9. Fuera de Control

—Rice Daniels, Míster Laney. Fuera de Control. —Apretó una tarjeta contra el lado opuesto del plástico arañado que separaba la sala llamada Visitantes de quienes le habían dado ese nombre. Laney había tratado de leerla, pero el intento había concluido con un atroz pinchazo de dolor entre los ojos. En cambio había mirado a Rice Daniels entre lágrimas de dolor: pelo negro, corto, gafas de sol muy ajustadas con pequeños cristales ovales, una montura negra que le envolvía la cabeza como una abrazadera quirúrgica.

En Rice Daniels no había absolutamente nada fuera de control. —La serie —dijo—, «Fuera de Control». ¿No incluiría los media? Fuera de control: el borde afilado del periodismo de contra-investigación.

Laney había intentado cautelosamente tocar la cinta que le cubría el puente de la nariz: un movimiento erróneo.

—¿Contra-investigador?

—Usted es un cuanto, Míster Laney. —Un analista cuantitativo. En realidad no lo era, pero en términos técnicos la descripción le pareció adecuada—. Al servicio de Slitscan.

Laney no respondió.

—La chica fue el foco de una vigilancia a fondo.

Slitscan tenía mucho interés. Usted sabe por qué. Ahí podría encontrarse una prueba de la culpabilidad de Slitscan en la muerte de Alison Shires.

Laney se miró los zapatos ahora sin cordones.

—Ella misma se quitó la vida —dijo.

—Pero nosotros sabemos por qué.

—No —dijo Laney contactando de nuevo con los óvalos negros—, yo no. No exactamente. —El punto focal. Protocolos de otro ámbito.

—Va a necesitar ayuda, Laney. Es posible que tenga que enfrentarse a una acusación de asesinato. Incitación al suicidio. Querrán saber por qué estaba allí.

—Yo se lo diré.

—Nuestros productores se las arreglaron para que me adelantara, Laney. No fue fácil. Ahora ahí fuera hay un equipo de control de Slitscan que espera hablar con usted. Si no los enfrenta lo removerán todo. A usted lo dejarán al margen, pues tienen que salvar el espectáculo. Lo pueden hacer, con suficiente dinero y los abogados idóneos. Pero pregúntese a sí mismo: ¿quiere dejar que lo hagan?

Daniels aún mantenía su tarjeta comercial apretada contra el plástico. Laney la miró y vio que alguien había garabateado algo desde el otro lado, en letras pequeñas, desiguales, de modo que pudo leerlo de izquierda a derecha:

USTED LO HIZO.

—Nunca oí hablar de Fuera de Control.

—Nuestro piloto de una hora de duración está en funcionamiento mientras hablamos, Míster Laney. —Una pausa mesurada—. Todos estamos emocionados.

—¿Por qué?

—Fuera de Control no es para nosotros sólo una serie, sino es un paradigma absolutamente nuevo. Una nueva manera de hacer televisión. Ese argumento (la historia de Alison Shires) es precisamente lo que nosotros queremos producir. Nuestros productores son gente que quieren devolver algo al público. Lo han hecho bien, están consolidados, se han puesto a prueba a sí mismos; ahora quieren devolver algo, restablecer un grado de honradez, una nueva oportunidad para obtener una nueva perspectiva. —Los óvalos negros se acercaron un poco más al plástico garabateado—. Nuestros productores son los productores de «Polis en problemas» y «Una moda tranquila y deliberada».

—¿Una qué?

—Informes objetivos de violencia premeditada en la industria global de la moda.

▪ ▪ ▪

—¿Contra-investigación? —La pluma de Yamazaki se movió sobre el cuaderno.

—Era un espectáculo sobre espectáculos como Slitscan —dijo Laney—. Supuestas injurias.

—No había taburetes en el bar, que medía unos tres metros de largo. La gente tenía que estar de pie. Aparte del barman, en una especie de kabuki, el sitio era para ellos. Por la sencilla razón de que lo llenaban, básicamente. Era quizá la más pequeña estructura comercial autónoma que Laney hubiera visto, y parecía haber estado allí siempre, como una reliquia de la antigua Edo, una ciudad de sombras y diminutas callejuelas oscuras. Las paredes estaban cubiertas de postales descoloridas; el uniforme color sepia había desaparecido bajo una capa de nicotina y humos culinarios.

—Ah —dijo Yamazaki al fin—, un «metatabloide».

El barman estaba asando dos sardinas en una plancha. Las removió con dos varitas de acero, las transfirió a un plato diminuto, las aderezó con una especie de escabeche incoloro y translúcido y se las presentó a Laney.

—Gracias —dijo Laney. El barman bajó las cejas afeitadas. A pesar de la modesta decoración, el bar tenía docenas de botellas de buen whisky, cada una de ellas con una etiqueta de papel marrón escrita a mano: el nombre del propietario en japonés. Yamazaki había explicado que tú comprabas una y ellos te la guardaban. Blackwell estaba en el segundo vaso del equivalente local del vodka on the rocks. Yamazaki seguía con Coke Lite. Laney tenía delante de él una dosis intacta de whisky de Kentucky, surrealistamente caro; estaba muy cansado y se preguntaba vagamente qué le pasaría si en efecto se decidía a bebérselo.

—Cierto —dijo Blackwell, apurando el vaso, mientras el hielo chocaba contra sus prótesis—, lo mismo que te sacan a ti ponen a esos otros bastardos.

—Así fue, básicamente —dijo Laney—. Ellos tenían su propio equipo legal esperando para hacerlo, y otro equipo para trabajar en el acuerdo de obligado secreto que yo había firmado con Slitscan.

—Y el segundo equipo tenía el trabajo más ambicioso —dijo Blackwell, mostrando el vaso vacío al barman, que lo ocultó con toda discreción y con la misma discreción colocó otro de recambio, como por encantamiento.

—Eso es verdad —dijo Laney. Se dio cuenta de que parecía aprobar las líneas generales de la propuesta de Rice Daniels, aunque no sabía dónde se estaba metiendo. Pero en él había algo que no quería que Slitscan diera un paso atrás: aquel único disparo desde la cocina de Alison Shires. (Producido, habían subrayado los polis, por un dispositivo de fabricación rusa: un cartucho, un tubo para alojarlo y el mecanismo de disparo más simple posible; esos artilugios habían sido diseñados pensando casi exclusivamente en los suicidios; no había manera de dar en el blanco a más de cinco centímetros de distancia. Laney había oído hablar de ellos, pero no había visto ninguno con anterioridad; por alguna razón los llamaban Especiales de la Noche del Miércoles.)

Y Slitscan daría un paso atrás, él lo sabía; si se les antojaba, eliminarían la secuencia de Alison, y todo iría a parar al fondo del mar, donde quedaría cubierto, casi instantáneamente, por el constante aluvión de datos de todo el mundo.

Y la vida de Alison Shires, tal como él la había conocido, en toda su terrible y trivial intimidad, quedaría allí para siempre, olvidada y por último irreconocible.

Pero si él continuaba trabajando en Fuera de Control, la vida de ella podría convertirse, retrospectivamente, en algo distinto, y no sabía muy bien, sentado en la pequeña silla de la sala de visitantes, qué podría ser eso.

Pensó en el coral, en los arrecifes que crecían alrededor de portaaviones hundidos; tal vez ella se convertiría en una cosa así, en un misterio sepultado bajo la superestructura cada vez más exfoliada de una suposición, o incluso de un mito.

En la sala de visitantes le pareció que ésa podría ser una manera de estar muerto, pero un poco menos muerto. Y se la deseó a ella.

—Sácame de aquí —pidió a Daniels, que sonrió bajo la abrazadera quirúrgica, arrancando triunfalmente la tarjeta del plástico.

—Quieto —le dijo Blackwell, poniendo una mano enorme, decorada con cicatrices de color rosa y plata, encima de la muñeca de Laney—. Aún no se ha tomado ni siquiera la bebida.

Laney había conocido a Rydell cuando el equipo de Fuera de Control lo instaló en una suite del Château, aquel antiguo simulacro de un original aún más antiguo, excentricidades de hormigón apresadas entre las brutalidades de un par de edificios comerciales, especialmente nefandos, del último año del siglo anterior. Los edificios reflejaban la angustia milenaria de ese año, aunque la refractaban mediante un aire de histeria, aún más misteriosa, extrañamente amortiguada, que parecía en cierto modo más personal e incluso menos atractiva.

La suite de Laney, mucho más grande que el apartamento de Santa Mónica, era como una vivienda de los años veinte que se estiraba siguiendo el balcón largo y estrecho que daba a Sunset. Desde éste se divisaba un balcón más ancho en la planta de abajo, y la diminuta franja circular de césped que era todo lo que quedaba de los jardines originales.

Laney pensó que era una elección extraña, teniendo en cuenta la situación. En un primer momento pensó que le habrían buscado algo más corporativo, más fortificado, con más cables, pero Rice Daniels había explicado que el Château tenía muchas ventajas. Era una buena elección en términos de imagen, porque humanizaba a Laney; parecía básicamente una vivienda, algo con paredes y puertas y ventanas, donde cabía imaginar que un huésped vivía algo parecido a una vida, lo que no ocurría en modo alguno con los sólidos edificios geométricos que eran los hoteles para respetables hombres de negocios. Además tenía mucho que ver con el star system de Hollywood, y también con la tragedia humana. Allí habían vivido estrellas, en el cénit del viejo Hollywood, y después algunas estrellas habían muerto allí. Fuera de Control planeaba presentar la muerte de Alison Shires como una tragedia de acuerdo con una venerable tradición hollywoodense, pero una tragedia provocada por Slitscan, una entidad muy contemporánea. Además, explicaba Daniels, el Château era mucho más seguro de lo que parecía a primera vista. Y en ese momento Laney ya había sido presentado a Berry Rydell, el guardia de seguridad nocturno.

Daniels y Rydell, le parecía a Laney, se habían conocido antes de que Rydell empezara a trabajar en el Château, aunque no se sabía cómo. Rydell parecía sentirse extrañamente cómodo con los trabajos de la industria informaticorrecreativa, y en cierto momento, cuando se encontraron a solas, preguntó a Laney quién lo representaba.

—¿Qué quiere decir? —había dicho Laney.

—Tiene un agente, ¿no es así?

Laney contestó que no.

—Es mejor que se busque uno —había dicho Rydell—. No encontrará alguien que le guste, pero esto es el negocio del espectáculo, ¿de acuerdo?

Ciertamente era el negocio del espectáculo, hasta tal punto que muy pronto Laney se preguntó si no se había equivocado. En aquella suite habían estado reunidas dieciséis personas, durante cuatro horas, y él sólo había estado fuera del calabozo durante seis horas. Cuando por fin se fueron, Laney se sorprendió de la amplitud de la suite, al tratar de abrir erróneamente varias puertas en busca del dormitorio. Cuando lo encontró, se arrastró hasta la cama y se quedó dormido con las ropas que Rydell le había comprado en Beverly Center por encargo de ellos.

Él pensó que lo podía hacer allí mismo, en ese bar de Golden Street, respondiendo así a la pregunta de qué estaba haciendo el whisky con su jet lag. Pero ahora, al terminar el resto del trago, sintió que estaba entrando en uno de esos cambios periódicos, tal vez no tan relacionado con la bebida como con alguna química interna de fatiga y desplazamiento.

—¿Rydell estaba contento? —preguntó Yamazaki.

A Laney le pareció una pregunta extraña, pero recordó que Rydell había mencionado a un japonés, alguien a quien había conocido en San Francisco, y ése era, por supuesto, Yamazaki.

—Bueno —explicó Laney—, no me pareció tremendamente desgraciado, pero se lo veía un poco abatido, podría decirse. En realidad no lo conozco muy bien.

—Una verdadera lástima —dijo Yamazaki—. Rydell es un hombre valiente.

—¿Qué pasa con usted, Laney? —dijo Blackwell—. ¿Se considera un hombre valiente? —La cicatriz que le atravesaba la ceja como un gusano se retorció en un nuevo grado de concentración.

—No —dijo Laney—, yo no.

—Pero usted se enemistó con Slitscan por lo que le hicieron a la chica, ¿no es así? Usted tenía un empleo, tenía para comer, tenía un sitio donde dormir. Todo eso se lo proporcionaba Slitscan, pero perjudicaron a la chica, y usted decidió devolverles la pelota. ¿Es cierto?

—Nada es nunca así de simple —dijo Laney.

Cuando le hablaba Blackwell, Laney se sentía de pronto ante otro tipo de inteligencia, algo que seguramente el hombre ocultaba en la vida normal.

—No —dijo Blackwell—, no lo es, ¿verdad? —Una mano grande, grabada y sonrosada, como un animal torpe, empezó a hurgar en el bolsillo del pecho donde Blackwell tenía el microporo. Mostró un objeto metálico, pequeño, gris, que puso sobre la barra del bar.

—Bien, esto es un clavo —dijo Blackwell—, galvanizado, cuatro centímetros. Yo he clavado manos de hombres en bares como éste, con clavos como éste. Y algunos de ellos eran verdaderos bastardos. —En la voz de Blackwell no había ni un atisbo de amenaza—. Y algunos de esos a quienes les clavé una mano, empuñaron con la otra una navaja de afeitar, o unos alicates puntiagudos. —El dedo índice de Blackwell se tocó distraídamente una cicatriz de aspecto enojoso debajo del ojo derecho, como si le hubiera entrado algo allí y ahora se le deslizara por el pómulo—. Para tener una ventaja, ¿de acuerdo?

—¿Alicates?

—Bastardos —dijo Blackwell—. Entonces hay que matarlos. Bien, ésa es una forma de valentía, Laney. Lo que quiero decir es: ¿por qué ha de ser eso tan diferente de lo que usted intentaba hacerle a Slitscan?

—Lo único que quería era que ellos no la dejaran caer. Que no dejaran que ella se fuera al fondo. Que no quedara olvidada. No pensaba en el daño que le ocasionaría a Slitscan, ni siquiera si se le ocasionaba algún daño. Yo no pensaba tanto en una venganza como en una manera de… que ella siguiera con vida.

—Hay otros hombres a los que les clavas una mano a la mesa y se sientan y te miran. Lo que llamamos un hombre duro. ¿Cree que usted es uno de ésos?

Laney apartó la mirada de Blackwell para fijarla en el vaso vacío, y luego nuevamente en Blackwell; el barman movió el vaso, como si fuera a llenarlo de nuevo, pero Laney lo cubrió con la mano.

—Si me clava la mano a la barra, Blackwell —y aquí extendió la otra mano, plana, con la palma hacia abajo, sobre la madera oscura con marcas circulares en el barniz—, gritaré, ¿se entera? Yo no sé qué tiene entre manos. Es posible que esté loco. Pero si hay algo que decididamente no soy es un héroe de acuerdo con la idea de alguien. No lo soy ahora, y no lo era entonces cuando estaba en Los Ángeles.

Blackwell y Yamazaki se miraron. Blackwell apretó los labios, e inclinó levemente la cabeza.

—Entonces mejor para usted —dijo—. Creo que puede ser el hombre adecuado para el trabajo.

—Nada de trabajo —dijo Laney, pero dejó que el barman le sirviera un segundo whisky—. No quiero oír hablar de ningún trabajo hasta que sepa quién me contrata.

—Yo soy jefe de seguridad de Lo/Rez —dijo Blackwell—, y debo mi vida a ese estúpido bastardo. Me habría pasado los últimos cinco años en las entrañas del maldito estado de Victoria si no hubiera sido por él. Aunque antes me habría cortado la cabeza, puede estar seguro.

—¿La cinta? ¿Confían en usted?

—Rydell habló bien de usted, Míster Laney. —Yamazaki movió el cuello sobre la camisa de cuadros.

—No conozco a Rydell —dijo Laney—. Era simplemente el guardia de seguridad de un hotel que yo no podía pagarme.

—Rydell tenía buen olfato para la gente, creo —dijo Yamazaki. Y después a Blackwell—: ¿Lo/Rez? ¿Tienen problemas?

—Rez —dijo Blackwell— va contando por ahí que quiere casarse con esa artista japonesa que, maldita sea, ¡no existe! Y él sabe que no existe, y dice que no tenemos jodida imaginación. Ahora escúcheme. —Y Blackwell extrajo de una zona imprecisa de su atuendo un rectángulo de superficie especular con un orificio circular en el ángulo superior. La enorme mano mostró algo no mucho más grande que una tarjeta—. Alguien ha cazado a nuestro muchacho, ¿oís? Se ha metido dentro de él. No sé cómo, ni quién. Aunque personalmente apostaría por el jodido Kombinat. Esos bastardos rusos. Pero usted, amigo mío, usted va a hacer ese trabajo nodal para nosotros, en nuestro Rez, y lo va a averiguar. Quién.

Y el rectángulo, con un pequeño y conciso ruido, quedó en pie, atravesado sobre el mostrador, y Laney vio que era un diminuto cuchillo de carnicero, con remaches redondos de acero en el pulcro mango de palisandro.

—Y cuando lo haya hecho —dijo Blackwell—, echaremos de aquí a esos jodidos.