15. Akihabara
Una nube gris y baja pesaba sobre la ciudad toda gris. Unos nuevos edificios se veían a través de las ventanas con cortinas de lazo, teñidas de limo en una escala decreciente.
Dejaron atrás un anuncio de Apple Shires, un camino empedrado que conducía a un país infantil en holograma, en el que danzaban y cantaban sonrientes botellas de zumo. Laney había superado el jet lag, en una versión más suave pero también más barroca. Algo compuesto de un penetrante sentido de culpa y una sensación de alejamiento físico de su propio cuerpo, como si las señales sensoriales llegaran con retraso, estropeadas, después de una travesía excesivamente larga por algún otro país que él mismo nunca había conocido.
—Pensé que nos íbamos a ocupar de todo eso cuando nos deshiciéramos de los neurópatas siberianos —dijo Blackwell. Estaba vestido totalmente de negro, lo que parecía reducir en cierto modo su volumen. Llevaba un atuendo suelto, parecido a una túnica, de algodón negro, con múltiples bolsillos alrededor de un ancho dobladillo. Laney opinaba que tenía un vago aspecto japonés, en una versión medieval. Algo que un carpintero podía vestir—. Doblados como las patas traseras de un perro. Los cazaríamos recorriendo los estados del Kombinat.
—¿Neurópatas?
—Llenan de bazofia la cabeza de Rez. Cuando está de gira, es un hombre vulnerable. Combinación de estrés y aburrimiento. Las ciudades empiezan a parecer iguales. Una habitación de hotel tras otra. Es un síndrome, eso es lo que es.
—¿Adónde vamos?
—A Akihabara.
—¿Adónde?
—Adonde vamos. —Blackwell consultó un enorme cronómetro con una esfera muy elaborada y una pulsera de acero que parecía haber sido diseñada para cumplir una segunda función como nudillos de metal—. Tuve que esperar un mes antes de que me dejaran intentarlo, hacer lo que hacía falta. Entonces lo llevamos a una clínica de París, y nos dijeron que lo que esos bastardos le habían estado inoculando le había convertido el sistema endocrino en un desayuno para cerdos. Lo pondremos bien, al final, pero no había necesidad de que ocurriera.
—¿Pero se ha deshecho de ellos? —Laney no tenía idea de lo que Blackwell estaba diciendo, pero creyó que lo mejor era mantener la ilusión de una conversación.
—Les dije que los iba a hacer pasar, con la cara por delante, a través de una pequeña trituradora de madera de la marca Honda que había comprado, si no había más remedio —dijo Blackwell—. No fue necesario. Aun así les mostré la trituradora. Al final me libré de ellos con un toque más bien moderado.
Laney miró la nuca de la cabeza del chófer. La conducción por la derecha le preocupaba. Tenía la sensación de que en el asiento del conductor no había nadie.
—¿Cuánto tiempo dice usted que trabajó para Lo/Rez?
—Cinco años.
Laney pensó en el vídeo, la voz de Blackwell en el club a oscuras. Dos años antes.
—¿Adónde vamos?
—Estaremos allí, tenemos tiempo.
Entraron en una zona de calles más estrechas, de edificios informes, vagamente decadentes, cubiertos de anuncios apagados. Representaciones gigantescas de plataformas de los media que Laney no reconocía. Algunos de los edificios mostraban aún los daños causados por el terremoto. Bloques del tamaño de una cabeza, de una sustancia pardusca, vitrea, emergían de las grietas que surcaban una fachada en diagonal, como un juguete barato mal reparado por un gigante torpe.
—Ciudad Eléctrica —le dijo Blackwell—. Te llamaré —añadió dirigiéndose al chófer, que asintió con la cabeza de una manera que sorprendió a Laney por no ser precisamente japonesa. Blackwell abrió la puerta y se apeó con la misma inverosímil gracia que Laney había observado antes, mientras el coche volvía a alzarse apreciablemente. Laney se deslizó sobre el asiento de terciopelo gris y se sintió cansado y apático.
—En cierto modo, yo esperaba un destino más alto —le dijo a Blackwell. Era verdad.
—No espere más —dijo Blackwell.
El edificio con grietas y bultos gomosos de color pardo se abría a un mar blanco y pastel de aparatos de cocina. El techo era bajo y surcado por tuberías y conductos de aspecto precario. Laney siguió a Blackwell a lo largo del pasillo central. En los pasillos de uno y otro lado se veían algunas figuras, pero él no tenía manera de saber si eran vendedores o posibles clientes.
Al final del pasillo central había una vieja escalera mecánica, los dientes rectilíneos de acero cortantes y relucientes estaban desgastados en los bordes de los escalones. Blackwell seguía andando. Levitando por delante de Laney, continuaba trepando mientras parecía que los pies apenas se le movían. Laney iba penosamente tras él.
Subieron a un segundo nivel; éste exhibía una gama menos consistente de productos: pantallas de pared, consolas de inmersión, reclinatorios automatizados con módulos de masaje que emergían de los soportes como cabezas de gigantescas figuras mecánicas.
Caminaron a lo largo de un pasillo con paredes de cartón corrugado, Blackwell con las manos cubiertas de cicatrices metidas en los bolsillos del atuendo de ninja. Entraron en un laberinto de placas embreadas de color azul brillante y tuberías suspendidas en lo alto. Instrumentos poco conocidos. El termo abollado de un trabajador aparecía de pie en medio de un juego de herramientas desplegado sobre un soporte de aluminio con patas. Blackwell apartó a un lado la última placa embreada. Laney se agachó y entró.
—Lo hemos tenido abierto durante la hora pasada, Blackwell —dijo alguien—. No ha sido fácil.
Blackwell dejó que la placa embreada volviera a su sitio.
—Tuvimos que ir a recogerlo al hotel.
El espacio, recubierto de placas embreadas de color azul en tres de los lados, era dos veces más grande que la habitación de hotel que tenía Laney, pero estaba considerablemente más ocupado. Había gran cantidad de hardware: una colección de consolas negras conectadas entre sí en un laberinto blanco de distintos envases, bloques de espuma, plástico corrugado y placas burbuja. Dos hombres y una mujer esperaban. Era la mujer que había hablado. Cuando Laney seguía adelante, hundido hasta los tobillos en el material de los envases, éstos crujían, estallaban y le resbalaban bajo las suelas de los zapatos.
Blackwell dio una patada.
—Podían haberlo recogido.
—Nosotros no estamos aquí para eso —dijo la mujer. A Laney le pareció por el acento que quizá era del norte de California. Llevaba el pelo corto con flequillo, y algo en ella le recordó a los que trabajaban en Slitscan. Como los dos hombres, uno japonés y otro pelirrojo, vestía pantalones tejanos y una abultada chaqueta de nylon.
—Un trabajo endemoniado y encargado con poco tiempo —dijo el pelirrojo.
—Sin tiempo —lo corrigió el otro, y definitivamente era de California. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y sujeto en lo alto en una pequeña cola de caballo a lo samurai.
—¿Para qué les pagan? —preguntó Blackwell.
—Nos pagan para viajar —dijo el pelirrojo.
—Si quieren viajar de nuevo será mejor que recen para que éstas funcionen. —Blackwell miró las consolas cableadas.
Laney vio una mesa plegable de plástico junto a la pared del fondo. Era de un color rosa brillante. En ella había un ordenador gris y unos fonoculares. Unos cables extraños iban hasta la consola más próxima: cintas planas de diferentes colores. Sobre la pared del fondo se extendía una capa de carteles viejos; exactamente detrás de la mesa color rosa había un ojo femenino de noventa centímetros de ancho; la pupila, impresa con láser, tenía el tamaño de la cabeza de Laney.
Laney avanzó hacia la mesa, a través de los envases de espuma, deslizando los pies, como si estuviese esquiando.
—Vamos a hacerlo —dijo—. Veamos lo que ha conseguido.