5. Puntos nodales

Clinton Emory Hulmán, veinticinco: peluquero, chef de sushi, comentarista de música, extra de porno, activo proveedor de cultivos proscritos de tejido fetal a tres de los más endomórficos miembros de Dukes of Nuke’Em, cuyo disco «Gulf War, Baby» ocupaba la decimoctava posición con una mención en Billboard, y se podía oír constantemente en Yo (corazón) América, y varios estados islámicos ya habían presentado sus protestas.

Kathy Torrance miró como si estuviera preparada para sentirse complacida.

—¿Y el tejido fetal, Laney?

—Bien —dijo Laney, poniendo los fonoculares junto al ordenador—. Pienso que ésa puede ser la parte buena.

—¿Por qué?

—Porque tiene que ser iraquí. Insistieron mucho. No quieren ninguna otra cosa.

—Está usted contratado.

—¿De verdad?

—Tiene que relacionar las llamadas a Ventura con los cargos por estacionamiento en el garaje de Beverly Centér Aunque será una lástima perderse ese número cómico sobre «Gulf War babies».

—Espere un momento —dijo Laney—. Usted lo sabía.

—Es la última parte del programa del miércoles. —Kathy cerró el ordenador sin preocuparse por la desajustada barbilla de Clint Hulmán—. Pero ahora tengo una oportunidad de ver cómo trabaja usted, Laney. Usted es un ganador. Estaba casi segura de que ahí podía haber algo, en esa mierda de los puntos nodales. Algunos de los movimientos de usted no tenían sentido lógico pero he estado observando cómo hurga usted, con frialdad, en algo que tres avezados investigadores tardaron un mes en descubrir. Usted lo hizo en menos de media hora.

—Parte de eso era ilegal —dijo Laney—. Uno accede a sitios de DatAmerica supuestamente inaccesibles.

—¿Sabe usted lo que es un acuerdo de obligado secreto, Laney?

Yamazaki dejó de examinar el cuaderno.

—Muy bien —dijo, probablemente a Blackwell—. Eso está bien.

Blackwell se movió, y el armazón de la silla crujió protestando.

—Pero no aguantó mucho; ¿cuánto tiempo estuvo allí?

—Poco más de seis meses —dijo Laney.

Seis meses podían ser mucho tiempo, en Slitscan.

Laney empleó la mayor parte de su primera mensualidad en alquilar un micro en un garaje retroacoplado de la Broadway Avenue en Santa Mónica. Compró camisas como las que llevaba la gente de Slitscan, y conservó la camisa malasia para dormir. También compró unas buenas gafas de sol y se cercioró de que nunca le asomara en el bolsillo de la camisa otra cosa que un rotulador de fieltro.

La vida en Slitscan tenía una cierta y precisa calidad. Los colegas de Laney no mostraban más que una estrecha banda de emociones. Cierto tipo de humor era muy valorado, como decía Kathy, pero había pocas risas. La respuesta esperada era un contacto ocular, un movimiento de cabeza, una sonrisa apenas insinuada. Allí se destruían vidas, y a veces se reconstruían, se destrozaban carreras o se renovaban de un modo inesperado y surreal. De hecho, el negocio de Slitscan consistía en una ritual cesión de sangre, y esa sangre era un fluido alquímico: celebridad en su forma más cruda, más pura.

La habilidad de Laney en localizar datos clave en desechos aparentemente aleatorios de información incidental le ganó la envidia y la admiración reticente de los investigadores más experimentados. Pronto se convirtió en el preferido de Kathy y casi se sintió complacido cuando descubrió que se decía que eran amantes.

No lo eran, ni lo habían sido excepto aquella vez que estuvieron en la casa de ella en Sherman Oaks, y no fue una buena idea. Ninguno de los dos quería repetirlo.

Pero Laney todavía seguía afinando, enfocándose, aprovechando todo cuanto se manifestaba como habilidad, como buen toque. Y a Kathy le gustaba eso. Con los fonoculares puestos y conectado a las desoladas extensiones de DatAmerica a través de una línea de Slitscan, se sentía cada vez más a gusto. Iba a donde Kathy le sugería que fuera. Descubría los puntos nodales.

A veces, cuando se quedaba dormido en Santa Mónica, se preguntaba vagamente si habría un sistema más grande, un campo con mayores perspectivas. Tal vez DatAmerica tenía sus propios puntos nodales, incorrecciones informáticas que podían conducir a otro tipo de verdades, otro modo de saber, oculto en las más profundas capas grises de la información. Pero se necesitaba que alguien hiciera la pregunta adecuada. Él no tenía idea de cuál podía ser la pregunta, si es que la había, pero en cierto modo dudaba que un SBU de Slitscan la hiciera alguna vez.

Slitscan había nacido de los sistemas de programación «reality» y los tabloides de red de fines del siglo XX, pero había entre ellos tanta diferencia como entre un corpulento bípedo carnívoro y sus torpes antecesores, que habían habitado aguas poco profundas. Slitscan era la forma madura, pues disponía de franquicias globales. Con los ingresos de Slitscan se habían pagado satélites completos y se había levantado el edificio de Burbank en el que él trabajaba.

Slitscan era una imagen tan popular que se había convertido en algo semejante a la vieja idea de una red. Estaba flanqueada y protegida por firmas periféricas y derivativas, todas designadas para devolver el observador al núcleo central, el conocido y cruento altar al que un mexicano, compañero de trabajo de Laney, llamaba Espejo Humeante.

Era imposible trabajar en Slitscan sin sentir que uno era parte de la historia o, como diría Kathy Torrance, que uno reemplazaba a la historia. Slitscan en sí mismo, sospechaba Laney, podía ser uno de esos puntos nodales más grandes que él imaginaba a veces, una peculiaridad informática que se abría a una estructura increíblemente más profunda.

En esa búsqueda de puntos nodales menores que Kathy le pedía que localizara en DatAmerica, Laney ya había influido en el curso de unas elecciones municipales, en el mercado de patentes de genes, en las leyes sobre el aborto del estado de Nueva Jersey y en un movimiento pro-eutanasia (o culto al suicidio, según se mire) llamado Cese a Medianoche, sin mencionar la vida y las carreras de varias docenas de celebridades de diversa índole.

No siempre para lo peor, como los actores del espectáculo habrían deseado. El segmento de Kathy sobre los Dukes of Nuke’Em, exponiendo que la banda prefería sobre todo el tejido fetal iraquí, hizo que el grupo lanzara inmediatamente un disco de platino (lo que había resultado en juicios y ejecuciones públicas en Bagdad, pero él pensaba ante todo que allí la vida era muy dura).

Laney nunca había sido personalmente un aficionado de Slitscan, y sospechaba que esto lo había favorecido cuando solicitó el puesto de investigador. En cualquier caso, no opinaba bien del espectáculo. Lo aceptaba, cuando pensaba en él, como parte de la realidad común. La existencia de Slitscan explicaba cómo se fabricaba cierto tipo de noticias. Slitscan era donde él trabajaba.

Slitscan le permitió hacer algo para lo que tenía un talento genuino: dejar de pensar en términos de causa y efecto. Incluso ahora, al intentar explicarse ante el atento Míster Yamazaki, le era difícil descubrir un claro nexo de responsabilidad. Los ricos y los famosos, había dicho una vez Kathy, rara vez eran así por accidente. Se podía ser lo uno o lo otro, pero casi nunca, por accidente, ambas cosas.

Las celebridades que no eran famosas ni ricas, eran alguna otra cosa, y Kathy las veía como cruces con las que tenía que cargar: los asesinos en masa, por ejemplo, o los padres de una última víctima. En ellos no había madera de estrella (aunque ella siempre había contado con los asesinos, intuyendo que al menos tenían el potencial adecuado).

Lo que Kathy quería era otro tipo de celebridades, por eso hacía que Laney y hasta un total de otros treinta investigaran los aspectos más privados de la vida de aquellos que eran deliberada pero al menos moderadamente famosos.

Alison Shires no era nada famosa, pero sí lo era el hombre con el que Laney comprobó que ella tenía entonces una relación de amor.

Y Laney empezó a ver más claro.

Alison Shires sabía, de algún modo, que él estaba allí observando. Como si sintiera que estaba mirando desde arriba; en el conjunto de datos que reflejaban la vida de ella, una vida cuya superficie estaba integrada por todos los bits que conformaban las actividades de Alison Shires tal como estaba registrado en el tejido digital del mundo.

Laney vio que en la pantalla empezaba a formarse un punto nodal sobre la imagen de la mujer.

Alison Shires se iba a matar.