1. El Cubo K de la Muerte
Después de Slitscan, Laney oyó que Rydell, guardia de seguridad nocturno del Château, hablaba de otro trabajo. Rydell era un tipo grande y tranquilo de Tennessee con una sonrisa entre triste y tímida, gafas de sol baratas y un walkie-talkie atornillado permanentemente a la oreja.
—Paragon-Asia Dataflow —dijo Rydell hacia las cuatro de la mañana. Los dos estaban sentados en unos enormes sillones viejos. Las vigas de hormigón, encima de ellos, habían sido pintadas a mano para que parecieran de roble claro. Las sillas, como todos los demás muebles del vestíbulo del Château, eran tan grandes que todo el que se sentaba en ellas parecía construido en una escala más pequeña.
—¿De verdad? —preguntó Laney, aunque no creía que alguien como Rydell pudiera saber dónde había trabajo.
—Tokio, Japón —insistió Rydell, y sorbió su bebida helada con el canuto de plástico—. El tipo que conocí en San Francisco el año pasado. Yamazaki. Trabaja para ellos. Dice que necesitan un informático competente para llevar una red.
Llevar una red. Laney, a quien gustaba verse como investigador, reprimió un suspiro.
—¿Trabajo con contrato?
—Supongo. No lo dijeron.
—No creo que me guste la vida en Tokio.
Rydell removió con el canuto la espuma y el hielo en el fondo de la alta copa de plástico, como si estuviera buscando un premio oculto.
—No me dijo lo que tienes que hacer. —Rydell levantó los ojos—. ¿Has estado alguna vez en Tokio?
—No.
—Ha de ser un sitio interesante, después del terremoto y todo aquello. —El walkie-talkie zumbaba y tictaqueaba—. Ahora tengo que salir y echar una mirada a la puerta de los bungalows. ¿Quieres venir?
—No —dijo Laney—. Gracias.
Rydell se puso de pie y estiró automáticamente las arrugas de los pantalones caqui. Llevaba un cinturón trenzado de nylon negro del que colgaban diversos artilugios enfundados, todos negros, una camisa blanca de manga corta y una corbata negra curiosamente inmóvil.
—Dejaré el número en tu casilla —dijo.
Laney vio que el guardia de seguridad cruzaba el piso de terracota y las varias alfombras para desaparecer más allá de los paneles brillantes y oscuros de la mesa de recepción. En otro tiempo había tenido algo en las redes de cable, le habían dicho a Laney. Un tipo simpático. Perdedor.
Laney permaneció sentado allí hasta que la luz del amanecer llegó bordeando los altos ventanales arqueados y se pudo oír el leve repiqueteo de la cuchillería taiwanesa que llegaba de la caverna oscura del comedor. Voces de inmigrantes, en algún dialecto de la alta estepa que el Gran Kan sin duda habría entendido. Los ecos resonaban en el suelo cubierto de mosaico, en las altas vigas que en otro tiempo habían asistido sin duda al advenimiento del linaje de Laney, la ecología de la celebridad y el terrible e inviolable orden de aquella cadena alimentaria.
Rydell dejó en la casilla de Laney una hoja plegada con membrete del Château. Un número de Tokio. Laney la encontró allí el día siguiente por la tarde, junto con una estimación actualizada de la minuta final de los abogados.
Lo recogió todo y se lo llevó a la habitación, que ya ni siquiera podía soñar con pagar.
Una semana después estaba en un ascensor de Tokio, la cara reflejada en un espejo con vetas de oro mientras subía a la tercera planta del agresivo e indescriptible edificio O My Golly, para ser admitido en el Cubo K de la Muerte, aparentemente un bar sobre un tema de Franz Kafka.
Desde el ascensor se entraba en un largo espacio anunciado en metal grabado al aguafuerte: La Metamorfosis. Hombres en camisa blanca se habían quitado las chaquetas y se habían aflojado las corbatas oscuras; y estaban sentados junto a una barra de acero artificialmente corroída, bebiendo; los respaldos de las sillas eran de resina marrón y quitinosa. Mandíbulas insectoides se curvaban sobre la cabeza de los bebedores, como guadañas.
Laney avanzó hacia la luz parda y el sordo murmullo de conversación. No entendía japonés. Las paredes, más o menos transparentes, repetían un motivo de élitros y abdómenes bulbosos, extremidades marrones como escarpias dobladas, a intervalos regulares. Caminó más de prisa hacia una escalera curva, moldeada como carapachos de lustroso color marrón.
Los ojos de unas prostitutas rusas lo siguieron desde las mesas de delante del bar, inexpresivas como muñecas en aquella luz de coleóptero. Las Natachas estaban en todas partes, muchachas trabajadoras enviadas desde Vladivostok por el Kombinat. Una cirugía plástica rutinaria les había impuesto la belleza dura de una línea de montaje. Barbies eslavas. Una operación más simple les había implantado un dispositivo de rastreo, para beneficio de los traficantes.
La escalera conducía a La Colonia Penitenciaria, una discoteca, desierta a esa hora, unos pulsos de silenciosa iluminación roja marcaban los pasos de Laney a través de la pista de baile. Del techo colgaba una máquina extraña. Cada uno de los brazos articulados, que recordaban un anticuado equipo dental, terminaba en unas puntas de acero afilado. Plumas, pensó, que recuerdan vagamente el relato de Kafka. Sentencia de culpabilidad, grabada en la espalda desnuda del condenado. El molesto recuerdo de los ojos en blanco que no veían. Tiró de la máquina hacia abajo. Se adelantó.
Una segunda escalera, estrecha, más empinada, y entró en El Proceso, de techo bajo y oscuro. Paredes color antracita. Unas llamas pequeñas se movían detrás del cristal azul. Vaciló, envuelto en oscuridad, y dio un paso atrás.
—Colin Laney, ¿es él?
Australiano. Enorme. Estaba de pie detrás de una mesa pequeña, la espalda encorvada como un oso. La cabeza rasurada tenía una forma extraña. Y había otra figura, mucho más pequeña, sentada allí Japonés, con una camisa de manga larga a cuadros, abotonada en un cuello demasiado holgado. Parpadeó mirando a Laney a través de unas lentes circulares.
—Siéntese, Míster Laney —dijo el hombre grande.
Y Laney vio que le habían arrancado la oreja izquierda, de la que sólo le quedaba un muñón alargado.
Cuando Laney trabajaba para Slitscan, su supervisora se llamaba Kathy Torrance. La más pálida de todas las rubias pálidas. Una palidez casi translúcida, ciertas incidencias de la luz no sugerían sangre sino un fluido del color del heno en verano. En el muslo izquierdo tenía la impresión, absolutamente índiga, de algo retorcido y multibarbado, un pictoglifo bárbaro y costoso. Era visible todos los viernes, cuando Kathy adoptó la costumbre de ir a trabajar en shorts.
Kathy decía siempre que la fama era con mucho lo peor que podía tocarle a uno. Minada, pensó Laney, por generaciones de colegas.
Kathy apoyo los pies en el borde de un pupitre. Llevaba unas pequeñas y cuidadas reproducciones de botas vaqueras, fuertemente abrochadas en el tobillo, con una hebilla en el empeine Laney le miro las piernas, la tensa curva que iba desde el borde de los calcetines de lana hasta los flecos de los tejanos. El tatuaje parecía algo de otro planeta, un signo o un mensaje de las profundidades del espacio, grabado a fuego y dejado allí para que la humanidad lo interpretara.
Laney preguntó a Kathy qué significaba el tatuaje. Ella desenvolvió un mondadientes con olor a menta. Unos ojos, que él sospechó que eran grises, lo miraron a través de las lentillas teñidas de verde.
—Ya no hay nadie realmente famoso, Laney ¿No te has dado cuenta? —No.
—Quiero decir realmente famoso. Ya no queda mucha fama, no en el sentido de antes. No la suficiente para ir por el mundo.
—¿Fama en el sentido de antes?
—Nosotros somos los media, Laney. Nosotros hacemos esas estúpidas celebridades. Es la rutina del me pongo yo, te quitas tú. Vienen a nosotros para que les demos vida. —Empujó concisamente el pupitre con los pies. Dobló las piernas, los tacones de las botas contra las nalgas, las blancas rodillas tapándole la boca. Se balanceó sobre el pedestal de la silla sueca articulada.
—De acuerdo —dijo Laney volviendo a su monitor—, pero eso es todavía fama, ¿o no? —Pero ¿es real?
Él la miró.
—Aprendimos a imprimir papel moneda con esa sustancia —dijo ella—. Moneda de nuestro reino. Ahora nos encontramos con que hemos impreso demasiado; hasta el público lo sabe. Se ve en las encuestas.
Laney movió la cabeza, quería que lo dejara seguir con su trabajo.
—Excepto —dijo ella apartando las rodillas para que él pudiera ver que lo decía— cuando decidimos destruir a alguien.
Detrás de ella, más allá del eslabón anodizado de la Jaula, más allá de la estructura rectangular de cristal que filtraba hasta la última brizna de contaminación, el cielo sobre Burbank estaba perfectamente limpio, como un circuito integrado de pintura azul celeste instalado por el contratista del universo.
La oreja izquierda del hombre tenía en los bordes una tela de color rosa, tersa como cera. Laney se preguntó por qué no habrían intentado una reconstrucción.
—Voy a recordar… —dijo el hombre leyendo en los ojos de Laney.
—¿Recordar qué?
—No olvidar. Siéntese.
Laney se sentó en algo que parecía vagamente una silla, una construcción de tubos negros y hexcel laminado. La mesa era redonda y tenía aproximadamente el tamaño de un volante de coche. Una llama votiva lamía el aire detrás del cristal azul. El japonés de la camisa a cuadros y las gafas de montura metálica parpadeó con furia. Laney observó cómo el hombre alto se sentaba; otra débil silla desapareció bajo una alarmante mole de luchador de sumo.
—Ha superado el jet lag, ¿no es así?
—Tomé píldoras. —Recordó el silencio del ASA, la falta de movimiento aparente.
—Píldoras —dijo el hombre—. ¿Hotel adecuado?
—Sí —dijo Laney—. A punto para la entrevista.
—Entonces, de acuerdo —añadió el hombre mientras se frotaba vigorosamente la cara con las manos cubiertas de cicatrices. Cuando las bajó, miró fijamente a Laney como si lo viera por primera vez. Laney apartó los ojos y se fijó en el atuendo del hombre, una especie de uniforme de nanopore diseñado para alguien más pequeño pero aun así muy corpulento. No tenía un color definido en la oscuridad de El Proceso. Abierto desde el cuello hasta el esternón. Estirado sobre una masa anormal. Un atlas de cicatrices, con una sorprendente gama de formas y texturas, rastreaba y atravesaba la carne expuesta—. Entonces, ¿de acuerdo?
Laney evitó mirar las cicatrices.
—Estoy aquí para una entrevista profesional.
—¿Quiere una entrevista?
—¿Es usted el entrevistador?
—¿Entrevistador? —La ambigua mueca reveló una ostensible prótesis dental. Laney se volvió al japonés de gafas circulares.
—Colin Laney.
—Shinya Yamazaki —dijo el hombre, y le extendió la mano—. Usted y yo hemos hablado por teléfono.
—¿Va hacerme usted la entrevista?
Una ráfaga de parpadeos.
—Lo siento, no —dijo el hombre. Y luego—: Yo estudio sociología existencial.
—No entiendo —dijo Laney.
Los dos hombres delante de él no dijeron nada. Shinya Yamazaki pareció incómodo. El tipo con una sola oreja miró hoscamente.
—Usted es australiano, ¿no es así? —preguntó Laney al hombre con una sola oreja.
—Tazzie —le corrigió el hombre—. Apoyo al Sur en Apuros.
—Vamos al asunto —sugirió Laney—. Paragon-Asia Dataflow. ¿Los conoce usted?
—Bribones contumaces.
—Cosa del país —dijo Laney—. Profesionalmente, quiero decir.
—Está claro. —El hombre levantó las cejas, una de ellas bisectada por el retorcido cable rosa de una cicatriz—. Entonces, Rez. ¿Qué piensa de él?
—¿Se refiere usted a la estrella de rock? —preguntó Laney después de luchar con un problema básico de contexto.
Un movimiento de cabeza. El hombre miró gravemente a Laney.
—¿De Lo/Rez? ¿El grupo musical?
Mitad irlandés, mitad chino. Una nariz rota, nunca reparada. Ojos verdes alargados.
—¿Qué pienso de él?
En el sistema de valores de Kathy Torrance, al cantante le estaba reservado un desdén especial. Ella siempre lo había considerado un fósil viviente, el enojoso residuo de una época pretérita, menos desarrollada. Era a un mismo tiempo famoso e insignificante, y según ella dueño también de una fortuna a la vez caudalosa e insignificante. Kathy veía la fama como un fluido sutil, un elemento universal, como el flogisto de los antiguos, algo esparcido uniformemente en todo el universo durante la creación, pero ahora a punto de manifestarse, en circunstancias específicas, en ciertos individuos y sus carreras. A los ojos de Kathy, Rez había durado demasiado tiempo. Monstruosamente demasiado tiempo. Esto afectaba a la unidad de la teoría de Kathy. El cantante desafiaba el correcto orden de la cadena alimentaria. Tal vez no había ningún organismo suficientemente grande para devorarlo, ni siquiera Slitscan. Y mientras Lo/Rez, el grupo musical, seguía produciendo sobre una base tediosamente regular, en diferentes medios técnicos, el cantante se negaba con obstinación a destruirse a sí mismo, a asesinar a alguien, a actuar activamente en política, a admitir un interesante problema de abuso de drogas o una arcana adicción sexual; en una palabra, a hacer algo digno de iniciar una nueva línea en Slitscan. Él brillaba, acaso débil pero persistentemente, fuera del alcance de Kathy Torrance. Esta circunstancia, Laney siempre lo había pensado, era la verdadera razón de que ella lo odiara tanto.
—Bien —dijo Laney, después de pensar un rato, y movido por el impulso de dar una respuesta veraz—. Recuerdo cuándo compré el primer álbum. Y cuándo salió.
—¿Título? —El hombre de una sola oreja se puso aún más serio.
—Lo/Rez Skyline —dijo Laney, dando gracias a todos los pequeños detalles sinápticos que lo habían ayudado a recordar—. Pero no puedo decirle cuántos han sacado desde entonces.
—Veintiséis, sin contar las compilaciones —dijo Míster Yamazaki ajustándose las gafas. Laney sintió las píldoras que había ingerido, las destinadas a amortiguar los efectos del vuelo, y que ahora estaban deshaciéndose dentro de él como un inestable andamiaje farmacológico. Las paredes de El Proceso parecieron estrecharse.
—Si no me explica usted de qué vamos a hablar —le dijo al hombre de una sola oreja—, me vuelvo al hotel. Estoy cansado.
—Keith Alan Blackwell —contestó el aludido extendiendo la mano. Laney dejó que tomara la suya y se la estrechara. La palma del hombre era al tacto como una pieza de una máquina de atletismo—. Keithy. Vamos a tomar unas copas y a hablar un poco.
—En primer lugar, dígame usted si es o no es de Paragon-Asia Dataflow —sugirió Laney.
—La firma en cuestión no es más que una máquina con un par de líneas codificadas en una habitación interior de Lygon Street —dijo Blackwell—. Un maniquí, pero usted lo puede llamar nuestro maniquí, si eso hace que se sienta mejor.
—No lo veo claro —respondió Laney—. Me hacen volar hasta aquí para una entrevista profesional, y ahora me dicen que la compañía implicada en la entrevista ya no existe.
—Sí existe —dijo Keith Alan Blackwell—. Está en la máquina de Lygon Street. Llegó una camarera. Lucía un mono uniforme de algodón gris y algunos moretones cosméticos.
—Un doble. Kirin. Frío. ¿Qué quiere usted, Laney?
—Café helado.
—Coke Lite, por favor —dijo el que se había presentado como Yamazaki.
—Estupendo —dijo el desorejado Blackwell, tétricamente, cuando la camarera desapareció en la oscuridad.
—Les agradecería que me explicaran qué hacemos aquí —dijo Laney. Vio que Yamazaki estaba garabateando frenéticamente en la retícula de un cuaderno pequeño; la pluma luminosa destellaba en la penumbra—. ¿Anota usted lo que hablamos? —preguntó Laney.
—Perdone, no. Tomo apuntes del vestido de la camarera.
—¿Por qué? —preguntó Laney.
—Perdone —dijo Yamazaki, ocultando lo que había escrito y cerrando el cuaderno. Guardó cuidadosamente la pluma en un hueco al costado del cuaderno—. Me dedico a estudiar esas cosas. Tengo la costumbre de registrar manifestaciones efímeras de la cultura popular. El vestido de la camarera plantea una cuestión: ¿refleja meramente el tema de este club o representa una respuesta más profunda al trauma del terremoto y la reconstrucción subsiguiente?