40. Negocios
Cuando nadie hacía nada para ayudar a Maryalice, Chia se levantó de la cama, pasó por delante del ruso y entró en el cuarto de baño, activando la música de pájaros. La vitrina negra estaba abierta, con la luz encendida, y en el suelo de mosaicos blancos y negros había unos tubos-penes alargados. Chia tomó una toalla negra y un paño negro del estante de cromo, mojó el paño en el lavabo negro y cromo y volvió junto a Maryalice. Dobló la toalla, la puso en la alfombra blanca cubriendo el vómito, y entregó el paño a Maryalice.
Nadie dijo nada, ni trató de detenerla. Masahiko se había vuelto a sentar en la alfombra, con el ordenador entre los pies. El hombre de las cicatrices, que parecía ocupar más espacio que cualquier mueble de la habitación, había bajado el hacha. La tenía sobre un muslo, más ancho que las caderas de Chia.
Maryalice, que ahora había conseguido sentarse, se frotó la boca con el paño, quitándose la mayor parte del carmín. Cuando Chia se puso de pie le llegó una ráfaga de colonia rusa que casi le revolvió el estómago.
—¿Dices que te dedicas al desarrollo? —Rez seguía con la unidad nanotecno en las manos.
—Haces muchas preguntas —dijo el ruso. Eddie gimió entonces, y el ruso le arreó un puntapié—. Bases —dijo el ruso.
—¿Un proyecto de obras públicas? —Rez levantó las cejas—. ¿Una planta potabilizadora, o algo así?
El ruso mantenía los ojos fijos en el hacha del hombre corpulento.
—En Tallin —dijo— vamos a construir un gran paseo, barrios cerrados de gente rica y fábricas de productos farmacéuticos de primera clase. Nos niegan injustamente los más avanzados medios de producción, pero queremos llevar a cabo una operación ciento por ciento moderna.
—Rez —dijo el individuo del hacha—, dáselo. Lo necesitan. Quieren levantar una fábrica de medicamentos en Estonia. Creen que yo te llevé de vuelta al hotel.
—Pero ¿no están más interesados en… terrenos de Tokio? Los ojos del hombre corpulento se agrandaron, las cicatrices de la frente se le enrojecieron. El microporo del brazo se le desprendió dejando al descubierto una grieta profunda.
—¿Qué mierda es ésa? ¡Tú no tienes ningún terreno aquí!
—Famous Aspect —dijo Rez—. La compañía de gestión de Rei. Invierte en nombre de ella.
—¿Quieres intercambiar nanotec por terrenos en Tokio? —El ruso miró a Rez.
—Exactamente —dijo Rez.
—¿Qué clase de terrenos?
—Terrenos no urbanizados de la bahía. Una isla. Una de las dos. No lejos de donde estaba el antiguo «Anillo tóxico»; pero después del terremoto limpiaron todo.
—Espera un minuto —interrumpió Maryalice desde el suelo—. Yo te conozco. Tú estabas en aquel grupo del chino flaco, el guitarrista. Te conozco. Eras muy bueno.
Rez la miró fijamente.
—Creo que no conviene que sigamos hablando aquí de negocios —dijo el ruso, rascándose la marca de nacimiento—. Pero yo soy Starkov, Yevgeni. —Alargó la mano, y Chia vio de nuevo las cicatrices. Rez se la estrechó.
Chia pensó que había oído gruñir al hombre corpulento.
—Yo solía verlo en Dayton —dijo Maryalice, como si eso probara algo. El hombre corpulento metió la mano libre en un bolsillo y sacó un pequeño teléfono.
Miró el monitor de llamadas y alzó el aparato; Chia vio entonces que le faltaba la oreja izquierda. Escuchó.
—Ta —dijo, y bajó el teléfono. Fue hasta la ventana, la que Chia había descubierto detrás de la pantalla mural, y miró fuera—. Será mejor que eches una mirada, Rez.
Rez se acercó. Chia vio que Rez se llevaba la mano al monóculo.
—¿Qué están haciendo, Keithy? ¿Qué es?
—Es tu funeral —respondió el hombre corpulento.