7. La vida cálida y húmeda en Alison Shires
—Ella va a intentar quitarse la vida —dijo Laney.
—¿Por qué? —Kathy Torrance sorbió el exprés. Un lunes por la tarde en la Jaula.
—Porque lo sabe. Se da cuenta de que la estoy observando.
—Eso es imposible, Laney.
—Ella lo sabe.
—Tú no la estás «observando». Tú estás examinando los datos que ella genera, como los datos que generan todas nuestras vidas. Eso no puede saberlo.
—Lo sabe.
La taza blanca cayó con un clic sobre el platillo.
—Pero ¿cómo puedes saber que lo sabe? Examinas sus registros telefónicos, qué cosas prefiere ver y cuándo, la música que oye. ¿Cómo puedes saber que se da cuenta?
El punto nodal, quiso decir él. Pero no lo dijo.
—Creo que trabajas demasiado, Laney. Cinco días de descanso.
—No, prefiero…
—No puedo permitir que te quemes. Conozco los síntomas, Laney. Permiso por vacaciones, paga íntegra, cinco días.
Kathy añadió una prima de viaje. Laney fue enviado a la agencia local de Slitscan y alojado en un hotel cavado en lo alto de una montaña rocosa encima de Ixtapa; unas grandes esferas de piedra se alineaban sobre el lustroso hormigón del vestíbulo con paredes de cristal. Detrás del cristal unas iguanas miraban al personal de recepción con una calma antigua; las escamas verdosas brillaban sobre las ramas polvorientas de color marrón.
Laney conoció a una mujer que decía que editaba lámparas para una casa de diseño de San Francisco. Un martes por la noche. Él había estado tres horas en México. Unas copas en el bar del vestíbulo.
Laney le preguntó qué significaba eso, editar lámparas. Hacía poco había observado que las únicas gentes que tenían títulos específicos trabajaban en cosas que a él no le habrían gustado. Si la gente le preguntaba qué hacía, contestaba que era analista cuantitativo. No intentaba explicar los puntos nodales, o las teorías de Kathy Torrance sobre la celebridad.
La mujer añadió que su compañía producía muebles y accesorios en series limitadas, lámparas sobre todo. La manufactura efectiva venía de varios sitios diferentes, principalmente del norte de California. Industria de casas de campo. Un fabricante podía comprometerse por contrato a hacer doscientos soportes de granito, otro a lacar doscientos tubos de acero en un tono azul muy concreto. La mujer sacó un cuaderno y le mostró unos bocetos muy coloreados. Eran cosas finas, erizadas de puntas, que le hicieron pensar en insectos africanos que había visto en el canal Naturaleza.
¿Las diseñaba ella? No. Eran diseñadas en Rusia, en Moscú. Ella era la editora. Seleccionaba los proveedores de componentes. Supervisaba la fabricación, el transporte a San Francisco, el montaje en lo que en otro tiempo había sido una fábrica de conservas. Si los documentos de diseño especificaban algo que no podían suministrarle, buscaba un nuevo proveedor o negociaba un compromiso en material o fabricación.
Laney le preguntó a quiénes vendían. A gente que quería cosas que otra gente no tenía, dijo la mujer. ¿O que no les gustaban a otra gente? Eso también, añadió ella. ¿Disfrutaba con ese trabajo? Sí. En general le gustaban las cosas que diseñaban los rusos, y no tanto quienes las fabricaban. Lo que más le gustaba, le dijo, era la sensación de traer al mundo algo nuevo, ver cómo los bocetos llegados de Moscú se materializaban en la planta de la antigua fábrica de conservas.
Allí permanecen un día, dijo la mujer, y puedes verlas, y tocarlas, y comprobar si son buenas o no.
Laney lo pensó un rato. La mujer parecía muy tranquila. Las sombras se alargaron un rato sobre el hormigón brillante.
Laney tocó las manos de la mujer.
Y las tocas, y compruebas si son buenas o no.
Antes del amanecer, la editora de lámparas dormía en la cama de Laney; él contemplaba la curva de la bahía desde el balcón de la suite; la luna era algo lechoso, translúcido, a punto de desaparecer.
Durante la noche, en el Distrito Federal, en algún sitio del este había habido ataques con cohetes, y hasta con agentes químicos, decían algunos. El último episodio de una de aquellas oscuras e ininterrumpidas batallas que eran el trasfondo del mundo.
Los pájaros se despertaban en los árboles de alrededor, un ruido que conocía de Gainesville, de las mañanas en el orfanato.
Kathy Torrance se declaró satisfecha con la recuperación de Laney. Parecía descansado, dijo ella.
Laney se encaminó a los mares de DatAmerica sin hacer ningún comentario, sospechando que un próximo permiso podría llegar a ser permanente. Ella lo miró como un experimentado artesano puede mirar una herramienta valiosa que está mostrando los primeros síntomas de fatiga.
Ahora, el punto nodal era diferente, aunque él no tenía palabras para describir el cambio. Comprobó los incontables fragmentos acerca de Alison Shires que habían llegado durante su ausencia, buscando los orígenes de lo que había estado pensando. Recuperó la música que Alison había escuchado mientras él estaba en México, poniendo cada canción en el orden que ella había elegido. Entonces vio que sus opciones se habían hecho más sólidas; Alison había encontrado un nuevo proveedor, Upful Groupvine, cuyo producto, irrenunciablemente positivo, era el equivalente musical del canal Nuevas Noticias.
Mediante una indización cruzada de los acreedores de Alison en los registros de proveedores y tiendas, Laney elaboró una lista de todo lo que ella había adquirido durante la última semana. Paquete de seis cuchillas, abridor de cajas de cartón Tokkai. ¿Tenía ella un abridor de cajas de cartón Tokkai? Entonces recordó la advertencia de Kathy de que en esa parte de la investigación era muy probable que se produjera una transferencia seria; la intimidad del investigador con el investigado podía conducir entonces a una pérdida de perspectiva.
—Con frecuencia lo más fácil es identificar las pequeñas compras, Laney —le dijo Kathy—. Somos una especie inclinada a comprar en las tiendas. Empiezas a consumir otra marca de guisantes congelados porque la persona investigada también lo hace; compruébalo.
El suelo del apartamento de Laney estaba terraplenado contra la inclinación original del garaje. Él dormía al fondo, en una cama neumática para invitados que había comprado a través del canal Telecompras. No tenía ventanas. Las regulaciones exigían una fuente luminosa, y una luz solar reconstituida penetraba a través de un panel en el techo, pero él rara vez estaba allí durante las horas del día.
Laney estaba sentado en el resbaladizo borde del colchón neumático, imaginando a Alison Shires en el apartamento de la Fountain Avenue. Más grande que el suyo, lo sabía, pero no mucho. Ventanas. El alquiler había sido pagado, comprobó finalmente Slitscan, por el actor casado que era amante de Alison. A través de una serie decididamente intrincada de subterfugios, pero en cualquier caso pagado. «El fondo de reptiles», lo llamaba Kathy.
Laney podía retener en su mente la historia de Alison Shires como un solo objeto, como el modelo, perfectamente detallado, de algo ordinario pero milagroso, iluminado por la intensidad del foco con que él la observaba. No la conocía personalmente, ni había hablado con ella, pero en cambio conocía más aspectos suyos, así creía, que cualquier persona de antes o después. Los maridos no conocían así a sus mujeres, ni las mujeres a sus maridos. Los espías podían aspirar a conocer así el objeto de su obsesión, pero nunca lo conseguían.
Hasta el día en que despertó después de medianoche, con la cabeza a punto de estallar. Hacía demasiado calor, de nuevo una avería en el aire acondicionado. Florida. La camisa con la que dormía, pegada a la espalda y los hombros. ¿Qué estaría haciendo ella ahora?
¿Estaría mirando, despierta, las difusas líneas de luz que se reflejaban en el techo, mientras escuchaba Upful Groupvine?
Kathy sospechaba que él podía sufrir una crisis. Laney se miró las manos. Podían ser las de cualquier hombre. Las miró como si nunca las hubiera visto.
Laney recordó el 5-SB en el orfanato. El sabor persistía mientras lo inyectaban. Metal oxidado. El placebo no tenía sabor.
Dejó la cama. El Kitchen Korner lo detectó y despertó. La puerta de la refrigeradora se deslizó a un lado. Una vieja hoja de lechuga asomaba sombríamente a través de las varillas del estante blanco. Una botella de Evian, medio vacía, en otro. Laney ahuecó las manos sobre la lechuga, deseando sentir algo que irradiase de la decadencia de la hoja, una sutil fuerza vital, orgones, partículas de una energía desconocida para la ciencia.
Alison Shires iba a matarse. Laney sabía que ella lo había visto. Lo había visto de algún modo en los datos incidentales que generaba en su comedido paso por el mundo de las cosas.
—Eh, tú —dijo de pronto la refrigeradora—, me has dejado abierta. Laney no contestó.
—Está bien, ¿quieres dejarme abierta, colega? Ya sabes que interfiere en la descongelación automática…
—Cállate. —Las manos de Laney estaban ahora mejor. Más frescas. Laney permaneció allí hasta que las manos se le enfriaron, entonces las retiró y con las puntas de los dedos se apretó las sienes, oportunidad que la refrigeradora aprovechó para cerrarse sin ningún otro comentario.
Veinte minutos después estaba en el tren subterráneo, en dirección a Hollywood, con una chaqueta sobre la camisa malasia arrugada. Figuras aisladas en los andenes de las estaciones, estiradas lateralmente en perspectiva, bajo la ráfaga de aire que el tren levantaba al pasar.
—¿No estamos hablando aquí de una decisión consciente? —Blackwell se sobó lo que le quedaba de la oreja derecha.
—No —dijo Laney—. No sé lo que estaba pensando.
—Intentaba salvarla. A la chica.
—Fue una sensación como de algo que se suelta de golpe. Una cinta de goma. Fue como la fuerza de la gravedad.
—Eso es lo que parece —dijo Blackwell— cuando uno toma una decisión.
En algún sitio, bajando la colina desde la salida del tren en Sunset, dio con un hombre que regaba el césped, un rectángulo quizá dos veces el tamaño de una mesa de billar, iluminado con el resplandor medicinal de una cercana luz callejera. Laney vio que el agua burbujeaba en los tallos perfectamente uniformes de plástico verde brillante. El césped de plástico estaba separado de la calle por barrotes verticales de acero que sostenían hileras de alambre afilado. La casa del hombre, a duras penas más grande que el rectángulo de césped, era una reliquia de otros tiempos, cuando esa ladera estaba cubierta de casitas y cenadores. Había otras como ella, ocultas entre las diversas fachadas con balcones de condominios y complejos de apartamentos, diminutas propiedades que ya se alzaban allí cuando la zona aún no se había incorporado a la ciudad. En el aire flotaba un aroma de naranjas, pero él no pudo verlas.
El hombre que regaba el césped alzó los ojos, y Laney vio que era ciego; los rombos negros de unas unidades de vídeo, conectadas directamente al nervio óptico, le ocultaban los ojos. Nunca sabías adonde miraban.
Laney siguió adelante, dejándose llevar como si algo lo guiara a través de las calles dormidas, el perfume ocasional de un árbol en flor.
Se oyeron unos frenos distantes en Santa Mónica.
Quince minutos después Laney estaba delante del edificio de Fountain Avenue donde ella vivía. Miró hacia arriba. Quinto piso. 502.
El punto nodal.
—¿No quiere hablar de eso?
Laney levantó la mirada de su copa vacía y se encontró con los ojos de Blackwell por encima de la mesa.
—Realmente nunca se lo he dicho a nadie —replicó, y era verdad.
—Vamos a dar un paseo —dijo Blackwell, y se puso de pie, irguiendo el cuerpo sin esfuerzo aparente, como si fuera un globo de helio. Laney se preguntó qué hora podía ser, allí o en Los Angeles. Yamazaki se estaba ocupando de la cuenta.
Salió junto con ellos de Amos’n’Andes. Fuera había una llovizna neblinosa; la acera era un agitado torrente de paraguas negros. Yamazaki sacó un objeto negro no más grande que una tarjeta comercial, algo más grueso, y lo dobló con fuerza entre los pulgares. Un paraguas negro floreció bajo la niebla. Yamazaki se lo alargó a Laney. La curva del mango negro parecía seca, hueca y un poco caliente.
—¿Cómo se pliega?
—No hay que hacerlo —explicó Yamazaki—. Se tira. —Abrió otro para él. Blackwell, sin pelo, todo envuelto en un microporo, era evidentemente inmune a la lluvia—. Por favor, continúe con su informe, Míster Laney.
A través de un hueco entre dos torres distantes, Laney vislumbró el costado de otro edificio más alto. Vio allí unas caras enormes, vagamente conocidas, contorsionadas en un drama inexplicable.
El acuerdo de obligado secreto que Laney había firmado debía cubrir todos los casos en que Slitscan utilizase sus conexiones con DatAmerica en lo que pudiera interpretarse como violaciones de la ley. Tales incidencias, de acuerdo con la experiencia de Laney, eran tan frecuentes que resultaban constantes, al menos en ciertos niveles avanzados de investigación. Como él ya había trabajado antes para DatAmerica, nada de todo esto le pareció sorprendente. DatAmerica no era tanto un poder como un territorio; en muchos aspectos era como una ley implícita.
La prolongada vigilancia de Alison Shires por parte de Laney había provocado ya incontables violaciones criminales; una de ellas le había proporcionado los códigos que abrían la puerta de entrada al vestíbulo del edificio, activaban el ascensor, abrían la puerta del apartamento en la quinta planta y desactivaban la alarma de seguridad que garantizaría automáticamente una respuesta armada si ella hiciera estas cosas sin marcar dos dígitos más. Esto último estaba pensado como un seguro contra la endémica invasión de los hogares, un delito que consistía en abordar por sorpresa a los inquilinos en los garajes y obligarlos a entregar los códigos de entrada. El código de Alison Shires consistía en un número formado por el mes, el día y el año de su nacimiento, algo que cualquier servicio de seguridad desaconsejaba enérgicamente. Su código de control era 23, la edad que tenía un año antes, cuando se había instalado allí y se hiciera suscriptora.
Laney recitó en voz baja estos números mientras miraba el edificio. La fachada de ochenta pisos apuntaba a una posible idea sobre la restauración Tudor. Todo aparecía nítida e íntegramente detallado en esos primeros momentos de un amanecer en Los Ángeles.
—Así —supuso Blackwell—, usted entró. Pulsó los números de los códigos y, zas, ya está usted dentro. —Los tres esperaban para cruzar una bocacalle.
Zas!
En el vestíbulo cubierto de espejos no se oía ningún ruido. Una docena de imágenes de Laney se reflejaron en los muros mientras él cruzaba una alfombra nueva y entraba en el ascensor, que olía a algo floral. Allí utilizó nuevamente parte del código. Subió al quinto piso. La puerta se abrió. Más alfombras nuevas. Debajo de la capa fresca de esmalte crema, las paredes del pasillo mostraban las diminutas irregularidades de un revoque anticuado.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo Laney en voz alta, aunque no sabía ni iba a saber nunca si hablaba consigo mismo o con Alison Shires.
El redondel de una antigua mirilla de seguridad lo miró desde la puerta, tapada en parte por una catarata de pintura pálida.
El teclado numérico estaba incrustado en el marco de acero de la puerta, no exactamente a la altura de la mirilla. Los dedos de Laney marcaron la secuencia.
Pero Alison Shires, desnuda, abrió la puerta antes de que actuara el código. Upful Groupvine sonó alegremente detrás de ella cuando Laney le aferró las muñecas ensangrentadas. Y vio en sus ojos lo que entonces y siempre tomó por una mirada de simple reconocimiento, no de culpa.
—Esto no funciona —dijo ella, como si se refiriera a un aparato menor, y Laney oyó un gemido dentro de él, un ruido que no había vuelto a oír desde que era niño. Tenía que mirarle las muñecas, pero no podía. Avanzaba de espaldas a ella, acercándose a tientas a un sillón de mimbre.
—Siéntate —dijo él, como si le hablara a un niño rebelde, y ella se sentó. Le soltó las muñecas. Corrió hacia lo que suponía que tenía que ser un cuarto de baño. Allí había toallas y una especie de cinta.
Y se vio a sí mismo arrodillado junto a ella, donde estaba sentada, los dedos rojos encogidos sobre las palmas rojas, como si meditase. Laney le enrolló una toalla pequeña alrededor de la muñeca izquierda y la cubrió con la cinta, un producto flexible de color beige concebido para proteger ciertas zonas durante la aplicación de cosméticos con aerosol. Él lo sabía por los datos sobre lo que ella compraba.
¿Se volvían morados los dedos de Alison bajo la capa de color rojo? Laney alzó la cabeza. El mismo reconocimiento. Un pómulo teñido de sangre.
—No lo hagas —dijo él.
—Está bajando.
Laney envolvió el antebrazo derecho de Alison, sujetando el rollo de cinta con los dientes.
—No di con la arteria.
—No te muevas —dijo Laney, y se incorporó de un salto, tropezó con sus propios pies y se golpeó la frente contra algo que reconoció, justo antes de que se rompiera la nariz, como una obra de la editora de lámparas. Le pareció que la alfombra se sacudía y lo abofeteaba como en un juego.
—Alison…
Ella adelantó un tobillo hacia la cocina.
—Alison, ¡siéntate!
—Lo lamento —creyó oírle decir Laney, y de pronto sonó el disparo.
Blackwell levantó los hombros suspirando, con un ruido que Laney pudo oír por encima del tráfico. Las gafas de Yamazaki reflejaban el color pastel de las paredes cubiertas de anuncios de neón, con un fulgor más deslumbrante que Las Vegas: todas las superficies iluminadas y en movimiento.
Blackwell miró a Laney. —Por aquí— dijo finalmente, y tras doblar una esquina, entró en una relativa oscuridad y una zona de orines. Laney lo siguió, Yamazaki detrás de él. Al final del estrecho pasaje emergieron en el país de las hadas.
Allí no había tubos de neón. La luz venía de unas torres que se alzaban por encima de ellos. Unos austeros rectángulos de cristal esmerilado, del tamaño de grandes tarjetas de felicitación, estaban cubiertos de ideogramas negros, y cada signo era una diminuta estructura, como una antigua caseta de baño en una playa olvidada. Las fachadas en miniatura, agrupadas a un lado del callejón empedrado, sugerían un espectáculo menor en una secreta feria urbana. Cedro plateado por la edad, papel aceitado, alfombras; nada que situase el lugar en el tiempo, excepto el hecho de que las señales eran eléctricas.
Laney miró. Una calle construida por duendes.
—Golden Street —dijo Keith Alan Blackwell.