12. Mitsuko
Chia utilizó un puerto de datos público en el nivel más profundo de la estación. El Sandbenders envió el número que le habían dado para Mitsuko Mimura, la «secretaria social» del club de Tokio (en el club de Tokio todo el mundo parecía tener un título solemne). Los altavoces del Sandbenders emitieron una soñolienta voz de chica, en japonés. La traducción fue instantánea: —¡Hola! ¿Sí? ¿Puedo ayudarla?
—Soy Chia McKenzie, de Seattle.
—¿Sigue usted aún en Seattle?
—Estoy aquí. En Tokio. —Aumentó la escala del mapa del Sandbenders—. En una estación de metro llamada Shinjuku.
—Sí. Muy bien. ¿Viene ahora hacia aquí?
—Me gustaría mucho. Estoy realmente cansada.
La voz empezó a explicarle el recorrido.
—Está bien —dijo Chia—, recurriré a mi ordenador. Dígame sólo la estación a la que tengo que ir. —La encontró en el plano, puso una marca—. ¿Cuánto tardaré en llegar?
—Entre veinte y treinta minutos; depende de cómo los trenes vayan de cargados. Yo la esperaré allí.
—No tiene que hacerlo —dijo Chia—. Sólo tiene que darme su dirección.
—Las direcciones japonesas son difíciles.
—No se preocupe —dijo Chia—. Me parece que ya sé dónde estoy. —El Sandbenders, operando con la compañía telefónica de Tokio, había empezado a mostrarle la latitud y la longitud de Mitsuko Mimura. En Seattle eso sólo funcionaba con números comerciales.
—No —dijo Mitsuko—. Tengo que ir a recibirla. Soy la secretaria social.
—Gracias —dijo Chia—. Estoy en camino.
Con la bolsa colgada del hombro y parcialmente abierta para poder seguir las instrucciones verbales del Sandbenders, Chia pasó por una escalera mecánica, cruzó dos niveles, compró un billete con la tarjeta de crédito y encontró la plataforma. Todo estaba realmente repleto de gente, tanto como el aeropuerto, pero cuando el tren llegó, ella dejó que la multitud la empujara y la metiera en el vagón más próximo; resistirse habría sido más difícil.
Cuando el tren arrancó, Chia oyó cómo el Sandbenders decía que estaban saliendo de la estación de Shinjuku.
El cielo era de un tono nacarado cuando Chia emergió de la estación. Edificios grises, anuncios de neón en colores pastel, un paisaje urbano punteado con formas vagamente desconocidas. En todas partes había docenas de bicicletas, de aspecto frágil: estructuras de tubos de papel mezclado con fibra de carbono. Chia dio un paso atrás cuando un enorme y aturquesado camión de basuras pasó rugiendo junto a ella; las manos del conductor, con guantes blancos, se pudieron ver sobre el volante. El camión se alejó, y Chia vio una chica japonesa que vestía una minifalda a cuadros y una chaqueta negra de ciclista. La chica sonrió. Chia la saludó con la mano.
La habitación de Mitsuko estaba en la segunda planta, sobre la parte trasera del restaurante de su padre. Chia podía oír un constante golpeteo que venía de abajo, y Mitsuko le explicó que se trataba de un robot dedicado a la preparación de alimentos, que cortaba y rebanaba ingredientes.
La habitación era más pequeña que el dormitorio de Chia en Seattle, pero en cambio mucho más limpia, muy pulcra y ordenada. Así era Mitsuko, con una afilada diagonal cobriza en el flequillo negro y zapatos de doble suela. Tenía trece años, uno menos que Chia.
Mitsuko le había presentado a su padre, que vestía una camisa blanca de manga corta y corbata, y estaba supervisando a tres hombres de monos azules y guantes blancos que limpiaban el restaurante con mucha energía y decisión. El padre de Mitsuko había asentido con la cabeza, había sonreído, había dicho algo en japonés y había vuelto a lo que estaba haciendo. Cuando subía, Mitsuko, que no hablaba mucho inglés, le explicó a Chia que le había dicho a su padre que ella, Chia, era parte de un programa de intercambio cultural, con cortas estancias en casas particulares, algo relacionado con la escuela.
Mitsuko tenía en la pared de la habitación el mismo póster, la foto original de la portada del álbum de Dog Soup.
Mitsuko bajó y volvió con una tetera y una caja cubierta que contenía rollos de pan de California y un surtido de cosas menos conocidas. Agradecida por la familiaridad del pan de California, Chia comió de todo menos el rollo que tenía encima un erizo de mar color naranja. Mitsuko la elogió por su habilidad con los palillos. Chia dijo que ella era de Seattle y que allí se usaban mucho los palillos.
Ahora las dos utilizaban unos auriculares inalámbricos sujetos con pinzas a las orejas. La traducción era generalmente fluida, sin cortes, excepto cuando Mitsuko hablaba un argot japonés demasiado reciente, o cuando insertaba palabras inglesas que conocía pero no podía pronunciar.
Chia quería preguntarle por Rez y la idoru, pero siguieron hablando de otras cosas. Después Chia se quedó dormida, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y Mitsuko tuvo que arreglárselas de alguna manera para ponerla sobre una colchoneta que había sacado de algún sitio, pues allí fue donde Chia despertó tres horas más tarde.
En la estrecha ventana de la habitación había una plateada luz de lluvia. Mitsuko apareció con otra tetera y dijo algo en japonés. Chia buscó su auricular y se lo puso.
—Tendrías que estar agotada —tradujo el auricular. Luego Mitsuko dijo que no iría a la escuela para poder pasar todo el día con Chia.
Bebieron el té casi incoloro en pequeñas tazas de cerámica. Mitsuko explicó que vivía allí con el padre, la madre y un hermano, Masahiko. La madre estaba fuera, visitando a unos parientes de Kioto. Mitsuko dijo que Kioto era muy bonito, y que Chia debería ir a visitarlo.
—Estoy aquí por mi club —dijo Chia—. No puedo hacer vida de turista. Tengo que averiguar algunas cosas.
—Comprendo —dijo Mitsuko.
—¿Entonces es cierto? ¿Se va a casar realmente Rez con una agente de software?
Mitsuko pareció sentirse incómoda.
—Yo soy la secretaria social —dijo—. Eso tienes que hablarlo con Hiromi Ogawa.
—¿Quién es?
—Hiromi es la presidenta de nuestro club.
—Estupendo —dijo Chia—. ¿Cuándo hablo con ella?
—Estamos preparando un local para la reunión. Pronto estará a punto. —Mitsuko parecía sentirse todavía incómoda.
Chia decidió cambiar de tema.
—¿Cómo es tu hermano? ¿Qué edad tiene?
—Masahiko tiene diecisiete años —dijo Mitsuko—. Es un fetichista patológico del tecno con déficit social. —Estas últimas palabras fueron pronunciadas como si fueran una sola, expresando un concepto que puso a prueba el léxico de los auriculares. Chia se preguntó por un instante si merecía la pena utilizar el Sandbenders, cuyas funciones de traducción actualizaban automáticamente todo lo que ella le pedía.
—¿Un qué?
—Otaku —dijo Mitsuko cuidadosamente en japonés. El sistema de traducción volvió a pronunciar torpemente la larga sarta de palabras.
—¡Oh! —dijo Chia—. Nosotros también los tenemos. Incluso los llamamos con la misma palabra.
—Me imagino que en América no son como aquí —dijo Mitsuko.
—Bien —dijo Chia—, eso es cosa de chicos, ¿verdad? En mi último colegio los tipos otaku estaban en ello, como muñecos animados de plástico, simulaciones militares y trivialidades. Se lo pasan bien con trivialidades. —Observó cómo Mitsuko escuchaba la traducción.
—Sí —dijo Mitsuko—, pero tú dices que esos chicos van al colegio. Los nuestros no van al colegio. Estudian online, y eso está mal, pues no les cuesta nada hacer trampas. Después, cuando se tienen que someter a una prueba, quedan en evidencia, y fracasan, pero a ellos ya no les importa. Es un problema social.
—¿Tu hermano es uno de ésos?
—Sí —dijo Mitsuko—. Vive en la Ciudad Amurallada.
—¿Dónde?
—Un dominio multiuso. Es su obsesión. Como una droga. Tiene un cuarto allí. Rara vez sale. Vive en la Ciudad Amurallada todas las horas en que está despierto. Y en sueños también, me parece.
Chia intentó obtener más información sobre Hiromi Ogawa antes de la reunión de mediodía, pero los resultados fueron ambiguos. Ella era mayor, tenía diecisiete años (como Zona Rosa) y había estado en el club al menos durante cinco años. Posiblemente tenía exceso de peso (aunque esto se debía decir en un código intercultural para chicas, no de manera abierta) y ayudaba a elaborar iconos. Pero en líneas generales Chia no estuvo de acuerdo con la idea que Mitsuko tenía de sus obligaciones, y de su propia posición, y de la posición de Hiromi.
Chia detestaba la política de club, y empezaba a sospechar que allí podría llegar a constituir un verdadero problema.
Mitsuko sacó su ordenador. Era una de esas unidades soft, transparentes, coreanas, que parecían una bolsa plana de gelatina blanca con un montón de hilos de colores. Chia abrió la cremallera de la bolsa y sacó el Sandbenders.
—¿Qué es eso? —preguntó Mitsuko.
—Mi ordenador.
Mitsuko estaba claramente impresionada.
—¿Es de Harley-Davidson?
—Fue construido por los Sandbenders —dijo Chia, recogiendo los anteojos y los guantes—. Son una comuna instalada en la costa de Oregón. Hacen estos ordenadores y también software.
—¿Es norteamericano?
—Claro que sí.
—No sabía que los norteamericanos hicieran ordenadores —dijo Mitsuko.
Chia metió los dedos en los guantes y apretó las tiras de las muñecas.
—Estoy a punto para la reunión —dijo.
Mitsuko rió nerviosamente.