los que me ha hablado. La imagen es la entrada a todo lo que queremos saber de él. Aburrimiento puro y duro. Datos como un mar de tapioca, Laney. Una planicie interminable de vainilla. Él es tan aburrido como largo el día, y el día es largo. Hágalo. Déme una alegría. Hágalo y se habrá ganado el puesto.

Laney contempló la imagen de Hulmán.

—Usted no me ha dicho lo que tengo que buscar.

—Cualquier cosa que pueda ser de interés para Slitscan. Lo que equivale a decir cualquier cosa que pueda ser de interés para el público de Slitscan, un organismo vicioso, gandul, profundamente ignorante, siempre hambriento de carne caliente. Personalmente me gusta imaginarlo como un hipopótamo joven, del color de una patata hervida, que vive solo, en la oscuridad, en las afueras de Topeka. Tiene ojos y suda constantemente. El sudor le entra en los ojos que le escuecen. No tiene boca, Laney, ni genitales, y sólo puede expresar sus mudos impulsos de violencia asesina y deseo infantil cambiando de canal con un control remoto universal. Y votando en las elecciones presidenciales.

—¿SBU?

Yamazaki sacó el cuaderno y empuñó la pluma luminosa. A Laney le pareció que no le importaba, pero pareció que el hombre se encontraba mucho más cómodo.

—Strategic Business Unit —dijo—. Una pequeña sala de conferencias. Oficina postal de Slitscan.

—¿Oficina postal?

—Como en California. La gente no tiene mesas propias. Cuando entra, toma un ordenador y un teléfono de la Jaula. Y más periféricos si los necesita. Los SBU son para reuniones, pero a veces es difícil conseguir uno. Las reuniones virtuales son de provecho, sobre todo para temas sensibles. Usted tiene un buzón donde guardar sus cosas. No quiere que los otros vean textos impresos. Y los otros detestan el correo electrónico.

—¿Por qué?

—Porque uno puede haber anotado algo de la red interna, y ese algo puede salir de aquí. En cambio no permitiremos que el cuaderno de usted salga de la Jaula. El día que les falte papel, tendrán una grabación de cada llamada, de cada imagen proyectada, de cada pulsación en el teclado.

Blackwell se inclinó, y la bóveda del cráneo reflejó el color rojo de los tubos de abesto.

—Seguridad.

—¿Y tuvo usted éxito, Míster Laney? —preguntó Yamazaki—. ¿Encontró usted los… puntos nodales?