8. Narita

Chia bajó del avión detrás de Maryalice, que se había tomado un par de aquellas bebidas de vitaminas y luego había acaparado uno de los lavabos durante veinte minutos mientras manipulaba los postizos y se pintaba los labios y las pestañas. Chia no podía decir gran cosa del resultado, que no se parecía tanto a Ashleigh Modine Cárter como a algo que Ashleight Modine Cárter había aplastado mientras dormía.

Cuando Chia se puso de pie, sintió que tenía que ordenarle a su cuerpo todo lo que necesitaba hacer. Piernas: moveos.

Había tenido unas cuantas horas más para dormir. Había vuelto a meter el Sandbenders en la bolsa, y ahora ponía un pie después de otro, mientras Maryalice, delante de ella, caminaba tambaleándose y deslizándose a lo largo del estrecho pasillo en unas botas blancas de vaquero.

Parecía que nunca iban a terminar de salir del avión, pero ahora estaban allí respirando el aire del aeropuerto en un pasillo, bajo enormes logotipos que Chia había conocido durante toda su vida, todas aquellas compañías japonesas, y todo abarrotado de gente que se movía en una dirección.

—¿Tiene usted algo que declarar? —le preguntó Maryalice.

—No —dijo Chia.

Maryalice dejó que Chia pasara delante de ella por el puesto de control; Chia entregó al policía japonés el pasaporte y la tarjeta bancaria inteligente que Zona Rosa había obligado a Kelsey a aceptar, pues en cualquier caso todo era idea de Kelsey. En teoría el montante de la tarjeta era todo lo que había en la tesorería del club de Seattle, pero Chia sospechaba que Kelsey terminaría por pagar la cuenta, y que probablemente le importaba poco.

El policía extrajo el pasaporte de Chia de la ranura del mostrador y se lo devolvió. No se había molestado en examinar la tarjeta inteligente.

—Dos semanas estancia máxima —dijo, y le dedicó una inclinación de cabeza.

La puerta de cristal esmerilado se abrió para ella. Allí había mucha gente, bastante más que en SeaTac. Tenían que haber llegado muchos aviones a la vez para que toda aquella gente estuviera esperando el equipaje. Chia se apartó y dejó pasar un pequeño robot cargado con maletas. Tenía unas ruedas de goma de color rosa y grandes ojos de tira cómica que movía a los lados morosamente mientras se abría paso entre la multitud.

—Ya está, ha sido fácil —dijo Maryalice, detrás de ella.

Chia se volvió a tiempo para ver que Maryalice aspiraba larga y profundamente, contenía la respiración y luego exhalaba. Movía los ojos de un lado a otro, como si le doliera la cabeza.

—¿Sabe usted qué camino debo seguir para tomar el tren? —preguntó Chia. Llevaba mapas en el Sandbenders, pero ahora no tenía ganas de sacarlos.

—Por aquí —dijo Maryalice.

Maryalice se adelantó entre la gente; Chia la seguía con la bolsa bajo el brazo. De pronto se encontraron delante de un carrusel con una rampa por la que se deslizaban las maletas, entrechocándose y balanceándose; pasaban por delante de la gente y luego se alejaban.

—Aquí hay una —dijo Maryalice, atrapando una maleta negra y gritando con una alegría tan forzada que hizo que Chia la mirase—. Y… otra. —Era igual que la primera, sólo que ésta tenía una pegatina de Nissan County, la tercera atracción más grande de California—. ¿No le importaría llevármela, querida? Mi espalda no puede soportar los viajes largos en avión. —Y alargó a Chia la maleta con la pegatina. No pesaba; posiblemente estaba medio llena de ropa. Pero era demasiado grande para ella; tenía que inclinarse hacia un costado para que la maleta no rozara el suelo.

—Gracias —dijo Maryalice—. Aquí tiene. —Y entregó a Chia un trozo de papel arrugado, adhesivo por detrás, con un código de barras—. Es el control. Ahora tenemos que ir por aquí…

Abrirse paso entre la multitud arrastrando la maleta de Maryalice resultaba aún más duro. Chia tenía que concentrarse para no tropezar con los pies de otra gente y para no golpearlas, y entonces se dio cuenta de que había perdido a Maryalice. Echó una mirada alrededor, esperando ver los postizos de cabello moviéndose por encima de la multitud; casi todos lo llevaban más corto que Maryalice, pero a Maryalice no se la veía en ningún sitio.

TODOS LOS PASAJEROS TIENEN QUE PASAR POR LA ADUANA. Chia observó cómo el anuncio cambiaba a japonés y luego volvía a aparecer en inglés. Bueno, ése era el camino. Se puso en fila detrás de un hombre con una chaqueta de piel roja; en la espalda llevaba escrito con letras grises de felpa «Colisión de Conceptos». Chia se quedó mirando las letras e imaginó conceptos en colisión, lo cual, supuso, era un concepto en sí mismo, pero luego pensó que quizá se trataba del nombre de una compañía que reparaba coches, o uno de esos eslóganes que los japoneses lanzaban en inglés, los únicos que casi parecían significar algo, aunque no era así.

—El siguiente.

Introdujeron la maleta de «Colisión de Conceptos» en una máquina del tamaño de una cama doble, pero más alta. Un agente con casco-vídeo iba leyendo la información que salía de los escáners, y otro policía que recogía el pasaporte lo metía en la máquina y hacía pasar los equipajes. Chia dejó que agarrase la maleta de Maryalice y la lanzara sobre la cinta transportadora. Luego le alargó la bolsa.

—Ahí dentro hay un ordenador. ¿Lo detecta el escáner?

El policía no pareció oírla. Ella vio cómo la bolsa entraba en la máquina detrás de la maleta de Maryalice.

El hombre del casco, ojos ocultos, movía la cabeza a uno y otro lado cuando accedía a menús que él mismo activaba con la mirada.

—Talón de equipajes —dijo el policía, y Chia recordó lo que tenía en la mano. Lo entregó, y de repente le pareció muy extraño que a Maryalice se le hubiera ocurrido darle la maleta. El policía pasó el talón por un escáner.

—¿Hizo usted personalmente este equipaje? —le preguntó el hombre del casco. Él no podía verla directamente, pero ella supuso que alcanzaba a leer la información acumulada en el pasaporte, y probablemente también la veía a ella en el monitor. Los aeropuertos estaban llenos de cámaras.

—Sí —dijo Chia, pensando que esto era más fácil que intentar explicar que la maleta pertenecía a Maryalice. Trató de leer la expresión de los labios del hombre; pero era difícil decir si expresaban algo.

—¿Lo preparó usted?

—Sí… —dijo Chia, esta vez con menos convicción.

El casco se movió bruscamente.

—El siguiente —dijo.

Chia fue al otro extremo de la máquina y recogió la bolsa y la maleta negra. Otra pared de cristal esmerilado: estaba en una sala más grande, bajo un techo más alto, anuncios más grandes, pero la gente no menos apretada. Quizá no era tanto un problema de hacinamiento en Tokio, sino de Japón en general: más gente, más apretada.

Una de aquellas carretillas robotizadas para equipajes pasó junto a ella. Se preguntó cuánto costaría alquilar una. Podía instalarse encima del equipaje, tal vez, decirle al robot adonde quería ir, y luego sencillamente echarse a dormir. Sólo que no estaba segura de tener sueño. Se pasó la maleta de la mano izquierda a la mano derecha, preguntándose que haría si no encontraba a Maryalice en los próximos, digamos, cinco minutos. Estaba harta de aeropuertos y de espacios entre ellos, y ni siquiera sabía a ciencia cierta dónde iba a dormir esa noche, e incluso si era de noche.

Chia levantó los ojos con la esperanza de descubrir alguna clase de horario cuando una mano le aferró la muñeca derecha. Miró la mano, vio un reloj de oro y los gruesos eslabones de un brazalete de oro; los eslabones estaban conectados con el reloj mediante pequeñas cadenas de oro.

—Esta maleta es mía.

Los ojos de Chia recorrieron la mano hasta el largo puño de una camisa muy blanca y luego hasta la manga de una chaqueta negra. Ojos claros en una cara alargada; las mejillas, vistas en escorzo, parecían modeladas con un instrumento. Por un instante Chia pensó que era el Maestro de Música, que vagaba por el aeropuerto. Pero el Maestro de Música nunca llevaba un reloj semejante, y el cabello del hombre, de un rubio más oscuro, estaba peinado hacia atrás, largo y como mojado, desde la ancha frente. No parecía feliz.

—La maleta es de Maryalice —dijo Chia.

—¿Se la entregó a usted? ¿En Seattle?

—Me pidió que se la llevara.

—¿Desde Seattle?

—No —dijo Chia—. Allí atrás. Ella iba sentada a mi lado en el avión.

—¿Dónde está Maryalice?

—No sé —dijo Chia.

El hombre vestía un traje negro, de chaqueta larga, abotonado. Como algo de una vieja película, pero de aspecto nuevo y caro. Parecía no haberse dado cuenta de que seguía sujetando la muñeca de Chia; ahora la soltó.

—Yo se la llevaré —dijo—. La vamos a encontrar.

Chia no sabía qué hacer.

—Maryalice quería que se la llevara yo.

—Ya lo hizo. Yo la llevaré ahora. —Se la arrebató.

—¿Es usted el amigo de Maryalice? ¿Eddie?

El hombre torció la boca.

—Algo así —dijo.

El coche de Eddie era un Daihatsu Graceland con el volante en el lado incorrecto. Chia lo sabía porque Rez había conducido uno en un vídeo, sólo que aquél tenía un baño, mármol negro y grandes grifos de oro en forma de peces tropicales. La gente opinaba que era una manera lamentable de gastar el dinero, una de las cosas realmente feas que podías hacer si tenías demasiado. Chia lo había discutido con su madre. Ésta decía que no tenía mucho sentido pensar en lo que una podría hacer si tuviera demasiado dinero, porque la mayoría de la gente nunca tenía ni siquiera suficiente. Aseguraba que era mejor tratar de averiguar qué significaba con exactitud la palabra «suficiente».

Pero Eddie tenía uno, un Graceland, todo negro y cromo. Por fuera parecía una especie de cruce entre un RV y una de esas limusinas Hummer largas y cuneiformes. Chia no podía imaginar que abundaran en el mercado japonés; allí todos los coches parecían pequeños losanges color caramelo. El Graceland era un vehículo puro y simple, diseñado para el tipo de ciudadano norteamericano que prefería no comprar productos importados. Referido a los coches, este criterio reducía definitivamente las posibilidades. (La madre de Hester Chen tenía uno de esos coches canadienses, realmente horribles, que cuestan una fortuna pero que están garantizados al menos durante ochenta años; se suponía que esto era mejor para la ecología.)

Por dentro, el Graceland era en su totalidad de terciopelo color borgoña, adornado con diamantes y pequeñas piezas de cromo en las junturas. Era tal vez la cosa más sorprendente que Chia había visto, y sospechaba que Maryalice pensaba también así, pues Maryalice, sentada junto a ella, explicaba que era una cuestión de «imagen», que Eddie era propietario de un local muy popular, llamado Whiskey Clone, de música country, y por eso se había comprado el Graceland, y además había empezado a vestirse como lo hacían en Nashville. Maryalice pensaba que ese look le quedaba bien, eso decía.

Chia asintió. Eddie conducía, y hablaba en japonés a través de un fonoparlante. Habían encontrado a Maryalice en un pequeño bar, muy cerca del área de llegada. Era el tercero en el que miraban. Chia tuvo la sensación de que Eddie no estaba muy contento de ver a Maryalice, pero a Maryalice no parecía preocuparle.

Fue idea de Maryalice pasear a Chia por Tokio. Dijo que el tren estaba demasiado lleno y en cualquier caso era caro. Dijo que quería hacer un favor a Chia, porque le había llevado la maleta. (Chia notó que Eddie había metido una maleta en el portaequipajes del Graceland, pero en cambio había puesto junto al asiento del conductor la que tenía la pegatina de Nissan County.)

Ahora Chia no escuchaba realmente a Maryalice; era de noche y estaba muy cansada, y el coche atravesaba aquel enorme puente que parecía de neón, y no obstante con muchos carriles de tráfico, y los diminutos coches parecían sartas de cuentas brillantes, todos deslumbrantes y nuevos. Había pantallas que quedaban atrás borrosamente, altas y estrechas, con grafías japonesas que saltaban aquí y allá en algunas, y con gente en otras, rostros que sonreían cuando vendían algo.

Y entonces una cara femenina: Rei Toei, la idoru con la que Rez quería casarse. Y nada más.