25. La idoru
—¿Qué quiere decir con que ella está aquí? —preguntó Laney a Yamazaki cuando pasaban por detrás del tanque Sherman. Grumos de barro seco colgaban de las gruesas bandas de acero.
—Míster Kuwayama está aquí —dijo Yamazaki en voz baja—. Es el representante de ella. Laney vio que varias personas estaban ya sentadas a una mesa baja. Dos hombres. Una mujer. Ella tenía que ser Rei Toei.
Había llegado a imaginarla como una síntesis industrial de las tres últimas docenas de las más conocidas caras femeninas de los media japoneses. Eso era lo que hacían comúnmente en Hollywood, pero la fórmula tendía a ser todavía más rígida en el caso de los agentes de software —eigenheads—, y las características eran derivados algorítmicos de una media humana de popularidad demostrada.
Ella no era nada de eso.
Cabello negro, toscamente cortado y brillante, hombros pálidos y desnudos, cuando volvió la cabeza. No tenía cejas, y tanto los párpados como las pestañas parecían haber sido tratados con polvos blancos, que le realzaban las pupilas oscuras.
Y ahora los ojos de ella se encontraron con los de Laney. Le pareció que cruzaba una línea. En la estructura de la cara de ella, en las geometrías del hueso subyacente, había historias codificadas, de fugas dinásticas, privación, migraciones terribles. Ahora él veía tumbas de piedra en escarpados prados alpinos, dinteles con penachos de nieve. Una recua de peludos caballitos de carga, de aliento teñido de blanco, seguían un sendero por encima de un helado cañón. Las curvas del río, abajo, eran rayas de plata distante. Unas esquilas de hierro resonaban en el crepúsculo azul.
Laney se estremeció. Tenía en la boca un sabor de metal oxidado. Los ojos de la idoru, mensajeros de un país imaginario, se encontraron con los de él.
—Estamos aquí. —Arleigh junto a él, la mano en su codo. Indicó dos asientos junto a la mesa—. ¿Estáis bien? —preguntó en voz baja—. Quitaos los zapatos. Laney miró a Blackwell, que tenía los ojos fijos en la idoru, con una mueca que parecía de dolor, pero la expresión se desvaneció casi enseguida bajo la máscara de las cicatrices.
Laney hizo lo que se le había pedido, se agachó y se quitó los zapatos, moviéndose como si estuviera bebido, o soñando, aunque sabía que no era ni una cosa ni la otra, y la idoru le sonrió, iluminada desde dentro.
—¿Laney?
La mesa se alzaba en un hueco del suelo. Laney se sentó, acomodando los pies debajo de la mesa y aferrando el cojín con las dos manos.
—¿Qué?
—¿Estás bien?
—¿Bien?
—Parecías… ciego.
Ahora Rez se disponía a sentarse en la cabecera de la mesa, la idoru a la derecha, alguien más —Laney vio que era Lo, el guitarrista— a la izquierda. Junto a la idoru se sentaba un hombre de cierta edad, con gafas sin montura, cabello negro peinado hacia atrás. Vestía un traje muy simple, al parecer muy caro, de un material negro sin brillo, y una camisa de cuello alto que se abotonaba de una manera complicada. Cuando se volvió para hablar con Rei Toei, Laney vio claramente la luz de la cara de ella reflejada por un instante en las gafas casi circulares.
Arleigh tomó aliento con fuerza. Ella también la había visto. Un holograma. Algo generado, animado, proyectado. Laney sintió que se le aflojaban las manos en los bordes del cojín.
Pero entonces recordó las tumbas de piedra, el río, los caballitos con sus esquilas.
Nodal.
▪ ▪ ▪
Una vez Laney preguntó a Gérard Delouvrier, el más paciente de los franceses aficionados al tenis, acerca de TIDAL y por qué lo habían elegido a él, Laney, como primer (y, a la postre, único) beneficiario de los peculiares conocimientos que pensaban impartirle. Él no había solicitado el empleo, decía, y no tenía motivos para creer que eso se hubiera hecho público. Le dijo a Delouvrier que había solicitado seguir un curso de servicio.
Delouvrier, de pelo corto, prematuramente gris, y piel sonrosada, se echó hacia atrás en la silla anatómica y estiró las piernas. Parecía estar estudiándose los zapatos de ante con suela de crepé. Luego miró por la ventana: edificios rectangulares de color beige, paisaje anónimo, nieve de febrero.
—¿No ves que no queremos enseñarte? Nosotros observamos. Queremos aprender de ti.
Estaban en el centro de investigación de DatAmerica en Iowa. Había un patio interior para Delouvrier y sus colegas, pero éstos se quejaban continuamente del estado del pavimento.
—Pero ¿por qué yo?
Los ojos de Delouvrier parecían cansados.
—¿Queríamos ser amables con los huérfanos? ¿Éramos un sorprendente caso de cordialidad en el corazón de DatAmerica? —Se restregó los ojos—. No. A ti te hicieron algo, Laney. A nuestro modo, tal vez, pretendíamos repararlo. ¿Es correcta la palabra «repararlo»?
—No —dijo Laney.
—Es una suerte. Tú estás aquí con nosotros, llevando a cabo un importante trabajo. Aquí, en lowa, es invierno, pero el trabajo sigue adelante. —Ahora miraba a Laney—. Tú eres nuestra única prueba —dijo.
—¿De qué?
Delouvrier cerró los ojos.
—Había un hombre, un ciego, que dominaba la eco-localización. Clics de la lengua, ¿comprendes? —Cliqueó con los ojos cerrados—. Como un murciélago. Fantástico. —Abrió los ojos—. Llegaba a percibir el entorno inmediato con mucho detalle. Podía conducir una bicicleta en medio del tráfico. Siempre haciendo clic, clic. El mérito era suyo, absolutamente cierto. Y nunca pudo explicarlo, nunca se lo enseñó a otro… —Entrelazó los largos dedos e hizo crujir los nudillos—. Esperemos que no te ocurra lo mismo.
No pienses en una vaca lila. ¿O era parda? Laney no podía recordarlo. No mires la cara de la idoru. No es carne, es información. Ella es la punta de un iceberg, no, una Antártida de información. Si la mirase a la cara la activaría todo de nuevo: toda ella es un impensable volumen de información. Inducía la visión nodal en términos que no tenían precedentes; la inducía como relato.
Laney alcanzó ver las manos de la idoru. Observar cómo comía. La comida era refinada, muchas pequeñas viandas servidas en platos rectangulares, individuales. Cada vez que ponían un plato delante de Rei Toei, y siempre dentro del campo de lo que la proyectaba, era velado simultáneamente con una copia impecable: alimento holográfico en un plato holográfico.
Incluso el movimiento de los palillos producía fluctuaciones periféricas en la visión nodal, pues los palillos también eran información, pero nada tan denso como las facciones de la idoru. Cada vez que se retiraba un plato «vacío», reaparecía de nuevo la vianda intacta.
Pero cuando empezaron las fluctuaciones, Laney ya estaba concentrado en su propia comida, la torpeza con que manejaba los palillos, la conversación alrededor de la mesa. Kuwayama, el hombre de las gafas sin montura, contestaba ahora a algo que Rez le había preguntado, aunque Laney no había podido captar la pregunta.
—… el resultado de un conjunto de construcciones a las que llamamos «máquinas desiderantes». —Los ojos verdes de Rez, ahora brillantes y atentos—. No en sentido literal —continuó Kuwayama—, sino como agregados de deseos subjetivos. Se decidió que el esquema modular constituyera idealmente una arquitectura de aspiraciones articuladas… —La voz del hombre estaba muy bien modulada; su inglés tenía un acento que Laney no pudo ubicar.
Rez sonrió, mientras se volvía a mirar la cara de la idoru. Lo mismo hicieron los ojos de Laney, automáticamente.
Laney cayó a través de los ojos de la idoru y se encontró con una cara que parecía una estructura de pequeños balcones rectangulares, todo a diferente nivel o con diferente profundidad. Un crepúsculo anaranjado al otro lado de una ventana inclinada con marco de metal. Colores aceitosos en el cielo.
Laney cerró los ojos, los bajó, los abrió. Otro plato, más comida.
—Estás realmente metido en tu plato —dijo Arleigh. Un esfuerzo concentrado con los palillos y consiguió atrapar y tragar algo que era como un diminuto pedazo de tortilla fría—. Estupendo. ¿No quieres un poco de este fugu? Varios tipos de pescado, todos con neurotoxinas. ¿Lo conoces?
—Tú ya has terminado el segundo plato —dijo ella—. ¿Recuerdas la fuente de pescado crudo dispuesto como los pétalos de un crisantemo? —Bromeas— dijo Laney.
—¿Los labios y la lengua quedan un poco entumecidos? Sí, eso es. Laney se pasó la lengua por los labios. ¿Bromeaba ella? Yamazaki, sentado a su izquierda, se acercó.
—Puede haber un camino para eludir el problema de los datos de Rez. ¿Tiene en cuenta la actividad global de los fans de Lo/Rez?
—¿Qué?
—Son muchos fans. Informan sobre todas las apariciones de Rez, Lo y otros músicos implicados. Hay muchos detalles incidentales.
Laney, que en otro tiempo había estudiado la técnica del vídeo, sabía que Lo/Rez era teóricamente un dúo, pero siempre había, al menos, otros dos miembros, a menudo más. Y desde el principio Rez se había mostrado inexorablemente contrario a las baterías mecánicas; el actual batería, Willy Jude el Ciego, sentado frente a Yamazaki, llevaba años con el grupo.
Después de volver las enormes gafas negras hacia donde estaba la idoru, por encima de las viandas, ahora parecía sentir la mirada de Laney. Las gafas negras, unidades de vídeo, planearon sobre la mesa.
—Muchacho —dijo Jude—, Rez está sentado ahí, coqueteando con un gran termo de aluminio.
—¿La ves?
—Los holos son duros —dijo el batería tocándose las gafas con la punta de un dedo—. Lleva mis chicos a Nissan County, yo llamaré después, llévalos a dar una vuelta. Pero esta señora está en una frecuencia muy extraña, o pasa algo. Todo lo que puedo ver es el proyector y esa especie de emanación ectoplásmica, ¿de acuerdo? Como un resplandor.
El hombre sentado entre Jude y Míster Kuwayama, Ozaki de nombre, miró a Jude y se excusó.
—Lo lamentamos muchísimo. Lo lamentamos profundamente. Hace falta un pequeño ajuste, pero no es posible en este momento.
—¡Eh! —dijo Jude—, no es un problema grave. Ya la he visto. He llegado a captar todos los canales de música. Incluido ese en que ella es una princesa mongol o algo parecido, arriba en las montañas.
Laney perdió uno de los palillos.
—El último single —dijo Ozaki.
—Sí —dijo Jude—, es bastante bueno. ¿Lleva esa máscara de oro? Una mierda. —Se metió una porción de maki en la boca y masticó.